Epílogo

Santiago de Chile

Dieciocho meses después

80

«Mientras caía desde el séptimo piso del Hotel Dorchester sobre Park Lane Avenue, Jeff Jarvis, el escritor más exitoso del mundo, entendía que aquella advertencia que había recibido hacía pocas semanas estaba lejos de ser la broma ligera de un fanático. Tal vez, en realidad no había que escribir sobre “cierta gente y sus asuntos”, por más dinero que esa “cierta gente y sus asuntos” pudieran reportar. Cerró los ojos y trató de estirar los dedos. Eso que habían marcado en su espalda le ardía mucho, pero ya no tenía importancia. En menos de un segundo su cuerpo obeso, de noventa y ocho kilos de peso, se estrellaría contra el techo de un sedán Daimler que tuvo la mala suerte de salir del parking del hotel a esa misma hora», terminé de leer la última línea del primer capítulo de Logia, mi nueva novela recién traducida al español. Por supuesto, la audiencia que había copado los doscientos cincuenta y seis asientos disponibles, además de todos los pasillos de la sala 1 del edificio A del centro cultural GAM, ubicado en el centro de Santiago de Chile, sobre la Alameda, se levantó y me ofreció un ensordecedor aplauso que se extendió por casi medio minuto. Agradecí y miré a mi editora en Chile; tanto ella como Caeti, sentado a su derecha, sonrieron. Era primera vez que tenía un debut así de grande en mi país; primera vez también que mi madre, mi exesposa y mi hija de catorce años acudían juntas a la presentación de un trabajo mío. Antes de que comenzara la lectura, la asistente de prensa de la editorial me informó que había alrededor de doscientas personas afuera que no habían alcanzado a entrar y que seguían llegando más. Las ventas de Logia fuera de Chile, las supuestas revelaciones de un complot evangélico contra los católicos y mi rostro, convertido en un afiche de ocho metros de alto por tres de ancho que colgaba desde el frontis del GAM, ayudaron bastante a la promoción. También que Frank se encargara personalmente de responder cada pregunta hecha en las redes sociales. Por supuesto, a nadie le importó que cambiara los nombres de los personajes; desde antes de la publicación de la novela me encargué de que todo el planeta supiera que estaban basados en personas reales. Jeff Jarvis era Bane Barrow, eso era evidente, Feña Ruiz-Goyá, Javier, y así. ¿Qué de verdad y mentira había en el libro? En realidad, lo único realmente inventado era el narrador. Por una cuestión de continuidad con el resto de «mi obra» regresé al historiador Colin Campbell, mi alter ego favorito.

La presentación, dentro de todo, fue sencilla. Un cortometraje inspirado en el libro, con música sinfónica grandilocuente encargada a un anónimo compositor de la Juilliard por la gente de Schuster House; luego, extractos de entrevistas con Jimmy Fallon y Ophra; un recuento del éxito del libro en los rankings más importantes del hemisferio norte; imágenes del booktour por Estados Unidos e Inglaterra. Después, el comentario de un conocido conductor de televisión y de un historiador devenido en animador de programas de conversación que me dieron el pase de gol que finiquité de una forma simple. La lista de agradecimientos, una dedicatoria a Elisa, mi hija, que no paró de sacarme fotos y filmar videos, y la lectura de los dos primeros capítulos del libro. Finalmente, los aplausos.

La editora chilena me dio las gracias por haber viajado, avisó a la prensa que al día siguiente iba a estar disponible para entrevistas en las oficinas de la editorial y anunció, además, las ediciones corregidas y extendidas de El verbo Kaifman y La catedral antártica, una estrategia ideada por Olivia Van Der Waals para relanzar mi obra, valorizándola con material nuevo.

—Para los que aún no tienen su ejemplar de Logia —continuó la editora—, el libro está a la venta en el lobby del GAM y Elías estará feliz de firmar y dedicar sus ejemplares. ¿Cierto? —Me miró.

—Así es —respondí.

Una hora después seguía sentado en la mesa instalada en el escenario de la sala 1 del edificio A, conversando y fotografiándome con una fila de lectores que amenazaba ser eterna, tanto que el personal del GAM se preocupó de informarnos que a las diez y media de la noche, dentro de veinte minutos, se iban a cerrar las puertas. Ante la indignación del público, mi editora chilena informó que el día de mañana se iba a realizar otra jornada de firmas en la librería de un centro comercial. Elisa, mi exmujer, y mi madre se fueron de inmediato. Solo mi hija se despidió con un beso y quedamos de vernos la noche siguiente; iríamos a comer comida china sin gluten a su restaurante favorito. Recordé cuando con su madre le contamos que Princess, su amiga inglesa, en realidad la había secuestrado. Arqueó las cejas y respondió que igual lo había pasado bien, que había sido divertido.

