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La pseudociencia

Cuando le preguntan por qué no cree en la astrología, el lógico Raymond Smullyan contesta que es Géminis y los Géminis no creen en la astrología.

Muestra de los titulares de una cartelera de supermercado: Una camioneta de reparto milagrosa cura enfermos. Bigfoot ataca una aldea. Una niña de siete años da a luz gemelos en una juguetería. Un swami se mantiene sobre una sola pierna desde 1969.

Examinad fragmentos de pseudociencia y encontraréis un manto de protección, un pulgar que chupar, unas faldas a las que agarrarse. ¿Y qué ofrecemos nosotros a cambio? ¡Incertidumbre! ¡Inseguridad!

Isaac Asimov
en The Skeptical Inquirer

Guiarse por precedentes absurdos y cerrar los ojos es más fácil que pensar.

William Cowper

El anumerismo, Freud y la pseudociencia

El anumerismo y la pseudociencia suelen ir de la mano, debido en parte a lo fácil que es invocar la certidumbre matemática para obligar al anumérico a asentir estúpidamente ante cualquier afirmación. Es cierto que la matemática pura trata con certidumbres, pero la calidad de sus aplicaciones no es mejor que la de las suposiciones empíricas, las simplificaciones y las estimaciones que implícitamente llevan aparejadas.

Incluso verdades matemáticas tan fundamentales como «los iguales pueden ser sustituidos por iguales», o «1 y 1 son 2», pueden ser mal aplicadas: una taza de agua más una taza de palomitas de maíz no es igual a dos tazas de palomitas empapadas; ni el «niño médico Duvalier» es lo mismo que «Baby Doc». De modo análogo, puede que el presidente Reagan crea que Copenhague está en Noruega, pero aunque Copenhague sea la capital de Dinamarca, ello no implica que Reagan crea que la capital de Dinamarca está en Noruega. En contextos intencionales como el anterior, la regla de sustitución no siempre es válida.

Si se pueden malinterpretar principios básicos como estos, no debería sorprendernos que ocurra lo mismo con matemáticas más complejas. Si el modelo o los datos que uno tiene no son buenos, tampoco lo serán las conclusiones que se desprendan de ellos. De hecho, normalmente es más difícil aplicar la vieja matemática que descubrir otra nueva. Cualquier superchería es susceptible de ser tratada por ordenador —la astrología, los biorritmos, el I Ching—, pero no por ello dejan de ser supercherías. Las proyecciones estadísticas lineales, por citar un modelo del que se abusa con frecuencia, se invocan a menudo tan a la ligera, que no sería de extrañar que algún día alguien dijera que el plazo de espera proyectado para un aborto es de un año.

Este tipo de razonamiento poco riguroso no está limitado a las personas incultas. Uno de los amigos más próximos de Freud, el médico Wilhelm Fliess, inventó los análisis biorrítimicos, prácticas que se basan en la idea de que hay varios aspectos de la vida de la persona que siguen unos ciclos periódicos rígidos, que empiezan en el nacimiento. Fliess indicó a Freud que los números 23 y 28, que eran respectivamente los períodos de ciertos principios metafísicos masculino y femenino, tenían la especial propiedad de que sumando o restando múltiples de ellos formados convenientemente, se puede obtener cualquier otro número. En otras palabras: cualquier número se puede expresar en la forma 23X + 28Y siempre que X e Y se elijan convenientemente. Por ejemplo, 6 = (23 × 10) + (28 × −8). Freud quedó tan impresionado que durante años fue un ardiente defensor de la teoría de los biorritmos y creyó que moriría a los cincuenta y un años de edad, la suma de 23 y 28. Resulta, sin embargo, que no sólo el 23 y el 28 tienen la propiedad de que cualquier otro número se pueda expresar en función de ellos, sino que la comparten con todos los pares de números primos entre sí, es decir, de números que no tengan divisores comunes. O sea, que hasta Freud padecía de anumerismo.

La teoría freudiana padece también de un problema más serio. Consideremos la afirmación: «Lo que Dios quiere que sea, es». Puede que esto sirva de consuelo a mucha gente, pero está claro que esta afirmación no es falsable, y por tanto, si hacemos caso al filósofo inglés Karl Popper, no es científica. «Los accidentes de aviación siempre ocurren de tres en tres». Esto también se dice siempre y, naturalmente, si uno espera lo suficiente, cualquier cosa ocurre de tres en tres.

Popper ha criticado el freudismo por hacer predicciones y afirmaciones que, si bien son en un modo u otro sugerentes y reconfortantes, son generalmente no falsables, como las afirmaciones anteriores. Por ejemplo, supongamos que un psicoanalista ortodoxo predice cierto tipo de comportamiento neurótico. Si el paciente no reacciona según su predicción, sino de un modo completamente distinto, el analista puede atribuir este comportamiento contrario a lo pronosticado a que el paciente ha desarrollado una resistencia al análisis. Análogamente, si un marxista predice que la «clase dominante» actuará de un modo explotador y resulta que ocurre todo lo contrario, puede atribuir lo sucedido a un intento de la clase dominante de ganarse a la «clase obrera». Parece que siempre hay cláusulas de escapatoria que permiten explicar cualquier cosa.

Este no es el lugar idóneo para discutir si debemos considerar el marxismo y el freudismo como pseudociencias, pero hay una tendencia a confundir enunciados objetivos con formulaciones lógicas vacías que conduce a un modo de pensar nada sistemático. Por ejemplo, las frases «Los OVNI llevan visitantes extraterrestres» y «Los OVNI son objetos volantes no identificados», son dos afirmaciones completamente distintas. En cierta ocasión di una charla y uno de los asistentes creyó que yo suscribía la creencia en la existencia de visitantes extraterrestres, cuando lo único que había dicho era que no cabía la menor duda de que había muchos casos de OVNI. Molière satiriza una confusión parecida cuando su pomposo doctor anuncia que su poción para dormir es eficaz gracias a su poder somnífero. Como la matemática es el modo por excelencia de disfrazar de seriedad afirmaciones carentes de contenido objetivo («Los científicos descubren que en Plutón cien centímetros son un metro»), no ha de sorprendernos encontrarla como componente de cierto número de pseudociencias. Cálculos abstrusos, formas geométricas, términos algebraicos, correlaciones poco comunes… cualquier cosa sirve para adornar las insensateces más absurdas.

