Santiago de Chile

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Cerré la puerta de la habitación y me quité la corbata. Odio llevar corbata, pero mi abogado me ha aconsejado que la use durante todo el proceso judicial, una larga serie de interrogatorios y dichos de un lado a otro. En mi caso nada muy complicado, salvo lo tedioso del trámite. Busqué el control remoto de la habitación y abrí las cortinas. Un atardecer otoñal santiaguino pintó de tonalidades naranjas y amarillas las paredes de la suite, ubicada en una esquina del piso 22 del hotel W de Santiago de Chile, emplazado en una de las torres más altas de la capital, frente a la plaza Perú en la comuna de Las Condes, uno de los lugares favoritos de mi padre cuando estaba vivo. Claro, era otra época. Entonces, el vecindario estaba formado por casas familiares y elegantes edificios que no superaban los cinco pisos; en las antípodas del clon de Shanghái en que se había convertido el eje de avenida Isidora Goyenechea entre Vitacura y El Golf. La vista daba al poniente e incluso podían verse las luces de los aviones que despegaban desde el aeropuerto Arturo Merino Benítez, la mayoría, por supuesto, acababan tapados por la muralla de rascacielos del centro histórico de la ciudad. Me acerqué a los ventanales, gruesos paneles térmicos, y enfoqué en dirección a Maipú. Imposible no recordar lo que había ocurrido hacía menos de una semana. Me he pasado cada día, desde entonces, reconstruyendo los hechos, ayudando a jóvenes fiscales a armar un lego que no se escapara demasiado de lo racional. A pesar de todo ha sido bueno estar en Santiago. Vi a mi madre; la conversación fue tensa pero al menos terminó en abrazo. Miranda volvió a hablarme, desde lejos, pero incluso se rio con un chiste, y Elisa, bueno, ella es un tema aparte… Le prometí que terminando mis asuntos íbamos a ir a la tienda que ella quisiera a escoger lo que más le gustara, porque aún le debo su regalo. Olivia Van Der Waals se encargó de hacerme llegar, vía vuelo privado, toda mi documentación al día, incluidas nuevas tarjetas de crédito y talonario de cheques, con lo cual mi vida se reactivó. Jamás pensé que me iba a importar tan poco estar de vuelta en el sistema. Es lo bueno de las experiencias inusuales, más allá del lugar común, es bastante cierto eso de que uno termina valorando las pequeñas cosas. Abandoné las ventanas, fui a la mesa de noche y llamé a la recepción del hotel para pedir que me subieran la cena en media hora. Pedí además una botella de champaña; si la editorial pagaba, debía aprovechar. Busqué el teléfono móvil que mi abogado me había hecho llegar, con ID recuperado y todas las cuentas en orden, aunque según él las posibilidades de que siguiera pinchado, dada mi vinculación con Ginebra Leverance, eran altas. Pasé la clave de acceso y abrí la ventana de inicio. Tenía una llamada perdida de Frank Sánchez que en ese momento estaba disponible. Fui por un vaso de agua y regresé a la cama. Agarré el teléfono y apunté a la pantalla LED que colgaba de la pared de fondo. Ingresé al navegador, salí de los menú de televisión, videojuego y arriendo de películas, y accedí a mi disco duro virtual. Pasé a modo de videoconversación y marqué el número de mi asistente, que imaginaba aún pasaba sus días en mi casa en Zuma Jay. No me equivoqué.

—¡Jefe! —exclamó al ver aparecer mi rostro en el monitor que tengo instalado en la biblioteca.

—Odio que me llames así —sonreí.

—Por eso lo digo, un gusto volver a verte, ya me había olvidado de tu cara. ¿Nuevo look?

—No.

—La barba.

—Solo me la he recortado un poco. El abogado dice que es conveniente, por las formalidades del proceso. ¿Estás solo?

—Sí.

—¿Alison?

—Ya no hay Alison.

—¿Ya no hay —subrayé— o te dejó solo por hoy?

—Me dejó solo por hoy, por mañana e imagino que por pasado mañana y así hasta que pasemos al próximo año.

—Lo siento.

—No era muy importante.

—Te hacía surfeando, son las cuatro y media de la tarde.

—Hay viento… Y estuve fumando marihuana y me quedé dormido.

—¿Me llamaste?

—Sí, quería saber cómo estabas. Olivia se comunicó conmigo para pedirme el número de tu cuenta corriente y el nombre de tu ejecutiva bancaria, y me contó que todo iba por buen carril y que en una semana, o semana y media, te tendríamos de vuelta en casa.

