6

SE SENTÓ EN UN BAR del aeropuerto, desnuda bajo el visón; releyó Hamlet y bebió una copa de Gastón Lagrange. Subrayó con un rotulador rojo:

Hay una divinidad que

labra nuestros destinos

Estaba sola en el bar, a excepción de un hombre sentado en una mesa junto a la esquina.

—¿Qué hora es? —preguntó. Ella no se molestó en contestarle—. ¿Qué hora es, por favor?

Había un reloj en la pared justo encima de ellos. Ella se lo señaló con el dedo.

—Usted perdone, ¿me podría decir la hora?

—Las diez cuarenta.

—Gracias.

Unos minutos después derramó su bebida. Un camarero vino y limpió.

—Perdón —dijo el hombre.

—Está bien. ¿Otra?

—Sí, por favor.

Ella se lo quedó mirando, intrigada. Tenía unos cincuenta años, delgado, gris, calmado. Su mano buscó a tientas. Ella bajó la vista. Tirado en el suelo bajo su silla había un bastón. Se puso en pie, fue hacia él, lo recogió y se lo puso en la mano.

—Gracias.

Volvió a su mesa y se sentó. Él sacó una billetera, extrajo un billete de diez. Lo palpó a ciegas. El camarero le trajo otra bebida.

—Le pagaré ahora.

—Sí, señor. Cinco sesenta. —Cogió los diez—. Me da uno de cinco, señor.

—¿Ah, sí? Discúlpeme. —Hurgó en su billetera buscando más dinero—. Pensé que le daba diez.

Ella lo miró furiosa, violentada.

—¡Es uno de diez, condenado imbécil!

El camarero le devolvió la feroz mirada.

—Oh, sí, así es. Ha sido culpa mía. —Se alejó, hirviendo de rabia. El hombre se rió por lo bajo.

—Los camareros siempre me la intentan pegar —dijo—. En realidad, puedo distinguir entre los de diez y los de cinco.

—¿Cómo? —preguntó ella.

—Los doblo de diferente manera.

—Muy inteligente.

—La paz sea contigo —brindó él.

—Amén —respondió ella. Bebieron juntos.

—¿Qué es lo que está leyendo?

—¿Cómo sabe que estoy leyendo?

—La oigo pasar las páginas.

Hamlet.

—Yo lo tengo en discos —dijo él—. Burton, Barrymore, Gielgud, Evans, Leslie Howard… todos. Una docena de álbumes.

—Yo lo vi con Richard Burton.

—Yo nunca lo he visto —dijo él prosaicamente—. ¿Y por qué está leyendo Hamlet?

—Hay una frase que me fascina —se rió—. Es como escuchar una y otra vez tu canción favorita. Siempre te coge de sorpresa.

—¿Qué frase? —preguntó.

Ella volvió las páginas al segundo acto, la escena segunda y leyó:

Porque aunque el homicidio no tenga lengua, puede hablar por los medios más prodigiosos.

El vuelo a Los Ángeles fue anunciado.

—Ahí voy yo —dijo él.

—Yo también. ¿Le puedo echar una mano?

—Se lo agradecería. Mi nombre es Ralph Forbes.

—Charlotte Vincent.

El camarero los vio salir juntos del bar. Se volvió al barman.

—Fino de verdad —dijo refunfuñando—. Probablemente ella le robe todo lo que tenga.

El Ojo pensó exactamente lo mismo.

Mientras iban caminando por la rampa, ella echó una ojeada a los demás pasajeros.

—¿Busca a alguien? —preguntó Forbes.

—Pensé que quizás… un amigo mío pudiera haber venido para despedirse.

Él presionó su muñeca.

—Tranquila —le susurró.

Ella lo miró, sobresaltada.

—¿Qué?

—Su pulso —dijo él—. Va demasiado acelerado. Tenga cuidado con la hipertensión.

—Odio volar.

—Yo la cuidaré —la palmeó afectuosamente en el brazo—. Nada le ocurrirá yendo conmigo.

Ella lo miró fijamente.

Se hallaban sentados en medio del silencioso y sereno murmullo de la cabina de primera clase, a 1200 metros sobre Pensilvania.

Ella observó su perfil por el rabillo del ojo. Tenía una nariz aguileña y una barbilla como una C obstinada. En su mejilla había cortes de afeitado.

Abrió la cremallera de un bolso de viaje y sacó una bolsa de caramelos.

—Tome uno. Se supone que calma los nervios.