La parapsicología

El interés por la parapsicología viene de antiguo, pero lo único que hay de cierto es que no ha habido estudios reproducibles que hayan demostrado su validez, a pesar de Uri Geller y otros charlatanes. La ESP (percepción extrasensorial), en particular, nunca se ha probado en un experimento controlado y las pocas demostraciones que han salido «bien» corresponden a estudios fatalmente carentes de rigor. En vez de refundirlos, me gustaría hacer unas cuantas observaciones generales.

La primera resulta abrumadoramente obvia y es que la ESP está en conflicto con un principio lógico fundamental según el cual los sentidos normales tienen que tener algún tipo de participación para que haya comunicación. Cuando se filtra información confidencial de una organización, la gente sospecha que hay un espía y no alguien con poderes psíquicos. Por tanto, la ciencia y el sentido común nos hacen presuponer que los fenómenos de ESP no existen, con lo que la tarea de demostrar su existencia corresponde a quienes creen en ellos.

Esto plantea consideraciones probabilísticas. Dado el modo en que se define la ESP, comunicación sin la intervención de los mecanismos sensoriales normales, no hay manera de distinguir entre un fenómeno de ESP y un acierto casual. Presentan exactamente el mismo aspecto, del mismo modo que una sola respuesta correcta a una pregunta de un test de «verdadero o falso» no nos permite distinguir si quien pasa la prueba es un estudiante excelente o alguien que contesta cada pregunta al azar. Dado que no podemos pedir que los sujetos de los experimentos de ESP justifiquen sus respuestas, como en el caso de alguien que pasa un test de «verdadero o falso», y dado que por definición no hay ningún mecanismo sensorial a cuyo funcionamiento podamos recurrir, el único camino que nos queda para demostrar la existencia de la ESP es el método estadístico: realizar un número suficiente de ensayos y ver si el número de respuestas correctas es lo bastante grande para descartar el azar como explicación. Si el azar queda descartado y no hay otras explicaciones, entonces la ESP habrá quedado demostrada.

Hay naturalmente una tremenda voluntad de creer que explica por qué hay tantos experimentos sesgados (como los de J. B. Rhine) y tantos embustes declarados (como los de S. G. Soal), que parecen ser algo característico del campo de lo paranormal. Otro factor a tener en cuenta es el que se conoce como «efecto Jeane Dixon» (por el nombre de esta mujer, que se autopresentaba como dotada de poderes psíquicos), según el cual las relativamente pocas predicciones correctas son proclamadas a los cuatro vientos, y por tanto recordadas por mucha gente, mientras que las predicciones fallidas, mucho más numerosas, son convenientemente olvidadas y borradas. Los folletines de quiosco nunca dan una lista anual de las predicciones fallidas de quienes pretenden tener poderes psíquicos, ni tampoco las dan las revistas de mayor tirada de la New Age que, a pesar del barniz de sofisticación, son igualmente fatuas.

La gente suele tomar la abundancia y la prominencia de los relatos sobre personas con poderes psíquicos y sobre temas parapsicológicos como una especie de evidencia de su validez. Donde hay tanto humo, razonan, a la fuerza tiene que haber fuego. La chifladura de la frenología en el siglo diecinueve —continuando con una obsesión embriagadora un tanto distinta— pone de manifiesto lo baladí de este modo de pensar. Entonces igual que ahora, las convicciones pseudocientíficas no eran exclusivas de la gente inculta, y se había generalizado la creencia de que, examinando las protuberancias y el contorno de la cabeza de una persona, era posible determinar algunas de sus cualidades mentales y psicológicas. Muchas compañías exigían a sus futuros empleados que se sometieran a exámenes frenológicos como condición previa para acceder a un empleo, y muchas parejas que decidían casarse acudían a pedir consejos a los frenólogos. Salieron revistas especializadas en el tema y la literatura popular estaba llena de referencias a sus doctrinas. El renombrado educador Horace Mann consideraba la frenología como «guía de la filosofía y sirviente de la cristiandad»; Horace Greely, famoso por Go West, young man («Joven, ve al Oeste»), era partidario de que todos los maquinistas ferroviarios pasaran tests frenológicos.

Bajando a temas más pedestres, pensemos en la ceremonia de los que andan descalzos sobre brasas de madera ardiendo. Esta práctica se ha presentado a menudo como un ejemplo del «poder de la mente sobre la materia», y no hace falta ser anumérico para quedar de entrada impresionado ante tamaña proeza. Lo que hace que el fenómeno sea menos notable es el hecho relativamente poco conocido de que la madera deshidratada tiene una capacidad calorífica y una conductividad térmica muy bajas. Y del mismo modo que uno puede meter la mano en un horno caliente sin quemarse mientras no toque los estantes metálicos, también puede una persona andar aprisa sobre brasas de madera ardientes sin dañarse seriamente los pies. La justificación semirreligiosa que basa el fenómeno en el control mental es más atractiva que una explicación basada en la capacidad calorífica y la conductividad térmica, por supuesto. Esto, unido a que estas ceremonias se celebran por la noche, para subrayar más aún el contraste entre el frío aire nocturno y la oscuridad, y el calor de las brasas candentes, explica el impresionante efecto del espectáculo.

Muchos otros ejemplos de pseudociencia (las auras, el poder de la bola de cristal, las pirámides, el triangulo de las Bermudas, etc.) son desenmascaradas en The Skeptical Inquirer, una encantadora revista trimestral del CSICOP (Committee for the Scientific Investigation of Claims of the Paranormal) publicada por el filosofo Paul Kurtz, de Buffalo, Nueva York.

Los sueños proféticos

El sueño profético es otro supuesto tipo de percepción extrasensorial. Todo el mundo tiene una tía Matilde que soñó con un violento accidente de automóvil precisamente el día antes de que tío Miguel empotrara el coche contra una farola. Yo soy mi propia tía Matilde: cuando era chico soñé en cierta ocasión que daba un batazo que me permitía conseguir una carrera en el gran slam y dos días después logré tres bases seguidas. (Ni los defensores más recalcitrantes de las experiencias precognitivas esperan que la correspondencia sea exacta). Cuando uno sueña algo así y el suceso predicho ocurre, se hace difícil no creer en la precognición. Pero, como demostraremos a continuación, la coincidencia permite dar una explicación más racional de tales experiencias.