A medida que avanzaba la fila y los lectores, las dedicatorias fueron más cortas. Una sola frase amable y la firma. La encargada de prensa revisaba la hora cada cinco minutos con cara de aburrida. Pobre, estaba recién comenzando. Quedaban otros cinco días en Santiago y luego un tour por las principales ciudades de Chile, incluido Chiloé, Coyhaique y Punta Arenas. Terminará odiándome, lo sé, tendré que comprarle un buen regalo.

De pronto distinguí un rostro familiar que apareció sonriendo en la fila y se acercó con una copia del libro. Era joven, de cabello rizado y abundante, y usaba lentes de marco pequeño. Vestía de civil, pero identificaba en su cuello los colores de la Congregación del Santísimo Redentor.

—Padre Ugarte —lo saludé con cariño.

—Elías —me devolvió él y luego enseñando su copia—: Me gustó mucho —dijo—, especialmente el final.

—Aunque pasara lo que pasó.

—Por eso precisamente.

—Espero que no me odie por haberle cambiado el nombre.

—Mucho mejor así. —Guiñó un ojo.

—Ni que terminara odiando a sus hermanos evangélicos.

—Todos somos hijos de Dios, señor Miele. —Luego me pasó el libro para que le redactara la dedicatoria.

—¿Horacio, verdad?

—Correcto.

Antes de darme las gracias y ofrecerme un apretado abrazo de despedida, me acercó una hoja de cuaderno de matemáticas.

—Puede interesarle —me dijo. Buenas noches y que Dios lo bendiga —luego se marchó.

Le pedí al lector que seguía en la fila, un señor de unos cincuenta años que llevaba una boina de tela escocesa gris sobre la cabeza, que me diera un segundo y desplegué el papel. Sobre la cuadrícula estaban escritas, con lápiz de tinta y letras manuscritas, tres líneas que conocía muy bien:

REHUE CURA ÑUQUE

FILL MACUL KINTUNIEN

MAPUCHUNKO

Luego, más abajo se indicaba: «No es prometer ni cuidar. No hay traducción literal, pero la forma más exacta sería un compromiso de eterno socorro hacia la ciudad de Santiago. Cuidar y socorrer no es precisamente lo mismo, señor Miele». Busqué al presbítero Ugarte, pero ya había desaparecido.

Media hora después, y a pesar de los reclamos de al menos ciento cincuenta lectores, el personal del GAM nos estaba cerrando el salón, pidiendo disculpas y al mismo tiempo agradeciendo mi participación.

—La gente pregunta si puedes firmar sus libros afuera —insinuó la asistente de prensa.

—No, diles que no me siento muy bien y que mañana prometo estar toda la tarde en la librería, desde las tres hasta que cierren.

—OK —dijo ella y se dirigió hacia la multitud para luego regresar conmigo y decirme que tenía un taxi privado esperando en el estacionamiento.

—Te acompaño al hotel —me ofreció.

—No, descuida, ya es tarde, tienes vida y yo te voy a quitar bastante de esa vida en estas semanas. Eres libre, solo dime qué tengo que hacer con el taxista.

—Simple. —Sonrió, que la liberara había sido un gran gesto—. Toma este recibo —me pasó un papel que ya venía firmado— y entrégaselo cuando llegues, solo indica el lugar de salida y de llegada en la línea punteada. —Puso su dedo.

—No hay problema. Una cosa, ¿puedo usar el auto para un trámite personal o solo es del GAM al hotel?

—Eres una superestrella, haz lo que quieras. Puedes ir a Viña del Mar y volver si quieres; con lo que vendes nadie te va a decir nada.

Le respondí con una sonrisa amable.

Siguiendo sus instrucciones bajé al estacionamiento del primer piso donde el único vehículo estacionado era un Chevrolet Orlando gris oscuro que en el parabrisas tenía indicado el logo de una empresa de transporte privado. Caminé hacia él, me identifiqué y subí al asiento trasero.

Busqué el papel del cura y volví a leerlo. Luego fui por mi teléfono, ingresé a la búsqueda en la red y escribí en la barra de Google: «eterno socorro Santiago de Chile» y presioné la tecla Enter. Titulares de diarios y revistas desde 1992 en adelante, nada claro, nada que diera una pista. Recordé la vestimenta de Ugarte, los colores de su orden sacerdotal, y escribí una nueva orden de búsqueda: «Congregación del Santísimo Redentor, Santiago de Chile».

Vi la pantalla del móvil y no pude disimular mi sorpresa.

—«La sagrada madre de piedra que promete el socorro perpetuo al Mapocho» —interpreté en voz alta.

—¿Dijo algo, señor? —me preguntó el conductor.

—No —me detuve—. Espere, necesito que me lleve a otro lugar antes del hotel.

—Usted manda.

Volví al teléfono e indiqué.

—Avenida Blanco Encalada a la altura del 2950, esquina con calle Conferencia, al lado del Club Hípico.

—Sé dónde es, hay una iglesia bien grande en esa dirección.

—Exacto, para allá vamos.