En el límite de Santiago Centro con la comuna de Estación Central, las torres gemelas neogóticas terminadas en agujas de sesenta y ocho metros de altura de la basílica de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro se levantaban como un fantasma gris pálido contra la noche santiaguina. Le pedí al taxista que me esperara un rato y caminé en dirección al templo, una réplica a escala de las grandes catedrales góticas francesas, como Chartres o Notre Dame de París. Salvo por la ausencia de arbotantes y gárgolas, la construcción hubiera sido idéntica a sus hermanas mayores de la campiña europea. Un exoesqueleto metálico sujetaba el vestíbulo y la punta de las torres por encima de los campanarios, aún dañados por los efectos del gran terremoto del 2010. Otro pedazo de historia santiaguina que se caía a pedazos, como ya era habitual en esta ciudad.
Fui hasta la puerta de la oficina pastoral, ubicada en Blanco Encalada a la derecha del pórtico central del templo, y tras encontrar el timbre llamé dos veces. Eran las once de la noche, pero si estaba en lo correcto, el padre Horacio Ugarte debía de estar esperándome.
Se encendieron las luces y dos cerraduras fueron descorridas por dentro; luego la puerta, sujeta por una pequeña cadena, se entreabrió y en la ranura se asomó el rostro de una monja de avanzada edad que miraba con una mezcla de sorpresa y miedo.
—Buenas noches, hermana —dije—. Disculpe la hora, pero busco al padre Horacio.
—Espere —dijo la mujer, y cerró la puerta. Dos minutos tardó en regresar. Esta vez me hizo pasar y me guio hasta el despacho privado del párroco.
—En unos segundos el padre estará con usted.
—Gracias.
Sobre el escritorio estaba el ejemplar de Logia que le había dedicado.
No alcancé a sentarme cuando el sacerdote entró a la oficina. Vestía exactamente igual a como lo había visto hacía un par de horas en el centro cultural de la Alameda, y tal como lo conocí hacía año y medio en un sótano del Templo Votivo de Maipú.
—Buenas noches —saludó—. Sea bienvenido a la casa del Señor.
Luego de que le enseñé el papel, continuó:
—Hizo rápido sus tareas… pensé que mañana lo iba a tener por estos lados.
—¿Entonces?
Horacio Ugarte se metió la mano derecha a un bolsillo y sacó un manojo de llaves. Torpemente y en silencio eligió una y con ella abrió un armario de madera que había en una esquina del despacho. Del interior sacó un alargado objeto que yo conocía muy bien.
—¿No la devolvió? —Estaba impactado.
—Por supuesto que la devolví, no soy un ladrón. Pero al igual que usted —fue muy empático—, yo también me tomo algunas libertades, como conseguir en préstamo objetos históricos valiosos para poder estudiarlos.
Tomó la espada de O’Higgins y me la alcanzó. La vaina aterciopelada estaba muy limpia, al igual que el puño y el gavilán.
—Tómela y venga conmigo, quiero mostrarle algo. —Volvió a meterse el manojo de llaves a un bolsillo de sus pantalones y avanzó hacia la salida del privado.
Me levanté y lo seguí por el pasillo principal de la casa parroquial en dirección a la nave central de la basílica, que a esa hora estaba a oscuras, fría y silenciosa, como si fuera el desproporcionado mausoleo de un dios gigantesco.
—Aguarde —me dijo el presbítero y fue hasta los interruptores de luz. Uno a uno los tubos fluorescentes que colgaban de unas cadenas desde lo alto de la nave central se fueron encendiendo, seguidos de otros instalados en las paredes del templo—. No es una iluminación acorde a la estética de la basílica, pero, usted entiende, los recursos no alcanzan.
El lugar era hermoso.
Muchas veces había pasado por fuera, pero jamás había entrado. La altura, las terminaciones y las formas no tenían nada que envidiarle a cualquier catedral europea.
—Sorprendente dije, es como Chartres. —Fue la primera catedral que se me vino a la cabeza.
—Como la de su libro, la de la réplica en la Antártica. Pues debe saber que el Perpetuo Socorro se basó en esa iglesia. Claro, a menor escala y con algunos detalles menos llamativos.
—¿Hacia dónde nos dirigimos? —le pregunté.
—La paciencia es la madre de todas las virtudes, Elías. Voy a contarle una historia: este templo se empezó a construir en 1904 y se finalizó recién veinte años después. Los arquitectos fueron dos sacerdotes de la congregación, los padres Gustave Knockaert de Bélgica y su colega francés Humberto Boulangeot, quienes escogieron el estilo neogótico para darle forma a la que sería su obra maestra. Este dato le va a interesar mucho. La «primera piedra», a la que ellos llamaron «piedra angular», fue bendecida y colocada el 13 de diciembre de 1904, el día de Santa Lucía, la luz que guía Santiago de Chile. —Sonrió cómplice.