Supongamos que la probabilidad de que un sueño coincida en unos cuantos detalles claros con una secuencia de hechos de la vida real sea de 1 sobre 10.000. Queremos decir con ello que este es un hecho bastante poco frecuente, y que la probabilidad de que no se trate de un sueño profético es abrumadora, 9.999 sobre 10.000. Supongamos también que el hecho de que un sueño coincida o no con la realidad un día, es independiente de que esto ocurra con otro sueño otro día. Así, aplicando la regla del producto a las probabilidades, la probabilidad de tener dos sueños fallidos sucesivos es el producto de 9.999/10.000 por 9.999/10.000. Del mismo modo, la probabilidad de tener sueños que no se cumplen a lo largo de N noches seguidas es (9.999/10.000)N. Y para todo un año de sueños fallidos o no proféticos, la probabilidad es de (9.999/10.000)365.

Como (9.999/10.000)365 da aproximadamente 0,964, tendremos que, en un periodo de un año, el 96,4 por ciento de la gente que sueña todas las noches sólo tendrá sueños fallidos. Pero también observaremos que aproximadamente el 3,6 por ciento de la gente que sueña todas las noches tendrá por lo menos un sueño profético durante este mismo período. Y el 3,6 por ciento no es una cantidad tan pequeña: si la traducimos a un número de personas se convierte en millones de sueños aparentemente proféticos cada año. E incluso cambiando la probabilidad de tener un sueño profético a una millonésima, obtenemos un número enorme de tales sueños por puro azar en un país de las dimensiones de los Estados Unidos. No hace falta recurrir a ningún tipo de capacidades parapsicológicas; la frecuencia con que se dan los sueños aparentemente proféticos no necesita explicación. En cambio, sí que habría que buscar una explicación en el caso de que no ocurrieran.

Se podría decir lo mismo de una gran variedad de otros acontecimientos y coincidencias igualmente improbables. De vez en cuando, por ejemplo, se habla de una serie de coincidencias increíbles que relacionan a dos personas, fenómeno para el que se calcula una probabilidad de, pongamos, una billonésima (1 dividido entre 1012, ó 10−12). ¿Es ello impresionante? No necesariamente.

Como por la regla del producto en los Estados Unidos hay (2,5 × 108 × 2,5 × 108), esto es, 6,25 × 1016 pares de personas, y la probabilidad de que se dé tal conjunto de coincidencias hemos supuesto que era aproximadamente 10−12, el número medio de relaciones «increíbles» que podemos esperar es 6,25 × 1016 veces 10−12, es decir, unas 60.000. No ha de sorprendernos pues que, de vez en cuando, una de esas extrañas conexiones salga a la luz.

Una serie de coincidencias demasiado improbables para ser descartadas por este procedimiento la tenemos en el caso proverbial del mono que mecanografía el Hamlet de Shakespeare. La probabilidad de que esto ocurriera sería de (1/35)N, donde N es el número de símbolos del Hamlet, unos 200.000 más o menos, y 35 es el número de teclas de una máquina de escribir, entre letras, signos de puntuación y espacios en blanco. A efectos prácticos, el valor es infinitesimal-cero. Aunque algunos han tomado el valor pequeñísimo de esta probabilidad como un argumento en favor del creacionismo, lo único que demuestra claramente es que los monos rara vez son capaces de escribir grandes obras literarias. Y si quieren hacerlo, les sale más a cuenta evolucionar hasta un estadio en el que tengan más probabilidades de escribir Hamlet que intentar que les salga por casualidad. A propósito, ¿por qué nunca se plantea la pregunta inversa, es decir, cuál es la probabilidad de que Shakespeare, flexionando sus músculos al azar, se encontrara por casualidad columpiándose entre los árboles como un mono?

Nosotros y las estrellas

La astrología es una pseudociencia particularmente difundida. Los estantes de las librerías están atestados de libros sobre este tema y casi todos los periódicos publican diariamente un horóscopo. Según una encuesta Gallup de 1986, el 52 por ciento de los adolescentes norteamericanos cree en la astrología, y una inquietante cantidad de gente de todas las edades parece aceptar algunas de sus antiguas pretensiones. Y digo «inquietante» porque, si la gente cree en los astrólogos y la astrología, da miedo pensar en quién o en qué más puede llegar a creer. Y es particularmente inquietante cuando, como el presidente Reagan, tiene un inmenso poder para actuar sobre la base de estas creencias.

La astrología sostiene que la atracción gravitatoria de los planetas en el instante del nacimiento ejerce cierto efecto sobre la personalidad. Esto resulta muy difícil de tragar, por dos razones: a) no se indica, ni mucho menos se explica, por medio de qué mecanismo, físico o neurofisiológico, actúa esta atracción gravitatoria (o de la clase que sea); y b) la atracción gravitatoria del tocólogo que asiste al parto sobrepasa con mucho la de los planetas correspondientes. Recuérdese que la fuerza gravitatoria que ejerce un objeto sobre un cuerpo, un recién nacido por ejemplo, es proporcional a la masa del objeto e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre objeto y cuerpo… en este caso el niño. ¿Significa esto que los niños nacidos de partos asistidos por tocólogos gordos tienen rasgos de personalidad claramente distintos de los nacidos en partos asistidos por tocólogos delgados?

Las personas anuméricas son menos sensibles a estas deficiencias de la teoría astrológica, pues seguramente no se entretendrán en preguntarse por sus mecanismos y raramente se preocuparán de comparar magnitudes. Pero, aunque no tuviera una base teórica comprensible, la astrología sería digna de respeto si funcionara, si sus pretensiones tuvieran alguna base empírica. Pero, ¡ay!, no hay ninguna correlación entre la fecha del nacimiento y la puntuación en un test de personalidad estándar.

Se han llevado a cabo experimentos (recientemente lo ha hecho Shawn Carlson, de la Universidad de California) en los que unos astrólogos recibían tres perfiles de personalidad anónimos, uno de los cuales correspondía al cliente. Este les daba todos los datos astrológicos significativos relacionados con su vida (por medio de un cuestionario, y no cara a cara), y se pedía al astrólogo que determinara el perfil de personalidad del cliente. Había 116 clientes y fueron presentados a treinta astrólogos de primera línea (según la opinión de sus colegas) europeos y norteamericanos. El resultado fue que los astrólogos escogieron el perfil de personalidad correcto de los clientes en uno de cada tres casos, es decir, el mismo que daría el puro azar.

