—ELLA FUE TRASLADADA allí en agosto de 1970. La procesé el mismo día en que llegó. Así es como lo llamaban, procesamiento —se rió—. Unos cuantos tests sencillos —continuó— para determinar si el prisionero es o no un completo retrasado mental. La mayoría de las chicas lo eran. El lugar era una Babel de malhechoras ignorantes, iletradas y dementes. Robo a mano armada, hurto, extorsión y robo con allanamiento de morada. Incluso había unas cuantas falsificadoras. Todas eran unas farsantes que fingían ser unas santurronas contritas con tal de poder cumplir su tiempo de condena en la granja, en vez de dejarse encerrar entre cuatro paredes. Estar allí con ellas resultaba nauseabundo. Lo que Sartre llama huis clos. La llegada de Joanna fue como una bendición. Aunque, en realidad, yo no pude conocerla bien hasta que tuve que retirarla de la brigada de trabajo.
Estaban sentados uno a cada lado del sofá largo en el cuarto azul y glacial, de cara a la ventana. Frente a ellos la torre Hancock se erguía en la neblina matinal como un acantilado de hielo amarillo.
—Nuestros profesores siempre nos advirtieron —dijo la doctora Darras— de la posibilidad de enamorarnos de nuestros pacientes. Pero ahí estaba yo metida, en aquel zoológico putrefacto, con aquella chusma… y de repente ella apareció ante mí como Juana de Arco. ¿Qué podía hacer yo? Eris, Joanna. Número 643291. Ella era tan limpia, tan impecable y saludable. Solía observarla cuando marchaba alrededor del patio… de pie, en filas… sentada en el auditorio y en el comedor… no podía apartar mis ojos de ella. Me levantaba a las cinco y media sólo para oírla exclamar «¡Aquí!», cuando la llamaban por su nombre al pasar lista. Había una marimacho espantosa que intimidaba a todo el mundo. Era una india seneca que cumplía condena de diez años por homicidio involuntario. Tuve que hacerla trasladar al pabellón de psicópatas en Bellevue cuando comenzó a sacar las garras por Joanna. ¿Ético, eh?
—¿Y por qué tuvo que retirar a Joanna de la brigada de trabajo? —preguntó el Ojo.
—Ella estaba en una unidad de trabajo, afuera, en los campos, cavando una zanja de desagüe. De repente dejó de trabajar, y se limitó a quedarse mirando fijamente el bosque. Los guardias intentaron hacerla volver a la zanja. Pero no pudieron. Le gritaron y comenzaron a darle empujones. No reaccionó en absoluto. Estaba en trance. Cuando la trajeron al dispensario, parecía encontrarse en estado catatónico. No podía hablar ni moverse. La metí en la cama y le puse una inyección de tiopental. Le pregunté qué era lo que le preocupaba. Ella contestó que había visto algo en el bosque.
—¿El qué?
—Se negó a decírmelo. Quiero decir, se negó a decírmelo entonces, durante esa primera sesión. Lo descubrí mucho más tarde. Me llevó meses sacárselo.
—¿Y qué fue lo que vio, doctora Darras?
—Un hombre que había bajo los árboles, mirándola. Obviamente era su padre muerto. Habían estado muy unidos. Ella se negó a aceptar su muerte. Bueno, para abreviar una larga historia… —Se levantó y anduvo sin objeto por la habitación—. La sometí a un… oh, a un análisis muy superficial. Encontré rabia y hostilidad, odio y melancolía. ¿Qué más desearía usted saber?
—Virgo —dijo él.
—¿Cómo dice?
—Su signo zodiacal —señaló el medallón de su pecho.
—Ella es Capricornio.
—Lo sé. Ésa fue mi tarea, sacarlo a relucir. La hice interesarse por la astrología para mantener su mente ocupada. Y…
—¿Y qué?
—La música. Había una discoteca bastante buena en la granja. La hice escuchar los clásicos, ópera, jazz, de todo. Cualquier cosa que la hiciera despertar, que la estimulase y la inspirase. Hice que recitara poesía. La enseñé a bailar. Y los libros. La hice leer. Devoró cientos de novelas. Proust, Balzac, Dostoievski, Stendhal, Tolstoi. ¿Le apetece beber algo? —Abrió un armario, sacó una botella de Gastón de Lagrange y dos vasos.
