ENVUELTA EN SU visón, Joanna vagó por las calles, mirando escaparates y escuchando a las bandas del Ejército de Salvación tocar villancicos. El día 24 su horóscopo le aconsejaba:
Éste es tu mes y ésta
la estación para estar alegre,
así que saca partido del regocijo
e intenta pasarlo bien…
Ella obedeció las instrucciones y se quedó sonriendo ansiosa y mirando fijamente a las multitudes que pasaban por su lado como si estuvieran esperando a alguien para darle la bienvenida entre el júbilo general. Le dio un dólar a un desastrado Santa Claus en la calle Market.
—Gracias —dijo él echando un vistazo a sus piernas—. Yo también tengo un regalo para ti, nena. —Se bajó la cremallera de sus pantalones rojos y le enseñó la polla envuelta en tiras de oropel.
Entró en unos grandes almacenes y vagabundeó por los pasillos arriba y abajo. Los altavoces tocaban God Rest Ye Merry, Gentlemen. Miles de personas pululaban a su alrededor. Compró un suéter. Se metió por un bosque de árboles de navidad gigantes de resplandeciente cartón. Había niños por todas partes. Vio montones de Jessicas agarradas de la mano de sus padres, pasando de largo por su lado, dejándola atrás sin participar de su alegría. Y dejó de sonreír.
El Ojo también veía a su hija dondequiera que miraba. Ella estaba con su padres auténticos, apresurada, feliz, hombres capaces que la sostenían firme y suavemente para que no se extraviara en el tumulto, y que esa noche la conducirían a casa, a las calientes habitaciones de hogares confortables con acebo en las ventanas.
Perdió de vista a Joanna. Cuando la volvió a encontrar había un hombre con ella.
Nunca supo cómo se llamaba; todo sucedió y acabó demasiado rápido.
Pasearon por las calles sin rumbo fijo, y se metieron en un bar donde se pasaron el resto de la tarde sentados, bebiendo grogs.
—Sí, he estado haciendo viajes rápidos por todo el país —le dijo ella—, durante meses y meses.
—Tienes suerte de poder viajar —comentó el hombre—. Yo simplemente no tengo tiempo.
Tenía unos cincuenta años, calmado y serio. Un hombre bueno, resultaba claro, alguien que nunca era cruel o malicioso.
—Pero me gustaría descansar un tiempo. —Encendió un Gitanes, se recostó, miró la habitación en penumbra a su alrededor—. Aquí.
—¿Y por qué no? Fila es una ciudad agradable. Creo que te gustaría.
—Alquilar una casa y sólo dormir y… —Se tocó el medallón de plata—. Estoy tan cansada…
—Yo podría ayudarte a encontrar una casa. Eso no es ningún problema.
—Eso no es ningún problema, no —se rió ella—. El problema es…
—¿El qué?
No muy lejos de su mesa había un pequeño árbol de Navidad. Joanna lo miró fijamente. En la esquina del salón un pianista tocaba Jingle Bells. La escarcha cubría los ventanales, nublando la luz con cumulonimbos níveos y grisáceos.
—El problema es —dijo ella—: ¿qué haré mañana? O al día siguiente. O las próximas Navidades. —Probablemente había empezado con la intención de contarle alguna historia. Pero ahora se estaba yendo por las ramas, y hablaba casi para sí misma—. ¿Cuánto tiempo puedo descansar? El tiempo pasa muy rápido. Y es tan caro. Cuesta una fortuna comprar un día o un año de vida. Tenemos que pagar un alquiler para vivir en el mundo. Cada vez que el mundo se mueve, el propietario quiere su dinero. Y mi monedero siempre está vacío, me gasto todo mi tiempo y todo mi dinero, y no tengo nada que dar a cambio. Absolutamente nada. Todo lo que poseo es un sentimiento de pérdida. Lo he perdido todo.
—¿Qué has perdido?
Se miraron el uno al otro. Ella le sonrió.
—¿Eres banquero?
—No. ¿Qué es lo que te hace pensar eso?
—Tienes pinta de ser uno de ellos.
—¿Quiénes?
