9

EN EL CEMENTERIO se situó a espaldas de la multitud, detrás de un senador y un grupo de políticos locales. Joanna también se quedó detrás, en un extremo de la familia, discreta y aislada, sobriamente vestida, sin hacer alarde de un luto ostentoso.

Acabada la ceremonia, regresó conduciendo ella sola.

El Ojo se puso sus ropas de niñera y pasó por delante de su casa empujando el cochecito de bebé. Estaba sentada en el MG en el camino de entrada, contemplando las puertas del garaje. Bajó apáticamente del coche y subió andando hacia Wilshire.

Él la siguió, las ruedas del cochecito rechinaban como grillos.

Cruzó La Ciénaga, pasando por delante de la pensión. Compró un periódico y se quedó parada en la esquina de Sale leyendo su horóscopo. Él ya sabía lo que aconsejaba la sección de Capricornio; lo había leído.

Éste es el invierno de tu infelicidad y

todos los planetas caen sobre ti. Se

recomienda un cambio radical de escena.

¡Hola y adiós!

Fue hasta el museo, luego dio la vuelta y regresó. Después giró otra vez, atravesó Wilshire y subió paseando por Hamilton hacia San Vicente. Luego bajó por La Ciénaga, de vuelta a Wilshire, y se metió por Ledoux. Llegó al Drive, pasando por Oak Lane, y se detuvo. Se quedó de pie con las manos en las caderas mirando fijamente la casa. Subió al MG y salió retrocediendo del camino de entrada.

El Ojo corrió a Lane, rompiendo todos los récords de velocidad de cochecitos de bebé. Tenía el coche aparcado en la esquina de Ledoux. Dos niñeras de verdad lo observaron asombradas mientras plegaba el cochecito y lo metía en el maletero. Saltó al volante y arrancó. Eran las cuatro en punto. Estaba casi seguro de que iría a La Biblioteca o a su banco. Condujo hacia el Olympic Boulevard.

El MG iba justo delante de él, acelerando para Santa Mónica.

Fue al banco y vació su caja de seguridad. Luego condujo a La Biblioteca. Estaba cerrada todo el día. Abrió la puerta de entrada y pasó delante de la estantería de libros de lujo hacia su mesa tras las novelas. Se sentó, encendió un Gitanes. La caja estaba en el suelo detrás de una maceta. La cogió, la puso en el regazo, marcó su combinación y la abrió.

El Ojo se quitó la capa de niñera, el vestido, la toca y la peluca de viejecita decrépita. Fue al Del Río, hizo su maleta, pagó la cuenta y se marchó.

Al otro lado de la calle, Joanna abandonó La Biblioteca sin molestarse en cerrar la puerta tras ella.

Fue a casa.

Él se preguntó si tenía tiempo de sacar sus cosas de la pensión de La Ciénaga. Pero allí no había nada de valor, excepto su par de zapatos favoritos. Decidió abandonarlos.

Ella sacó dos maletas de la casa, las metió dentro del MG. Subió al coche y se alejó. No miró atrás. ¡Hola y adiós!

Se pasó dos meses dando vueltas y más vueltas por el sur de California, alojándose en moteles y balnearios. San Diego, El Centro, Lakeside, San Bernardino, San Isidro, Escondido, Oceanside, Elsinore, Redlands, de nuevo San Bernardino, de vuelta a El Centro. Arriba y abajo, entrando y saliendo.

Se cortó el pelo. Su piel había adquirido un tono de cobre fundido, de tomar el sol. Vestía pantalones, suéteres y viejas chaquetas. Bebía tres, a veces cuatro coñacs al día. Leía su horóscopo cada mañana. Leyó y releyó Hamlet subrayando sus páginas con rotuladores, verde, rojo, naranja y amarillo. Una tarde, en un bar de La Jolla, hizo sonar una y otra vez La Paloma en la máquina de discos, diecisiete veces.

Luego, en marzo, condujo de vuelta a Los Ángeles, aparcó el MG y tomó un vuelo para Las Vegas. Allí pasó un mes con el nombre de Leonor Shelley.

Perdió seis mil dólares jugando a los dados.

