AL DÍA SIGUIENTE aparecieron en los periódicos de Nueva York cinco breves líneas comunicando el asesinato de Kent «Bing» Argyle. Según el parte policial de Chicago, su cuerpo fue descubierto en el Lincoln Park a las nueve de la mañana; le habían robado y apuñalado. No se menciona a Dorotea Bishop. Tampoco a Abdel Idfa.
El Ojo leyó la noticia, aliviado. Los árabes se mantenían al margen. Habían sacado el cadáver clandestinamente del ático, y ahora iban de un lado a otro muy ocupados en sus negocios, sin revelar en absoluto pista alguna. ¡Lo que era el destino!
Así que Annie Greene estaba a salvo.
Pero ya no era Annie Greene. Se registró en el hotel Park Lane en Central Park South como Dafne Henry (peluca rubia). Vendió las dos esmeraldas a un encubridor de objetos robados en la avenida Bedford, en Brooklyn. Ya había tenido tratos con él; pensaba que era una refugiada húngara llamada Marta Ozd (peluca roja). Depositó el dinero en una caja de seguridad en un banco de la avenida Jerome, en el Bronx, donde era conocida como Erica Leigh (peluca platino). Se pasaba la mayor parte del tiempo en un club privado para chicas en la Calle 59 Este. Su nombre allí era Debra Yates (sin peluca).
Lucy, Eve, Josefina, Dorotea, Annie, Dafne, Debra… se dio por vencido al intentar clasificar sus identidades. Todas las fotografías de la Minolta XK se hallaban esparcidas en el suelo de su habitación en el Park Lane, justo en la puerta de al lado de la suite de ella. Se sentó y las miró con avidez. La mejor era la primera que hizo, la joven que vio en el parque a las cuatro de aquella tarde, andando por un sendero de árboles, cuando entró en su vida como Gracia, fustigando con violencia a un descreído.
En otra de las fotografías, tomada en la sala de espera de O’Hare, estaba de pie con las manos en las caderas, mirando fijamente el escaparate de una boutique. El índice de su mano izquierda se curvaba contra su cintura, un patético áspid hecho un ovillo en su nido.
Lo besó suavemente.
La pena se apoderó de él, y le fue envolviendo en un apretón de agonía. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se mordió el labio, ahogando un sollozo. Éste se hundió en su interior, haciéndole un nudo en la garganta y llenándole los pulmones de anzuelos y electricidad.
Miró la pared.
Ella estaba allí, a menos de cinco metros de distancia, chapoteando en el baño. La podía oír silbar. Se levantó y cruzó la habitación.
Tocó la pared.
Luego la culpa y el desaliento le azotaron furiosamente.
¡Pobre Maggie! La había traicionado. Por lo general, uno de cada tres pensamientos que tenía era para ella, guiándola, como en una pantomima, ayudándola a pasar cada escollo y cada riesgo que su angustia pudiera inventar. Ahora era huérfana, iba a desviarse sola… ¿adónde? Mientras él veneraba a la diosa que se bañaba en el cuarto de al lado, ¿quién protegería a su hija —aunque fuera en el pensamiento— de los callejones a oscuras, de los solares desocupados, de los vertederos de basura, de los sótanos, de los obsesos sexuales con el pito colgando en los portales, de los tiburones de la calle, de los anormales del metro, de los camellos y los chulos, de los chorizos que iban con punzones de hielo y los yonkis que trepaban por los tejados como monos, de toda la gente macabra que pululaba por el desierto de la ciudad?
Sus uñas arañaron la pared, y lloriqueó como un perro atado a su caseta.
Ella y cinco o seis chicas más se agotaban en el gimnasio del club todas las mañanas, tres días a la semana. Dos de ellas eran hijas de papá, sin nada más que hacer. Las otras eran actrices y modelos.
Al mediodía se bañaban desnudas en la piscina del ático. Una mañana el Ojo le dio al portero del edificio adyacente diez dólares para poderlas observar a través de una claraboya. Luego, en una cafetería en la Primera Avenida, oyó a dos hombres hablar de ella.