—¿Lleva puesta una peluca?
—Sí, la llevo. —Sirvió dos bebidas. Se sentó a su lado y se quitó la peluca, descubriendo un cabello corto de color platino—. Hice que la nombrasen bibliotecaria. Eso la apartó de la brigada de trabajo. —El límpido y plateado efecto de sus ojos, el medallón y su cabello armonizaban, infundiéndole un matiz argénteo. Bebió a sorbos su coñac.
—¿Descubrió usted tendencias suicidas? —le preguntó.
Ella se lo quedó mirando fijamente.
—Debe de conocerla bien.
—No… no la conozco en absoluto. Pero cuando ella estuvo en ese hogar de chicas en Jersey, metió el brazo por una ventana y le tuvieron que dar cinto puntos. En otra ocasión, dejó el gas encendido toda la noche en la cocina.
—Intentó matarse varias veces. Casi se electrocutó con unos cables o algo así. Y se cortó con una hoz. —Se estremeció—. ¡Una hoz!
Él le preguntó inesperadamente, pensando no en la hoz, sino en la cornisa:
—¿Se puede considerar el suicidio como una forma de locura, doctora? ¿Y las alu-lu —tartamudeó—, las alucinaciones y todo lo demás? —Como Grunder en el callejón, quiso añadir, disfrazado de Mefistófeles.
Ella volvió a llenar su vaso.
—La locura es mera infelicidad —contestó ella—. La mente es como cualquier órgano, se contamina con la polución. Y el suicidio no es más que otra variante de dosis de tiopental.
Sus labios se crisparon con furia.
—¡Ese condenado hogar de niñas casi acabó con ella! —continuó—. ¿Está usted en contra de la pena de muerte? Me gustaría ver a todos los bastardos que atormentan a los niños ahogados, descuartizados y destripados… —Luego se rió y encendió un Gitanes—. Y sin embargo, mi propio hijo se marchó de casa el otro día… Dijo que le perseguía. Me llamó sádica. —Se encogió de hombros.
—¿Hasta dónde llegó?
—¿Hasta dónde? —Le miró con asombro.
—Usted y Joanna.
Se levantó y se quedó frente a la ventana, bajando la mirada hacia la avenida St. James.
—Le estoy contando todo esto y no debiera. Es absurdo. Ahí es hasta donde llegó. —Fue al fondo de la habitación y tiró el cigarrillo en un cenicero—. Cada noche nos encontrábamos en la biblioteca después de que apagasen las luces. Yo traía una botella de coñac. Nos desvestíamos y nos emborrachábamos. Bailábamos. Nos sentábamos en el suelo y hablábamos. O jugábamos al ajedrez. Se me olvidó decírselo, también le enseñé a jugar al ajedrez, o lo intenté. Fue un verdadero fracaso. Luego hacíamos el amor. Sólo que era algo más parecido a la desesperación que al amor. Otra forma de locura y suicidio.
—¿La ha visto luego, después de que fuera puesta en libertad?
—No, nunca —regresó al sofá—. Dígame, ¿qué es lo que ha hecho?
Él se restregó la frente con gesto cansado, finalmente el agotamiento le había alcanzado tras todos aquellos días.
—¿Qué es lo que le dijo que hiciera, doctora Darras?
—¿Yo? —Frunció el entrecejo—. Le dije que hiciera frente a la vida. Que luchase. Que no se rindiera ni se arrastrase.
—Bueno, pues eso es justo lo que ha hecho.
