—¿QUIÉN ERA ÉL? —preguntó Joanna.
—No dio su nombre —le contestó la enfermera.
—¿Y preguntó por mí?
—Sí.
—¿Preguntó por Joanna Eris?
—Sí. Dijo que era amigo suyo.
—¿Y qué aspecto tenía?
Estaban en el jardín de la clínica, paseando a lo largo de un camino que se hundía entre una hilera de hierba crecida. El Ojo estaba a menos de cinco pasos de ellas, oculto tras un montículo de lilas.
—A menudo hacen eso —le comentó la enfermera.
—¿Quién? ¿Hacer el qué?
—Lo vendedores, los fotógrafos y gente así. Sacan los nombres de nuestros pacientes de nuestros registros y entran aquí pretendiendo ser miembros de la familia.
—Pero ¿por qué?
—Para vender su basura. Ya sabe, fotografías de niños y toda esa mierda maternal. O quizá fuera un periodista. Siempre andan merodeando por los alrededores también, buscando celebridades que aborten. —Mencionó a tres actrices de Hollywood—. Todas estuvieron en el San Joaquín. Con nombres falsos, por supuesto.
—Eso debe de ser… sí. Algo por el estilo, nadie sabe que estoy aquí.
Pero no se dio por vencida. Se volvió y se quedó de pie con las manos en las caderas, mirando atentamente alrededor del jardín.
El nombre de la pequeña era Jessica. Fue enterrada a orillas del río San Joaquín. Joanna se pasaba allí una hora cada día, sentada junto a la tumba, encima de la minúscula lápida que llevaba la inscripción de Jessica Eris, 15 días de edad.
El cementerio era un bosque sombreado de viejas arboledas, lleno de pequeñas cuestas de flores silvestres, senderos tortuosos, setos, helechos y paredes musgosas. Joanna traía jarrones de rosas, tulipanes o narcisos, y los colocaba encima del pequeño túmulo, luego se sentaba en el suelo con las manos sobre el regazo e intentaba conciliar su dolor. El Ojo aún no la compadecía. La desgracia la había dejado estupefacta, se hallaba bajo los efectos inconscientes de un shock. El horror llegaría después, bastante más tarde, cuando volviese a ser dueña de sí misma.
Salió de la clínica al siguiente fin de semana, y fue en coche a Sacramento. Se registró en un hotel como Ellen Tegan, se inscribió en un club de salud y se pasó tres semanas, cuatro horas al día, nadando y haciendo ejercicio. Volvió a cortarse el pelo. No bebía ni gota. Pasó algún tiempo bajo la lámpara de cuarzo y perdió su palidez clínica. Daba largos paseos, cientos de manzanas cada mañana, andando atléticamente a grandes zancadas de una punta a otra de la ciudad; el Ojo la seguía con dificultad.
En una de las matadoras excursiones a pie, se descuidó, y ella estuvo a punto de abordarle. Se detuvo en un portal y dejó que la adelantase. Él vio la trampa en el último momento, y tan casualmente como pudo, se metió en el edificio más cercano. Era una casa de apartamentos. Estaba de suerte; la puerta estaba entreabierta. Corrió por la entrada hacia el vestíbulo, se metió en el ascensor y apretó el botón del quinto piso.
Cinco minutos después bajó por las escaleras. Ella estaba de pie en el vestíbulo, las manos en las caderas, leyendo los nombres de los buzones. Se deslizó fuera por una puerta trasera, circunvaló el edificio, y cuando ella reemprendió su paseo la estaba esperando un poco más arriba de la manzana.
Esa misma tarde fue a ver a un hombre llamado Pancho Kinski. Tenía una oficina en la parte trasera de una casucha de ladrillo amarillo que daba a un callejón. El cartel de su puerta era bastante evasivo: Servicio Kinski. Medía dos metros, era fuerte y enjuto, sin un dedo de frente, mezquino.
Era un detective privado.
Le contrató durante tres días por unos cuantos dólares la hora, y él salió de su ratonera y comenzó a investigar. Al Ojo no le tomó mucho tiempo descubrir qué era lo que tramaba. ¡Lo estaba buscando a él!
