PASARON CINCO LARGOS AÑOS; cinco Navidades y cinco cumpleaños. Y nueve hombres más… no, diez, once… El Ojo intentó acordarse.
Diez u once.
Se casó con tres de ellos. Uno de los maridos era doctor. (Igual que… ¿cómo se llamaba? Hace muchos, muchos años, justo después de haber matado a Paul Hugo. ¡Brice! ¡El doctor James Brice! Sus huesos seguían enterrados bajo los matorrales, a las afueras de La Jaula.) El doctor número dos fue asfixiado con la almohada mientras dormía bajo los efectos de su champagne de bodas. Después de que Joanna se hubo marchado, el Ojo registró el cuarto y encontró una docena de tarjetas de crédito en una maleta. Se quedó con ellas, y durante el año siguiente pagaron toda su gasolina, sus coches, comidas y billetes de avión. Incluso compró un traje nuevo con una de ellas (su cuarto traje).
Descubrió que era un medio ideal de economizar. Así que, una o dos veces al año, en noches sin luna, descargaba su 45 y, en una calle solitaria o en un aparcamiento a las afueras de un bar o un restaurante, aguardaba emboscado a alguien, lo atracaba y le quitaba todas sus tarjetas. De esa manera siempre estaba abundantemente provisto de crédito.
El juego también le llenaba la cartera. Una Nochevieja, en una ruleta de Reno, apostó al cero y saltó la banca. Ganó todas las fichas que había en la mesa, más treinta y cinco veces su propia mise. Aquello solucionó sus problemas financieros para los dos años siguientes.
Joanna no era tan afortunada. Perdía casi continuamente. En un casino de Tulsa, perdió en una sola noche todo lo que había sacado de uno de sus matrimonios. Y estaba bebiendo bastante, demasiado. Aún seguía siendo ágil y encantadora, pero cada vez tenía que pasar más y más tiempo en gimnasios, piscinas y salones de belleza para estar presentable.
Los nombres de Nita Iqutos, Faye Jacobs y Paula Jason fueron añadidos a su lista de alias en su póster de la oficina de correos. Debido a su asociación con Becky, los federales la culparon del asesinato de Finch en Alta Loma y del cataclismo del motel en Riverside. Ahora era una de las cinco mujeres más buscadas de Estados Unidos.
Fueron tras ella lenta y masivamente, como un glaciar en movimiento. Pero no podían cogerla por sorpresa. Aunque ella abría un camino, nunca dejó de huir. Y como no tenía ninguna dirección, eran incapaces de interceptarla.
Fue a Houston, y Houston, como Los Ángeles, pasó una página de su vida.
Era el país de Duke Foote, celebrado aún en su famosa canción Texas Freeways.
En la ruta 59
desfallezco y rezo,
llueva o haga buen tiempo.
Un día la voy a encontrar.
¡Señora del amor! ¿Estás en la ruta 45?
¡Señora del amor! ¿Estás viva o muerta?
¡Señora del amor! ¿Estás en Galveston Bay?
Conoció a Chuck Estes, el hijo del petrolero Bertie Estes, que había sido una de las arpías del presidente Johnson. Chuck tenía cuarenta años, de frente estrecha, con la mentalidad de un adolescente perturbado, y varios millones de dólares. Vestía camisas de ante hechas a medida, trajes de cowboy para turistas, un sombrero descomunal y espuelas. Sus amigos lo llamaban Chuck Wagón.
Ligó con ella en una barbacoa de Liberty. La trajo de vuelta a Houston en su Thunderbird rayado como una cebra, y tomaron unas copas en el Longhorn Grill.
