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Un helicóptero de doble turboeje Bell 429, con el fuselaje pintado de rojo y registro civil número 10 987 marcado en la cola justo delante del plano horizontal de elevación, sobrevoló los hangares de la base Andrews de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos en Camp Spring, Maryland. El piloto entregó su código de autorización a la torre y pidió instrucciones para aterrizar. Desde las instalaciones militares le respondieron que le estaba permitido tomar tierra en el área ejecutiva. Agregaron que lo estaban esperando.
La nave posó su tren de aterrizaje, un par de patines gemelos, junto al avión más grande que aparecía estacionado en la loza de la base aérea, un Boeing 747 destinado a vuelos particulares de la empresa más grande, influyente y poderosa del planeta.
El único pasajero de Bell 429 aguardó a que el piloto apagara el motor y cuando los rotores giraban solo por inercia, abrió la puerta de la cabina trasera y bajó de la aeronave. Su traje gris claro hacía perfecto juego en reverso con el hombre alto y caucásico que vino a buscarlo. El agente vestía de traje negro, con camisa blanca y corbata también negra. Y como era protocolo en el servicio para el cual trabajaba, ocultaba sus ojos tras anteojos oscuros que la marca RayBan había diseñado con cuidado tan especial como requería la naturaleza del encargo.
—¿Señor…? —lo interpeló.
—Soy yo —contestó quien recién había bajado del helicóptero.
—Por favor venga conmigo, ya está todo preparado.
—Lo sigo.
Mientras avanzaban hacia el 747, detenido unos sesenta metros más allá, el hombre vestido de negro se comunicó con alguien a bordo del avión, avisándole que ya iban en camino, que avisara a la señora secretaria.
El recién llegado se quedó viendo cómo una pareja de cazas Lockheed F-35 Lockheed II, con forma de dardo y alas romboidales, se perdían entre las nubes anaranjadas del ocaso. Faltaba media hora para la puesta de sol.
Sendas mangueras estaban conectadas a los estanques bajo las alas, junto a los motores del 747, despidiendo un olor a combustible tan intenso que irritaba los ojos. Calculó que con la capacidad de la nave era suficiente para llegar a California, tal cual era su itinerario, según lo que le habían informado en la tarde al confirmarle la cita. Claro, el alcance no era problema para un avión que, entre otras cosas, estaba dotado de sistemas de reaprovisionamiento en vuelo.
—Por acá. —El hombre del traje negro lo llevó hasta la escalinata que comunicaba a la puerta delantera del lado izquierdo del fuselaje, justo bajo la cabina del piloto. Era la gran ventaja del 747. Al ir los pilotos situados sobre la cubierta de pasajeros, la nave era perfecta para reuniones y conversaciones sin interferencias de terceros. No era el caso de este avión. Todos los que estaban a bordo habían sido escogidos por sus capacidades y por el compromiso de confianza y reserva que habían firmado. Ni sus familias sabían detalles de lo que ocurría en ese Jumbo cuando estaba en el cielo.
El interior del 747 rebosaba en actividad. Hombres y mujeres, civiles y uniformados revisaban papeles o tecleaban en computadoras de tableta; otros hablaban por teléfonos móviles levantando la voz como una manera de dar a entender que su trabajo era más relevante que el de la persona que tenían al lado.
—Aguarde aquí, ya vendrán por usted —le indicó el hombre vestido de negro ofreciéndole asiento en un lugar disponible. Luego subió al segundo piso del avión.
—Buenas tardes —saludó una mujer alta, de unos cuarenta años y el cabello muy rubio, que llevaba un traje de dos piezas color negro y una carpeta con el escudo de los Estados Unidos en su brazo derecho.
—Buenas tardes —devolvió el alto afroamericano que había bajado del helicóptero.
—Sígame —le indicó la dama mientras lo guiaba por el fuselaje hasta el privado ubicado al fondo de la aeronave. En el trayecto, un hombre bajo, vestido de blanco y con delantal sobre las piernas, le avisó que la cena iba a ser servida a las nueve en punto, apenas estuvieran en altura de vuelo crucero. La mujer respondió con un OK sin mirarlo.