El Ojo trató de evitarle, pero era imposible; Joanna no hacía más que atraerlo a sitios solitarios y poco frecuentados. Un restaurante barato junto a la autopista, un café-barco en el río, una bolera suburbana, un pequeño teatro en Folsom. Y, finalmente, aun siendo tan inepto como era, Kinski logró divisarlo.
A la tercera noche se decidió a entrarle por las bravas.
Joanna fue en coche a Lincoln para cenar. El Ojo la seguía a unos tres kilómetros de distancia en su VW Rabbit. A escasos kilómetros de Roseville un sedán Chevrolet se colocó delante, forzándolo a meterse en la cuneta de la carretera. Pancho saltó fuera, con aspecto de nomo grande, sujetando un rifle largo como la pata de un piano.
—¡Te cogí! —chilló—. ¡Fuera! ¡Fuera!
Había otros dos tipos con él. Un espantajo alto con gabardina, apuntándole con un Colt, y otro enano con gorra de marinero que blandía una cachiporra.
Al Ojo no le gustó ni pizca la pinta que tenían. Eran demasiado salvajes. Obedeció rápidamente. Lo registraron y le quitaron su 45.
—Tú te vienes con nosotros —gruñó Pancho—. ¿Me oyes? ¿Me oyes?
—Le oigo, claro.
—¡Anda! ¡Marchando! ¡Anda!
Lo metieron a empujones en la parte trasera del sedán. El enano se sentó al volante. Fueron hasta Roseville.
—Al sitio de Ike —dijo Pancho.
—¿Eh? —El enano lo miró asombrado, con cara de cordero.
—¡A donde Ike! ¡A donde Ike! ¡A donde Ike!
—Sí, bueno.
Continuaron. Apestaban a sudor, graznaban y se movían a trompicones de la excitación. Las tres armas —el 45, el Colt y el rifle— le apuntaban a dos palmos de su cara. Se metieron por varias calles laterales, dieron dos veces la vuelta a la misma manzana.
—¡A la izquierda! —chilló Pancho—. ¡A la izquierda! ¡A la izquierda!
—Tranquilo, tranquilo —susurró el espantajo—. Ésta es la calle.
Se adentraron por una puerta abierta hasta la boca oscura de un garaje, salieron como un enjambre del coche, arrastrando al Ojo consigo. El enano cerró la puerta corredera de la calle, el espantajo encendió una luz. Pancho empujó al Ojo contra la pared.
—Así que, ¿quién eres tú? —rugió—. ¿Quién coño eres tú?
—¿Yo?
—¡Sí, tú, tú! —Le golpeó en el hombro con el cañón de la pistola—. ¡Tú!
—¿Esto es un atraco?
—¿Qué quieres decir con que esto es un atraco? Somos investigadores privados que trabajamos legalmente.
—Me han secuestrado. Eso no es legal.
—¡Antes de que acabemos contigo, haremos mucho más que eso, hijo de perra! —Le pegó de nuevo con el cañón—. ¿Te haces a la idea?
—Enséñeme su licencia. Y sus permisos para llevar toda esta artillería.
—¡Pégale con la correa, Kinski! —chilló el enano—. ¡Canéale bien el culo!
—¿Por qué sigue a esa mujercita? —le preguntó Pancho.
—¿Qué mujercita?
—La señorita Tegan. Mi cliente. La señorita Ellen Tegan.
—No conozco a la señorita Ellen Tegan.
—¿Por qué la sigue? ¿Por qué la sigue?
—Ni siquiera la conozco. Esto ha de ser algún tipo de malentendido.
—¡Ella te ha visto! ¡Te ha visto el Rabbit! ¡Te ha visto en Auburn y en Folsom! ¡Y antes de eso, le seguías la pista en Fresno!
—Yo no sigo a nadie. —Se volvió hacia los dos payasos—. Rapto. Secuestro. Treinta años. Cincuenta años. La vida. —Pero no podían oírle. Se estaban divirtiendo de lo lindo como para escuchar a nadie.
—Rómpele el brazo, Kinski —propuso el enano.
—¡Quiero algunas respuestas! —vociferó Pancho.
—Tómatelo con calma, Pancho —dijo el espantajo en un susurro—. Estás metiendo demasiado ruido.
—¡Respuestas! ¡Vacíate los bolsillos!
—Deberías llamarla, Pancho —susurró el espantajo.
—¿Qué?