—¿Así que eres de Los Ángeles? —Su conversación era tan plana y estéril como una pradera—. Es un pueblo movidillo de puta madre. Ahora tenemos oficina allí. Todo el piso de un edificio en Sunset Boulevard. Fui allí el mes pasado. Volé a San Diego y me dije, «Bueno, qué demonios, más vale que suba a Los Ángeles y que vea un poco de acción». Me quedé dos semanas y media. Me alojé en el hotel Beverly Wilshire. Vi una movida de puta madre. Las paredes no paraban de temblar. «¿Qué es eso?», le pregunté a un muchacho del ascensor. «Un terremoto», me contestó. «Un día de estos la ciudad entera se va a partir por la mitad como una sandía.» ¡Y, toma ya! ¡Abajo, en el vestíbulo, va y se cae al suelo un enorme pedazo del techo! Me dije: «¡Eh!». Subí a un taxi y me dirigí volando a la oficina. Sin embargo, allí estaba todo en orden, excepto… ¡Eh, camarero! ¡Dos más aquí, por favor! Excepto todas las ventanas, que estaba hechas polvo. Nos costó mil quinientos dólares instalar nuevos cristales. Los Ángeles; no, gracias. Nueva York es mi ciudad. ¡Ése sí que es un lugar de primera! ¡Cualquier cosa, a cualquier hora, en cualquier lugar! «Nueva York y Los Ángeles», solía decir mi padre. «Dos apoyalibros para el vacío.» ¿Qué es esto que fumas? ¿María? ¿Gitanes? Déjame probar uno. —Luego su atención vagó hacia el otro lado de la habitación, hasta una chica sentada en el bar con un vestido con la espalda al aire—. Discúlpame —le dijo—. Y fue hacia ella.
Y así es como sucedió; de una forma casual y cruel. Comenzaron a reírse juntos. Él la invitó a una copa.
Joanna esperó a que él regresara a la mesa. No lo hizo. Se quedó allí sentada durante tres cuartos de hora. Él ni siquiera la miró una sola vez. Simplemente se olvidó de que estaba allí. Los labios se le habían puesto blancos de la rabia. Pidió otro coñac. Las parejas que estaban sentadas en las otras mesas la miraban sonriendo.
El Ojo también la observaba, esperando que no se emborrachara y montara un escándalo. No lo hizo. Simplemente se marchó.
Y pasó página.
Señora del amor en la autopista,
señora del amor en el camino apartado,
señora del amor, es que nunca vas a salir a mi encuentro
en las largas, largas carreteras solitarias.
Viajó por Louisiana, Mississippi, Alabama, Georgia y Carolina del Norte, soltando un par de miles en cada parada en clubes de juego y mesas de poker entre bastidores y, de vez en cuando, en hipódromos. ¿Cuánto dinero le quedaba? El Ojo no estaba seguro. ¿Cuánto le quedaba de cualquier cosa? ¿Cuánto ánimo y energía? ¿Cuánto aguante? Él observaba espantado mientras el abismo se abría ante ella.
Se le averió el coche en Burnsville, N.C., y repararlo costó cuatrocientos dólares. Se quedó en la ciudad de Linville intentando su vieja travesura del autostop en el Blue Ridge Parkway; simplemente no funcionó. El primer día se quedó en la cuneta de la autopista durante tres horas. Pasaron cientos de coches. Ninguno paró. Comió en un café de camioneros, luego, por la tarde, regresó a la carretera y se quedó allí hasta las nueve moviendo el dedo gordo como una autómata.
El segundo día llovió. Un gorila que llevaba un Alfa la recogió, la condujo a un descampado cerca de Deep Sap e intentó violarla. Consiguió librarse de él sólo con un ojo morado y una lentilla perdida y anduvo bajo el azote de la tormenta hasta Bloming Rock, donde tenía aparcado su coche. Se pasó una semana en cama con gripe, leyendo Homeward, Angel, de Thomas Wolfe.
Cuando se marchó a Carolina del Norte llevaba gafas. Fue a Virginia, vendió su coche en Portsmouth, intentó cobrar un cheque falso en un banco en Virginia Beach, pero en el último minuto le entró pánico y huyó. En mayo su patrona la expulsó de la pensión de huéspedes en Norfolk, y le embargó el equipaje.
En Newport News comenzó a birlar en las tiendas: robaba jabón, pasta de dientes, sopa enlatada y peras en los supermercados. Sólo la pillaron una vez… intentando mangar una botella de scotch. El dependiente la dejó marchar; incluso le permitió quedarse con la botella. Durante días estuvo atontada por la bebida, durmiendo en coches aparcados y en las casetas de baño de la playa. Una azafata de Pan Am que estaba de vacaciones ligó con ella en Hampton, y durante tres semanas vivieron juntas en un camping de caravanas. Cuando la azafata regresó a su trabajo, Joanna subió en un barco con rumbo a Yorktown, donde vivió en una choza abandonada en las dunas, manteniéndose limpia a base de baños de mar. Robó un vestido en un tendedero y un par de tejanos en un velero anclado en la bahía.