John McGervey, físico de la Case Western Reserve University, examinó las fechas de nacimiento de una lista de 16.000 científicos de American Men of Science y las de una lista de 6.000 políticos de Who’s Who in American Politics y encontró que la distribución de sus signos era aleatoria, con las fechas de nacimiento distribuidas uniformemente a lo largo de todo el año. Bernard Silverman, de la Michigan State University, trabajó sobre una lista de 3.000 parejas casadas de Michigan y no encontró ninguna correlación entre sus signos y las predicciones de los astrólogos sobre compatibilidad de signos.

¿Por qué, entonces, tanta gente cree en la astrología? Una razón obvia es que las predicciones de los astrólogos son generalmente tan vagas que permiten que la gente interprete en ellas lo que quiera, otorgándoles así una veracidad no inherente a las propias predicciones. Es más probable que recuerden las «predicciones» verdaderas, que sobrevaloren las coincidencias y que se olviden de todo lo demás. Otras razones son su antigüedad (claro que el homicidio ritual y los sacrificios humanos son igualmente antiguos), la sencillez de sus principios y la consoladora complejidad de su práctica, además de su lisonjera insistencia en la relación entre la inmensidad estrellada de los cielos y el hecho de que uno vaya a enamorarse o no este mes.

Supongo que además, durante las sesiones individuales, las expresiones faciales de los clientes, sus gestos, su lenguaje corporal, etc., permiten al astrólogo captar datos sobre su personalidad. Recordemos el famoso caso de Clever Hans, el caballo que aparentemente sabía contar. Su domador lanzaba un dado y le preguntaba qué número había salido. Para sorpresa de los presentes, Hans piafaba lentamente tantas veces como puntos marcaba el dado. Lo que no se notaba tanto, sin embargo, era que el domador se estaba quieto como una estatua hasta que Hans no había piafado el número de veces correcto, y que en este preciso instante, consciente o inconscientemente, se movía ligeramente, con lo que Hans paraba de piafar. El caballo no era la fuente de la respuesta, sino un simple reflejo del conocimiento de la misma por el domador. Inconscientemente, la gente que consulta a un astrólogo juega a menudo el papel del domador, y aquel, como Hans, refleja las necesidades de sus clientes.

El mejor antídoto contra la astrología en particular y contra la pseudociencia en general es, como ha dicho Carl Sagan, la verdadera ciencia, cuyas maravillas son igualmente asombrosas y tienen la virtud adicional de que probablemente sean reales. Al fin y al cabo, no es lo estrafalario de las conclusiones lo que hace que una determinada doctrina sea pseudociencia: las conjeturas afortunadas, los descubrimientos fortuitos, las hipótesis atrevidas e incluso cierta credulidad inicial, también tienen su papel en la ciencia. El fallo de las pseudociencias estriba en que no someten sus conclusiones a ninguna prueba, en que no las relacionan de modo coherente con otros enunciados que han pasado el examen. Se me hace difícil imaginar a Shirley MacLaine, por ejemplo, negando la realidad de un suceso aparentemente paranormal, la comunicación a través de un médium, digamos, porque no hay pruebas suficientes del mismo, o porque hay una explicación alternativa mejor.

Vida extraterrestre, sí; visitantes en OVNI, no

Además de la astrología, las personas anuméricas están considerablemente más predispuestas que el resto de la gente a creer en visitantes procedentes del espacio exterior. Que haya habido o no ese tipo de visitas es una cuestión completamente distinta a si hay o no vida consciente en otros lugares del universo. Presentaré unos cálculos muy aproximados en apoyo de por qué, aunque es muy probable que haya otras formas de vida en nuestra propia galaxia, lo más probable es que no nos hayan hecho ninguna visita de cortesía (a pesar de las declaraciones de libros como The Intruders [«Los intrusos»], de Budd Hopkins, y Communion [«Comunión»] de Whitley Strieber). Las estimaciones nos dan un buen ejemplo de cómo sirve el sentido común numérico para mantener a raya los desvaríos pseudocientíficos.

Si la inteligencia se ha desarrollado de modo natural en la tierra, es difícil pensar que el mismo proceso no haya podido producirse en otros lugares. Lo que hace falta es un sistema de elementos físicos que admitan muchas combinaciones distintas, así como una fuente de energía que alimente dicho sistema. El flujo de energía hace que el sistema «explore» varias combinaciones de posibilidades, hasta que se produce un pequeño conjunto de moléculas estables y complejas, capaces de almacenar energía. Estas moléculas evolucionan luego químicamente hacia compuestos más complejos, como algunos aminoácidos, a partir de los cuales se forman las proteínas. Luego aparecen las formas de vida primitiva y así hasta llegar a las galerías comerciales.

Se estima que en nuestra galaxia hay aproximadamente 100 mil millones de estrellas (1011), de las que, pongamos, una décima parte tiene un planeta. De estos 10 mil millones de estrellas, aproximadamente una de cada cien, quizá, tiene un planeta en la zona viva de la estrella, ni tan cerca como para que hierva el disolvente, agua, metano, o lo que sea, ni tan lejos como para que solidifique. Nos quedan, pues, aproximadamente 100 millones de estrellas (108) de la galaxia que podrían tener vida en su sistema planetario. Como la mayoría son bastante menores que nuestro sol, sólo habría que considerar una décima parte de ellas como candidatas serias a tener planetas con vida. Esto nos deja aún con 10 millones (107) de estrellas, sólo en nuestra galaxia, susceptibles de tener vida, y quizás en una décima parte de ellas se haya producido ya. Supongamos que en nuestra propia galaxia haya efectivamente 106 —un millón— de estrellas con planetas que tienen vida. ¿Por qué no nos llega ninguna evidencia de ello?

En primer lugar, porque nuestra galaxia es un lugar muy grande, con un volumen de unos 1014 años luz cúbicos. Recuérdese que un año luz es la distancia que la luz recorre en un año a la velocidad de 300.000 kilómetros por segundo, es decir, aproximadamente 10 billones de kilómetros. Por tanto, cada una de este millón de estrellas tiene en promedio un volumen de 1014 dividido por 106 años luz cúbicos para ella sola; esto da unos 108 años luz cúbicos para cada estrella de las que se supone que tienen vida. La raíz cúbica de 108 es aproximadamente 500, con lo que la distancia media entre una estrella con vida y su vecina más próxima es de unos 500 años luz: ¡unos diez mil millones de veces la distancia de la tierra a la luna! La distancia entre los «vecinos» inmediatos, aun en el caso de ser muy inferior a esta media, parece lo bastante grande como para excluir la posibilidad de que las visitas de cortesía sean frecuentes.