—Creo que es una lesbiana machorra, apuesto a que se lo hace con Ditty cuando nos marchamos.
—Es imposible. Una vez la toqué bajo el agua y no hubo ninguna respuesta.
—Esos ojos que tiene me asustan un huevo.
—Adoro su culo. Es que es perfecto.
—El otro día me miró y me mareé.
—Me pregunto cómo se lo hará.
—Yo tuve un gato con ojos como ésos. Una auténtica bestezuela despreciable.
—Si tuviera su culo, sacaría cuatro grandes a la semana.
—Ese visón que lleva le debe de haber costado cuatro de los grandes.
—Se lo pregunté. Me dijo que lo compró en el oeste prácticamente por nada.
La siguiente vez que intentó espiar a las bañistas, el portero no le dejó entrar al edificio.
—¡Váyase al diablo! —exclamó—. ¡Un tipo subió ayer y lo pesqué pelándosela! ¡Yo no llevo un salón de masajes!
Debra Yates estaba desnuda, sentada al borde de la piscina, leyendo su horóscopo.
Eres demasiado impulsivo. Éste no es momento para actuar despreocupadamente. No busques complicaciones innecesarias. Confía en las amistades de siempre.
Las otras chicas se zambullían y retozaban a su alrededor, mirando la claraboya de encima, tratando de vislumbrar a algún mirón que pudiera estar arriba, en las ventanas de la galería del edificio de al lado, observándolas. Cuando estaban seguras de que había alguien, daban comienzo a su número orgiástico, retorciéndose al borde de la piscina como bacantes, pretendiendo echarse unas encima de otras, bailando lascivamente en el trampolín, encadenándose bajo el agua, masturbándose en un loco frenesí.
Debra no participaba en aquellas bufonadas. Nadaba sus doce largos (uno bajo el agua), luego se comía una pera, leía o simplemente se tumbaba hasta que sentía frío y se marchaba.
Raras veces charlaba, no tenía amigas y casi nunca se reía.
Las especulaciones sobre ella se desataron. Decían que era una exmonja. Que se había licenciado en el Vassar. Que era una hija ilegítima del shah de Irán y de una india apache. Que era la puta más cara de Manhattan, especializada en anilingus, bestialismo, sadomasoquismo, escatofagia, terapia sexual de grupo y representantes de las Naciones Unidas. Que hacía películas porno en Los Ángeles. Que era el juguete WASP de un Don de la mafia. Que era marciana. Que era frígida.
Finalmente todos decidieron que simplemente era una excéntrica y no menearon más el asunto.
Ditty, la administradora del club, se acercó a ella.
—Ven aquí, Debra, que quiero enseñarte algo.
Debra se levantó y la siguió bordeando la piscina a una ventana frontal. Miraron abajo, a la Calle 59.
—Mierda —exclamó Ditty—. Se ha marchado. Estaba allí, frente al antro de Charlie.
Un repentino escalofrío cubrió la desnudez de Debra con carne de gallina.
—¿Quién era? —Se envolvió una toalla alrededor de los hombros.
—Escucha. —Ditty la rodeó con el brazo, aprovechándose de su complicidad para acariciarle el hombro—. El otro día, el viernes, estaba abajo, fuera, en la puerta, esperando a Romy. Quería ver quién conducía su coche. —Romy trabajaba en el gimnasio. Era la novia de Ditty y andaba constantemente envuelta en turbias infidelidades—. Creo que está jugando al gato y al ratón con Liz. Ya sabes, la tía del Hunter College. Se pegan el lote rápido cada vez que se les presenta la ocasión, como quien no quiere la cosa.
—¿Y qué ocurrió, Ditty?
—Bueno, yo estaba con el ojo alerta, de no ser así no me habría dado cuenta. Ese tío pasó por la puerta, ves. Luego volvió. Luego volvió otra vez. Pasó cuatro o cinco veces. Seguía allí cuando tú te marchaste. Te siguió de cerca.
Debra se envolvió con la toalla, puso la cabeza entre los hombros y cruzó las manos sobre el pecho.