—Habías quedado en que la llamarías.
—Sí. ¡Vigiladle!
Pancho fue hacia el teléfono que había colgado en la pared, alzó el brazo, bajó el auricular y marcó.
—Te voy a romper unos cuantos huesos —rugió el enano meneando la cachiporra ante el Ojo.
—La señorita Tegan —gruñó Pancho por el teléfono—. Ellen Tegan… ¿está ahí? ¿Está ahí la señorita Tegan? Bueno, llegará más tarde porque tiene reservada una mesa en su establecimiento para esta noche, así que dígale que llame… ¡Oiga! ¡Oiga! ¿Me está escuchando, imbécil del culo? ¡Oiga! Dígale que llame a Pancho Kinski… Kinski… Kinski… ¡k-i-n-s-k-i! A este número. Es un número de Roseville. —Le dio el número—. ¿Lo ha cogido? Es un número de Roseville. ¿Se ha enterado?… Bien. —Y colgó.
—Me voy a guardar yo su pieza —dijo el enano quitándole el 45 al espantajo.
—Dame eso —gruñó Pancho echando mano al arma. El enano se alejó de un brinco—. ¡Dámelo! ¡Dámelo!
El Ojo fue hacia el interruptor de la luz y la apagó con un chasquido. Luego se tiró al suelo, rodó bajo el sedán. Las tres pistolas dispararon una salva en la oscuridad. Las balas rebotaron en las paredes, el coche, el techo. El garaje zumbaba y bordoneaba como una colmena de abejas. El parabrisas se quebró. Una rueda silbó, dejando escapar el aire. El espantajo gritó.
Sonó el teléfono.
El Ojo se levantó y encendió la luz. Estaban tirados por el suelo de color rojo. El enano tenía un lado de la cabeza prácticamente serrado. El espantajo se arrodillaba sujetándose el estómago sangrante, gorgojeando. En la mejilla de Pancho había un agujero de bala. El Ojo le quitó el 45 al enano y se lo metió en el bolsillo. Fue hacia el teléfono. Dejó caer un pañuelo sobre el auricular, lo cogió y luego colgó; lo volvió a levantar y lo dejó colgando.
En la pared del fondo había una puerta. Salió del garaje a un patio lleno de cubos, bidones de gasolina y guardabarros. Se oían gritos en la calle. Trepó por una verja, bajó de un salto a un solar y estampó los pies en el barro para limpiar las manchas de sangre de las suelas de los zapatos. Cruzó corriendo un campo oscuro lleno de escombros hacia una avenida adyacente, y bajó caminando la manzana, mirando a las estrellas, vagando hacia el sur.
Dos borrachos discutían a la entrada de un bar. Un policía subía a medio galope por la acera hacia él. El Ojo se acercó a los borrachos y trató de separarlos.
—Vamos, chicos —intervino—. Seamos todos amigos.
Uno de ellos lo apartó de un empujón.
—¡Mete las narices en tus asuntos, cabrón! ¡Esto es un ajuste de cuentas!
—¡Se lo ha ganado a pulso!… —bramó el otro.
—¡Paren de una vez! —les gritó el policía mientras pasó corriendo por su lado.
El Ojo siguió andando. Media hora más tarde estaba fuera de Roseville. Un Ford descapotable lleno de histéricos jovenzuelos pasó zumbando por su lado. Uno de ellos le tiró una botella. Pasó delante de un caballo que pastaba, como un fantasma plateado, en un prado iluminado por la luna.
No… Joanna no sabía que él existía. No, realmente. No. Ella sospechaba de todo el mundo, y él no era más que otro duende de su cabeza. Así que había dos posibilidades: 1) Quería desaparecer de nuevo y había contratado a Kinski para tender una emboscada a cualquiera que fuese tras ella. Lo cual significaba que ya se había dado a la fuga. 2) Tenía curiosidad por descubrir de una vez por todas si en realidad la seguían o no. Lo que significaba que se quedaría un tiempo por los alrededores para ver qué sacaba Kinski; lo cual significaba que ahora estaba en peligro si la policía local descubría que ella era cliente de Kinski; lo cual significaba que no había más remedio que avisarla.
Encontró el Rabbit aparcado en la cuneta, allí donde lo había dejado. Subió al coche y fue a Sacramento.