—No, gracias.

—Entonces ¿un poco de chicle? —Sacó un paquete—. O, ¿qué le parecería…? —Rebuscó en el bolso y sacó una caja roja—. ¿Un toffee de fresa y crema? Son de Inglaterra. Callard y Bowser, Londres.

—¡Vamos, Ralph!

—¿Qué?

—¡Chicle, caramelos! —se rió—. Espero que no piense que soy una niñita. Quiero decir… que no lo soy.

—Soy bastante consciente de eso.

—Bien, temía que luego me ofreciera un cómic.

Él desenvolvió un toffee; se lo comió.

—Tiene aproximadamente… —vaciló—. ¿Veinticinco?

—Sí, aproximadamente.

—Y es muy alta, de veras. Tan alta como yo.

—¿Y qué más soy?

—Lleva puesto un abrigo de piel. —Tocó su hombro—. ¿Es que no se lo va a quitar? Se va a asar.

—No, estoy bien… Dígame más.

—Fuma cigarrillos extranjeros.

—Gitanes. —Abrió la pitillera de oro y le ofreció uno. Él lo aceptó con dedos hábiles. Se lo encendió.

—Ha estado recientemente en una piscina —dijo él.

—¿Y cómo lo sabe?

—Por su cabello. —Olisqueó—. Cloro. Es aún más fuerte que el coñac que ha estado bebiendo.

Ella cogió un chicle, lo desenvolvió y lo masticó.

—Espero que no se haya molestado, Charlotte…

—No, no.

—Sí lo está.

—Por supuesto que no.

—¡Soy un caso! —Sus manos se movieron con torpeza, volcando el bolso de viaje, tirando chicles y caramelos—. ¡Imagínese, decirle a una mujer que le huele el aliento!

Ella recogió las bolsas y los paquetes, y los metió de nuevo en el bolso. En su regazo había cinco billetes de cien dólares sujetos con un clip.

—Son mis napias —dijo él, pellizcándose la nariz aguileña—. Me guían. Puedo oler la lluvia inminente, los terremotos, los huracanes, los incendios forestales, los cambios de temperatura…

»Una vez, cuando era niño, abajo, en Tijuana, yo (ella) salvó la vida a mi madre. Estábamos de picnic en el bosque y olí una serpiente entre los matorrales. ¡Un olor espantoso! ¡Primitivo! ¡Horroroso!

—¿Cuánto…? —empezó a preguntar ella, luego vaciló.

—¿Qué?

—Nada.

—¡Por favor! —Le puso la mano en el brazo.

—¿Cuánto tiempo lleva así?

—Desde siempre.

El avión pegó un violento bandazo. Alguien dejó escapar un grito en un asiento cercano.

Él le apretó el brazo.

—No tenga miedo —le susurró.

—No lo tengo —dijo ella, y puso el dinero en su bolso de viaje.

El Ojo estaba sentado en un asiento de popa, terminando todos los crucigramas de su revista. Todos, excepto el número siete. Que se joda. Lo puso a un lado y abrió un periódico matutino. El titular era sorprendente, pero los hechos, parcos. Policía muerto a tiros en una habitación de hotel, Irwin Sheen. Cuarenta y seis años. Vernon Boulevard, Queens. Divorciado. Dos hijos, de dieciocho y veintiún años de edad. Con su propia arma. Dafne Henry. Veinticinco años. Iola, Kansas. Paradero actual desconocido. Se busca para interrogar.

No mencionaban el huésped desconocido de la habitación de al lado que desapareció a la misma hora que ella, pero supo que también se le «buscaba para interrogar». La policía nunca dejaría pasar una coincidencia como ésa sin investigarla. Que se jodan. Él se había registrado en el Park Lane con nombre falso. Utilizó otro nombre cuando compró el pasaje de avión. Dafne Henry en realidad nunca existió. Tampoco Erica Leigh. Tampoco él.

Llamó a la azafata y pidió un coñac.

Que se jodan.

Salieron del edificio del aeropuerto y se pararon bajo el sol caliente. Forbes la tocó.

—¿Aún lleva puesto el visón? ¡Quíteselo, por amor de Dios!

—No puedo. —Ella sonrió.

—¿Por qué no?

Un chofer uniformado se acercó a ellos.

—Buenos días, señor Forbes.

—¿Eres tú, Jake?

—Sí, señor. Siento llegar tarde.