»Los confesionarios, —fue haciéndome un recorrido—, están hechos de madera de roble americano, y el órgano, fabricado en 1897, fue traído desde París. El altar mayor es de mármol y bronce y fue confeccionado en Bélgica y enviado por partes en un barco, luego trasladado en tren y carro tirado por bueyes hasta las obras. Esa imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro —apuntó hacia la escultura al centro del altar— es una réplica de la que existe en la iglesia redentorista de Roma. Imagino que también notó que a un costado hay un altar en honor a la Virgen del Carmen.
Era cierto.
El padre y arquitecto Horacio Ugarte avanzó en dirección a las escaleras que llevaban a las torres.
—La basílica tiene setenta metros de largo —continuó— y treinta de ancho. Las torres alcanzan los setenta metros de altura y la aguja del transepto sobre la nave central, originalmente se elevaba por sobre los setenta y cinco; hoy con suerte llega a los cincuenta y cinco. El terremoto hizo caer la cruz que llevaba en lo alto —señaló—. En su diseño, el templo poseía cinco naves, pero solo fueron terminadas tres. Las dos restantes existen y la congregación las usa de bodega para guardar nuestros tesoros, que no son demasiados. —Marcó el punto aparte—. La estructura fue bendecida en 1919, pero hubo que esperar hasta 1926 cuando finalmente fue declarada y consagrada Basílica Menor por el Vaticano. Es bastante más alta que el Santuario Nacional de Maipú —hizo una mueca— y hasta la inauguración del Templo de los Sacramentinos, en calle Santa Isabel, veinte años después, fue la iglesia más grande de Santiago de Chile. Pero, en fin —respiró—, supongo que toda esta descripción nos está alejando de la razón por la que estamos aquí.
—No podría haberlo dicho de mejor manera.
—Pues verá. El terreno donde se construyó la basílica pertenecía a la familia Ugarte, una de las más antiguas y tradicionales del sector.
—¿Ugarte? —reaccioné y lo apunté—: ¿Padre Horacio Ugarte? Imagino que no es solo un alcance de nombre…
—Imagina bien. Mis tatarabuelos. ¿Ha escuchado hablar de Antonino Ugarte?
—No.
—Lo imagino, no digamos que fue un gran personaje, pero tampoco alguien tan desconocido. Mi chozno —insistió— fue de esos secundarios que desde el anonimato hicieron su aporte a la historia de Chile. Buen amigo de Bernardo O’Higgins y de Ramón Freire, por contradictorio que pueda sonar, fue, además, un activo miembro de la Logia Lautarina de Santiago, fundada el 12 de marzo de 1817 por el propio O’Higgins y San Martín, y en la cual participaron personajes del ejército de Los Andes, políticos y jóvenes criollos, como mi antepasado Antonino, quien después participaría de la masonería a través de su relación con Manuel Blanco Encalada, otro hermano lautarista.
—Estaba bien relacionado.
—Mucho.
—Igual que usted.
—Nada ocurre por casualidad; usted lo repite bastante en su libro —sentenció—. Como sea, en algún momento de 1818, O’Higgins pidió a Antonino permiso para usar su chacra sur, vale decir, esta propiedad, para un rito junto a sus compañeros fundadores de la Logia Lautarina.
—El rito de los cuatro puñales.
—Que en estricto rigor fueron cuatro espadas. —Sonrió.
—¿Antonino estuvo presente?
—No solo eso, Elías. Entregó estos terrenos para lo que O’Higgins y el resto de los «hermanos» dispusieran. Para disimular, levantaron una pequeña casa y una parroquia que fue conocida durante todo el siglo XIX como capilla Ugarte. Bajo este templo de adobe y madera, la logia construyó una serie de túneles y pasadizos que conectaban la superficie con una galería jesuita del siglo XVII, que como ambos sabemos y vimos, fue construida por la Compañía usando las estructura de la antigua ciudad incaica existente desde tiempos prehispánicos: la Ciudad de los Césares.
No le contesté.
—Imaginará el resto de la historia.
—Lo que no entiendo es cómo llegamos a lo de esta basílica.
—Antes de morir, Antonino dejó estipulado en su testamento que los terrenos fueran entregados a la iglesia para que esta levantara en el lugar un templo consagrado a la Virgen María. Por supuesto, insistió en que la nueva construcción debía mantener los túneles existentes bajo la capilla en absoluto secreto, y que estos fueran resguardados por sus descendientes directos. Así llegamos a mí. —Sonrió.
»Durante la segunda mitad del siglo XIX —prosiguió su relato—, este era un lugar despoblado, prácticamente campo, y, como tal, el arzobispado santiaguino no manifestó interés en la propuesta de Antonino, ni siquiera por el precio —hizo un guiño—. Hasta que en 1876 llegaron al país los misioneros redentoristas que se interesaron y aceptaron las condiciones impuestas por mi antepasado. Ese mismo año, la familia. Ugarte cedió los terrenos y la congregación anunció la construcción de la basílica para el año 1880, lo que por falta de dinero tardó hasta 1906 y de ahí un año más, por los daños que la ciudad sufrió durante el terremoto de ese año. ¿Le pasa algo?
—Nada salvo lo sorprendente de la historia.