El MG estaba en el aparcamiento detrás del hotel. Se dirigió a un bar y la telefoneó a su cuarto.
—¿La señorita Ellen Tegan?
—Sí.
Su voz le dio un vuelco al corazón.
—Ho… hola.
—Hola.
—Le habla el lugarteniente McElliot, de la policía local. Estamos investigando el asesinato de Pancho Kinski y encontramos su nombre en los archivos de su oficina…
—Oh, sí. Lo contraté hace un par de días para… para encontrar un… algo que perdí. ¿Asesinato, dice usted?
—¿Podría pasar por mi oficina mañana en algún momento, señorita Tegan? Es sólo una formalidad para hacer la declaración.
—Desde luego.
—Gracias. Buenas noches.
—Buenas noches, lugarteniente.
Diez minutos más tarde pagó su cuenta y salió del hotel. Fue en coche a Oakland, a ciento sesenta kilómetros por hora.
Pasó el resto de la noche en un motel, registrada como señorita Valerie Anderson. Por la mañana vendió el MG en un establecimiento de coches usados en Alameda. El Ojo también se deshizo del Rabbit allí.
Cogió un taxi para el aeropuerto y voló a Boise, Idaho.
Se pasó dos meses en Sun Valley. Su nuevo nombre era Ella Dory.
El Ojo, liado en un anorak de piel y una bufanda, se sentaba mañana y tarde tiritando en la terraza del hotel con sus prismáticos, observándola esquiar; por la noche iba al Igloo, una taberna de la zona turística, y la miraba bailar. Ella sólo hizo amistad con un hombre. Y su encuentro casi le costó al Ojo un ataque de apoplejía.
Una noche mientras entraba en el Igloo, ella surgió de repente frente a él, saliendo de la pista.
—Desearía que dejaras de perseguirme —dijo ella—. De veras.
Él se quedó petrificado.
Pero ella miraba por encima de él a alguien que estaba de pie en la entrada. El Ojo se giró y vio a un hombre esbelto, bronceado y sonriente de unos cincuenta años que llevaba una pelliza de carnero.
—Yo no la persigo —se rió—. Simplemente parece que siempre vamos en la misma dirección y a la misma hora.
El Ojo salió corriendo y tragó varias bocanadas de aire. Se sentía como si acabara de precipitarse por la ladera del Borah Peak.
Su nombre era Jerome Vight. Era procurador de Little Rock, Arkansas. Un solterón. Después de aquello, ellos y unas cuantas parejas más formaron una peña casual que se reunía para tomar cócteles y esquiar, Joanna completamente indiferente a todo el plan, y Vight (el Ojo observaba cada fase de la seducción) cada vez más cautivado por su calma. A finales del primer mes ya estaba enganchado.
Cora Earl era otra historia completamente distinta. Diseñadora de moda de Nueva York, de treinta y dos años, divorciada dos veces, misántropa de pies a cabeza. Llegó al hotel una tarde con un safari de botones que le transportaban quince bultos de equipaje. Vio a Joanna sentada en el salón, se acercó a ella y dijo exactamente lo que tenía que decir:
—Te apuesto mil dólares a que has sido seducida al menos por uno de esos bastardos forofos del esquí desde que estás aquí.
Joanna la miró fijamente y alargó la mano.
—Dame los mil —contestó.
Cora abrió su cartera, sacó dos billetes de quinientos.
—Estoy en la ciento diecisiete C —le dijo—. Cuando te pongas cachonda, sube y duerme conmigo.
Una semana después Joanna aceptó la oferta.
El Ojo, observándolas bailar juntas en el Igloo, estaba encantado por dentro. Ella necesitaba a alguien que le restituyera la confianza en sí misma y que le enmendara el cuerpo. Ningún hombre en la tierra era capaz de esa tarea, pero Cora era perfecta; justo como lo había sido, años atrás, la doctora Martine Darras. Ambas mujeres eran el mismo narcótico que la apaciguaba, el mismo sueño de pasión por la noche, la misma diosa que sonreía en la tempestad y que alargaba una mano tranquilizadora con la que poder cicatrizar una herida espantosa.
Las siguió de vuelta al hotel. En el pasillo del séptimo piso saltó por una ventana y avanzó, centímetro a centímetro, a lo largo de un antepecho resbaladizo, hasta la terraza de la 117C. Se quedó bajo la nieve, junto a la ventana del apartamento, observándolas.