Los matones de la mafia agitaron sus antenas hacia ella, pero debieron de percibir algún tipo de prohibición que les hizo dejarla en paz. Quizá no fuera más que un viejo presentimiento demoníaco italiano, una caracola marina tirrena que les avisó con su eco de cattiveria. La observaban, rodeándola de un profundo cerco de recelo, sin atreverse a intervenir jamás.

El Ojo rezó para que no se le ocurriera hacer nada allí. Si se atrevía, le iban a atravesar el corazón con una estaca y a llenarle la boca de ajo. Siempre y cuando se comportase, su anonimato era absoluto e invulnerable.

Sabía que también le observaban a él, y que estaban perfectamente al tanto de la extraña filiación que había entre él y la señorita Shelley. No intentaron explicárselo. Simplemente permanecían en la retaguardia y esperaban a que, tarde o temprano, se marchasen.

El Ojo disfrutó de la experiencia. Era tranquila y segura. Ahora no tenía que perseguirla las veinticuatro horas del día.

Un camarero o un minero sabían siempre dónde se encontraba y no tenía más que preguntarles.

Se relajó y se tomó unas vacaciones. Comía regularmente y ganó algo de peso. Dormía profundamente, sin sueños. Se agotaba en un gimnasio, jugaba al balonmano, nadaba y ganó dieciocho mil dólares en la ruleta. Le empezaron a gustar los Gitanes. Compró un ejemplar de Hamlet y lo memorizó. Su pasaje favorito era:

Abandónala al cielo y a aquellas espinas que anidan en su pecho para herirla y punzarla.

No obstante, lo que más le gustaba eran las noches largas: el sabor del desierto en su almohada y el profundo sopor sin pasillos ni pesadillas. Soñaba con Maggie sólo durante el día, la llevaba consigo a la piscina, comían juntos, tomaban el desayuno en la terraza, quedaba con ella en la calle en las tardes bochornosas y se escabullían al frescor de una película o a un local de helados. Luego ella desaparecía, y su añoranza lo atormentaba despiadadamente hasta que ella volvía. Y ella siempre volvía, siempre, atravesando un cruce, haciéndole señas, apareciendo de repente entre la multitud y cogiéndolo de la mano, llamándolo suavemente por su nombre a la luz del sol.

Pasaron juntos más de treinta días, casi constantemente. Le compró un parche «Nevada» para que se lo cosiera al suéter. Le daba monedas para que jugara a las máquinas tragaperras. Cuando se percató de que ella ya no era ninguna niña, sino una mujercita, que tenía más de veinte años, ¡una mujer de verdad!, trató de pensar en algún regalo fabuloso que pudiera ofrecerle. Una pulsera o un Lancia o un traje de Saint Laurent, o… Pero, de todos modos, ¿qué coño les regalaban los padres a las hijas como prueba de homenaje y veneración? Finalmente, en la joyería de un hotel, hizo que le grabasen su signo zodiacal en un medallón de platino y se lo colgó alrededor del cuello para el resto de su vida.

En abril, cuando las pérdidas de Joanna-Leonor en la mesa de dados ascendieron a seis mil doscientos dólares, ella regresó a Los Ángeles.

Había una manifestación en el aeropuerto cuando aterrizó el avión. Un destacamento de hombres y mujeres con caretas antigás invadió la pista agitando pancartas en las que se leía: ¡ABAJO LOS REACTORES! ¡PELIGRO, NO RESPIRAR! ¡ES UN GAS! ¡SALVAD EL MEDIO AMBIENTE! La policía contraatacó. El Ojo perdió su sombrero en la reyerta. Media decena de personas fueron arrojadas de la rampa y transportadas al hospital en una escuadra de ambulancias. Joanna-Leonor fue machacada contra una pared; el traje se le desgarró y tenía sangre en el brazo. Un doctor del aeropuerto la vendó.

Ella reclamó el MG y fue al norte por la costa. Pasó la noche en Santa Mónica y al día siguiente viró tierra adentro. Pasó por Paso Robles, Coalinga, Harford y Selma. A las afueras de Fresno paró en un hospital clínico al borde de la carretera y se hizo cambiar la venda.