En el vuelo de regreso a Los Ángeles hizo el crucigrama de The Boston Globe. Luego leyó hasta el final algunos prospectos de la TWA. En uno de ellos había un gráfico con las líneas aéreas de Europa. Estudió un mapa de Checoslovaquia. Sólo había una ciudad indicada, Praga (Praha), atendida por un vuelo de la Air France desde París. Sacó su revista del bolsillo y la abrió por el crucigrama número siete. Ciudad de Checoslovaquia. Cuatro letras. Pero estaba demasiado cansado para pasar por todo ello de nuevo. Dos veces había arrojado la revista al lado y pidió prestado Los Angeles Times a una mujer que estaba sentada cruzando el pasillo. Leyó sobre la economía. Leyó sobre la caída de la producción de acero. Leyó sobre los misiles soviéticos, sobre el Programme Commun en Francia, y el racismo en Rodesia. Leyó la página de sociedad. La señorita Charlotte Vincent y el señor Ralph Forbes anunciaron ayer su compromiso en una fiesta celebrada en el Mark Taper Forum…
Se incorporó, despabilándose del todo. La boda ha sido fijada para abril… Había una foto de la pareja, apoyados contra la rampa de una escalera, sonriendo. ¡Joder! ¡Más le hubiera valido figurar en la hilera de un Cuartel General de la Policía de Nueva York! ¿Es que se había vuelto loca? Todo lo que cualquier policía de homicidios perspicaz tenía que hacer era echarle un vistazo y… No, un momento. La miró de cerca. Vestía un brillante traje de noche Cardin, llevaba la cabeza envuelta con una cinta tipo turbante. Su rostro era una máscara adorable de dulce anonimato. No esa Dafne Henry. Tenía que admitirlo. No, ella no era nadie que cualquiera en Nueva York pudiera reconocer… o cualquiera en Chicago, tampoco. La señorita Vincent es de Nueva Jersey… Pero ¡qué descaro! La doctora Darras se sentiría orgullosa de ella. El señor y la señora Newman felicitaron a la feliz pareja, al igual que hicieran Jodie Foster, el señor y la señora Warner, Le Roy, Lily Tomlin, LeVar Burton, Gore Vidal… ¡Una gala de futuros testigos!
—Por favor, puede ponerse en pie la acusada. Señor Newman, ¿reconoce usted a esta mujer?
—Sí.
—¿Es la misma mujer que usted conoce como la señora de Ralph Forbes, alias Charlotte Vincent?
—Sí, lo es.
—¡Protesto! La acusación está declarando por el testigo.
—Admitido.
—Señor Newman, ¿podría decir a la audiencia con sus propias palabras quién es esta mujer?
—Ella es la señora Forbes. La viuda de Ralph Forbes. Como usted dice, alias Charlotte Vincent.
¡Jesús! No lo conseguiría esta vez. Era demasiado insensato.
No tendría más remedio que pararle los pies.
Un accidente en la autopista bloqueó el tráfico durante más de una hora. Eran las ocho pasadas cuando regresó a la calle Hope. La Biblioteca estaba cerrada. Se aseguró de que aún tenía su habitación en el Del Río, y luego condujo hasta Beverly Hills.
¿Pararla? ¿Cómo? Tenía hasta abril para encontrar la manera de hacerlo. ¿O no? A lo mejor intentaba realizar la jugada antes del casamiento. Un viaje de quince días en coche a algún lugar… al desierto, la montaña o la playa. Un hombre ciego no era difícil de matar.
A lo mejor ya estaba muerto. Ella se podía haber largado. ¡Aquel viaje a Trenton había sido una completa idiotez! ¡Se había quedado sola durante tres días enteros!
Condujo por Oak Drive, aminorando la velocidad al pasar por delante de su casa. Suspiró con alivio. El Bentley se hallaba aparcado junto al bordillo.
Pero no era más que un alivio. ¿Y mañana qué pasaría? No, no podía esperar hasta abril. No tenía idea de cuándo, cómo ni dónde planeaba hacerlo. Todo su modelo se había vuelto caótico desde que llegó a Los Ángeles.
Giró por Oak Lane, subió por Ledoux, acortó vía Stanley Terrace de vuelta a Oak Drive.
Joanna Eris, Ralph y el chófer salieron de la casa. Los dos hombres subieron al coche y se marcharon. Ella volvió a entrar.
Aparcó en la callejuela, y anduvo por el oscuro y familiar laberinto de senderos hasta la parte trasera de la casa. Pasó delante del garaje deslizándose por entre los matorrales hasta la ventana del salón.
Ella estaba sentada en la mecedora, silbando suavemente.
Él se sonrió y se relajó. Estaba de nuevo en casa.
Se quitó los zapatos de una patada, se alzó la falda del vestido y se quitó las medias.
Estaban juntos. Nada importaba de momento.