—Ah, no tiene la más mínima importancia. Estoy en buenas manos. Jake, ésta es la señorita Vincent. Vamos a dejarla en su hotel.

—Sí, señor.

El Ojo vio como se marchaban en un Bentley.

Ella se quedó durante tres semanas en el Beberly Wilshire. Se compró un nuevo vestuario y un coche. Un MG. Comía con Ralph Forbes casi a diario. Salían juntos todas las noches.

Él vivía en un palacio en el Benedict Canyon. Su abuelo había llegado a California a principios de siglo, e hizo una fortuna en naranjos. Había una calle con su nombre en el centro de la ciudad de Los Ángeles. Su hijo se había casado con una rica petrolera. Ralph tenía una fábrica en San Bernardino: Forbes, Ropa deportiva, Inc. Había una Cosmética Forbes en Burbank, propiedad de su hermana, Joan. Había una galería Forbes en Sunset, llevada por su hermano Ted. Otro hermano, Basil, era vicepresidente de una cadena de televisión. Su tío era fiscal.

Charlotte Vincent los conoció a todos. Ahora verdaderamente estaba saliendo al descubierto, pero de una forma muy recatada. No obstante, el Ojo estaba preocupado. Si planeaba hacer lo de siempre, esta vez no llegaría muy lejos.

En octubre alquiló una pequeña casa en Oak Drive. La amuebló escasamente, como el templo de un asceta, cuarto por cuarto: unas cuantas sillas, dos pinturas, algunas alfombras, una cama, una mesa con bancos, un sofá y una mecedora. Ralph le regaló un Dual 1249 de trescientos dólares, y ella comenzó a comprar discos. Bach, Verdi, Ravel, Shakespeare, Chopin. Ted Forbes fue el responsable de las pinturas: un Thomas Eakins y un William Parker. Joan Forbes le dio una caja de champagne. Una noche cenaron allí todos juntos: Ralph, Joan, Ted, Basil y Charlotte. Charlotte cocinó un Navarin aux navets nouveaux, y sirvió de postre una tarte au citrón meringuée. Después fueron a ver una película a Hollywood. Ralph y Jake, el chófer, trajeron a Charlotte a medianoche y la dejaron en su puerta. Ella se quedó toda la noche sentada en el salón, fumando Gitanes.

No había ningún lugar en la vecindad donde el Ojo pudiera esconderse, así que se trasladó a una pensión en La Ciénaga, a dos manzanas de distancia. Ahora, él también tenía coche, pero como no podía pasar arriba y abajo por la calle una docena de veces al día sin llamar la atención, se convirtió en niñera.

Compró una peluca. Y un vestido, un par de zapatillas playeras, una capa y una toca. Y mañana y tarde andaba con dificultad de acá para allá por Oak Lane y Oak Drive empujando un cochecito de bebé que contenía un niño de plástico, pasando por delante de su casa.

Al principio se sintió grotesco, como si fuera un travestí desgarbado. Pero había unas cuantas niñeras más vagando por las calles con cochecitos, y no parecía más extravagante que ellas. Se mezcló en su procesión, teniendo cuidado de no acercarse mucho a ninguna.

Entonces revivieron lejanos recuerdos. Comenzó a imaginar que era padre otra vez, que el fardo del cochecito era la pequeña Maggie. Tenía cuatro meses, estaba envuelta en lana brillante, sin sonreír, mirándole fijamente con unos ojos muy abiertos, ojos solemnes azul celeste. Imágenes y aromas hacía tiempo olvidados regresaron a él… su menuda, casi inexistente hija en la cuna, en el baño, a la luz de la lámpara, en la oscuridad… su bautizo, sus berrinches, sus frascos, polvos y ungüentos, sus fiebres, su sueño, sus paseos… ¡Todo había pasado tan deprisa!

Apenas había llegado a conocerla. En realidad, no había habido tiempo suficiente para los recuerdos.

Luego, un día ya no estaba.

Pero ahora había vuelto. ¡La había encontrado de nuevo, tal y como siempre pensó que ocurriría… en los Beverly Hills de todas partes! Ella creció… seis meses, diez meses, quince meses… desapareció su roja y arrugada tosquedad de recién nacida, se volvió suave y resplandeciente, dorada y solar. Comenzó a repetir las palabras que él le enseñaba: árbol… calle… mano… papá… cielo.

Le compró un sonajero y una muñeca de trapo en una tienda, en Wilshire.