El Ojo pasó por delante de la clínica, se metió por un camino lateral y paró junto a la verja de un campo de golf. Abrió el Chicago Sun-Times que encontró en el avión e hizo el crucigrama.

Ése fue el día que cantó el sinsonte; ¡gracias a Dios! De no ser así, se hubiera podido olvidar de todo el incidente. Desde un árbol próximo, comenzó a mofarse de él, desgañitándose como un flautista enloquecido. Un golfista se acercó a la verja.

—Aquí no se puede aparcar —le dijo amablemente—. Esto es una propiedad privada.

El Ojo se disculpó.

—Llevo conduciendo todo el día. Simplemente quería tomarme un descanso de media hora.

—Bueno, pues puede seguir ahí, supongo. Mientras no bloquee la carretera. —Se alejó andando.

El Ojo intentó concentrarse en el crucigrama, pero el pájaro se burlaba de él vehementemente, bombardeándole con rencor y desprecio. Dobló el periódico y lo puso a un lado.

Joanna durmió en el hotel de Fresno, registrándose como Diane Morrel. Al día siguiente regresó a la costa.

A unas cuantas millas de Gilroy aparcó en la cuneta de la autopista y abrió el capó del MG. Salía humo del radiador; intentó abrir la tapa y se achicharró los dedos. Un deslumbrante Porsche 927 nuevo se detuvo. Salió un hombre con una rebeca rosa.

—No se preocupe por él —dijo—. Tírelo y yo le compraré uno nuevo.

El Ojo aminoró la velocidad y se detuvo junto a ellos.

—Hay un garaje más arriba —gritó estúpidamente.

Por nada del mundo podía entender qué fue lo que le obligó a hacerlo. Fue por puro impulso. Ellos lo ignoraron. Se inclinaban sobre el vapor del MG, riendo y bromeando. Él siguió adelante.

Rebeca Rosa ató con una cuerda los dos coches y remolcó el MG hasta Gilroy. Dejaron el coche en un garaje y fueron a un albergue junto a la carretera.

El Ojo entró tras ellos. Tomó asiento en el bar. Estaban en una mesa junto a la esquina, envueltos en sombra. Su radar volvía a sonar irregular. ¡Malas vibraciones!

Él la estaba llamando Diane. Ella le llamaba Ken.

El local estaba casi desierto. Había dos fornidos tenistas en pantalón corto y blanco de pie en la barra, que llenaban el lugar con un hedor a cuarto cerrado. El camarero discutía con alguien. Los postigos estaban cerrados, cubriendo las mesas con una cortina de niebla.

Ken. Ken. Ken. El Ojo le conocía; estaba convencido de ello, las vibraciones se lo decían. Kenneth. Kenley. Kendall. Indianápolis. St. Louis. Kansas City. Un tipo duro. Un caso perdido. Sureño. Destapó los archivos de su cabeza y sacó montañas de viejos informes cubiertos de telarañas. Tennessee. Carolina del Norte. Mississippi. Nashville. Memphis. Chattanooga. Un material basto. Brutal. Peligroso. Un rebelde.

Él llevaba la mayor parte de la conversación. Joanna-Diane simplemente se reclinó en su silla y le dejaba que la envolviese en una melaza espesa y engañosa. Ken. Ken.

—¿Alguien te ha dicho alguna vez —se metió dos cigarrillos entre los labios— que tienes unos ojos de puma?

—Espuma de almeja —se rió ella—. Ojos de espuma de almeja.

Eso lo dejó frío un instante. Luego se sonrió.

—¡Dios mío! —dijo arrastrando las palabras—. Hay que ver cómo hablas. —Encendió ambos cigarrillos y le pasó uno.

—Eres soberbio —dijo ella. El Ojo reconoció la voz; la entonación; todo, incluso la ironía. Era la doctora Darras hablando—. Soberbio y formidable. Y rosa. —Palpó la manga de su rebeca—. ¿Por qué los hombres se empeñan en ir de rosa?

—Mi hermana pequeña lo tejió para mí. —Le cogió la muñeca y miró la venda—. ¿Te cortaste, cielo?