—En un banco, sentado a la mesa en un cuchitril acordonado. Cada vez que intento cobrar un cheque, la chica del mostrador va y te comenta algo por lo bajo y ambos me miráis. Y tú coges un teléfono y llamas a alguien en otro cuchitril, y finalmente regresa la chica y me dice: «¿Puede identificarse, por favor?».
—Hago publicidad.
—No —cabeceó—, no haces publicidad, eres un banquero que preguntas por qué tengo un pasivo.
—Yo sólo te he preguntado qué era lo que habías perdido.
—Bueno, te lo diré. Perdí mi infancia y mi juventud. Mi padre y mi marido. Mi hija. Y mi cabeza, eso también me ocurre ahora, mi memoria no hace más que ponerme zancadillas. Todos mis recuerdos están enlodados. Y mis ojos. —Lo miró de reojo—. Me estoy volviendo miope. Todo tiene un aspecto borroso. Necesito gafas. ¿Qué voy a hacer cuando sea vieja, cuando me encuentre agotada, ciega y loca de atar?
El pianista tocaba La Paloma. El camarero les sirvió otras copas.
—¿Quién pidió esa canción? —le preguntó ella.
—No lo sé —contestó el muchacho.
—La Paloma. —Sonrió haciendo una mueca—. Estaban tocando eso la noche que papá se fue de Nueva York. Vimos Hamlet, con Richard Burton. Antes de eso fuimos… nos fuimos a patinar sobre hielo toda la mañana. Y por la tarde subimos andando por el Riverside Drive hasta la Tumba de Grant; un día magnífico. En el Hudson había unos enormes barcos grises con chimeneas color naranja. En el parque había sillas. ¿Quién fue el que dijo que la Tierra es incapaz de responder? ¡Eso no es verdad! La Tierra puede hablar. Nos puede cantar. Los árboles, las calles, las lilas pueden tocar música en tus oídos si escuchas y si eres una niña, paseando por el River Side con tu padre. Después del teatro nos fuimos a una fiesta en algún lugar del East Side, creo. Todo el mundo pensó que era su novia, o así lo pretendieron. «La recogí en la Calle 42», decía él cuando alguien le hacía alguna broma. Luego nos fuimos al Kennedy y se montó en el avión. Había sido un día tan largo, toda la mañana, tarde y noche, y estuvimos juntos cada minuto. Pero era su último día y su última noche. Nunca lo volví a ver.
—¿Adónde fue?
—¿Y quién lo sabe?
—¿Qué le ocurrió?
—Simplemente se largó. Me compró un suéter. No era de mi talla. Un suéter rojo. Y los altavoces tocaban La Paloma. Dijeron que tuvo un ataque de corazón. Ahora siempre que salgo de un banco pretendo que él me está esperando en la esquina. Pero él ya no necesita el dinero; es una pena, porque sería agradable comprarle cosas. También me hubiera gustado que conociera a mi hija. Ni siquiera sabe que es abuelo. Podríamos vivir todos juntos en esa casa que vas a buscar para mí. Pero por supuesto no podemos. Ambos están muertos. Y yo me estoy emborrachando.
El hombre no se rió ni se burló de ella. No se adelantó por encima de la mesa, ni la cogió de la mano y le dijo: «Salgamos de aquí y vayamos a otro sitio». Él no podía seguir todo lo que ella intentaba contarle —o intentaba decirse a sí misma—, pero comprendió la mayor parte. Abrió su cartera y le enseñó una fotografía.
—Es mi pequeño —explicó—. Murió cuando sólo tenía tres años. —No se estaba poniendo sensiblero; no había nada empalagoso en él; simplemente le estaba enseñando una fotografía de cómo eran las cosas—. Eres muy afortunada si piensas que el tiempo transcurre rápido. Para mí se mueve muy despacio, y ello me da todo el tiempo que necesito para sobrellevar mi tristeza —se sonrió—. Te puedes volver increíblemente viejo cuando cada hora que pasa parece que nunca vaya a acabar.
Y aquí acabó la cosa.
Ella se quedó allí sentada un momento, fumando un cigarrillo y escuchando al pianista tocar unas cadencias. Luego recogió su visón, su bolso y el paquete con su suéter.
—Discúlpame un segundo —dijo ella.
Y nunca volvió. Tuvo piedad de él.