Joanna colgó su abrigo de visón en el respaldo de una silla. Luego se sentó y se quitó las botas. Cora andaba de un lado a otro de la habitación, agitando airadamente los brazos.
—¡… Yo le enseñé todo lo que sabe sobre diseño de ropa, la muy puta! De hecho, todo el material de Los Ángeles del año pasado era idea mía en un principio. Los pantalones harén, el pico del pañuelo, los monos, los trajes de baño y todo eso. La semana pasada la telefoneé y le dije: «¡Querida, bravo!», y ella me contestó: «¡Vete a joder a otra parte!». ¡Qué te parece! —se rió—. ¡Pero espera a que vea mi nueva colección! ¡Hará que sus harapos parezcan el último grito de Bulgaria! ¡La muy asquerosa!
Vestía una falda de gamuza y un blusón de gasa transparente. Un cilindro le colgaba de una cadena alrededor del cuello. Joanna lo tomó en su mano.
—¿Esto qué es? —preguntó.
Cora lo abrió y sacó del tubo un cepillo de dientes.
—Es para utilizar dondequiera que estés —dijo—, para después. —Se desvistió del todo y se acercó, desnuda, a la ventana. Joanna se quitó su suéter y su traje de esquiar. Se levantó, fue tras ella y se apoyó en su espalda. Estaban junto al vidrio empañado, justo enfrente del Ojo. Cora tocó el cristal con sus pezones—. ¿Qué hay entre Jerry Vight y tú? —susurró.
—Es un tauro —contestó Joanna.
Cora alzó su mano derecha hacia atrás y la posó en sus caderas, acercándola hacia sí.
—Debieras agarrarlo. No sabe qué hacer con todo su jodido dinero. Pero no le saques nada hasta que esté dispuesto a casarse contigo. Me gusta que te apoyes sobre mi espalda. —Cerró los ojos—. Te siento amenazadora. Una amiga mía fue sodomizada por un policía en Central Park. ¡Dijo que aquello era la gloria! Yo nunca lo he probado. Se supone que funde toda clase de plomos. Físicamente es repugnante; Jerry, quiero decir. Una comadreja. Probablemente tenga una polla como un obelisco. ¡Pero es tan jodidamente rico! Una vez voló alrededor del mundo con una chica que recogió en Nueva Orleans. Fueron a Madrid, Atenas, Nairobi, Sidney y Tokio. ¡Así como así! ¡Pero me estoy yendo por las ramas! —Se giró y la tomó entre sus brazos—. Deja que te mire. —La besó en el hombro—. «Tenerte, abrazarte» —canturreó—, «tan sólo una breve hora de éxtasis…»
—Mi padre fue a Nairobi —dijo Joanna—. Era antropólogo. Escribió un libro, El principio del tiempo.
—«Y luego dejarte marchar otra vez» —cantó Cora. Sus manos se movieron entre ambos cuerpos.
—Fue a Mozambique. —Joanna se llevó el dedo torcido a la boca, lo mordió—. Y remontó el río Cocodrilo en una goleta hasta… no sé hasta dónde. Nunca regresó. Estaba buscando la tribu perdida de los limpopo. Los limpopo eran una raza de dioses que construían ciudades de oro por toda África, en tiempos inmemoriales. Probablemente nunca existieron… pero él estaba convencido de que aún seguían allí, en algún lugar más allá de la selva y las planicies, morando en templos dorados, esperándolo a él. A lo mejor los encontró. Quizás ahora estén allí.
—Pero ¿de qué coño me estás hablando? —Cora la bajó bruscamente al suelo y la envolvió entre sus piernas.
El Ojo trepó por la barandilla, se arrastró hacia atrás a lo largo del antepecho hasta la ventana del pasillo. Se metió en su cuarto e hizo un crucigrama.
A la mañana siguiente Joanna se encontró con Jerry Vight en la cafetería. Naturalmente, estaba furioso.
—Déjame darte un consejo paternal, Ella —soltó con brusquedad.
—«Sea tu intención benéfica o malvada —le recitó seriamente—, te presentas en forma tan sugestiva que quiero hablarte.»
—¿Qué? —preguntó él frunciendo el entrecejo.
