EN DICIEMBRE ALQUILÓ una tienda vacía en el centro de la ciudad, un pequeño rectángulo moderno de cristal y ladrillo en la calle Hope. En menos de quince días se convirtió en una librería: La Biblioteca.
Justo al cruzar la calle había un hotel, el Del Río. El Ojo se instaló en el cuarto frontal de arriba, manteniendo a su vez su alojamiento en la pensión de La Ciénaga.
Durante la restauración de la tienda, ella llegaba cada mañana temprano y se quedaba allí todo el día, supervisando el trabajo de los pintores, carpinteros y electricistas. A la una llegaba el Bentley, y ella y Ralph, sentados en una esquina, trataban de mantenerse fuera del camino de todos. El chófer, Jake, se quitaba la chaqueta y se pasaba la tarde serrando tablones y clavando clavos. El único problema que tuvieron fueron las bandas de motoristas, bramando arriba y abajo, aterrorizando a los peatones y, de vez en cuando, tirando algo a las ventanas.
El Ojo se quedaba sentado en su habitación, observándolo todo a través de unos prismáticos.
El día de la inauguración todos los Forbes estaban allí, descorchando botellas de champagne y repartiendo bandejas de sándwiches. Charlotte y Joan colgaron retratos de Proust y Hemingway, Conan Doyle y Joyce en el escaparate. Basil se sentó en un taburete y tocó canciones populares con una cítara. Ted se quedó fuera, invitando a entrar a los transeúntes a tomar una bebida. Un autor de bestsellers, amigo de Ralph, entró casualmente y firmó ejemplares de su última novela. Una multitud se arremolinó en la acera. Dos estrellas de cine aparecieron y se dejaron hacer fotografías.
Hacia el mediodía, más de mil clientes habían comprado libros, vaciando la mitad de los estantes.
Era Nochebuena, el cumpleaños de Joanna Eris.
Esa noche el Ojo se adentró en la oscuridad del patio hasta llegar a la ventana del salón. Forbes estaba en el sofá, bebiendo coñac y fumando su pipa.
Joanna pasó por delante. Sujetaba su bastón y le daba vueltas.
—Yo quería ser majorette —dijo ella—. Pero no podíamos costeárnoslo. El uniforme valía cincuenta dólares. Eso quedaba muy lejos de nuestras posibilidades. —Lanzó el bastón al aire, lo recogió—. Solía practicar durante horas. Con un palo, Papá me prometía una y otra vez que, tan pronto como tuviéramos algo de dinero en el banco, todo iría bien. Pero nunca tuvimos ningún dinero y nunca salía nada bien.
Ralph dijo algo.
—Él era de todo —continuó ella—. Fontanero, camionero, empapelador. Lo que se te ocurra, barman, reparador de televisiones, jardinero, basurero, albañil. De todo y nada. Un verano —se le quebró la voz; tosió—, un verano vendió enciclopedias a domicilio. O lo intentó. No vendió ni una. —Hizo girar el bastón, se le cayó—. El peor trabajo que tuvo… ¡fue acomodador principal del Mayfair! ¡Dios! —Recogió el bastón y lo colocó en una silla—. El Mayfair era un cine en la calle Broad. Vestía un uniforme rojo con grandes botones, charreteras y capa, una capa malva, y un pequeño sombrero redondo…
Se acercó a la ventana. El Ojo se puso en cuclillas.
—¡Cogía las entradas en el vestíbulo, y tenía un aspecto absolutamente ridículo! Con un… un… no sé qué. —Fue hacia el Dual y lo encendió. Cogió un disco del estante—. Ya era tremendo cuando era fontanero y solía llegar a casa apestando a mierda, ¡pero ese uniforme! Todas mis amigas del colegio lo vieron, mis profesores, los vecinos.
El disco estaba sonando.
—Pero entonces, gracias a Dios, lo despidieron… como siempre. Ése fue el invierno en que murió mi madre, en septiembre. Y allí nos quedamos, nosotros dos solos. Para entonces ya no trabajaba en nada. Estábamos completamente arruinados. Septiembre. Octubre. Noviembre.
Iba de un lado a otro del cuarto, restregándose las manos, pellizcándose el dedo ganchudo.
—Diciembre. Nos iban a desalojar de la casa. Una tarde llegó un hombre y nos cerró el agua y la electricidad. Era mi cumpleaños. El 24 de diciembre. Cumplía once años. Papá se las arregló no sé cómo para comprar un árbol, y lo adornamos con tiras de papel. Una mujer vieja que vivía en la misma casa, la señora Keegan, me dio unas peras. Ésa fue nuestra cena. Luego salimos a dar un paseo. Vagamos por las calles como un par de desposeídos, mirando las luces navideñas. Nevaba y la gente aún seguía de compras. Había unos tipos vestidos de Santa Claus en las esquinas que tocaban campanas. Yo estaba helada. Nos metimos en unos grandes almacenes para calentarnos.