—Quizá sólo sea uno de los pelmazos de al lado —dijo.
—No lo creo, Debra. Como que el lunes estaba aquí otra vez. Llevaba puesta una trenka. Pasó andando, ¿sabes?, hacia la avenida York. Luego, cinco minutos más tarde ahí estaba, cruzando la calle, desde la Primera. Llevaba puesta una chaqueta de Tweed Harris. ¡Luego de vuelta otra vez, con un jodido impermeable! Probablemente tenga un coche aparcado en algún sitio y se vaya cambiando de ropa. Los cerdos de al lado no se tomarían tantas molestias.
—Descríbemelo.
—Pues normal. Mediano. Un término medio.
—¡Eso no es una descripción, Ditty!
—¿Y cómo coño describes tú a los hombres? Son amorfos. Te lo señalaré cuando vuelva a pasar por aquí.
Pero el Ojo no volvió a pasar por allí. Las vio de pie en la ventana y se volvió a escabullir en su coche.
Bajó por la Primera Avenida; entró en un edificio de oficinas en la esquina de la 57 Este, y se quedó en el vestíbulo observando a todo el que entraba por la puerta. Pasaron cincuenta personas. Intentó memorizar a todos los hombres.
Anduvo siete manzanas hasta la Calle 50, giró al oeste, cruzó la Segunda, la Tercera y Lexington. Se metió en la iglesia de San Bartolomé, en Park Avenue, y se sentó en un banco trasero para poder mirar la puerta. Pasaron quince minutos. Un hombre entró. Tenía sesenta y tantos años, rechoncho, sonrosado, con el pelo cano; vestía una chaqueta cruzada. Dio unos pasos medidos hacia un banco, cruzando la nave lateral; frotó escrupulosamente el banco con las puntas de los dedos antes de sentarse.
Le echó una ojeada furtiva, pestañeando, el rostro estremecido de tics. Giró hacia ella, se desabrochó el abrigo. Entre sus muslos, colgando de un trozo de cuerda que llevaba atada a la cintura, había un pepino grande y verde. Meneó las caderas, sacudiéndolo en su dirección. Luego se levantó de un brinco y salió trotando por la puerta.
Ella se quedó sentada un rato más, reprimiendo una sonrisa y dándole tiempo a escapar. Salió a la 50, anduvo hacia Madison, luego viró al norte.
Entró en una zapatería Hugo (Casa fundada en 1867) en la 55 Este. Se quedó frente al escaparate, mirando fijamente la acera. Le dijo al dependiente que esperaba a un amigo.
Pasaron mil personas, dos mil, tres mil. Sólo miraba a los hombres, el interminable desfile de perfiles masculinos: narices, orejas, barbillas, torsos, tripas, sombreros, verrugas, muecas, lunares, guiños, gafas, puros, pipas…
Se marchó. Compró dos peras en una frutería de la Calle 56 y se comió una.
En la Quinta Avenida tomó un metro en el Queensboro Plaza.
Se comió la otra pera, estudiando las caras de los viajeros. Un soldado. Un japonés. Un muchacho con gorra de béisbol. Un cura.
Un negro. Otro japonés. Tres hombres con aspecto de ladrones, con bolsas de herramientas. Dos sordomudos que movían los dedos y emitían ruiditos de pájaros. Un policía. Y una decena más, todos con la cara en blanco, sin rasgos distintivos, tan inexpresivos como los muros de un retrete.
Tomó tres autobuses, para Greenpoint, la Navy Yard y la avenida De Kalb. Comió una hamburguesa en un drugstore. Una vez se detuvo y miró por encima del hombro; por supuesto, él se encontraba justo a sus espaldas.
En la calle Pacífico se volvió a meter en el metro.
Se pasó toda la tarde y la mitad de la noche vagando de arriba abajo por Brooklyn en la Cuarta Avenida, West End y las Brighton Beach Lines. Cambiaba de vagón cada cuatro o cinco paradas. Fue y volvió a Coney Island cuatro veces. Estaba convencida de que nunca veía la misma cara dos veces.