En Williamsburg la policía no la molestó, ya que en pleno verano la península era un hervidero de vagabundos. Se mudó a un viejo cobertizo en el río James. El Ojo no sabía qué hacer por ella. Compró una caja de comestibles y por la noche la dejó en el embarcadero, pero dos chicos que pasaban en una canoa arramblaron con todo. Otra noche dejó caer una pila de tarjetas de crédito en el buzón del cobertizo, pero Joanna nunca lo abrió.
Luego su conducta se volvió extraña, y comenzó a vagar por las calles durante horas y horas cada día, yendo a ninguna parte, deambulando simplemente, una manzana arriba y otra abajo, con la espalda encorvada, atisbando en las cunetas y entre los matorrales. Aquellos paseos interminables lo asustaron. ¡Parecía una loca! No podía entender qué estaba haciendo.
Una tarde encontró una moneda de veinticinco centavos, y finalmente comprendió.
¡Estaba buscando dinero!
En la siguiente excursión se las arregló para dejar caer un billete de cien dólares en la acera frente a ella. Cuando lo vio, no se lo podía creer. Se quedó traspuesta un instante, luego lo agarró rápidamente y salió corriendo, huyendo como un atracador de bancos al otro extremo de la ciudad.
En vez de gastárselo todo en bebida, como él pensó que haría, se cortó el cabello y se compró una falda nueva, una blusa y un par de zapatos.
Fue a Richmond y consiguió un empleo; de hecho, diversos empleos, trabajando durante algún tiempo en un ultramarinos, luego en una tintorería, en una tienda donde todo vale cinco o diez centavos, como camarera en un restaurante de coches, y finalmente, en el hotel del Ojo.
Vivía en una habitación barata de pensión situada en una callejuela, y en sus días libres iba al cine o a la biblioteca pública. Leyó La buena tierra, de Pearl Buck, Death Comes for the Archbishop, de Willa Cather, Barren Ground, de Ellen Glasgow, y El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers. De vez en cuando iba a la piscina, pero nadar parecía fatigarla esos días. Dejó de beber, luego empezó otra vez, luego lo volvió a dejar.
Envejeció.
Igual le sucedió al Ojo. Ahora llevaba gafas, y estaba plagado de reumatismo y ciática, y tenía una hernia. Mientras ella trabajaba en el hotel, él se pasaba todo el día abajo, en el vestíbulo, sentado en un sillón confortable, haciendo crucigramas y chismorreando con el detective de la casa y con los botones. Pensaban que era un dentista retirado de algún lugar del norte, de paso por Richmond, que iba a visitar a sus nietos. Empleaba su propio nombre y su tarjeta de crédito, así que no tenía por qué esconderse. Disfrutó del reposo. Siempre sabía dónde estaba ella, no tenía nada más que hacer que esperarla. Ella pasaba por una de sus temporadas abstemias, y él sabía que estaba ahorrando, así que no había razón alguna —al menos, por el momento— para esperar lo peor.
Una mañana oyó por casualidad a dos viajantes de comercio bravucones discutir sobre ella durante el café del desayuno.
—¿Qué piensas de esa doncella del piso diez para arriba? El corte de pelo que lleva me excita.
—Parece un basurero disfrazado de mujer.
—Estaría bien si se arreglase un poco, tiene buenas piernas y un cuerpo hermoso.
—¡Pero de qué me estás hablando!
—La próxima vez que la veas échale un vistazo de cerca. Chico, hace una tarde lluviosa de mierda. Ayer entró en mi habitación justo cuando salía de la bañera y la dejé que me viera el churro y las canicas. Ni se inmutó.
—¿Qué es lo que hizo?
—Nada. Pero ya sabes, si un tipo en cuestión la agarrara, la tirase en la cama y le arrancase las braguitas…
—¡Yujuuu!
—Probablemente no diga nada, ¿no? Probablemente tenga demasiado miedo a perder el trabajo para armar un jaleo por eso.
—Probablemente incluso lo busque.
—Adelante. ¿Quieres que lo intentemos?
—¿Los dos?
—Claro. Primero uno y luego el otro.
—¡Yujuuu!
El Ojo salió y compró dos papelinas de caballo a un camello que operaba alrededor del mausoleo de Edgar Allan Poe. Forzó el cierre de una de las habitaciones de los viajantes y ocultó la mercancía en un zapato del armario. Más tarde tuvo una charla con su amigo, el detective de la casa.
—Dime, ¿conoces a esos dos viajantes que están siempre pavoneándose en el bar?
—Sí, son un coñazo. Viejos delincuentes juveniles.