Sabía que se estaba volviendo loco de atar, pero le importaba un carajo. Su felicidad era demasiado aguda; anestesiaba todo lo demás.

Hizo un pacto con ella, una alianza que era el punto culminante de toda su locura. Le pidió que le prometiera que cuando ella muriese, se le iba a aparecer, tan a menudo como quisiese, pero al menos una vez, así él sabría que estaba muerta y dejaría de buscarla. Ella le dijo que lo haría. Incluso escogieron el lugar del encuentro: debajo de un roble en algún sitio, al anochecer, justo antes de que llegase la noche solitaria.

Y mientras tanto, observaba a Charlotte. La vio lavar el coche, abrir y cerrar persianas, volver a casa con las bolsas de la compra, andar por sus habitaciones, de pie en el patio con las manos en las caderas.

Por la noche desechaba el disfraz y se agachaba detrás de su garaje, para atisbar a través de sus ventanas.

Una noche Forbes la visitó y no regresó a su casa.

Se sentaron en el sofá, vieron juntos la televisión hasta las once, luego ella lo condujo a su dormitorio.

El Ojo se durmió en su coche y soñó con el pasillo flanqueado de puertas. En una de las aulas un coro de voces infantiles cantaba un villancico. Se acercó a una puerta y escuchó. Tenía miedo de abrirla porque sabía que sólo le conduciría fuera del colegio, a otros sueños. Llamó con los nudillos.

¡Maggie!, gimió. Pero quizá no le gustase que la llamaran así. Los niños a menudo toman a mal sus nombres. ¡Margaret!, gritó. ¡No, eso nunca daría resultado! Estaba metiendo demasiado miedo. Alguien podría venir y echarlo fuera. Siguió caminando, pasó por una verja abierta. Ahora estaba en un cementerio lleno de cabras. Un viejo pastor vestido con un uniforme confederado hecho jirones estaba sentado sobre una lápida, observándole.

Nunca devolviste la Minolta XK —dijo—. Baker se va a poner de mala hostia si pierde una de sus cámaras.

—¿Hay por aquí algún colegio? —preguntó el Ojo.

—Sí que lo hay. Los niños están cantando… ¿puede oírlos?

Se despertó al amanecer y decidió irrumpir en la casa.

En un solar de coches usados en Glendale encontró una vieja furgoneta abollada. Tenía pintados a ambos lados unos triángulos verdes que enmarcaban el Ws blanco de Wentworth Household Maintenance. El vendedor se la alquiló por un día por cincuenta dólares.

A las tres la iba conduciendo por Oak Drive y giró descaradamente en su camino de entrada. Aparcó delante del garaje, saltó de detrás del volante; llevaba una caja de herramientas. Vestía un mono caqui y una gorra. Fue a la puerta trasera de la casa. Le llevó cuatro minutos saltar la cerradura. Entró en la cocina.

Estaba sudando.

Se paró un momento junto al fregadero hasta que se apaciguó el palpitar de su pecho. Abrió el grifo, se salpicó agua en la cara. Ella lo rodeaba por entero, violenta, airada, gritándole en silencio, sus brazos agitados como las alas de un murciélago.

La cocina estaba vacía e inmaculada. Una cesta de peras yacía encima de la mesa del desayuno. A un lado había un periódico abierto por la mitad, la casilla de Capricornio de la sección de horóscopos estaba enmarcada con un rotulador. La leyó.

… los del 22 Dic. - 20 En. Los Capricornio comparten cumpleaños con Katy Jurado (1924), Cary Grant (1904), Danny Kaye (1913), Tippi Hedren (1935), Guy Madison (1922), Desi Arnaz (1953), Dorothy Provine (1937), Paul Scofield (1922), Linda Blair (1959), Ann Sothern (1911)…

Fue al salón y se quedó de pie tras la mecedora. Aguzó el oído. O bien ella había aceptado su presencia, o se había marchado a convocar un rebaño de vengativas Erinias para que lo echaran fuera. Por el momento, no obstante, no se oía un solo ruido.

Dejó la caja de herramientas en el suelo y miró alrededor. Cinco botellas de champagne se ordenaban en un anaquel como una fila de granaderos. Había un libro en el sofá, La mente de Proust, de F. C. Green. Había un París-Match sobre la mesa, un Elle sobre un banco. Una pera junto al teléfono. Un Parker en una pared, un Eakins en la otra. Un paquete de Gitanes en la repisa de la ventana.

Fue al dormitorio.