A la una de la madrugada se registró en un hotel de mala muerte en Kings Highway. Le dio diez dólares al portero de noche.
—Quiero que me anote los nombres de todos los que entren detrás de mí —le dijo.
El tipo soltó una risita.
—¿Para qué?
—Para recibir otros diez cuando me marche mañana.
—Es un trabajo de toda la noche, señorita —dijo sonriendo afectadamente—. Mejor que sean veinte.
Ella le dio diez dólares más. Se pasó toda la noche sentada en una habitación fría y húmeda, mirando a la calle. A las seis bajó a recepción y el portero le pasó un ejemplar de Penthouse. Tres nombres estaban garabateados en la cubierta.
El señor y la señora Gable.
El señor Wm. O’Algunacosa.
El señor Ed Dantes.
Ella le dio sus veinte dólares y se sentó en el mísero vestíbulo a leer el Penthouse, esperando a que saliesen del hotel.
O’Algunacosa bajó a las 6:40. Era tan alto como un gigante de circo y llevaba tres pesadas maletas. Se marchó en un coche con matrícula de Idaho. El señor y la señora Gable eran una puta y su chulo, ambos puertorriqueños. Se marcharon a las 7:10. Ed Dantes era el Ojo.
La vio cuando se disponía a bajar las escaleras. Retrocedió sigilosamente al pasillo de arriba y salió trepando por una ventana. Cayó de un salto en el patio trasero, cruzó corriendo un solar hacia la calle paralela.
Ella se quedó allí sentada hasta las nueve, mirando la escalera. Cuando llegó el portero de día hizo que le telefoneasen al cuarto. Nadie respondió.
Se marchó.
Estaba en el andén de la estación de King Highway cuando ella cogió el tren de vuelta a Manhattan, pero no le vio.
Regresó al hotel Park Lane y se dio un baño. Luego volvió a las andadas. Fue al club y ella y Ditty observaron la Calle 59 Este hasta pasadas las dos.
Comida en un restaurante chino en la Tercera. Una película en la Calle 42. Cruzó el Central Park hacia la 72 Oeste, luego bajó andando la avenida de Colón hasta Broadway. Cenó en una pizzería próxima al Grand Central. Un hombre de traje beige y camisa hawaiana se sentó a la mesa de al lado, comiéndosela con los ojos, aguándole la cena.
Fue a un bar en la Calle 54 Este, bebió dos coñacs y leyó Hamlet. A medianoche telefoneó al hotel de Kings Highway y preguntó al portero de noche de las risitas si podía hablar con el señor Dantes.
—¿Quién?
—El señor Dantes.
—Se ha marchado.
—¿No dejó ninguna dirección?
—¿Es usted la bella señorita que me dio los cuarenta dólares?
Colgó. El hombre del traje beige y la camisa hawaiana entró en el bar cuando ella salía.
Bajó dando un paseo por la Calle 50 a la 42, luego subió por Broadway a la Séptima.
Dos marines borrachos salidos de ninguna parte se abalanzaron sobre ella. Gritaron, la levantaron por los aires, dándole vueltas por la acera, luchando juguetonamente por encima de ella, vapuleándola entre ambos. Se desembarazó de ellos, empujándoles a un lado. Se tambalearon saliendo del bordillo a la cuneta, y un taxi que viraba en ese momento golpeó a uno, lanzándolo, dando volteretas entre la multitud como un derviche borracho. Alguien gritó.
Ella siguió andando lentamente, sin mirar atrás.
Dobló la siguiente esquina, se paró en un portal. La parte delantera de su traje estaba desgarrada. Sacó del bolso la peluca rubia y se la puso.
Prendió el traje con un alfiler y cruzó la Calle 57. Diez minutos más tarde entraba en el vestíbulo desierto del Park Lane. El portero de noche le dio su llave.
—Buenas noches, señorita Henry.
—Buenas noches.
Se quitó la peluca rubia al llegar a su habitación, y se sentó a la mesa, recobrando el aliento. Le habían arruinado el traje. Se puso un par de guantes.
