NUEVE HORAS DESPUÉS, a las tres, llegaron a Alburquerque. La furgoneta se metió en un motel, poniendo punto final a tan espantoso viaje.
El Mercury patinó en una estación de servicio nocturna, dio una pila de botes, se rozó contra un surtidor y se golpeó contra una valla. El Ojo, sentado tras el volante, se reía tontamente del chiste que contaba el pinchadiscos. «¡Doctor, es terrible, estoy perdiendo la memoria! ¿Qué voy a hacer?» Y el doctor le decía: «Bueno, antes de nada, págueme por adelantado». Apagó la radio, abrió la puerta e intentó mover las piernas.
Una chica vestida con un mono salió precipitadamente del garaje.
—¡Cretino de mierda! ¿Qué coño significa esto? —Luego vio el chal sangriento y silbó.
Se dejó deslizar al suelo, apoyándose contra el parachoques.
—¿Me puede dar un vaso de agua?
—Y dele a la joven una Coca-Cola o alguna cosa.
—¿Qué joven?
Miró el coche de reojo. Maggie había desaparecido.
—Oh, es verdad… se apeó en Arizona.
Era cierto. La había dejado en algún lugar del Bosque Petrificado. Simplemente había abierto la puerta y de un salto se había perdido en la noche. Después de eso la había vuelto a ver en Nuevo México, de pie en un campo, haciéndole señas con la mano…
La chica se sacó del mono un Smith & Wesson del 38 y le apuntó con aplomo.
—Ahora bien —dijo arrastrando las palabras—. No quiero tomar parte alguna en lo que sea que ande metido.
—¿Yo? —Le sonrió con una mueca de dolor—. Yo no ando metido en nada.
—¿A lo mejor se cortó afeitándose?
—Algo así, sí.
Le dio un billete de cincuenta y le dijo que telefoneara al número de Watchmen, Inc., local. Mientras esperaba, se sentó en un bordillo, envuelto en el chal como una vieja cansada, y se bebió casi un litro de agua. Ella mantuvo el 38 apuntado hacia él.
Veinte minutos más tarde, un detective llamado Dace llegó en un MG rojo. Llevaba botas de cowboy. El Ojo le saludó.
—¿Qué hay?
—¿Te puedes mover, amigo?
—No.
Dace lo cogió en brazos y lo metió en el coche. Lo condujo a una casa apartada en Istela. Un médico le exploró la herida con unos ganchos y le extrajo una tonelada de hierro puerco del hombro. El Ojo se desmayó dos veces. Cuando se despertó la segunda vez, estaba vendado y drogado con morfina. El sol brillaba.
—Así que ¿cómo te encuentras? —le preguntó Dace.
—¡Muy animado! —Se levantó y se movió por la habitación como un equilibrista—. Estupendo, animadísimo. —El agujero de su espalda estaba calmado y entumecido. Su brazo izquierdo no tenía peso. Como un dandy. Se palpó la barbilla—. Necesito un afeitado.
—Doc dice que deberías permanecer quieto una temporada.
—Imposible. No puedo.
—Tu Mercury está fuera.
—No puedo hacerlo. Tengo que… ¿mi qué? ¿El Mercury? —Dio unos pasos arriba y abajo, con la morfina rezumando en su interior, desatando todos los nudos—. Te ocuparás tú de eso por mí, ¿lo harás? Raspe… Casque… Dale…
—Dace.
—Deshazte de él. Yo ya no lo necesitaré.
—¿Estás en tus cabales, amigo?
—Me iré de aquí en avión. Me puedes llevar al aeropuerto en tu MG. ¿Qué quieres decir con que si estoy en mis cabales?
—¿Puedes oírme?
—Por supuesto que te puedo oír.
—Bien, porque tengo malas noticias para ti.
—Simplemente apárcalo en algún lugar donde puedan encontrarlo. ¿A cuánto estamos de Alburquerque? Déjame ponerme una camisa limpia y ya puedes sacarme de aquí. ¿Malas noticias?
—¿Estás seguro de que logro hacerme entender, amigo?
—Sí, habla.
—Acabo de hablar por teléfono con el señor Baker. Dice que te diga que estás despedido. Y que me des la cámara Minolta.
Facturó su equipaje en el aeropuerto y cogió un taxi hacia el motel. Ella aún seguía allí. Eran las once. No se movía rápido. Con el FBI un estado detrás de ella tendría que moverse mucho más aprisa.
Regresó al aeropuerto, lo afeitaron en una barbería y la esperó en el salón. Ella llegaría tarde o temprano. Tenía que irse en avión. Mantener la furgoneta era algo a descartar, y alquilar otro coche era casi igual de arriesgado. Y tenía demasiada prisa para coger un tren.
Se sentó sudando y retorciéndose conforme el efecto de la morfina desaparecía gradualmente, sacando su dolor al descubierto. Pensó en la Watchmen, Inc. Nunca podrían despedirlo si hacía de ello un problema. O si se arrastraba un poquito. Todo lo que tenía que hacer era telefonear a Baker y prometerle que mañana estaría de vuelta en la oficina. Pero ¿para qué molestarse? No volvería nunca.