—De todos modos, ¿qué es lo que venden?
—No lo sé. Plásticos o algo así.
—¿No andan metidos en el negocio de municiones?
—¡El negocio de municiones! ¿Qué te hace pensar eso?
—Bueno, esta mañana les escuché indiscretamente en la cafetería… Ellos no sabían que yo estaba oyendo… En realidad no quería, simplemente no pude evitar oír lo que estaban diciendo…
—¿Sí?
—Hablaban sobre dinamita y TNT, y uno de ellos dijo que era demasiado peligroso guardar toda la pólvora en el hotel. Dios, pensé que a lo mejor tenían bombas o alguna cosa en sus habitaciones.
—¿Sí? ¿Dinamita? ¿TNT?
—Eso es lo que pensé que decían. A lo mejor entendí mal.
—¿Estás seguro de que no era STP? ¿O DMT?
—Podría ser.
Esa noche los dos viajeros de comercio fueron detenidos por tenencia ilícita de drogas.
Unos días más tarde, el detective de la casa se le acercó en el vestíbulo, temblando de la excitación.
—¿Has visto a ese tío que se acaba de marchar?
El Ojo estaba tomando un nuevo tipo de aspirina, y sus dolores y malestares sólo le atenazaban cuando se movía. Había estado sentado junto a la ventana, observando la lluvia y dormitando felizmente, soñando con el pasillo. Se despertó de mal humor.
—No. ¿Qué tipo?
—Un federal.
—¿Un qué?
—Del FBI, inspeccionando a todo el que está en el hotel.
El Ojo bostezó.
—¿A quién busca?
—A un asesino sospechoso. —El detective le enseñó el póster de Joanna—. A esto le llaman un retrato robot. Está hecho a tiras; ves: cabello, ojos, nariz, boca y barbilla.
—El asesinato más informe, horrendo y monstruoso.
—¿Cómo?
—¿Está ella en el hotel?
—No. Pero sí está en Richmond, te apuesto un huevo a que la cogerán. De esos tipos no te puedes andar escondiendo mucho tiempo.
Esa tarde el Ojo visitó la pensión de Joanna, un viejo y mohoso edificio de ladrillo junto a la ribera. (Durante el asedio de Petersburgo, el cuartel general de Robert E. Lee había estado emplazado abajo, en la misma calle. Todos los coches aparcados junto al bordillo llevaban banderas confederadas en los parachoques.) La pequeña mujer con cara de caniche que administraba la casa lo recibió en un salón húmedo lleno de caballos de bronce metidos en campanas de cristal.
—Del FBI. —Le enseñó una insignia—. Estamos tratando de localizar a una señorita llamada Nita Iqutos. ¿Es uno de sus huéspedes, señora?
—No, señor —le ladró—. En esta casa no vive ningún refugiado de la justicia.
—¿Hay alguien aquí de Los Ángeles?
Pareció sobresaltarse.
—¿Por qué? Sí… la señorita Vincent es de Los Ángeles.
(Joanna había estado utilizando su viejo alias de Los Ángeles; tenía una cartilla de la seguridad social a ese nombre).
—¿Puedo hablar con la señorita Vincent, por favor, señora?
—Está en el trabajo.
—¿Cuándo volverá a casa?
—A las siete y media.
—Podría decirle que volveré a las… —Echó un vistazo a su reloj—. No, no puedo volver esta tarde. Dígale que volveré mañana por la noche alrededor de las ocho. Gracias, señora.
Pagó la cuenta de su hotel, se despidió del detective de la casa, le dio propina a los botones y a las 7:35 cogió un taxi de vuelta a la pensión. Joanna salió a las 8:10 por la puerta principal, llevando tan sólo su bolso. Pero iba abultada, y se movía con una pesadez afelpada, lo cual significaba que bajo su gabardina llevaba puesta toda su ropa.
La siguió a la estación de ferrocarril. Compró un billete para Washington.
Vagando, deambulando,
errando, rezando,
voy caminando bajo el sol de abril
por las autopistas, riendo y llorando,
por los caminos laterales, viviendo y muriendo.
Es primavera otra vez en la ruta 61.
Se quedó en Washington un par de meses, viviendo de sus ahorros, cambiándose el nombre, llevando puesta una peluca, emergiendo de su caparazón de dejadez, floreciendo otra vez. Y conoció a Yale Cyril Polk en un baile de granero que hubo en el YMCA. Tenía sesenta y dos años, era un conservador retirado de la National Gallery, un soltero campechano y erudito, autor de un libro llamado Front King Tut to the Mens Room, a Study of Mural Erótica (Stuyvesant Press, 12,15$).