—Me caí —contestó ella—. Esquiando. En Chamonix. Mi papá y yo. Me hundí en la nieve profunda que cubría unas rocas. Él me sacó y envolvió su bufanda alrededor de mi brazo. «¿Puedes agarrarte a mí?», me preguntó. Y me aupó a su espalda y bajó esquiando la montaña. Toda la horrible gente que hay por allí… los esnobs y los playboys… los forofos del esquí, los millonarios y los listillos… toda la gente que anda muy satisfecha de sí misma se sentía incapaz de hacer una cosa así, entiendes. Ellos hubieran abandonado a sus hijas en la nieve para que se asfixiasen y se congelasen.

Él sonrió enseñando unos dientes blancos, regulares y fosforescentes en la penumbra.

—Cuéntame más —dijo.

El Ojo salió del albergue. El Porsche 927 se hallaba aparcado en una esquina ciega del aparcamiento. Forzó el cierre del maletero y lo abrió. El suelo estaba cubierto por una manta. La destapó, dejando a la vista un cuchillo Bowie en funda de goma, una bayoneta del ejército en su vaina, un cuchillo de caza de quince centímetros con la punta pinchada en un corcho, un cuchillo de hoja curva y afilada, tres navajas gigantes y un par de puños de hierro. Estaban desplegados en una fila ordenada, como un juego de utensilios de carnicero del laboratorio del doctor Frankenstein.

Ken. Sí, ahora sí que se acordaba de él. También había una caja de zapatos; la abrió. Estaba llena de docenas de saquitos, agujas, una cuchara, dos jeringas y un bote de cápsulas de amytal. Lo cerró y lo cubrió todo de nuevo con la manta.

Se llamaba Dan Kenny. El Ojo cerró con llave el maletero. Louisville, Kentucky. Dan. «Ken Tuck.» Kenny, alias Kenny Tucker. Un psicópata. Tres condenas: una por atraco, otra por asalto con lesiones y la otra por actividades homosexuales. Había salido en las primeras páginas de los periódicos durante más de una semana, en 1976, debido a la espeluznante acusación de agresión sexual que le imputaba el hombre que fuera víctima, en Elkton. El caso nunca fue llevado a los tribunales.

A las 6:30 regresaron al garaje. Luego se marcharon juntos, Kenny a la cabeza en su 927, Joanna siguiéndole en el MG. Condujeron hasta Santa Cruz y se alojaron en un motel en Monterrey Bay. Iba a ser una noche movida.

El Ojo desenvolvió su 45, lo cargó y se lo sujetó al cinturón. Su departamento era el último del bloque, en las dunas, separado de la playa por una alta alambrada. Atisbo por la ventana del cuarto de baño. Joanna estaba sentada en la bañera, reclinada hacia atrás cansinamente, con la cara escondida entre las manos. Junto a ella, sobre una silla, un transistor sintonizaba el Concierto para piano en mi menor de Beethoven. El medallón de la cabra yacía en el alféizar, a unos metros de su frente. Se cambió a otra ventana.

—¡Diane!

—¿Qué?

—¡Date prisa, cariñito!

—¡Aguántate las ganas, follamadres! Tu cariñito está en medio de sus abluciones.

En el dormitorio «Ken Tuck» Kenny se despojaba de su rebeca rosa, riendo entre dientes.

—¡Hay que ver cómo habla!

Se desabotonó la camisa. Llevaba atado alrededor de la cintura un pesado cinturón de dinero. Se lo desabrochó y lo tiró al suelo detrás del sofá; fue hacia la caja de zapatos que había en el bureau, levantó la tapa y sacó una jeringa. Se volvió. El monedero de Joanna yacía sobre la cama. Se acercó a él, lo abrió, le echó una ojeada. Estaba cargado de dinero. Silbó.

—¡Muñequita!

El Ojo regresó a la ventana del cuarto de baño. Joanna salió de la bañera, goteando por todo el suelo.

—¿Qué dices?

—Digo que qué muñequita.

—No te oigo.

—No tiene ninguna importancia.

Ella se puso un kimono, demasiado agotada para secarse, recogió el medallón, se lo abrochó al cuello. Entró en el dormitorio.