—Hamlet —dijo ella sonriendo—. ¿Qué es lo que te preocupa?
—Bueno, escucha… —Bajó la voz—. Sé que este asunto de chica con chica es lo que se lleva hoy en día, y no quiero parecerte un carca anticuado, pero… —La cogió de la mano—. Cora es una puta. Una auténtica desgraciada, lo juro por Dios. Es egoísta, cruel, ególatra, y completamente despiadada. Cuando haya acabado contigo, te echará de una patada y cerrará la puerta de un golpe.
Joanna se rió.
—Hablas de ella como si fuera un hombre.
—Es peor que un hombre —aseguró él—. Es neutra.
El Ojo, sentado en la mesa de al lado, observó la cara de Joanna. La tristeza de la noche anterior había desaparecido. Otra vez llevaba puesta su máscara de asesina. Él sintió como si unos puños fríos de nerviosismo lo agarrasen por sus partes vitales.
Atacó en Nochebuena.
Tan pronto como el sol se puso, saltó por la ventana del pasillo a la terraza de la 117C. Lo había estado haciendo las últimas tres semanas, y ya estaba familiarizado con cada paso escurridizo del antepecho y la cornisa.
Estaba nevando.
Se quedó en medio de la nívea oscuridad mirando fijamente a través de la ventana. Estaba sola, echada en el suelo, desnuda. Tenía la espalda cubierta de arañazos y cardenales. Se incorporó y estiró los brazos. Llevaba ensartadas de la muñeca a los hombros unas relucientes guirnaldas de pulseras. Se había atado una ristra de perlas alrededor de su cintura. Tenía abierta frente a ella una de las quince maletas de Cora. Era un pequeño neceser de cuero azul lleno de joyas. Cogió un anillo de diamantes y se lo deslizó en el dedo pequeño del pie. Se volvió y sonrió. Él podía ver sus ojos verde claro por toda la habitación. Destellando de placer mientras se colgaba un pequeño rubí de la oreja. Ella casi lo estaba mirando, y era como si su presencia fuera la causa de su deleite.
Él levantó la mano, y la agitó tímidamente.
Ella rodó sobre su espina dorsal como un gato y se rascó la espalda contra la alfombra. Luego se levantó de un salto, cogió el reloj de la chimenea y comprobó la hora. Metió todas las joyas en el maletín y lo cerró con llave.
Fue al dormitorio. Reapareció, arrastrando por los pies el cuerpo rígido y desnudo de Cora. Cruzó el cuarto tirando de él y abrió la ventana. El Ojo trepó al antepecho y se ocultó en el ángulo ciego de la pared. Joanna alzó el cadáver y lo tiró por la barandilla. Éste cayó siete pisos hasta el callejón sin salida que había detrás del hotel, hundiéndose en varios metros de nieve. Volvió a la habitación y cerró la ventana.
Quince minutos después el Ojo estaba abajo en el vestíbulo, pagando su cuenta. A las nueve en punto Ella surgió del ascensor, seguida de un botones que llevaba su equipaje. Sostenía el joyero azul bajo el brazo, envuelto en el visón. Pagó la cuenta, luego envió al botones a buscar a Vight. Se sentó en el salón y encendió un Gitanes.
Había una fiesta en el bar. Una orquesta tocaba polkas de taberna. Invitados con sombreritos de papel salían y entraban por todos los corredores, arrojando serpentinas y tocando pitos.
Jerry atravesó el salón, su esmoquin salpicado de confeti.
—¿Qué te ocurre, Ella?
—Tenías razón. —Mantuvo un pañuelo en los ojos, sorbió y lloriqueó—. Me despidió. Fue horroroso. Me siento tan asqueada. Deberías haberla oído. Tenías razón. Es un monstruo.
—Bueno… —Él no sabía qué decir—. Que se vaya al infierno.
Ella se puso en pie.
—Hasta pronto, Jerry.
—¿Qué quieres decir con hasta pronto?
—Me marcho.
Salió al vestíbulo. Él la siguió.
—¡Ella! Espera un segundo… ¡Ella!… Por favor, ¡escúchame! No puedes… ¡Ella!
Él salió del hotel también. Esa noche se casaron en Boise. A la mañana siguiente tomaron un avión a Honolulú.