Algo golpeó en la puerta al ir a abrirla. Se paró en seco, helado. Avanzó lentamente. Uno de los bastones de Ralph colgaba del pomo.

Las persianas estaban echadas. El aire olía denso, a perfume. Había un gráfico astral fijado con chinchetas a la pared: Piscis, Acuario, Capricornio, Sagitario, Escorpión…

Había una pipa en un cenicero, en la mesilla de noche. ¿Es que el hijo de puta fumaba en la cama? ¿Es que se echaba ahí a fumar su jodida pipa? Unos celos ardientes le apuñalaron. ¡El mamón! ¡El ciego lamepollas! Fumando su pipa de mierda, tendido entre las sábanas limpias y frescas, su esqueleto flacucho, pustuloso, rezumando y retumbando…

Se apoyó contra la pared, farfullando de la rabia. ¡Un momento! ¡Un momento! ¡La hostia! Se enjugó el rostro con la manga y entró en el cuarto de baño. ¡Dios Todopoderoso! ¡Formidable!

Cayó de rodillas y vomitó en el retrete. ¡Cristo! ¡Jesús! ¡Oooooh! Llenó la taza de gordos y nauseabundos residuos. ¡Uf! Se incorporó como pudo y limpió con agua la porquería. ¡Cojones! Taponó el lavabo, abrió el grifo, sumergió la cara en el agua, abrió la boca. Se le doblaron las rodillas, que cedieron bajo su peso. ¡Maldita sea! Tiró del tapón. ¡Mierda! Se lavó las manos, limpió las manchas de la grifería. Había dos cepillos de dientes en el vaso del anaquel.

¡Bendito Moisés! Esto no le había vuelto a suceder desde que… ¿cuándo era?, oh, sí, cuando su esposa y Maggie se marcharon. Luego otra vez, cuando recibió por correo esa jodida foto…

Regresó bordeando la cama y fue al salón, moviendo las piernas a trompicones.

Bueno, de todos modos, si vivían juntos ella no podía llevar puestos los guantes en la casa, ¿cierto? ¡La boca le sabía como la cojonera de Toro Sentado! Se comió una pera. Luego abrió la caja de herramientas, sacó un bote de talco, un cepillo, un rollo de celofán adhesivo y diversas tarjetas en blanco.

Espolvoreó la puerta del frigorífico, la superficie del Dual, los brazos de la mecedora, el teléfono, diversos vasos, un cajón, el marco del Parker. Había huellas latentes por todas partes, limpias y claras. Pero ¿eran de él o de ella? ¿O de otra persona?

Entonces lo averiguó. Bajo el Match, en la esquina del tapete, había una impronta perfecta de la mano izquierda: tres dedos y el pulgar, sin el índice. Pegó la cinta adhesiva, trasfiriendo cada huella a tarjetas separadas.

Quitó todo el polvo con un trapo y volvió a meter las cosas en la caja de herramientas. Se marchó, cerrando con llave la puerta de la cocina tras él. Subió a la furgoneta y dio marcha atrás recorriendo el camino de entrada hasta salir a la calle. Eran las tres y veintinueve. Había permanecido en el interior de la casa exactamente dieciocho minutos.

La filial de Watchmen, Inc., en la costa Oeste estaba en un rascacielos en la Central Avenue. La chica encargada de los informes era una expolicía llamada Gómez. Se quedó asombrado de que ella le recordase. Y no sólo eso, sino que parecía sinceramente encantada de verle.

—¡Bien, bien! ¿Cuándo llegaste, forastero?

—Ayer noche. ¿Cómo está, señorita Gómez?

—Con altos y bajos, como el mercado de la bolsa. ¡Oye! Recibimos un télex de distribución general sobre ti el mes pasado, amigo. Baker te está buscando como loco.

—Seguramente sólo querrá desearme un feliz año nuevo.

—Igual que yo.

—Lo mismo digo. —Le pasó las tarjetas con las huellas dactilares—. ¿Puede echarlas a la rendija por mí, señorita Gómez?

—Cosa hecha.

—¿Cuánto tardará?

—Un par de horas.

Regresó a su habitación en La Ciénaga y se sentó a mirar por la ventana. ¡Cojones! Tendría que hacer algo respecto a Baker. No podía estar para siempre fuera de la oficina sin dar una explicación. Le telefoneó.

—¡Tú, cachomierda! ¿Dónde coño estás?

—En Los Ángeles. En el aeropuerto.

—Escucha…

—¿Oye?