La llevó al Kennedy Center a ver Aida, Der Fliegende Holländer, y la obra Tis Pity She’s a Whore, escenificada por el New York City Ballet. Fueron al cine y a restaurantes chinos, a un festival de canción folk, a un torneo de ping-pong, a un partido de béisbol y a un combate de lucha libre de mujeres. Pasaron un fin de semana juntos (pero en habitaciones separadas) en Ocean City.
Una mujer los siguió hasta allí.
Al Ojo, que en los últimos tiempos no sólo se había convertido en un ser reumático, sino también en alguien descuidado, le pasó casi desapercibida. Y cuando finalmente la descubrió, corrió renqueando a esconderse, insultándose.
Ella se quedó sentada en su coche, fuera del motel, durante dos noches. Cuando Joanna y Yale Cyril Polk fueron a pasear por el camino de la playa, ella los espió tras las dunas. Cuando bailaron, cenaron, jugaron al dado mentiroso en un bar, ella los observó tras los ventanales. Cuando condujeron de vuelta a Washington, ella los siguió todo el camino a un kilómetro de distancia.
Tenía cincuenta años, era guapa, vivaracha y furiosa. Fue su rabia lo que convenció al Ojo de que de ninguna manera podía tratarse de un agente del FBI. Demasiado tensa. Le siguió la pista hasta una casa de apartamentos en Laurel. Se llamaba Maybelle Danzing. Era profesora de matemáticas en una escuela preparatoria de Rockville. Hasta hacía pocas semanas había sido la novia asidua de Yale Cyril Polk. Los guasones de D.C. los llamaban Mamá y Papá.
El radar del Ojo, tras un largo sueño, resoplaba como una tetera, recogiendo avisos de tormenta en todas partes. Robó una de sus cartas de amor del buzón de Yale Cyril.
Pobre y patético Lotario:
Estate bien seguro de una cosa, que eres mío, todo mío, y lo digo en serio, tú sabes, Yale, que yo no bromeo a la ligera con estas cosas, y que no permitiré que esa vulgar mujerzuela se interponga entre nosotros. Yo sé que tienes un «mirar inconstante», lo cual siempre me ha divertido, pero esta última escapada es demasiado infame como para ser expresada en palabras y no voy a tolerarla. Puedes estar seguro de una cosa, yo no soy de esa clase de mujeres de las que uno simplemente se «deshace»; ¡no, señor! Mi difunto marido, que en paz descanse, probablemente se esté «revolcando en su tumba» ante el espectáculo de mi humillación. ¡Pero tú puedes tener por segura una cosa, que tu crueldad no va a quedar impune, y habrá un ajuste de cuentas!
MAYBELLE
Una tarde calurosa de mayo, Yale Cyril retiró ocho mil dólares de su cuenta bancaria. Recogió a Joanna en la calle K y fueron por el Potomac hacia Harpers Ferry, donde los casó un juez de paz. Cenaron en Frederick. Iban a pasar la noche de bodas en un motel cerca de Westminster; luego irían en coche a Filadelfia y a Nueva York.
No obstante, hubo un cambio de planes. Maybelle Danzing los estaba esperando en el motel. Llegó la hora de ajustar cuentas. Traía consigo una Lüger.
—¡Te quiero! —chilló.
Y disparó a Yale Cyril, una vez en la pierna y otra vez atrás, en el hombro. Disparó a Joanna, haciéndole un agujero en la maleta. A un hombre que salía de uno de los apartamentos para enterarse de lo que ocurría, le alcanzó una bala perdida en la cadera. Otra bala mató a un perro policía que ladraba.
—¡Te quiero! ¡Te quiero! —chilló una y otra vez, y se intentó pegar un tiro en la sien, pero se le encasquilló la pistola.
Joanna consiguió escapar en el coche de Yale Cyril. Condujo a Baltimore, abandonó el coche, tiró su peluca y anduvo hasta la terminal de autobuses Greyhound.
Se quedó sentada en la sala de espera durante horas, con la mirada fija en el suelo.
La lluvia comenzó a golpear en los cristales. Abrió su maleta, sacó una gabardina y se la puso encima de su traje de boda.
Luego compró un billete para Trenton, N.J.