Se levantó, desabrochó la cremallera del vestido, se lo quitó. Se sentó en el sofá y se quitó el sostén.
Él se aflojó la corbata, se reclinó confortablemente contra la pared. Juntos. Indivisibles. El resto carecía de importancia.
Ella bostezó y se acarició los senos. Las palmas de él se cargaron del calor que desprendía la piel de ella, sus pezones acogieron los dedos de él como viejos amigos. Ronroneó de placer.
Ella se metió en la cama a medianoche. Él condujo hasta La Ciénaga y pasó la noche en su pensión.
Volvió a soñar con el pasillo. Todas las puertas se abrieron para él, pero era domingo, y las aulas estaban vacías.
Todas menos una.
En el mismo aposento húmedo y vacío en el que una vez conoció al Rey Leproso, ahora encontró a la vieja señora Hutch escribiendo en la pizarra.
—Su hija ya no está aquí, señor Sabelotodo —le dijo ella—. Ahora está bien colocada como embalsamadora en una funeraria. —Y se rió como un chacal—. Un día de éstos le pondrán enfrente un cadáver. Será el suyo. Ella le preparará para el entierro, sin saber jamás que es el cuerpo de su papá el que está metiendo en la caja. El tiempo pasa. Nada queda. Excepto viejas fotografías de rostros jóvenes.
Miró detrás de ella. En la pizarra estaba escrita la palabra Czechoslovakia, y de repente vio la solución al crucigrama número siete. ¡Bendito Moisés! ¡Ahí estaba! ¡Ahí mismo, frente a él!
La señora Hutch lo borró rápidamente.
—No se preocupe por eso —le dijo—. Usted sabe lo que tiene que hacer.
Se despertó sobresaltado. ¡Claro que lo sabía! Sólo había una manera de evitar que matase a Ralph Forbes.
A las nueve sacó su MG del garaje dando marcha atrás, y condujo hasta el Benedict Canyon. Pasó todo el domingo oculta tras los altos muros del Coliseum de Ralph.
A las 7:30 condujeron a Santa Mónica y cenaron en Nero’s. Le trajo de vuelta a su casa a las diez.
El Ojo entró por un oscuro agujero que había tras la propiedad. Trepó por la pared, cayó en un huerto. Avanzó por entre los árboles, su radar acariciaba la oscuridad para detectar posibles trampas.
Sintió un tenue latido de peligro… apenas un susurro en la hierba. Se detuvo, escuchó. ¿Una serpiente? ¿Un perro? ¡Ahí estaba otra vez! Esperó. Un diminuto erizo cruzó corriendo un trozo de césped iluminado por el claro de luna frente a él.
Continuó. Encontró un camino pavimentado, lo siguió pasando por delante de una pista de tenis y una piscina. La casa apareció ante él, tintada como un mausoleo.
El MG estaba aparcado junto a la terraza. Joanna y Ralph estaban al lado, riendo.
Se fundió entre las sombras, los observó.
—Pero tú tienes una familia enorme —le estaba diciendo Joanna—. Tías, primos y tíos que nunca se ven entre sí excepto en las bodas y en los funerales. Todos me han estado telefoneando, insistiendo en algo grande.
—Quiero una boda tranquila —explicó Ralph—. En una pequeña iglesia de pueblo en algún lugar. Después podemos invitarles a todos aquí para el asunto familiar.
—¿Y por qué no les ofrecemos un montaje, si es eso lo que quieren?
—Escucha, Charlotte, la idea de tener presentes a todos mis familiares, ahí sentados en sus bancos, observándome andar hasta el altar, esperando que me tropiece con algo, simplemente no me seduce.
—De acuerdo —se rió ella—. Pero en ese caso, entonces ¿por qué esperar? Vayámonos ahora mismo.
—¿Ir adónde?
—No lo sé. A San Luis, o a cualquier lugar.
—¿Esta noche?
—Claro.
—No podemos. Mañana tengo una entrevista con los auditores.
—Entonces mañana.
—¡De acuerdo! —La tomó entre sus brazos—. Mañana por la tarde. Es una cita.
Ella se desprendió de él, señalando el camino de entrada.
—¡Mira!
—Yo nunca miro, cariño. ¿Qué es?