El Ojo la siguió afuera. Se fue caminando por la acera con la cabeza gacha, el abrigo colgándole de un hombro. Él fue tras ella, casi a su lado.
Estaba oscureciendo. Las farolas de la calle estaban encendidas, los regueros de apresurados compradores se empujaban a su alrededor. Hacía frío, estaba húmedo y resbaladizo, era una noche de postal navideña, adornada con guirnaldas y luces de color, el clamor de las campanas y los cláxones de los coches, resplandeciente de escaparates dorados que brillaban en la nieve. Y ella estaba justo enfrente, tan sólo a unos centímetros, con las mejillas encendidas, la respiración empañada. Su cagoule de lana brillante de copos de nieve. Se puso el visón. Él alargó la mano, lo sujetó por el cuello mientras ella deslizaba sus brazos por las mangas. No se dio cuenta. Estaba llorando.
Él prodigó su amor de pastor por delante, abriendo paso entre la multitud para que ella pudiera pasar sin que nadie la tocase. En los cruces cambiaba los semáforos del verde al rojo, interrumpiendo el tráfico para que ella pudiera cruzar las calles a salvo.
Él nunca olvidaría ese crepúsculo tan especial. Años después, rememorando los viajes que habían hecho juntos, aquel paseo por el Penn Boulevard llegaría a ser su recuerdo más querido. Se despertaría de un sueño profundo en la muerte de la noche y recordaría Filadelfia, las Navidades y la nieve. Oiría villancicos a lo lejos, tocando a vísperas, y saborearía el aire invernal que se respiraba y sentiría el helado pesar y la soledad que los dividió. Ése fue el año en que le di una pera, le diría a la oscuridad.
—Todos los vuelos han sido cancelados —dijo la chica de detrás del mostrador.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que amaine un poco la ventisca. Probablemente pueda marcharse esta noche, si no le molesta esperar.
Joanna facturó su equipaje y se sentó en el salón. El aeropuerto estaba hasta los topes de pasajeros dejados en la estacada, de pie junto a las ventanas mirando airadamente el cielo oscuro. Una turba de vuelos chárter, sumergida entre equipajes, ocupaba una vasta extensión en la esquina de la sala. Tras ella, un hombre joven se quejaba con voz estridente a dos japoneses.
—Bueno, si no estoy en Washington mañana al mediodía, quizá debiera coger un tren.
Ella intentó leer, luego desistió y simplemente se recostó y esperó. El dedo la estaba molestando. Se lo mordió suavemente, lo masajeó. Un coro de gaitas tocaba Oh, Little Town of Bethlehem. Luego la orquesta interpretó las bandas sonoras de Erich Wolfgang Korngold.
—Sabía que venir a Filly era un error —se lamentó el joven tras ella.
Frank Sinatra cantó Extraños en la noche.
—Es algo que no me explico —comentó uno de los japoneses—, por qué no se usan las máquinas quitanieves para despejar las pistas de aterrizaje.
Entonces su nombre sonó por los altavoces, su nombre real. Ella se levantó de un brinco, asombrada. Pensó que había echado una cabezada y que simplemente lo había soñado. La llamada se volvió a repetir. Se dirigió al mostrador de información. Una azafata le entregó un paquete envuelto en papel de regalo.
—Un señor dejó aquí esto para usted —explicó.
—¿Cuándo?
—Hace sólo unos minutos.
—¿Quién? ¿Quién era?
—No dejó su nombre.
Joanna lo abrió. Contenía una enorme pera fresca y amarilla envuelta en una bolsa de celofán. Llevaba prendida una tarjeta. La sacó y la leyó. Era una felicitación escrita a mano: ¡feliz cumpleaños!
Miró a su alrededor, entrecerrando los ojos. Vio al hombre joven que hablaba con los dos japoneses. Vio a una auxiliar de vuelo de Lufthansa. Vio a un hombre con una chaqueta de sport con capucha, otro hombre liado en pieles como un esquimal, dos muchachos que sujetaban esquíes, otro chico que llevaba una guitarra.
—¿Dónde estás, hijo de puta? —susurró por lo bajo.