—¡Oye! Escucha, capullo…

—¡Oye! ¡No te oigo!

—¡Paul Hugo! ¿Qué pasa con Paul Hugo?

—Se cambió de nombre. Ahora se hace llamar Gregory Finch. Pasó una semana en Montreal, dos semanas en Ottawa, una semana en Seattle, y un mes en Butte, Montana. Ahora está en Los Ángeles, dispuesto a tomar un vuelo para Roma. Yo también.

—¿Roma?

—¿Oye?

—Pero ¿qué es lo que ocurre? ¡Mira, me cago en la leche puta! ¡No puedo seguir entreteniendo a sus padres por más tiempo! ¡Quieren pasar todo el asunto al FBI! ¡Y otra cosa! ¿Aún tienes contigo esa Minolta XK que sacaste? ¡Oye!

—¡Están anunciando mi vuelo! ¡Hasta la vista!

Colgó.

A las seis estaba de vuelta en la oficina de la señorita Gómez.

—¡Tiene un antecedente! —anunció radiante. A los del registro siempre les encantaba descubrir fechorías—. Estado de Nueva York.

—¿Ah, sí? —Temblaba como una hoja. Ocultó sus manos en la espalda—. ¿Se la busca por alguna cosa, señorita Gómez?

—No. Cumplió la condena. —Abrió una carpeta y sacó un informe de la Watchmen. Él lo cogió, agarrándolo con rapidez para encubrir su temblor.

Intentó leerlo. Lo veía borroso.

—Vamos a cerrar —dijo ella—. Venga, le invito a tomar algo.

—Me encantaría. —Se restregó los ojos—. Pero en cualquier otro momento. Tengo que estar en… en… he quedado con alguien dentro de cinco minutos.

Dobló la hoja y salió apresurado hacia los ascensores, se sentía como Dolly Madison cuando huía de la Casa Blanca ardiendo con la Declaración de Independencia entre las manos. ¡Jesús! ¡Tenía que echar una meada! Ella tenía un antecedente. No era de extrañar que se pusiera guantes. ¿Y ahora qué haría Baker? ¿Qué podía hacer? ¡Nada! Por supuesto que llevaba guantes. Cumplió una condena. Eso significaba que había una fotografía de su cara archivada, y que si la identificaban, la podían poner en circulación. Pero ¡un momento! También había fotografías de Josefina Brunswick. ¿Y qué pasaba con esos fotógrafos de la boda cuando se casó con el doctor Brice? Esas imágenes podían circular también. Si encontraban el cadáver de Brice… ¡Dios! Sólo se necesitaba un leve empujón para que le cayeran las jodidas cartas sobre la cabeza. Los Capricornio deben de ser unos jugadores fanáticos.

En el ascensor, dos mujeres se fueron apartando poco a poco de él, incomodadas porque no se estaba quieto. Que se jodan. Y que se joda Baker también. ¡Formidable! ¡Tenía que echar una monstruosa meada! ¡Era abominable!

Abajo, en el vestíbulo, encontró el lavabo. A continuación salió, y fuera, se sentó en un banco, en la Central Avenue. No, un momento, Gómez podría encontrarle allí. Se metió en el coche y condujo hasta el Hollywood Bowl.

Aparcó en una cuesta remota, temblando todavía. Se quedó allí sentado un momento, mientras golpeaba con los dedos el parabrisas. Luego leyó el informe, tapando su nombre en la primera línea con el dedo gordo.

NOMBRE
FECHA DE NACIMIENTO 24 diciembre, 1952
LUGAR DE NACIMIENTO Trenton, N. J.
SEÑAS 1952-1963, calle Tyler, 227, Trenton.
REFERENCIALES N. J. 1963-1970, Hogar Municipal de Niñas Mercer, Mercerville, N. J. 1970-1971 Encarcelación. 1971 presente X.
LUGAR DE CONDENA White Plains, N.Y. 1970.
CARGO Y SENTENCIA Robo de coche. 13 meses, Granja Penitenciaria de Mujeres, Norwich, N. Y. Ago 70-Mayo 71.

Se oyó un rugir de motores. Una docena de chicos y chicas en motocicletas llegaron por la carretera dando brincos. Llevaban gafas, cascos de rugby y chaquetas de cuero blasonadas con estrellas rojas. Pasaron en un tifón de polvo y ruido.

El Ojo levantó el dedo gordo y leyó su verdadero nombre, JOANNA ERIS.