El Ojo se arrastró a la otra ventana. Kenny ya no estaba allí. Ella se acercó al bureau y se quedó mirando muy seria la jeringa. Metió la mano en la caja y sacó una aguja. ¿Dónde estaba Kenny? Fue hacia la cama, abrió su monedero. El dinero aún seguía allí. Silbó de alivio, rebuscó, sacó un pequeño revólver. El Ojo se quedó boquiabierto. ¿De dónde demonios había sacado eso? Debió de adquirirlo en Las Vegas. Lo deslizó bajo la almohada. ¿Dónde coño estaba Kenny?

Giró sobre su eje. Kenny intentó golpearle. Él se agachó. El puño pasó por encima de su cabeza y chocó contra la pared. Corrió. Kenny se tambaleó tras él, arremetiendo de nuevo, bramando. El puño de hierro le raspó el hombro, desgarrándole la chaqueta y lacerando su espina dorsal. Saltó por encima de la alambrada, se desplomó sobre ella, bajó dando volteretas por una pendiente de dunas. Dio una vuelta de campana y se puso en pie, corrió por la playa.

Kenny se rió.

—¡Gilipollas! —le gritó. Regresó a la pieza tembloroso, regocijado, meciéndose sobre los tacones. Joanna miró fijamente el puño de hierro. Él lo lanzó sobre la cama—. Sólo ha sido un pequeño mirón, ahí fuera —explicó resollando—, se estaba pegando una ración de vista. —Tocó el escote de su kimono—. No es culpa suya. La verdad es que tienes un aspecto realmente fresquito y agradable, querida nena.

Ella señaló la jeringa.

—¿Esto que es, Ken?

—Es para ti, muñequita.

—Oh, no.

—Claro que sí.

—Yo no.

—No me gusta colocarme solo.

—Tú te la pones y listo. Yo sólo miraré.

—¿Conque tú sólo mirarás, eh? —la empujó contra la pared, sobándola a manotazos—. Miras a los tipejos cómo se pican. Les observas actuar. Un numerito de circo, ¿eh? —Se estaba poniendo cachondo. Restregó su polla contra ella—. Será algo que luego podrás contar a tus amiguitos.

Ella intentó desembarazarse de él.

—Yo no tengo ningún amigo.

—Algo que contar a tu papá. —Hincó la rodilla entre sus piernas—. A papaíto.

—Mi papá está muerto.

Lo empujó hacia atrás, corrió hacia la cama a por la pistola. Él la golpeó a un lado de la cabeza. Cayó al suelo. Le pisó una mano.

—¿Te gusta? ¿Quieres más? —La golpeó de nuevo, derribándola a lo largo de la alfombra—. ¿Eh? ¡Y si comienzas a gritar, de una patada te meto todos los dientes en la garganta! —Se inclinó sobre ella y le palmeó el trasero—. ¡La pequeña puma! —Le arremangó el kimono de un tirón, restregó la cara entre sus muslos.

La dejó allí tumbada y fue hacia el bureau. Se bajó los pantalones, se acarició la erección, palmeándola juguetonamente. Arrugó un pedazo de periódico, lo tiró a un cenicero, encendió una cerilla y lo prendió. Sacó la cuchara de la caja de zapatos, la calentó sobre la llama.

Insertó una jeringa en una aguja, la llenó. Bailoteó hasta ella, se agachó, la puso de espaldas. Apuñaló el brazo y empujó el pistón.

Luego se calentó otro chute para él, se lo inyectó y se sentó en el suelo, dándose palmaditas en el pene hasta que le subió la carga. Fue a gatas hasta Joanna, le quitó el kimono. Jugueteó con los dedos de su pie, sus pezones, su ombligo. Intentó penetrar la oreja, pero perdió dureza. La puso en su mano y meneó las caderas hasta que volvió a empalmarse.

Ella lo contempló, mirando con extrañeza el vello de su pecho. Él se sentó encima de su cara, botó arriba y abajo, intentó evacuar sus intestinos. Luego se dejó caer hacia delante sobre sus codos y escuchó.

Afuera petardeaba el motor de un coche.