Vio a algunos hombres de vuelos chárter bebiendo latas de cerveza, un hombre con uniforme de El Al, un negro leyendo Oui, un hombre con un abrigo Chesterfield leyendo el Play girl, otro hombre leyendo el periódico, otro que fumaba en pipa, otro durmiendo…
Se acercó al hombre de la chaqueta sport con capucha, lo miró de reojo. Luego fue hacia el negro y lo escrutó de cerca. Él levantó la mirada hacia ella.
—¿Puedo hacer alguna cosa por usted, señora? —preguntó incómodo.
Ella siguió andando, pasando por delante del Ojo, y se quedó de pie frente al hombre del Chesterfield. Él le sonrió educadamente.
—No creo que podamos salir de aquí por esta noche —comentó.
Ella volvió a su silla y se sentó. Se encogió de hombros y se comió la pera.
A las diez el altavoz anunció que no saldrían más vuelos hasta mañana por la mañana. Joanna se había quedado dormida. Un portero la despertó haciendo sonar un cubo y una fregona en su oreja.
—¡Eh! —le gritó—. ¡Vamos a cerrar!
—Feliz Navidad —contestó ella.
—Sí —rezongó el hombre.
Salió afuera. El hombre joven que tenía que estar en Washington mañana al mediodía corría de un lado a otro intentando coger un taxi.
—Voy a tomar un tren —le comentó.
—Yo también.
—¿Adónde va usted?
—A Baltimore.
—Yo también me dirijo en esa dirección. ¡Sea mi huésped!
Su nombre era Henry Innis. Era un marchante de antigüedades de Alejandría, de treinta y un años de edad, soltero, y en el momento de su muerte llevaba consigo aproximadamente veintinueve mil dólares en su maletín, la comisión libre de impuestos de una subasta de muebles que esa tarde había negociado en Filadelfia.
Matarlo no era ningún problema. A las 11:45 se dirigieron a la estación Penn, y tomaron un tren de cercanías para Washington. Casi no habían subido otros pasajeros. Se bebieron una botella de Bourbon, y murió envenenado por arsénico en algún lugar después de Wilmintong.
El Ojo iba un vagón tras ellos, haciendo un crucigrama. En la estación de Aberdeen echó una ojeada por la ventanilla y la vio cruzar el andén y entrar en la sala de espera. El tren se había puesto ya en movimiento. Corrió por el pasillo y se arrojó al vacío.
Eran las tres de la madrugada. Ella vagó por las calles frías, vacías y desoladas, murmurando sola. Encontró una iglesia que estaba abierta y durmió en un banco hasta el amanecer. El Ojo pasó el resto de la noche sentado en un banco del transepto, leyendo un libro de oraciones. Había otra docena de desposeídos: vagabundos, borrachos, noctámbulos que ponían velas, un hombre gordo vestido de Santa Claus roncando detrás del altar.
Un borracho errante se fijó en Joanna. Ella se despertó justo cuando le intentaba coger el bolso. Lo apartó, luego se volvió a dormir. Un marica adolescente intentó ligarse al Ojo.
—¿Un polvo navideño? —le susurró.
—Vete al infierno.
El muchacho retrocedió hundiéndose en la oscuridad. El Ojo miró las estatuas de arriba: san José, san Antonio, santa María, san Cristóbal… y una que no reconoció. Fue hacia ella y leyó el nombre de la placa: santa Rita. Nunca había oído hablar de ella. Vestía un traje largo de color azul claro ribeteado de plata. Una flor dorada resplandecía en su garganta. Tenía un perfil muy de Modigliani. Dejó caer una moneda de veinticinco centavos en el limosnero y cogió un cirio del anaquel. Lo encendió y lo colocó frente a ella. Oh, santa negra, rogó. Protege a mis dos niñas. No permitas que se las coman los tiburones. Mantén lejos al jodido FM. Y resguarda a Maggie del frío de esta noche.
Y dime: ¿cuál es esa condenada ciudad de Checoslovaquia?
A las seis cogieron un Greyhound de regreso a Filadelfia. A las nueve estaban de vuelta en el aeropuerto. Joanna se zampó un gran desayuno: huevos revueltos, pasteles de trigo, un filet mignon, una ensalada y una tarta. Luego sacó su equipaje facturado y tomó un vuelo para Saint Louis.