—¡Un erizo! —Bordeó el coche, pasando delante de una hilera de crisantemos—. Está por aquí entre los matorrales —dijo—. ¿No es una señal de buena suerte, Ralph?
—¿Los erizos? Sí, creo que sí. Si es luna llena o algo así.
—¿Esta noche es luna llena? —Cogió un palo, hurgó con él alrededor de los zapatos del Ojo.
—¿Y cómo puedo saberlo? No, creo que está en cuarto creciente. ¿Estás segura de que no era una rata?
—Lo he visto. Aquí mismo. ¿Significaría eso que sólo seré afortunada en un setenta y cinco por ciento?
Ella se marchó unos minutos más tarde.
Ralph encendió su pipa y golpeó con su bastón las baldosas de la terraza mientras andaba hacia la parte trasera de la casa. Se detuvo, apoyándose contra un pilar.
—Sé que estás ahí —dijo—. ¿Qué es lo que quieres?
El Ojo dio un salto hacia atrás cuando el bastón le pasó rozando la cara. Rodeó a Ralph rápidamente y le pegó una patada en la rodilla, derribándole en el camino de entrada. Se abalanzó tras él, dirigiendo sus piernas. Le pegó con el canto de la mano en el muslo, falló y le arreó en la cintura. Ralph salió disparado por el suelo, relinchando agónicamente, pegándole furiosos bastonazos. El Ojo le machacó de nuevo, en el brazo, rompiéndoselo, Ralph gritó y forcejeó. El Ojo bailó a su alrededor atizándole en la pantorrilla. El golpe era doloroso, pero inofensivo. Tenía que romperle una pierna.
Intentó agarrarle del tobillo. Las sacudidas del bastón le obligaron a retroceder. Le pegó en la cabeza, luego en los riñones. ¡Una pierna! ¡Tenía que agarrarle una condenada pierna! Golpeó de nuevo en el muslo, volviendo a fallar, y le alcanzó en la tibia izquierda.
Las luces se iban encendiendo en las ventanas. Intentó un último y desesperado golpe. Éste cayó como un hacha sobre el zapato de Ralph y lo envió al césped, girando como una peonza.
Alguien gritaba en la terraza. El Ojo corrió a la parte trasera de la casa, cruzó un patio, subió precipitadamente varios peldaños de ladrillo. Intentó calcular su situación. El huerto estaba al este de la casa. La pared trasera daba al norte. Él se movía hacia el oeste, directo al Benedict Canyon. ¡Imposible! Giró a la izquierda… al sur. Pasó delante de un cobertizo, un reloj de sol, una sombrilla, sillas, un columpio. De nuevo a la izquierda… al este. Unas palmas batieron tras él: ¡clap!, ¡clap!, ¡clap! Tres balas pasaron silbando. ¡Qué se jodan! ¡Un rifle o una carabina! Una ráfaga le resonó en el oído. Un abejorro murmullador casi le tocó la nariz. ¡Rebotes! Subió una cresta, embalado. Árboles. El huerto. La pared. La subió a gatas, se desplomó en el remate, cayó. El agujero negro lo engulló.
—¡Eh! ¿Qué ha sido eso?
Una linterna se encendió. Vio dos figuras desnudas boca abajo sobre una manta a los pies de un sauce.
—¿Son los cerdos, George?
—¡Alguien ha saltado el muro!
Él pasó galopando delante de ellos.
—¡Ahí está!
El haz de luz lo siguió mientras salía del declive, alumbrándole el camino. Cruzó volando un claro, giró a la derecha… al sur… otra vez a la derecha en un arroyo… al oeste… hacia el final del Benedict.
Cinco minutos más tarde se encontraba a salvo en las entrañas de su coche aparcado en Sunset.
Pasó la mañana sentado junto a la ventana de su cuarto en el Del Río, observando La Biblioteca con sus prismáticos.