Fue hacia el Dual y volvió a poner el mismo disco.
—Esta música sonaba por los altavoces. La Paloma. —Se quedó mirando el disco que giraba—. ¡Era tan increíblemente maravillosa! La canción más hermosa que nunca había oído. Me hizo llorar. Pensó que yo lloraba porque él… porque él… Yo estaba ahí de pie sollozando, ves, y él pensó que era porque no podía ofrecerme ningún regalo. Así que dijo: «Espera un minuto, te traeré algo». ¡El pobre! Intentó robar un jersey y lo pescaron. Yo salí corriendo de la tienda. Fui a casa y le esperé. Le esperé toda la noche. A la mañana siguiente vinieron dos policías y me dijeron que estaba muerto.
Pasó por delante de la ventana.
—Estaba muerto. Tuvo un ataque de corazón en la comisaría. Él sólo… él… —Se le abrió la boca. Se mordió el dedo. Un chasquido de profundo dolor le recorrió la garganta y le estremeció el cuerpo. Se dejó caer en el suelo y se sentó sobre la alfombra, la mirada desorbitada, con la cara bañada en lágrimas.
Ralph se puso en pie y se adelantó, buscándola a tientas. Chocó contra una silla, volcándola.
—¡Charlotte!
Sus manos anhelantes la encontraron y la apresaron. Se arrellanó tras ella y la tomó entre sus brazos.
Ella se reclinó contra él, gimiendo débilmente.
—¡No puedo esperar al día del Juicio Final —gimió—, cuando pueda estar ante Dios, y decirle lo mucho que le aborrezco!
El Ojo se marchó a la calle.
Se pasó el resto de la Nochebuena en un bar de La Ciénaga, bebiendo cerveza y haciendo un crucigrama. A las dos de la mañana dio una vuelta con el coche por los alrededores de Los Ángeles, observando a los juerguistas. Aparcó en la calle Fifth y se sentó en una escalinata de La Biblioteca durante una hora. Una puta, luego un marica, luego otra puta intentaron ligárselo. Cuando iba por la calle Hope pasó por delante de La Biblioteca, y miró los libros y retratos del escaparate. Tomó una taza de café en un local que permanecía abierto toda la noche en Grand Avenue. En la mesa del cajero había expuestas unas tarjetas navideñas. Compró una. Era noruega, ¡VELKOMMEN DEILIGE JULEFEST! Sacó su bolígrafo y escribió en la solapa interna:
Mucho tiempo sin verte. ¿Qué estás tramando? Te echo de menos terriblemente. Espero que seas feliz. Por favor, no me olvides. Desearía tanto verte, pero sé que nunca podré. Feliz Navidad.
Papá
Dirigió el sobre a Maggie, American Express, Ulan Bator, Mongolia, y la echó en un buzón de la Pershing Square.
Al día siguiente tomó un avión para Nueva Jersey.
El Hogar Municipal de Niñas Mercer era puro Charles Dickens. Paredes mugrientas, un patio sucio de hollín, ventanas puercas, arcadas de mazmorra. Parecía una imagen retrospectiva de la época victoriana.
1963-1970
Joanna Eris.
Una fila de niñas con delantales grises salía de un cobertizo, todas llevaban cubos. Otras barrían una entrada. Dos más cambiaban la rueda de un camión levantado con la ayuda de un gato en el patio.
Un tipo delgado, calvo, de aspecto borroso, vestido con algo que parecía un uniforme de conductor de autobús, condujo al Ojo a través de un pasillo. Golpeó respetuosamente en una puerta, lo hizo pasar a la guarida de una mujer vieja llamada señora Hutch.
Tenía unos setenta años, cuello de morsa, hinchada, mezquina, carnívora.
—¿Joanna Eris? Sí, la recuerdo. —No le invitó a tomar asiento—. ¿Qué es de ella?
—Mi compañía está intentando localizarla. Un tío suyo muerto de West Virginia le dejó algún dinero del seguro.
Le dio una de sus tarjetas falsas. Ella no se molestó en cogerla.
—Probablemente esté en Sing Sing.
—¿Es allí donde suelen acabar sus antiguas alumnas, señora Hutch?
—En los últimos años, señor Sabelotodo —cogió una regla, la desplazó por la mesa de izquierda a derecha—, quinientas treinta y seis jovencitas han salido de esta institución, y ahora todas se hallan bien colocadas, todas y cada una de ellas.
—Eso es admirable.