Se levantó, fue dando saltos hacia la puerta, descorrió el pestillo, la abrió de un tirón y salió dando tumbos. El 927 y el MG estaban aparcados uno al lado del otro en el patio. Dio vueltas alrededor de ellos, intentando abrir las puertas. Ambos coches estaban cerrados.

—¡Eh, venga, los que estáis ahí! —gritó. Regresó al departamento dando traspiés, cerró la puerta de golpe y echó el pestillo.

Joanna se arrastraba hacia la cama. Chillando de regocijo la cogió por los tobillos y la arrastró hacia atrás. Fue al cuarto de baño, se sentó en el borde de la bañera, agarró una de sus medias, retorciéndose lascivamente, se la puso y levantó la peluda pierna en el aire. Luego se abrochó el sostén alrededor del pecho. Se puso en pie, fue bailando el shimmy mientras movía las caderas hasta el otro cuarto. Batió las palmas, trotó, soltó varios trinos.

Bailó el bambulú, la danza del pastel, alrededor del lecho, saltó sobre Joanna y se paró en seco. El Ojo estaba apoyado en el bureau, sonriéndole. Su brazo salió disparado como una catapulta, el cañón del 45 le atizó en toda la mandíbula, partiéndole sus dientes blancos y uniformes, dejándolo fuera de combate.

Abrió los cobertores, alzó suavemente a Joanna en sus brazos y depositó cuidadosamente su cuerpo desnudo entre las sábanas. Salió espuma de su boca y murmuró: «No le hagas daño… por favor no le hagas daño». Le miró ferozmente de soslayo y trató de incorporarse, pero él la sujetó hasta que se desmayó, luego empapó una toalla y le enjugó la cara.

Cogió las llaves del coche de los pantalones de Kenny, quitó el pestillo y abrió la puerta, arrastró a Kenny afuera, abrió el 927 y lo descargó dentro.

Regresó al cuarto, sacó el cinturón de detrás del sofá. Tenía pequeños compartimentos llenos de fajos prietamente envueltos de billetes de cien dólares, se hizo con unos veinte y le dejó el resto a Joanna junto a la almohada.

Recogió la rebeca rosa, la camisa y los pantalones, los calcetines y los mocasines, la bolsa de viaje de Kenny y su caja de zapatos; lo llevó todo fuera y cerró de una patada la puerta tras él. Vació los saquitos sobre Kenny, esparciendo a su alrededor las agujas y las jeringas; le echó por encima la ropa y la bolsa.

Se sentó al volante, soltó el freno y rodó silenciosamente hacia la autopista. Aparcó en las dunas, a varios kilómetros de la playa, abrió el tapón del depósito y echó en el tanque unos cuantos puñados de arena; luego vació el aire de dos ruedas.

Cuando llegó al motel, el sol estaba saliendo.

El MG ya no estaba allí.

Corrió al departamento. La cama estaba vacía. El cinturón del dinero ya no estaba allí. Tampoco el equipaje de Joanna. Tampoco ella.

Desaparecida.

Se quedó parado un momento, mirando inútilmente a su alrededor. El puño de hierro estaba en el suelo. Lo cogió; metió la mano bajo la almohada. El revólver aún seguía allí. Se lo guardó en el bolsillo y se marchó.

En el porche había una vieja en pijama, encendiendo un puro cortado por ambos extremos.

—Buenos días —dijo ella.

—La chica del número ciento once…

—Acaba de marcharse.

—¿Hace cuánto?

—Veinte minutos.

—¿En qué dirección se fue?

—¿Y cómo coño lo voy a saber? —Agitó la mano hacia la autopista—. Por allí.

Se metió en el coche y fue hacia la verja. Se quedó mirando la carretera vacía de arriba abajo. Santa Cruz quedaba a la izquierda, Watsonville a la derecha. ¡En qué dirección ir! En esos momentos podía estar a medio camino de San Francisco, o de regreso a Los Ángeles.

Giró a la izquierda. Compró un periódico en Santa Cruz y miró la columna del horóscopo.

Capricornio. La ausencia vuelve más afectuoso el corazón. Nada perderás yéndote sólo una temporada para pensar las cosas detenidamente. Te atraerán costas desconocidas. Presta atención a la llamada.