Joanna llegó a las ocho, la otra chica a las ocho y cuarto. Hicieron café en un hornillo. Joanna leyó el correo. Desempaquetaron una caja de libros, colocaron uno de ellos en el escaparate: Raíces, de Alex Haley. Un camarero de un restaurante que había más abajo en la calle les trajo una bolsa de bollos y tres peras. El primer cliente entró en la tienda, una mujer con un perro. Comenzó a llenar una bolsa de la compra con libros de bolsillo: cuatro… cinco… ocho… diez… una docena de ellos. Los libros de bolsillo estaban a la izquierda, los de tapa dura a la derecha, al fondo las novelas y delante los libros que no eran de ficción. A lo largo de la pared trasera estaba el mostrador. Las ediciones de lujo se hallaban colocadas en varios estantes en el centro de la tienda, y la mesa de Joanna estaba en un hueco, exactamente tras las novelas.
Entraron más clientes. Compraron cinco ejemplares de Raíces. Uno de ellos compró un gran volumen de Picasso con una sobrecubierta chillona por quince dólares. La mujer del perro llevó su cesta de libros de bolsillo a la caja registradora. Fue hacia el mostrador deprisa y corriendo, humedeció una pluma con la punta de la lengua y extendió un cheque. Lo rompió, hizo otro. Una chica con un sombrero tejano compró un voluminoso diccionario: veinticinco dólares. Un niño compró un álbum de Tarzán, que pagó con un puñado de monedas de cinco y diez centavos. La pluma de la mujer se quedó sin tinta. La agitó, la tiró al suelo, la recogió, la lamió, la raspó en el mostrador. Joanna le prestó un bolígrafo.
No se mencionaba a Ralph en los periódicos de la mañana ni en las noticias de las nueve. El Ojo esperaba que estuviera en el hospital, al menos por unas cuantas semanas. Una pierna rota le hubiera puesto fuera de circulación bastante más tiempo, pero asaltar a un hombre ciego no había sido tan fácil como había pensado. Tenía los brazos y las muñecas amoratadas de las marcas del bastón.
De todos modos, esa tarde no habría boda.
Los prismáticos le acercaron La Biblioteca, y Joanna estuvo frente a él. Se apoyaba contra el mostrador, una mano en la cadera, la otra sujetando el medallón de la cabra, haciéndolo girar entre los dedos mientras hablaba con un cliente.
De repente se giró y miró directamente al Ojo.
Ella sólo vio el tráfico que pasaba y el hotel al otro lado de la calle.
—¿Ocurre algo? —preguntó el cliente.
Ella se echó a reír.
—Alguien anda pisando mi tumba.
El Bentley se paró junto al bordillo. Jake se apeó rápidamente y abrió la puerta trasera. Ralph bajó a la calzada, Llevaba el brazo en cabestrillo y un pie liado con un pesado vendaje. Se ayudaba con una muleta.
El Ojo se levantó de su silla estupefacto, y bajó corriendo las escaleras hacia el vestíbulo. Salió a la acera justo cuando Joanna se precipitaba fuera de la tienda. Se quedó frente a Ralph, petrificada por la sorpresa. Él se encajó la muleta bajo el brazo y se rió. La besó, se dio una patada alegremente en el pie vendado, Jake también se reía haciendo muecas, boxeando con un adversario imaginario, hablando atropelladamente.
El Ojo cruzó la calle aturdido.
Se oyó un zumbido de motores. Un enjambre de motocicletas pasó como un rayo por su lado. Se volvió, vio los cascos de rugby, las negras zamarras con estrellas rojas, las mandíbulas peludas, los ojos saltones y desorbitados. Un chico rodó frente a él, a escasos metros de distancia, su cara de yac resplandecía, su boca se rajaba entreabierta en un gruñido salvaje.
El Ojo echó a correr.
El joven giró en seco y se lanzó zumbando tras él. El Ojo cruzó de un salto la calzada hacia un portal. La motocicleta rebotó tras él, rugiendo como una furia. Alcanzó a Ralph, lo envió haciendo piruetas, dando bandazos sin control a lo largo del bordillo, luego lo levantó por los aires y lo arrojó acrobáticamente al parachoques de un coche que pasaba en ese momento. Éste lo arrastró un bloque arriba, con los frenos chirriándole.
Joanna se abalanzó sobre el montón que yacía aplastado en la cuneta. Cayó encima, gritando, apretándolo entre sus brazos.
Y en ese mismo terrible instante, el Ojo supo que ella nunca había tenido intención de matar a Ralph Forbes.
Y en el tablero cuadriculado de Dios, una diminuta luz roja se encendió en la calle Hope.