—Yo también lo pienso. Estamos muy orgullosos de nuestro récord. Una de nuestras antiguas alumnas, como usted las llama, está ahora en el gobierno, de secretaria particular del gobernador de Nueva Jersey. Otra es supervisora de teléfonos Bell, a cargo de cien centralitas. —¿Y Joanna Eris?
—Joanna Eris —cogió un lápiz y lo movió— fue uno de nuestros raros casos de estudiantes que abandonan. Se marchó de aquí con dieciocho años. ¡Y menudo alivio!
—¿No le gustaba, señora Hutch?
—Era una lianta y una ladronzuela. Insubordinada, viciosa. Una malhablada, una pequeña inadaptada de ojos gatunos.
—¿Y adónde fue cuando se marchó?
—A Trenton. Trabajó durante dos meses en la General Motors. Luego fue despedida. El jefe de personal me llamó un día y me dijo: «Lo siento, señora Hutch, simplemente no se puede quedar aquí».
Y me preguntó si era retrasada.
—¿Y qué le contestó?
—Le contesté que el asunto no era de mi incumbencia. —Volvió a desplazar la regla de derecha a izquierda—. Luego fue a Nueva York, y fue detenida por hurto. —Su falsa cabeza de abuela se hundió aún más en su cuello seboso, y lo miró con ojos entrecerrados—. ¿Se trata, en realidad, de un seguro? —preguntó.
Se quedó completamente sorprendido.
—No comprendo, señora Hutch…
—¿No estará —le sonrió tristemente— pescando, por casualidad? —¿Pescando?
—Intentando poner un pleito a la casa después de estos años. —Él se rió rotundamente—. Ella me dijo que un día me demandaría.
Y no me extrañaría nada de su parte. Pequeña fresca descarada.
Él no tenía ni idea de lo que le estaba diciendo. Esperó.
—Fue culpa suya. Como cuando ocurrió aquello de la electricidad. Casi se electrocutó jugando con los plomos. Fundió las luces de todo Mercerville. O como cuando trabajó en la cocina. Una vez se dejó el gas encendido toda la noche. Nos podía haber matado a todas.
Desplazó un pisapapeles por la mesa.
—Siempre estaba destruyéndolo todo. Era torpe, inepta, incapaz de tocar algo sin romperlo. Arruinó tres máquinas de coser. Tuve que reponerlas. Metió el codo por la ventana del invernadero, hubo que darle cinco puntos. Si tuviera que enviarle una cuenta por todo el destrozo que causó, le costaría una fortuna. No puede culpar a nadie más que a sí misma por lo de su mano.
—¿Su mano? ¿Se refiere usted al dedo?
—Pura negligencia.
—¿Cómo ocurrió?
—¿Lo ve? Usted está pescando.
—No estoy pescando, señora Hutch. ¿Cómo ocurrió?
—Con una hoz.
—¿Una hoz?
—Cortando el césped.
Miró tras ella. Colgando de la pared tras la mesa, había un retrato al óleo polvoriento de una hermosa mujer con un rostro tímido y asustadizo.
—¿Quién es? —preguntó.
Ella se volvió, levantando la vista.
—Yo. —Su boca se torció—. Una de nuestras chicas lo pintó. En 1929. El año del crack. Herbert Hoover. Todo el mundo recibía ayuda estatal, pero mis niñas tenían tres comidas satisfactorias al día. Tenían carbón en invierno y una semana de vacaciones en Atlantic City cada verano. Hoy nadie se acuerda de la Depresión. No duró mucho, alabado sea Dios. Todo pasa. —Desplazó un par de tijeras de la mesa—. El tiempo pasa. Me gustaría saber qué aspecto tiene Joanna. La pequeña zorra.
Venteó suavemente, atufando el cuarto con el fétido olor del humo de una locomotora.
El Ojo regresó a Trenton.
Bajó andando por la calle Tyler.
El número 127 correspondía a una pequeña casa de madera cuadrada y descolorida, pegada a una tienda de comestibles. La barandilla del porche delantero estaba rota. Las ventanas estaban abiertas, una voz proveniente de la televisión reía y charlaba en el salón.
Un joven negro salió del portal.
—¿Puedo ayudarle, monada?
El Ojo vaciló. ¿Cuál era el nombre que Joanna había mencionado?
—Estoy buscando a… —¿Cómo demonios era? La vieja de las peras—. La señora Higgins.
—No la conozco.
—No, espere. La señora Keegan.
—¡Oh, ella, sí! Vivía arriba del bloque. Muerta y desaparecida hace mucho tiempo. Pasó a mejor vida cuando yo no era más que un pigmeo.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—¿Y a ti qué te importa, tío?