—Que en definitiva es solo una historia, porque me imagino que usted es de quienes necesita ver para creer. —Ni siquiera asentí—. Venga, vamos hacia las torres. La capilla Ugarte estaba construida donde hoy se levanta el pórtico de la basílica y, al contrario que este templo que mira hacia el norte, el original lo hacía en dirección oriente, hacia la salida del sol.
El padre Ugarte sacó el manojo de llaves de su bolsillo y abrió la puerta que llevaba al campanario occidental de la basílica. Escaleras de madera con varios descansos ascendían hacia las campanas ubicadas a más de cincuenta metros del suelo, todo sucio, roto y con telas de araña.
—Ya no hay campanas, tenemos un sistema de grabación que está instalado sobre el rosetón con altoparlantes hacia la calle. Como puede observar, subir sería un suicidio, al primer descanso nos vendríamos abajo, quizás con la torre entera. Pero usted sabe, no vamos hacia lo alto.
Apreté la vaina de la espada de O’Higgins.
Había otra puerta en la parte baja del campanario, cerrada solo por un postigo. Ugarte la abrió e ingresó. Me dijo que esperara un poco y luego encendió la luz. Una escalera bajaba en un túnel hasta unos cinco metros por debajo del templo.
—Agarre —me alcanzó una linterna de plástico barato—, más abajo la vamos a necesitar. La colgué del mango de la espada.
La primera galería avanzaba en dirección norte por unos quince metros, luego había una nueva escalera con dos niveles que descendía unos diez metros más abajo. A través de unos delgados ductos de ventilación no solo entraba aire, sino también el ruido del tráfico capitalino.
—Acá encima Blanco Encalada se convierte en un túnel —me indicó.
—Cuando pavimentaron las calles o cuando se instaló el sistema de agua potable y alcantarillado en la zona, ¿nunca descubrieron este túnel? —pregunté.
—Ni este ni los otros. En todas partes del mundo la iglesia sabe cuidar sus propiedades y su privacidad.
Avanzamos hasta una puerta de madera con cruceros de fierro, parecida a las del pucará de Maipú, pero con terminaciones a medio acabar y detalles muy descuidados. El cura buscó sus llaves y abrió la puerta. Pensé que nunca más volvería a sentir ese olor viejo, húmedo y ancestral de algo que se arrastraba desde hace siglos. Como entrar en las quijadas de una bestia prehistórica, a poco acceder al corredor, todo se hizo oscuridad. No se veía nada, solo se sentía la fetidez y la sensación de estar abriendo una puerta que quizás era mejor mantener cerrada.
Ugarte encendió su linterna.
—Haga lo mismo con la suya —me dijo—; de aquí en adelante sin «nuestras luces» no somos nada.
Encendí la lámpara de mano y seguí a mi anfitrión a través de una galería que volvía a descender varios metros más debajo de la superficie de la ciudad hasta llegar a una plaza similar a la existente bajo el Templo Votivo de Maipú, pero más pequeña. La explanada subterránea se abría hacia otros tres túneles secundarios, ligeramente más estrechos.
—¿Familiar, no? —dijo el presbítero.
—Usted siempre supo todo.
—Es útil saber guardar secretos, uno aprende a disimular su sorpresa —recordé sus comentarios acerca de las terminaciones y detalles del pucará de Maipú.
—Entonces, he de suponer que, al contrario que mis exsocios, usted tiene claro hacia dónde seguimos.
—Y sin necesidad de un drone —me regresó. Luego, estirando su brazo derecho agregó: por favor. —Dirigió el faro de la linterna en dirección a la galería del centro.
Mientras avanzábamos unos pocos metros, en los cuales espantamos un par de ratones, el cura me reveló que los otros túneles no llevaban a ninguna parte.
—Se adentran ocho o diez metros hasta llegar a un pared de ladrillos. No tengo idea el propósito pero no se me ocurre otro motivo que para distraer. O mejor dicho, demorar o despistar —me explicó.
—Capricho de su chozno y sus amigos.
El presbítero alzó su faro dejando que la luz rebotara en una puerta de metal con dos cruceros de hierro forjado que formaban una cruz de San Jorge sobre la hoja principal.
—Imagino que reconocerá la cerradura.
Me acerqué llevando la luz de mi linterna al ojo del candado. Me arrodillé y pasé mi mano por la boca de la llave. Era exactamente igual a la del pucará de Maipú, diseñada no para una clave convencional, sino para la punta del objeto que apretaba nervioso con mi mano derecha.
—El enigma de La cuarta carabela —pronunció el hombre de Dios—, el final de su novela.
Lo miré.
—Adelante —invitó el presbítero.
Dejé la linterna en el suelo y levanté la espada de Bernardo O’Higgins. Quité la vaina, la agarré firme con ambas manos y metí la punta de la hoja de acero en el ojo del candado. Luego giré a la derecha. Dentro, un mecanismo de fierros y palancas chirrearon al ser abiertos por primera vez en doscientos años.
Buenos Aires, noviembre 2009 — Santiago de Chile, febrero 2014