11:45 ¿Dónde coño se había metido? En la dicha y la desventura. En la salud y la enfermedad. Tragó una aspirina. Se preguntó quién le sustituiría en su mesa de la esquina junto a la ventana. Había sido su único hogar durante veinte años. ¡Dios! ¿Qué se había dejado en el cajón? Una botella de Old Smuggler, un tubo de pegamento, sus útiles de coser y su máquina de afeitar, plumas y lápices. ¡Veinte años!
—Sí. —Habló en voz alta. Ella llegó a mediodía, con una peluca roja. Compró un billete para Savannah.
—¡Por qué has tardado tanto! ¡Hace horas que debiéramos haber salido de aquí!
—¿Crees que Rex está muerto?
—No lo sé. Probablemente.
—Si lo está, ¿cuánto tiempo pasará antes de que el banco lo sepa?
—¿Qué banco?
—¡Su banco, estúpido!
—Un par de días. Primero avisarán a la familia. ¿Por qué? ¿Estás preocupada por el cheque?
—Sí. ¿Cómo está tu brazo?
—Petrificado. Escucha, ¿tú no piensas cobrar ese jodido cheque, verdad, Joanna?
—Por supuesto que sí.
Se dejó caer en un asiento trasero y se quedó profundamente dormido. Caminó durante horas por el pasillo del colegio buscando las aulas. Pero no había puertas, sólo muros. Los estuvo aporreando con el puño izquierdo hasta que se le cayó el brazo. Entonces, en un hueco oscuro de la parte de atrás del edificio, encontró un tablón de anuncios. Pinchado con un alfiler había un mensaje de Maggie, garabateado en un pedazo de papel marrón de embalar arrugado.
Querido Papá:
Gracias por la postal. Siento no haber podido esperarte. No me gusta andar rodando por aquí después de las clases. Estos pasillos están encantados por el fantasma de una señora que golpea los muros. Dale mis recuerdos a Joanna.
Sinceramente,
MAG
Las punzadas del hombro se apaciguaron, y él supo que todo iba a ir bien.
Aterrizaron en Savannah a las 3:30. Utilizando su identidad de señora Mary Linda Hollander (peluca rubia), cobró el cheque de Rex de cuarenta mil dólares en su banco de Port Wentworth; después, esa misma noche, voló a Miami y se registró en un hotel de Dania que daba al mar, con el nombre de señorita Ada Larkin (peluca color castaño).
El Ojo se metió en un lugar más pequeño, y más barato, a una manzana de la playa. Su herida cicatrizaba lentamente. En marzo ya podía doblar el brazo tras la espalda sin dolor, y para abril realizaba cinco tracciones con pesas al día.
Telefoneó a su banco, y se enteró de que desde el 28 de febrero habían dejado de llegar los cheques de su paga. Así que estaba oficialmente retirado; ¡y ya en Florida! Preparó un presupuesto y estimó que podía vivir de sus ahorros al menos tres años. Después de eso… ¡joder! Ya vería.
Se compró otro traje —ahora tenía tres— y un viejo Fiat. Hacía cuatro o cinco crucigramas al día, y por la noche soñaba no sólo con el pasillo, sino con la serpiente de cascabel y el tiburón. Algunas veces, a solas en su cuarto de baño o paseando por la playa, se sorprendió silbando La Paloma.
Joanna, alias Ada Larkin, volvió rápidamente a ser ella misma, comiendo peras, comprando ropa, bebiendo coñac y leyendo su horóscopo.
Dormía durante el día, por la tarde nadaba, y cada noche jugaba. En menos de cuatro semanas casi había doblado los cuarenta mil jugando a la ruleta. El Ojo apostaba cantidades mucho menores al Black Jack y a las mesas de dados, sacando cada noche un nada pingüe promedio de doscientos dólares, con los que pagaba su alquiler y la mayor parte de sus gastos.
Un mediodía caluroso se metió en un bar para beber algo y vio un cartel en la pared: «Pruebe Pilsen: La cerveza checoslovaca». Eso le hizo recordar que aún no había solucionado el crucigrama número siete.
Fue a la biblioteca pública y se pasó una hora leyendo la historia de Checoslovaquia en diversas enciclopedias y almanaques. Descubrió que era una democracia popular del bloque comunista totalitario, pero que anteriormente había sido una república independiente, fundada tras la Primera Guerra Mundial, y que comprendía los países de Bohemia, Moravia, Silesia y Eslovaquia, cada uno con una capital; una capital en Checoslovaquia: Praga, Brünn, Breslau y Bratislava. Seis letras, cinco letras, siete letras y diez letras. Ninguna de ellas podía caber en las cuatro letras de Ciudad de Checoslovaquia.
Finalmente decidió mirar la solución en las últimas páginas de la revista. Pero no lo hizo.
En vez de hacerlo, se fue a la playa y observó cómo Joanna se tiraba de cabeza en la espuma.
Comenzó a inquietarse.
Ella se encerraba demasiado en sí misma. Eso era un error. Una mujer solitaria vagando por Miami llamaba más la atención que la publicidad aérea. La gente comenzaba a fijarse en ella y a chismorrear: los huéspedes del hotel, los crupiers, los barmans, los camareros y los botones.