—Filete de res a cocción inglesa, tal cual lo pidió…
—Perfecto.
La ejecutiva le indicó al del helicóptero que aguardara un segundo, mientras ella ingresaba al privado, cuya puerta estaba cerrada. Se asomó, habló algo y luego volteó hacia el invitado.
—Tiene diez minutos —le dijo—; en veinte despegamos hacia California.
—Lo tengo claro, no creo que tarde más de cinco.
La máxima autoridad de la nave estaba reunida con cuatro personas, todos hombres, todos mayores de cuarenta y cinco años. Tres civiles y un militar con los colores del Cuerpo de Marines y demasiadas estrellas en los hombros.
—Por favor —le indicó al recién llegado que se acercara. Luego a sus acompañantes—: Caballeros, necesito unos minutos a solas con el señor Kincaid —lo llamó por su apellido.
Los presentes se levantaron, tomaron sus papeles y abandonaron el despacho. El militar revisó al supuesto nuevo pasajero de la cabeza a los pies; estaba seguro de haberlo visto en algún lugar antes. También le sonaba el nombre.
—Insisto, señor Kincaid —lo interpeló el anfitrión cuando finalmente se quedaron solos—, acérquese más. Usted sabe que no me gusta gritar —exageró.
El abogado y diácono de Athens, Georgia, Joshua Kincaid, se cambió de lugar a uno más cercano a su interlocutor.
—¿Quería verme? —le preguntó.
—En efecto, usted ya lo sabe, es la manera más segura que tenemos para conversar de nuestros asuntos. Por mucha tecnología de la que dispongamos, siempre se puede filtrar una llamada o un intercambio de mensajes. Por lo demás, usted y yo siempre nos hemos reunido en persona.
Era cierto.
—Leí lo que me hizo llegar —continuó—. ¿Entonces no había nada?
—No señor, nada —subrayó—, y si lo hubiese habido, el estado de euforia en que entró nuestro aliado habría dificultado mucho las cosas. Creo que lo mejor que pudo ocurrir es que no encontráramos nada.
—Le concedo que estaba en lo correcto en sus reparos con Salvo-Otazo.
—No había que ser demasiado brillante, señor, para concluir que su salud mental no era precisamente… —dejó la idea en blanco—. Usted me entiende.
—Por supuesto que lo entiendo.
—Ha de estar tranquilo, señor. A pesar de que no encontramos el tesoro de la cuarta carabela, sí conseguimos nuestro principal objetivo: recuperar el control de La Hermandad. Dios mediante hallaremos otra manera de controlar la religiosidad en América Latina.
—Bendiciones por eso, hermano.
—Gracias, señor.
—Me enteré que Chapeltown fue sometido a un comité de disciplina.
—Yo también, pero en mi caso tengo algunas ventajas —lo miró—. Él no puede, ni jamás podrá —recalcó— salir de nuestra casa de seguridad de Mount Oak. Nos estamos encargando de mantenerlo «tranquilo» —sonrió y luego preguntó—: ¿Y usted qué novedades me tiene de Leverance?
—El FBI se encarga de él y su hija; no van a volver a molestar. También estamos vigilando lo que ocurre con la familia de Salvo-Otazo y los cuatro militares españoles a contrata, aún detenidos en Chile. No voy a engañarlo —sumó—, la esposa de Salvo-Otazo me preocupa incluso más que Leverance.
—No tiene de qué preocuparse. Juliana de Pascuali no va a hablar. Tiene una hija y necesita recursos para su crianza. Puede estar tranquilo, señor, su secreto está a salvo. Nadie sabrá nunca —aseguró con firmeza— la verdadera identidad de nuestro Hermano Anciano.
—El escritor chileno sospechó que no era Salvo-Otazo.