La segunda razón por la que es del todo improbable que nos encontremos con algún «marcianito», es que las civilizaciones que puedan haber existido habrán estado dispersas en el tiempo, naciendo en una época y desapareciendo después. De hecho, podría muy bien ocurrir que la vida, después de haber alcanzado cierto estadio de complejidad, sea inherentemente inestable y se autodestruya al cabo de unos cuantos milenios. Incluso suponiendo que la duración media de tales formas de vida avanzada sea de 100 millones de años (el tiempo transcurrido desde los mamíferos primitivos hasta un posible holocausto nuclear en el siglo veinte), si distribuimos uniformemente estos intervalos de tiempo en la historia de nuestra galaxia, de unos 12-15 mil millones de años, encontraremos que la vida avanzada se da simultáneamente en menos de 10.000 estrellas de nuestra galaxia. En esta situación, la distancia media entre vecinos pasa a ser mayor de 2.000 años luz.

La tercera razón por la que no han venido turistas es que aunque se haya desarrollado vida en cierto número de planetas de la galaxia, es poco probable que les hayamos interesado lo suficiente. Esas formas de vida podrían consistir en grandes nubes de gas metano, en campos magnéticos autoorientados, grandes praderas con seres en forma de patata, grandes entes planetarios que se pasan la vida cantando sinfonías complejas o, más probablemente, una especie de espuma planetaria que se adhiere a las rocas iluminadas por su sol. No tenemos motivos para suponer que ninguna de las formas de vida citadas vaya a tener nuestras mismas aspiraciones ni nuestra misma psicología e intente llegar hasta nosotros.

En resumen, aunque probablemente hay vida en otros planetas de nuestra propia galaxia, las observaciones de OVNI, casi con absoluta certeza, no son más que eso: observaciones de objetos voladores no identificados. No identificados, pero no inidentificables ni extraterrestres.

Tratamientos médicos fraudulentos

La medicina es un terreno fértil para las pretensiones pseudocientíficas por una razón muy sencilla. La mayoría de enfermedades y estados físicos, a) mejoran por sí solos, b) remiten espontáneamente, o c) aun siendo fatales, rara vez siguen estrictamente una espiral descendente. En todo caso, cualquier tipo de intervención, por inútil que sea, puede parecer sumamente eficaz.

Esto resulta más claro si uno se pone en el lugar de alguien que practica a sabiendas una forma de falsa medicina. Para aprovechar los altibajos naturales de cualquier enfermedad (así como de cualquier efecto placebo), lo mejor es empezar el tratamiento inútil cuando el paciente está empeorando. Así, cualquier cosa que ocurra se podrá atribuir más fácilmente a la intervención, maravillosa y seguramente muy cara. Si el paciente mejora, uno atribuye todo el mérito a su tratamiento, y si permanece estacionario, el tratamiento ha detenido su curso descendente. Si por el contrario el paciente empeora, es porque la dosis o la intensidad del tratamiento no fueron suficientemente fuertes, y si muere, es porque tardaron demasiado en recurrir a uno.

De todos modos, los pocos casos en que la intervención tiene éxito probablemente serán recordados (y no serán tan pocos, si la enfermedad en cuestión es de remisión espontánea), mientras que la inmensa mayoría de fracasos serán olvidados y enterrados. El azar nos da una variación más que suficiente para explicar los pocos éxitos que se conseguirán casi con cualquier tratamiento. Y sería efectivamente un milagro que no hubiera «curas milagrosas».

Buena parte de todo lo anterior se aplica también a quienes curan por la fe, los psicomédicos y una surtida variedad de otros practicantes que va de los médicos homeópatas a los televangelistas. Su prominencia constituye una razón poderosa para introducir en nuestras escuelas una buena ración de saludable escepticismo. Este es un estado mental generalmente incompatible con el anumerismo. (Con esta actitud de rechazo hacia estos charlatanes, no obstante, no pretendo propugnar ningún tipo de cientificismo rígido y dogmático, ni ningún tipo de ateísmo ingenuo. Como dice un verso de Howard Nemerov, hay un largo trecho de «Adonai» a «Yo no sé» y a «Yo niego»[1], y mucho lugar en medio para que las personas razonables puedan sentirse a gusto).

A menudo es difícil, incluso en los casos más estrafalarios, refutar concluyentemente un procedimiento o una curación propuesta. Imaginad el caso de un falso dietético que aconseje a sus pacientes que se tomen dos pizzas enteras, cuatro cervezas y dos trozos de tarta de queso en cada comida: desayuno, almuerzo y cena, además de una caja de higos secos y un litro de leche como tentempié para ir a la cama, basándose en que otras personas que han probado este régimen han perdido tres kilos por semana. Varios pacientes siguen el tratamiento durante tres semanas y al cabo de este lapso se encuentran con que han ganado cuatro kilos cada uno. ¿Refuta este resultado las afirmaciones del doctor? No necesariamente, pues siempre puede aducir que no se han respetado una serie de condiciones complementarias. Siempre podrá decir que las pizzas tenían demasiada salsa, que los pacientes durmieron dieciséis horas al día, o que la cerveza no era de la marca adecuada. El caso es que uno siempre puede encontrar escapatorias que le permitan sostener su teoría preferida, por muy fantasiosa que esta sea.

El filósofo Willard van Orman Quine va más lejos y afirma que la experiencia nunca puede obligar a rechazar ninguna creencia concreta. Considera que la ciencia es un tejido integrado de hipótesis, procedimientos y formalismos interconectados, y sostiene que cualquier impacto del mundo sobre este tejido se puede distribuir de muchos modos distintos. Si estamos dispuestos a introducir cambios lo suficientemente drásticos en el resto del tejido de nuestras creencias, razona, podemos mantener nuestra creencia en la eficacia de la dieta anterior o incluso en la validez de cualquier pseudociencia.