—Creo que debiéramos ponernos en marcha, Joanna —la avisó.
—Todavía no.
Se compró una nueva peluca (color castaño). Fue a un oculista y se hizo examinar los ojos. Visitó una reserva de animales en Boca Ratón. Iba al cine.
El Ojo hizo una lista de las películas que vio:
15 abril Klute.
19 abril I heard the Owl Call my name.
20 abril Jane Eyre.
21 abril Católicos.
23 abril Jane Eyre.
23 abril Dólares.
27 abril Jane Eyre (otra vez).
El Ojo hizo una lista de las revistas que compró:
Vogue
Elle
Time
Glamour
McCall’s
Newsweek
The New Yorker
Cosmopolitan
Good Housekeeping
París-Match
El Ojo hizo una lista de los libros que leyó:
Jane Eyre, de Charlotte Bronte.
Guerra y paz, de Tolstoi.
Nana, de Zola.
Moby Dick, de Melville.
The End of the Affair, de Greene.
Hamlet.
Hizo una lista de sus crímenes:
Paul Hugo
Doctor Brice
Bing Argyle
Un policía de Nueva York
Cora Earl
Jerome Vight
Rex Hollander
De siete de ellos estaba seguro. Cuatro maridos.
—¡Vamos Joanna, tenemos que marcharnos ahora mismo!
—Oh, todavía no.
Entonces, en mayo, tres o cuatro limusinas llegaron al hotel y un enjambre de árabes se apoderaron de todas las suites del último piso. En el periódico de la mañana venía una noticia sobre ellos: Delegación árabe en la ciudad para entablar conversaciones sobre bienes raíces.
Cuando el Ojo los vio en el vestíbulo, casi se desplomó sobre el suelo. ¡Uno de ellos era Abdel Idfa!
¡Dios mío!
Durante el resto de la tarde los traviesos duendes del destino inminente se hicieron cargo de la situación.
Hicieron que Joanna escogiera ese día de entre todos los días para cambiar su horario. En vez de ir a la playa, salió a la piscina, y practicó saltos durante una hora. Abdel Idfa se juntó allí con ella, como si se hubieran citado, y se tumbó en una hamaca a tomar el sol a menos de quince metros de ella.
Luego, ambos pasaron una media hora en el bar del patio, bebiendo martinis, entrando uno detrás del otro, cada uno bebiendo a sorbos su bebida en cada extremo del bar, y a continuación marchándose juntos tan simultáneamente que casi se chocaron en la puerta.
El Ojo se volvió loco del canguelo. ¡La multitud la salvaba! ¡Gracias, Señor, por todos estos comparsas de vacaciones, esta Gente Guapa de Miami: los tarzanes atléticos con cojoneras de Ted Lapidus y las innumerables nenas semidesnudas precipitándose de un lado a otro, y las viejas de cabello morado con gafas de sol gigantes, y sus maridos con cara de solomillo en bermudas! Estaban por todas partes, en vastas manadas, abarcándolo todo en fosos y rampas de ruido, de movimiento y de densidades.
Después, a las dos en punto, ambos comieron en el comedor del hotel; Abdel y diversos miembros de la tribu en una mesa, Joanna en la otra, separada de él tan sólo por algunos tiestos de plantas y unas escasas docenas de comensales.
Luego ella se pasó dos horas leyendo en su habitación, y él se marchó a algún lugar. Pero hete aquí que se volvieron a encontrar en el vestíbulo a las 4:30, ella saliendo del ascensor, él emergiendo de la barbería. Se cruzaron justo enfrente de la recepción, a escasos centímetros de distancia, ella dejando su llave en el buzón, y él preguntando al conserje por unos cablegramas en blanco.
El Ojo no podía más.
Fue a una floristería en la calle Tampa y compró dos docenas de rosas para que se las enviaran a la habitación de ella. Garabateó en una tarjeta:
Querida señorita Larkin:
La he visto esta tarde en la piscina y desde entonces me he estado preguntando si es usted la misma joven que conocí en Chicago hace un tiempo.
Lo sea o no, ¿quisiera acompañarme a tomar una copa? Estoy en la 196-197.
ABDEL IDFA
Pagó su cuenta y salió tan rápido que al Ojo ni siquiera le dio tiempo de vender su Fiat. Lo dejó en el aparcamiento del aeropuerto.
Ella se puso su nueva peluca castaña y cogió un avión para Detroit.
Ahora se hacía llamar Roxane Devorak.
Pasó cuatro meses en Chicago, viviendo en Lansing, Grands Rapids y San José, justo al otro lado del lago del rascacielos en el que acuchilló a Bing Argyle.
En septiembre se marchó a Pittsburg por un mes, luego se pasó dos meses en Buffalo y otro mes en Tonawanda, cerca de las cataratas del Niágara, donde apostó cada noche en un cabaret muy caro. Perdió nueve mil dólares. El Ojo ganó once mil. Una mañana miró por la ventana y vio que estaba nevando. Era Nochebuena. Había transcurrido otro año. Volaron a Filadelfia y aterrizaron en medio de una ventisca.