Una llave giró en la cerradura; la puerta se abrió. El hombre del traje beige y la camisa hawaiana dio un paso en la habitación.
El Ojo estaba bajo una farola en la Séptima Avenida pensando en el crucigrama número siete y observando a los marines jugar con Debra Henry.
Pez espada ártico, seis letras vertical, tenía que ser Narval Así que Adrastea era Némesis.
Vio venir el taxi.
Pero Ciudad de Checoslovaquia, cuatro horizontal, no tenía ningún secreto. ¡De hecho, todo el asunto se estaba convirtiendo en un coñazo monumental!
Embistió hacia delante, tropezando con uno de ellos, empujándolo fuera del bordillo. El marine salió dando un bandazo hacia la cuneta y el taxi lo golpeó y lo dejó hecho polvo.
Pero los condenados crucigramas había sido una tapadera perfecta todos aquellos años, tenía que admitirlo. Lo camuflaban todo.
Alguien gritó.
Nadie —¡pero nadie!— sabía verdaderamente lo chiflado que estaba. Todos pensaron —Baker, Piesplanos y los zombis sentados en la habitación de las once mesas—, todos pensaron que simplemente era un excéntrico. ¡Oh, él! Es inofensivo. Un zumbado de los crucigramas. Está así desde que su mujer lo dejó. Colgado.
Siguió a Dafne a la Calle 57.
Todo había comenzado en Washington, D.C., el año que se pasó seis meses buscando a Maggie. Una noche se despertó a las tres y se vio sentado afuera, en la cornisa de la habitación de su hotel, a diez pisos de altura. Entró gateando en la habitación, abrió una revista y se pasó el resto de la noche haciendo crucigramas.
Y desde entonces los había estado haciendo.
Luego ocurrió aquel horror en el callejón de Cheyenne. ¡Jesús! ¡En ese último instante, justo cuando blandía el martillo, había mirado a Grunder y lo había visto con cuernos y rabo! Y cuando la bala le alcanzó, vomitó llamas.
¡Colgado de veras! ¡Formidable!
Por eso le resultaba imposible volver a la jodida oficina, por el momento, en cualquier caso. No se podía esconder detrás de sí mismo para siempre. Tarde o temprano alguien se decidiría a caer en la cuenta. Y cuando eso ocurriera, lo cercarían con cazamariposas y terminaría sus días farfullando fuera, en la cornisa, para siempre.
Rezó: ¡Ahora no, Señor, aún no! Permíteme andar suelto un poquito más.
Necesitaba un descanso… amparo… paz… un refugio. Necesitaba «esto». Ella lo apaciguaba, era su bastón y su cayado en el valle de la muerte. Y él era suyo.
La siguió al Park Lane, justo tras el hombre del traje beige y la camisa hawaiana.
—¿Su nombre es Dafne Henry?
—Sí.
—Soy el sargento Sheen, departamento de policía de Nueva York.
—¿En qué puedo servirle?
—Dejó caer esto. —Le enseñó el medallón de plata.
—Eso no es mío.
—Sí lo es.
—¿Quién le ha dado la llave de mi cuarto?
—El tipo de abajo. Dice que es usted de Iola, Kansas.
—Así es.
—Es suyo. —Lanzó el medallón al aire y lo agarró al vuelo—. ¿Desaparecería de un accidente de Iola, Kansas? —Ella estaba atrapada contra la mesa. Él estaba de pie frente a ella, inclinado hacia delante, casi tocándola—. Bueno, también va contra la ley en Nueva York, ¿sabe?
—¿Cuánto?
—¿Qué?
—¿Qué cuánto me costará?
—¿Está intentando sobornarme, nena?
—Simplemente quiero saber de cuánto será la multa.
—Quinientos dólares. —Le sonrió haciendo una mueca—. ¿Qué es eso? —Señaló la botella en la mesa.
—Courvoisier.
—¿Qué es?
—Coñac. —Se quitó los guantes, arrojándolos al sofá.