Alquilaron dos coches y siguieron el sur del Mississippi atravesando Waterloo, Red Bud, Chester, Carbondale, Ware y Thebes. Ella se pasó el resto del año en un motel, en un sitio llamado Mound City, cerca de El Cairo. Se hacía llamar Victoria Chandler (peluca rubia).
En Nochevieja se metió en un bar en Wickliffe, un sitio cochambroso y carero lleno de borrachos de aspecto duro. El radar del Ojo recogió las malas vibraciones del ambiente, e intentó advertirla para que saliera de allí.
Levántate y sal, Joanna.
Sólo un par de copas más.
Ya te has tomado cinco.
¡Aléjate de mí! De todos modos, ¿tú quién eres?
Vete a casa y acuéstate.
¿Quién me está hablando?
Vamos, larguémonos.
¡Déjame en paz!
A las dos de la madrugada estaba petrificada. Una máquina de discos berreaba música country. Sólo quedaban en el bar una media docena de bebedores empedernidos. Uno de ellos, con aspecto de camionero, se acercó a ella. Se echó sobre la mesa, la cogió del hombro y la zarandeó.
—¡Eh, rubiales! —le dijo—. Vamos fuera a tomar el fresco.
Joanna intentó incorporarse, resopló y cayó de la silla. Él la agarró de los brazos y de un tirón la puso en pie. La soltó y ella cayó resbalando al suelo. Los chacales del bar los observaron y cacarearon de risa.
El Ojo salió de su esquina.
—Lárgate —le espetó al camionero—. Yo me ocuparé de ella.
El camionero lo empujó a un lado.
—¡Desaparece ahora mismo, cacho mierda! ¡La tía está conmigo!
Afortunadamente estaba demasiado borracho para pegarle a algo. El Ojo esquivó los dos primeros puñetazos como cuchillas de carnicero, y lo golpeó en el estómago. El camionero se desplomó en el suelo, se incorporó balanceándose de forma asesina. El Ojo le arreó un izquierdazo salvaje en plena mejilla, haciéndole rechinar los dientes, luego fue a su espalda y le pegó un garrotazo en la nuca, derribándole otra vez. Esta vez se quedó ahí abajo. Nadie intentó nada.
El Ojo levantó a Joanna, cogió su bolso, la arrastró hacia la puerta.
Afuera la empujó por el aparcamiento, encontró las llaves en su bolso, la levantó torpemente y la puso en el asiento trasero. En el bolso también encontró su libro de bolsillo, Hamlet. Lo sostuvo bajo la luz y hojeó sus páginas. Cientos de líneas y pasajes estaban señalados con una X de color naranja, con círculos rojos, subrayados en negro y con asteriscos en verde, azul y marrón. Leyó un verso al azar.
… la Naturaleza os dio una cara,
y vosotros os fabricáis otra distinta.
Dos borrachos salían a trompicones del bar, dando alaridos y cantando. Salió del aparcamiento hacia la autopista, y al pasar delante de ellos tocó el claxon.
—¡Feliz Año Nuevo! —le gritaron.
La salida del sol la despertó, ardiendo a través del parabrisas en una rociada de lava rosada. Se incorporó en el asiento trasero, abrió la puerta, miró en derredor. El coche se hallaba aparcado a la orilla de un río. Saltó a tierra, se quitó la peluca y la tiró al suelo. Se apoyó contra el guardabarros y se cogió la cabeza entre las manos, quejándose. Luego se volvió, agarró el bolso del asiento delantero, rebuscó en él frenéticamente. Encontró su dinero, lo contó. Estaba todo. Suspiró aliviada, colgándose de la puerta, con las rodillas temblando. Se sentó en las rocas, escondió la cara entre las manos. Los temblores pasaron. Se mordió el índice izquierdo, frotándolo contra su rodilla. Observó el cielo y el río. De un puntapié se quitó los zapatos, se subió la falda y se quitó las medias. Se levantó, desnuda, y colgó la ropa sucia del capó.
Se metió en el agua helada. Se zambulló en la corriente ligera y nadó en un ancho semicírculo lejos de la orilla.
El Ojo la observaba detrás de un seto, arriba, al borde de la carretera, sonriendo tristemente.
Esperó que no planease ahogarse, porque él no sabía nadar.