Menos controvertida es la aseveración de que no hay una separación clara ni algoritmos fáciles que nos permitan distinguir la ciencia de la pseudociencia. La frontera entre ambas es demasiado borrosa. Los temas que estamos tratando, el número y la probabilidad, nos dan, no obstante, la base de la estadística, que junto con la lógica constituye uno de los pilares del método científico, que a la larga servirá para separar la ciencia verdadera de la falsa, si es que hay algún método que pueda hacerlo. Sin embargo, al igual que la existencia del rosa no socava la distinción entre el blanco y el rojo, y al igual que el alba no significa que día y noche sean en realidad la misma cosa, esta franja problemática tampoco anula, a pesar de los argumentos de Quine, las diferencias fundamentales entre la ciencia y sus falsificaciones.

La probabilidad condicionada, el blackjack y la detección del consumo de drogas

No hace falta ser un seguidor de ninguna de las pseudociencias corrientes para hacer falsas afirmaciones o deducciones incorrectas. Muchos de los errores habituales en el método de razonamiento se deben a una mala comprensión del concepto de probabilidad condicional. A menos que A y B sean dos hechos independientes, la probabilidad de que ocurra A es distinta de la probabilidad de que ocurra A sabiendo que ha ocurrido B. ¿Qué significa esto?

Por poner un ejemplo sencillo, la probabilidad de que una persona elegida al azar en la guía telefónica pese más de ciento veinte quilos es muy pequeña. Sin embargo, si sabemos ya, de un modo u otro, que mide más de dos metros, la probabilidad condicional de que pese más de ciento veinte kilos es mucho mayor. La probabilidad de que al tirar dos dados la suma sea 12 es 1/36. La probabilidad de que haya salido 12 si se sabe que ha salido por lo menos 11 es 1/3. (Los resultados sólo pueden haber sido 6, 6; 6, 5; 5, 6, y hay por tanto una posibilidad de tres de que la suma sea 12, ya que por lo menos es 11).

También es muy frecuente cierta confusión entre la probabilidad de A condicionada a B y la probabilidad de B condicionada a A. Un ejemplo sencillo: la probabilidad de escoger un rey condicionada a que la carta escogida sea una figura —rey, reina o valet— es 1/3. Sin embargo, la probabilidad de que la carta escogida sea una figura condicionada a que sea un rey es 1, o sea, el 100 por ciento. La probabilidad condicionada de que alguien sea ciudadano norteamericano sabiendo que habla inglés es, pongamos, 1/5. La probabilidad condicionada de que alguien hable inglés sabiendo que es ciudadano norteamericano es, quizá, 19/20, ó 0,95.

Consideremos ahora una familia de cuatro miembros escogida al azar, de la que sabemos que tiene por lo menos una hija. Pongamos que se llama María. Con estos datos ¿cuál es la probabilidad condicional de que el hermano de María sea varón? Y si sabemos que María tiene un hermano menor, ¿cuál es la probabilidad condicional de que sea varón? Las respuestas son 2/3 y 1/2, respectivamente.

En general, hay cuatro combinaciones posibles y equiprobables en una familia con dos hijos VV, VH, HV y HH, donde el orden de las letras V (varón) y H (hembra) indica el orden de nacimiento. En el primero de los casos, la posibilidad VV queda descartada, por hipótesis, y en dos de las tres combinaciones restantes hay un chico, el hermano de María. En el segundo caso, hay que descartar las combinaciones VV y VH, pues María es una chica y es la mayor, y en una de las dos posibilidades restantes hay un chico. En el segundo caso tenemos más información, y esto explica que las probabilidades condicionales sean distintas.

Antes de pasar a una aplicación más seria, me gustaría hablar de otro timo que funciona gracias a la confusión que lleva asociada la probabilidad condicional. Imaginad un hombre que tiene tres cartas. Una de ellas es negra por ambas caras, otra roja por ambas caras, y la tercera tiene una cara roja y la otra negra. Mete las cartas en un sombrero y te pide que saques una, pero sólo te deja ver una de las caras. Supongamos que es roja. El hombre observa que como la carta escogida tiene una cara roja, no puede ser la que tiene las dos caras negras, con lo que ha de ser una de las otras dos, la roja-roja o la roja-negra. Y a continuación te ofrece apostar cierta suma de dinero contra la misma cantidad por su parte, apostando él a favor de la carta roja-roja. ¿Es una apuesta limpia?

Así parece a primera vista. Sólo pueden ser dos cartas, y él apuesta por una y tú por la otra. Pero el truco está en que mientras hay dos modos que le favorecen a él, solo uno juega a tu favor. La cara visible de la carta escogida podría ser la cara roja de la carta roja-negra, en cuyo caso ganas, podría ser una cara roja de la carta roja-roja, en cuyo caso gana él, o la otra cara roja de dicha carta, en cuyo caso vuelve a ganar él. Su probabilidad de ganar es 2/3. La probabilidad condicional de que la carta sea la roja-roja sabiendo que no es la negra-negra es 1/2, pero este no es el caso que nos ocupa. Sabemos algo más que esto. Sabemos que nos presenta una cara roja.

La probabilidad condicional explica también por qué el blackjack es el único juego de azar en el que tiene sentido recordar lo que ha salido antes. En la ruleta, los resultados previos no tienen influencia alguna sobre las tiradas posteriores. La probabilidad de que salga rojo en la tirada siguiente es 18/38, la misma que la probabilidad condicional de que salga rojo sabiendo que ya han salido cinco rojos consecutivos. Y lo mismo vale para los dados, la probabilidad de que salga un 7 al lanzar un par de dados es 1/6, igual que la probabilidad condicional de que salga 7 sabiendo que en las tres últimas tiradas anteriores ha salido 7. Cada tirada es independiente de las anteriores.

Una partida de blackjack, por el contrario, depende de lo que ha pasado antes. La probabilidad de sacar dos ases seguidos de un mazo de cartas no es (4/52 × 4/52) sino (4/52 × 3/51), siendo el segundo factor la probabilidad condicional de que salga otro as sabiendo que la primera carta lo era también. Asimismo, la probabilidad condicional de que una carta sea una figura, sabiendo que se han sacado ya treinta cartas y sólo dos eran figuras, no es 12/52, sino mucho mayor, 10/22. Este hecho —que las probabilidades (condicionales) cambian según la composición de lo que queda del mazo— es la base de varias estrategias de contado en el blackjack, que consisten en recordar cuántas cartas han salido de cada tipo y aumentar la apuesta cuando (de vez en cuando y ligeramente) se tiene la probabilidad a favor.