—Quinientos y un trago de eso.
—Sírvase. —Pasó por su lado con sumo cuidado y fue hacia la bandeja con vaso que había sobre la cómoda—. Que sean dos. —Le alcanzó dos vasos largos—. ¿De dónde ha sacado esa camisa tan fea?
Él se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de una silla.
—De una tienda en la Tercera Avenida. Había rebajas. Compré seis. —Llevaba una pistolera enganchada a la cadera—. ¿Cómo se gana la vida, Dafne? —Llenó dos vasos.
—Hago pelucas. —Cogió la peluca y la colgó sobre un soporte—. Estoy en Nueva York intentando vender algunas piezas.
—¿Era eso lo que hacía vagando por las calles a la una de la madrugada? ¿Haciendo clientela?
—Simplemente visitaba la ciudad.
—¿Me puede enseñar algún documento de identidad?
—¿Algún qué? ¿Identidad? Por supuesto.
—Tiene roto el vestido. —Se desabrochó la pistolera y la dejó caer sobre la mesa.
—No importa. Tengo varios.
El tipo se bebió el coñac de un trago.
—¡Uuuaaj! —exclamó, sirviéndose otro. Le dio su copa—. Quítatelo.
—¿El carné de conducir? —Se quitó el traje—. ¿Tarjetas de crédito? ¿Qué es lo que quiere?
—Ya sabes lo que quiero, monada. —Cruzó la habitación, se desabrochó el cinturón. Se bajó los pantalones y los dejó plegados sobre una silla—. ¿Estás segura de que tienes los quinientos?
—Sí.
—De acuerdo, pues supongo que podemos hacer un trato entre nosotros. —Se bajó los calzoncillos—. Ven aquí.
Ella tragó de golpe el coñac y se acercó a la mesa. Puso el vaso a un lado, cogió la pistolera y la abrió.
—¡No toques eso! —gritó él.
Ella se giró y le disparó en la cara.
Fue al sofá, se puso los guantes. Recogió el traje, limpió la pistola y luego su copa. El vaso de él estaba en el suelo; también lo frotó. Echó una rápida ojeada alrededor. No había huellas en ningún lado, siempre iba con los guantes puestos en la habitación. Ya había decidido de antemano que su equipaje tendría que ser sacrificado. ¡Era una auténtica lástima! Sacó la peluca platino de la maleta y la metió en el bolso. Cogió el medallón de plata del bolsillo de la chaqueta del hombre.
Bajó corriendo las escaleras de servicio —diez pisos— hasta llegar al sótano. Atravesó la galería trepidante y oscura, que vibraba con un golpeteo de maquinaria como la bodega de un barco. Un vigilante roncaba en un catre metido en un hueco. Pasó junto a él de puntillas, descorrió un cerrojo y abrió la puerta de salida.
Subió andando por Central Park West a la 72, y se metió en el parque. Escaló una ladera empinada y se sentó bajo un árbol.
Permaneció allí hasta el amanecer, observando a los duendes que habitaban los bosques ir y venir a su alrededor, a la luz de la luna. Tres chicos hicieron el amor sobre la hierba justo enfrente de ella. Otros dos hicieron strip-tease y se vistieron con tutús de bailarina; luego desaparecieron, silbando, por un sendero oscuro.
A las 5:30 descendió de la ladera y tomó un metro en la 72 Oeste hacia el Bronx. Fue hasta la última parada, en Dyre Avenue, luego volvió a la Calle 180. Luego hasta la parada de la 241, y regresó a la 149. Desde allí fue hasta Woodlawn y regresó.
Así se pasó tres horas mortales.
A las 8:30 desayunó en un café de la avenida Tremont. A las 9:10 se colocó la peluca platino y fue al banco de la avenida Jerome: vació la caja de seguridad de Erica Leigh. Mientras esperaba a que apareciese un taxi se zambulló en una tienda y compró una maleta. La llevó consigo, vacía, al aeropuerto Kennedy.
Compró un billete para Los Ángeles utilizando el nombre de Charlotte Vincent.