—Nada. Simple curiosidad. —Más negros se habían ido apiñando alrededor, observándole con una mirada vacía. Cuatro… cinco… ocho… diez de ellos. En la acera, en la calle, en los porches vecinos—. Yo conocía a la familia que vivía en el 127. El señor Eris y su hija. ¿Les conoció?
—¿Hace cuánto de eso?
—En los cincuenta, principios de los sesenta.
—¡Del todo imposible! —Se rió tontamente—. Esto entonces era territorio blanco. Desde entonces los zulús se han hecho con el poder, como puede ver.
Un hombre enorme con un suéter de cuello vuelto dio un paso hacia el Ojo, actuando para la concurrencia.
—¿Tú, quieres algo?
—No, no quiero nada.
—Entonces ¿por qué no sigues andando?
Cogió el tren de mediodía para Nueva York. Condujo hasta White Plains, primero al Palacio de Justicia, donde leyó una copia de su juicio, luego a una estación de servicio en la avenida Hudson, donde habló con un mecánico jorobado metido en un foso. Se llamaba Zaleshey.
—Sí. Claro —dijo pensativamente—. Una chavala guapa de veras. Como vestía esa clase de mono blanco, los tipos le tocaban la bocina al pasar. No duró mucho. Un par de meses. Trabajaba en la oficina, con el señor Wozniak. Y en los surtidores, cuando no dábamos abasto. Un día se subió a un Lancia Scorpio nuevecito, simplemente arrancó y se fue. La policía del estado la arrestó muy lejos de aquí, al norte, en algún lugar cerca de Albany. El propietario se cabreó muchísimo. Presionó al abogado del distrito para que la empapelaran, el muy jodido. Yo no entiendo por qué se armó tanto jaleo por eso. Ella tan sólo estaba dando una vuelta. Probablemente lo hubiera traído de regreso. Le cayeron trece meses.
El Ojo condujo en dirección a Norwich y echó un vistazo a la Granja Penitenciaria de Mujeres. Era un pueblo inmaculado con edificios blancos, con varios kilómetros cuadrados de bosque y prados. Chicas en sayal verde conducían tractores y marchaban alrededor, acarreando palas al hombro. Vistas de lejos, parecían soldados.
Un guardia de la verja telefoneó a la administración, y unos minutos más tarde un carcelero salió conduciendo un jeep para hablar con el Ojo. Se llamaba Guilianello.
—De la revista Time. —El Ojo le dio una de sus tarjetas falsas—. Me gustaría entrevistar a su psiquiatra.
—¿El psiquiatra? —Guilianello le miró con asombro.
—¿Tenéis uno, no?
—Sí, señor. El doctor Brockhurst.
—Estamos haciendo un reportaje sobre psicología en las cárceles. Yo me ocupo de la detención de mujeres en el estado de Nueva York.
—No le podemos dejar pasar sin autorización de Albany, señor. Además el doctor Brockhurst este mes no está aquí. Está impartiendo conferencias en Yale.
—Bueno, entonces me pondré en contacto con él más adelante. Y antes probaré con Albany.
—Eso sería lo mejor, señor. Yo tengo una suscripción del Time por tres años.
—Estupendo. ¿Cuánto tiempo lleva Brockhurst con ustedes?
—Desde el setenta y tres.
—¿Y quién estaba antes? A lo mejor, si pudiera hablar con su predecesor, me evitaría todo el papeleo.
—La doctora Darras —dijo Guilianello—. Martine Darras. Ahora ejerce en privado. En Boston.
El Ojo pasó la noche en Nueva York y por la mañana temprano tomó un vuelo regular para Boston. En el listín telefónico encontró la dirección de la doctora Martine Darras, en la avenida St. James.
Su oficina se hallaba en una suite de la décima planta de un edificio de paredes de cristal templado de unos tres centímetros de grosor, frente a la torre de John Hancock. La sala de espera era azul, escasamente amueblada, con un sofá bajo alargado puesto contra la pared y un gráfico astral colgado de la misma.
Una mujer joven vestida con un traje impecable de Chanel color granate salió de la oficina interior. Tenía unos treinta y dos años, morena, exquisita, de ojos como espejos. Colgado alrededor del cuello con una cadena fina, llevaba un medallón de plata grabado con el signo de Virgo. En la mano tenía un paquete de Gitanes.
—Hemos cerrado —dijo amablemente—. Es sábado.
—¿La doctora Darras?
—Sí.
—Hace años usted fue la psicóloga carcelaria de la Granja Penitenciaria de Norwich.
—Sí, lo fui.
Decidió no mentirle. Le dio una de sus tarjetas de Watchmen, Inc.
—Estoy investigando a una de sus antiguas presidiarias. ¿Podría concederme unos minutos?
—¿A quién está investigando?
—Joanna Eris.
—Pase —dijo.