Yo mismo he ganado dinero en Atlantic City empleando una de dichas estrategias, y hasta pensé en hacerme con un anillo diseñado especialmente para facilitar el trabajo de contar. Pero lo dejé correr, pues, a menos que uno tenga un buen fajo de billetes, el ritmo al que se va ganando dinero es demasiado lento para el tiempo y la concentración necesarios.

Una elaboración interesante a partir del concepto de probabilidad condicional es el conocido teorema de Bayes, que fue demostrado por primera vez por Thomas Bayes en el siglo dieciocho, y constituye la base del siguiente resultado, un tanto sorprendente, con importantes consecuencias para los análisis de SIDA o la detección del consumo de drogas.

Supongamos que haya un análisis para detectar el cáncer con una fiabilidad del 98 por ciento; es decir, si uno tiene cáncer el análisis dará positivo el 98 por ciento de las veces, y si no lo tiene, dará negativo el 98 por ciento de las veces. Supongamos además que el 0,5 por ciento de la población, una de cada doscientas personas, padece verdaderamente cáncer. Imaginemos que uno se ha sometido al análisis y que su médico le informa con tono pesimista que ha dado positivo. ¿Hasta qué punto ha de deprimirse esa persona? Lo sorprendente del caso es que dicho paciente ha de mantenerse prudentemente optimista. El por qué de este optimismo lo encontraremos al determinar la probabilidad condicional de que uno tenga un cáncer sabiendo que el análisis ha dado positivo.

Supongamos que se hacen 10.000 pruebas de cáncer. ¿Cuántas de ellas darán positivo? En promedio, 50 de estas 10.000 personas (el 0,5 por ciento de 10.000) tendrán cáncer, y como el 98 por ciento de ellas darán positivo, tendremos 49 análisis positivos. Por otra parte, el 2 por ciento de las 9.950 personas restantes, que no padecen cáncer, también darán positivo, con un total de 199 análisis positivos (0,02 × 9.950 = 199). Así, del total de 248 positivos (199 + 49 = 248), la mayoría (199) son falsos positivos, y la probabilidad condicional de padecer el cáncer sabiendo que se ha dado positivo es sólo 49/248, ¡aproximadamente el 20 por ciento! (Hay que comparar este porcentaje relativamente bajo con la probabilidad condicional de dar positivo en el supuesto de que se tenga efectivamente el cáncer que, por hipótesis, es del 98 por ciento).

Este resultado inesperado en un test con una fiabilidad del 98 por ciento debería dar que pensar a los legisladores cuando se plantean instituir análisis obligatorios o generalizados para detectar el consumo de drogas, el SIDA o lo que sea. Muchos tests son menos fiables: según un artículo reciente de The Wall Street Journal, por ejemplo, el conocido test de Pap para la detección del cáncer de cuello de útero sólo es fiable al 75 por ciento. Los detectores de mentiras son notablemente imprecisos y con cálculos parecidos al anterior se demuestra por qué el número de personas veraces que no superan la prueba del detector de mentiras es normalmente mayor que el de los realmente mentirosos. Someter a las personas que dan positivo a un estigma, y en especial cuando puede que la mayoría sean falsos positivos, es contraproducente y dañino.

Numerología

Menos inquietante que los análisis poco fiables es la numerología, última de las pseudociencias que comentaré y mi favorita. Se trata de una práctica muy vieja, común a una serie de sociedades antiguas y medievales, que juega con la asignación de valores numéricos a las letras y la consiguiente interpretación de la igualdad numérica entre distintas palabras y frases.

Los valores numéricos de las letras de la palabra hebrea que significa «amor» (ahavah) suman 13, igual que las letras de «uno» (ehad). Como «uno» es la abreviación de «un Dios», muchos han pensado que la igualdad de ambas palabras era significativa, así como el hecho de que su suma, 26, iguale al equivalente numérico de Yahveh, el nombre divino de Dios.

El número 26 fue importante por otras razones: en el versículo 26 del Génesis, Dios dice: «Hagamos al hombre a nuestra imagen»; Adán y Moisés estaban separados por 26 generaciones, y la diferencia entre los equivalentes numéricos de Adán (45) y de Eva (19) es 26.

Los rabinos y los cabalistas que se dedicaron a la numerología (Gematriah) seguían además toda una variedad de sistemas, despreciando a veces las potencias de 10, tomando 1 en vez de 10, 2 en vez de 20, etc. Así, como la primera letra de Yahveh tenía asignado el valor 10, se le podía asignar también el valor 1 si la ocasión lo requería, y entonces el valor numérico de Yahveh era 17, igual al equivalente numérico de «bueno» (tov). Otras veces se utilizaban los cuadrados de los valores numéricos de las letras, en cuyo caso Yahveh daba 186, igual que la palabra que significa «lugar» (Maqqom), que era otro modo de referirse a Dios.

Los griegos se dedicaron también a la práctica numerológica (isopsefia) tanto en la antigüedad, con el misticismo numérico de Pitágoras y su escuela, como más adelante, con la introducción del cristianismo. En su sistema, la palabra griega que significa Dios (Theos) tenía un valor numérico de 284, al igual que las palabras que significaban «santo» y «bueno». El valor numérico de las letras alfa y omega, el principio y el fin, era 801, igual que el de peristera, que significa «paloma», cosa que se tomaba como una corroboración mística del misterio cristiano de la Trinidad. Los gnósticos griegos observaron que la palabra griega que significa «río Nilo» tenía un valor numérico de 365, y lo tomaban como una indicación de la periodicidad anual de sus inundaciones.

Los místicos cristianos invirtieron muchas energías en descifrar el número 666, que según san Juan Evangelista designaba el nombre de la Bestia del Apocalipsis, o Anticristo. Sin embargo, como no especificaba el método seguido para asignar números a las letras, no estaba del todo claro a quién se refería dicho número. «César Nerón», nombre del primer emperador romano que persiguió a los cristianos, valía 666 según el método hebreo, y lo mismo valía la palabra que significaba «latinos» según el sistema griego. Este mismo número se ha empleado muchas veces al servicio de la ideología: en el siglo dieciséis, un autor católico escribió un libro que en esencia venía a decir que Martín Lutero era el Anticristo, pues el valor de su nombre según el método latino era 666. Casi enseguida, algún partidario de Lutero replicó que las palabras que figuraban en la tiara papal, «Vicario del Hijo de Dios», daban también 666 si se sumaban los números romanos correspondientes a las letras de la frase. Más recientemente, la extrema derecha fundamentalista ha observado que cada palabra del nombre Ronald Wilson Reagan tiene seis letras.