—El señor Miele no es un tema que deba quitarnos el sueño. Tiene intereses claros y acaba de firmar un buen contrato que le asegurará el futuro. Es cierto, no es una persona del todo confiable, pero tampoco es peligroso. Aconsejo dejarlo tranquilo, pero con un ojo bien puesto sobre él y sus asuntos. Además, que Elías Miele termine y publique el libro nos será muy útil, sembrará una semilla que más temprano que tarde sabremos recuperar.
—La cuarta carabela.
—Algo me dice que escogerá otro título.
—¿Aún permanece en Santiago de Chile?
—Sí, pero ya está libre de toda sospecha. Como es ciudadano norteamericano hice las gestiones para que lo traten bien, usted entiende —el anfitrión de Kincaid asintió—. Estará de regreso en Los Ángeles en una semana, quizás antes.
—Me alegro de que así sea; nos es más útil dentro de nuestras fronteras. ¿Hay algo más que deba informarme?
—No señor, por ahora es todo.
—Pues, entonces, gracias por sus servicios, señor Kincaid. Confíe en que La Hermandad sabrá recompensar su sacrificio.
—Solo soy un soldado de Dios, señor. Cumplo con mi deber.
—Como todos, diácono, como todos —repitió el hombre más poderoso del llamado mundo libre. Luego le indicó a Kincaid que había llegado la hora de bajar del avión.
Joshua Kincaid y su anfitrión se despidieron con un honesto apretón de manos y mutuas bendiciones:
—Lo tendré presente en mis oraciones —dijo uno.
—En el amor de Cristo Jesús —respondió el otro.
Luego el abogado y religioso de Athens, Georgia, abandonó «la oficina oval volante». Lo esperaba la misma asistente presidencial que antes lo había recibido y que ahora lo acompañó hasta la salida del avión.
—Que tenga buenas noches —le dijo la mujer antes de señalarle que bajara de la nave.
El personal de logística de la base esperó a que el diácono Kincaid descendiera del Jumbo para quitar la escalera de servicio. Luego, mientras el elegante afroamericano avanzaba en dirección a su helicóptero, le indicaron con señas a la tripulación del 747 que podían cerrar las puertas e iniciar el proceso de despegue.
Tronando sus cuatro reactores General Electric CF-6, el gigantesco aparato comenzó a rodar las dieciocho ruedas de su tren de aterrizaje hacia la pista asignada. La pareja de F-35 de escolta pasó sobre el avión, que sacudía sus alas cargadas de combustible sobre Andrews y, tras dar dos vueltas sobre las instalaciones, ascendió a altura crucero en espera de sus órdenes. Joshua Kincaid se detuvo delante del helicóptero y volteando hacia la pista esperó el despegue del 747. De niño, recordó, le gustaba mucho ir con su padre al aeropuerto a ver cómo partían y llegaban los aviones. Ninguno de ellos era tan importante como ese que aceleraba sus motores allá adelante.
UNITED STATES OF AMERICA estaba escrito con letras mayúsculas a lo largo del fuselaje, pintado de blanco en la sección superior y azul en la ventral del avión más sofisticado del mundo. Por fuera, y en apariencia, no diferenciaba mucho de cualquier otro Boeing 747-400 Jumbo; por dentro, y en verdad, se trataba de una nave totalmente distinta. Una que era conocida en la jerga militar como VC-25, o como la mayoría de la gente la llamaba: Air Force One. Kincaid sabía que oficialmente existían cuatro naves idénticas: tres señuelos para despistar amenazas terroristas y una «Casa Blanca voladora oficial», precisamente la que en ese instante se elevaba desde Andrews, Maryland, rumbo a San Francisco, California. Mañana temprano, en la ciudad de la bahía, el presidente de los Estados Unidos debía inaugurar dos escuelas públicas para la comunidad latina.
—¿Estamos OK, señor diácono? —preguntó el piloto del helicóptero al ver a Joshua Kincaid allegarse a la puerta de la cabina de pasajeros del Bell 429.
—Sí, Billy, estamos OK, despega cuando quieras. Llévame a casa.