Se pueden dar ejemplos parecidos de las prácticas numerológicas de los musulmanes. Tales interpretaciones numéricas (la judía, la griega, la cristiana y la musulmana) no sólo se usaron como vía de confirmación mística de las respectivas doctrinas religiosas, sino también en la adivinación, la interpretación de los sueños, la adivinación por números, etc. A menudo se encontraron con la oposición del clero, pero gozaron de gran popularidad entre los laicos.

Algunas de estas supersticiones numerológicas siguen vivas hoy en día. En cierta ocasión escribí una reseña para The New York Times acerca de From One to Zero («De uno a cero»), de George Ifrah (del que he tomado la mayor parte de los ejemplos de las líneas precedentes), y me referí en un tono completamente neutro al caso del número 666, Martín Lutero y la tiara papal. Como respuesta recibí una media docena de cartas desproporcionadas y antisemíticas, en algunas de las cuales me llamaban incluso Anticristo. Hace algunos años, Procter y Gamble tuvieron problemas parecidos, aunque más graves, debido a la naturaleza numérico-simbólica de su logotipo.

La numerología es en muchos sentidos una pseudociencia, en especial por su faceta adivinatoria. Hace predicciones y afirmaciones que prácticamente no admiten falsación, pues siempre es fácil inventar una formulación alternativa consistente con lo que haya ocurrido. Basada en el número, tiene una complejidad ilimitada que atrae la ingenuidad y la creatividad de sus seguidores, sin las molestias de tener que someterse a validaciones ni pruebas. Las igualdades que se obtienen sirven generalmente para corroborar alguna doctrina ya existente, y poco esfuerzo se hace, si es que se hace alguno, por encontrar contraejemplos. Es casi seguro que «Dios» es numéricamente equivalente a frases que niegan la fe, y a palabras sacrílegas, o simplemente cómicas. (Renunciaré a dar mis ejemplos). Como muchas otras pseudociencias, la numerología es antigua, y adquiere cierta respetabilidad por sus connotaciones religiosas.

Sin embargo, si se prescinde de todos los elementos supersticiosos, lo poco que queda tiene algo de atractivo. Su pureza (sólo números y letras) y su cualidad de tabula rasa (como un test de Rorschach) le permiten tener una esfera de acción muy amplia, para ver todo lo que uno quiera ver y relacionar todo lo que uno quiera relacionar, proporcionando por lo menos una fuente ilimitada de recursos mnemotécnicos.

Lógica y pseudociencia

Como los números y la lógica están entrelazados de modo inextricable, tanto en la teoría como en la opinión del vulgo, quizá no sea irse por las ramas decir que la lógica defectuosa es una forma de anumerismo. De hecho, esta idea ha estado implícita en buena parte de este capítulo. Para acabar, pues, presentaré un par más de falsas deducciones que evocan además el papel del anumerismo —aquí bajo la forma de lógica falaz— en la pseudociencia.

Es un error muy extendido confundir una proposición condicional —si A, entonces B— con su recíproca, si B, entonces A. Tenemos una variante poco habitual del mismo cuando la gente razona: si X cura Y, entonces la falta de X produce Y. Si la dopamina, por ejemplo, produce una disminución de los temblores del mal de Parkinson, entonces la falta de dopamina produce temblores. Si algún otro medicamento mitiga los síntomas de la esquizofrenia, entonces la ausencia del mismo ha de causar la esquizofrenia. No es probable que uno cometa este tipo de error cuando se enfrenta a una situación más conocida. No hay demasiada gente que piense que como la aspirina cura el dolor de cabeza, la falta de aspirina en la sangre produce dolor de cabeza.

De un bote de pulgas que tiene ante sí, el célebre experimentalista Van Dulmholtz toma una cuidadosamente, le arranca suavemente las patas traseras y le manda en voz alta que salte. Observa que la pulga no se mueve y lo vuelve a intentar con otra. Cuando se han acabado las pulgas del bote, hace su estadística y concluye satisfecho que las pulgas tienen el oído en las patas traseras. Aunque pueda parecer absurdo, otras variantes de esta explicación aplicadas en contextos menos transparentes pueden resultar muy convincentes para personas que partan de preconceptos suficientemente arraigados. ¿Es esta explicación más absurda que la que aceptan quienes creen a una mujer que sostiene que es el canal por el que se expresa un hombre de 35.000 años? ¿Es más forzado que la pretensión de que el escepticismo de los espectadores impide sistemáticamente que se produzcan ciertos fenómenos paranormales?

¿Qué falla en la siguiente lógica no del todo impecable? Sabemos que 36 pulgadas = 1 yarda. Por tanto, 9 pulgadas = 1/4 de yarda. Como 3 es la raíz cuadrada de 9 y 1/2 es la raíz cuadrada de 1/4, tenemos que 3 pulgadas = 1/2 yarda.

Refutar la afirmación de que algo existe es a menudo muy difícil. Y también a menudo se toma esta dificultad como prueba de que la afirmación es cierta. Pat Robertson, el televangelista que se presentó como candidato a las elecciones presidenciales, sostenía recientemente que no podía demostrar que no hubiera bases de misiles soviéticos en Cuba, con lo cual podría haberlas. Tiene razón, naturalmente, pero tampoco puedo yo probar que Big Foot no tenga un terrenito en las afueras de La Habana. Los seguidores de New Age hacen toda clase de afirmaciones sobre la existencia de esto y aquello: que existe la ESP, que se han dado casos de doblamiento de cucharas, que abundan los espíritus, que hay extraterrestres entre nosotros, etc. Cuando, como suele ocurrirme regularmente, me presentan afirmaciones fantásticas como estas y otras por el estilo, no puedo dejar de sentirme un poco como un abstemio en una orgía de borrachos, insistiendo en que el hecho de que yo no sea capaz de refutar de modo concluyente dichas afirmaciones no es ninguna prueba de que estas sean ciertas.

Se podrían citar muchas más historietas como ejemplo de este y otros errores lógicos, pero el caso parece ya bastante claro: tanto el anumerismo como la falsa lógica abonan un suelo fértil para el crecimiento de la pseudociencia. En el próximo capítulo trataré de las razones por las que ambas están tan extendidas.