—Tal vez antes, depende de la justicia chilena, que no se caracteriza precisamente por su velocidad.

—Al menos cerraste el capítulo con los Kaifman.

—No era muy difícil hacerlo, solo firmar un cheque y una declaración formal de disculpas públicas. Que el patriarca familiar llevara dos años muerto alivianó bastante las cosas.

—Olivia me contó que quiere reeditar el libro.

—Sí, cambiando el nombre del personaje principal y usando un título nuevo. La idea es incluir un prólogo largo en el que se cuente la historia de la demanda, la verdad y la mentira detrás. Creemos que puede funcionar bien. ¿Novedades por allá?

—Salvo las llamadas de Olivia, nada; mantengo en suspenso tus actividades públicas y académicas agendadas, y me he preocupado de regar tus plantas, pagar tus cuentas, recoger el diario y sacudir el polvo y la arena. A cambio me comí toda tu despensa y usé las dos cajas de condones que tenías en el baño.

—Ni un problema. Ahora que las cuentas están funcionando, saca dinero para lo que necesites.

—Ya lo hice.

Llamaron a la puerta, le indiqué a Frank que esperara un segundo que me traían la cena. Luego de firmar la orden y pedir que me acomodaran la bandeja en la mesa, junto a la pequeña salita que daba a los ventanales, regresé a la llamada. La tarde ya era noche y luces de helicópteros revoloteaban alrededor de las grandes torres gemelas del sector de Costanera, hacia la derecha de mi visión, por avenida Andrés Bello.

—Olivia me contó que habías pasado un día en la cárcel… —siguió Frank.

—Una noche y no fue en la cárcel, sino en la brigada internacional de la PDI, la filial de la Interpol en Chile. Pasado el mediodía ya tenía a la mejor oficina de abogados de Santiago trabajando para mí.

—¿Y el resto?

—A Ginebra la deportaron de inmediato, en un vuelo directo a Washington. La última vez que la vi fue cuando la subieron en una ambulancia después de lo del túnel, por lo de la bala en su pierna. Mi abogado me contó lo de su regreso a Estados Unidos, asuntos internos del FBI. Le he mandado mensajes, pero no me ha respondido. Kincaid y el senador Chapeltown también fueron deportados, en su caso a través de la embajada de los Estados Unidos…

—¿Y su socio chileno?

—No había pruebas que lo inculparan. Igual me encargué de que no la sacara fácil. Hablé con un amigo periodista de acá y le conté del médico y su vínculo con el National Committee for Christian Leadership, la idea de imponer el creacionismo en las escuelas, etc… Le compraron el tema, va a salir en televisión y en un par de diarios. «El complot de la derecha evangélica norteamericana para acabar con el culto mariano y la enseñanza de la ciencia y la evolución en Latinoamérica».

Frank Sánchez se rio.

—¿Le dijiste todo?

—No más de lo que se puede encontrar de la Hermandad en Google o Wikipedia, más la relación del grupo con Chile, centrada en la figura del doctor Agustín Sagredo, que acá es un nombre bastante conocido, dueño de una de las mejores y más caras clínicas privadas; un cristiano humilde y muy piadoso, temeroso de Dios.

—¿Finalmente encontraron el cuerpo de Javier?

—No han dado detalles. Diversas organizaciones gubernamentales, desde las fuerzas armadas hasta comités patrimoniales, se han involucrado en lo del pucará subterráneo de Maipú. Sé que prácticamente todo el corredor y parte de la plaza colapsaron, lo que hubiese ahí fue sepultado…

—Menos Princess.

—Que se llevó el secreto a la tumba. Si me preguntas, la lógica indica que escapó antes de que Javier detonara el C-4. O quizá la onda de choque la salvó al empujarla fuera del corredor…

Lo vi sacar un cigarro de marihuana, apretarlo con saliva y luego encenderlo usando un zippo plateado con el logo de la banda Arcade Fire en el dorso.

—Permiso —se excusó.

—Adelante, estás en mi casa —subrayé—; ventila bien.

Dio una primera fumada, comentó que era de una cosecha del sur de Texas. Alguna vez me había dicho que la peor yerba del mundo era la texana.

—¿Los mercenarios de Bayó y Juliana ya fueron deportados?

—No. Los hombres están detenidos en la brigada antiterrorista de la Policía de Investigaciones y Juliana sigue en la clínica, su hombro se infectó y hubo que operarla dos veces para evitar amputar el brazo. Está con vigilancia policial y la embajada de España está hecha un lío en explicaciones e intentos de llevar el caso a su jurisdicción. Uno de los militares habló e involucró al ejército español a través de su negocio de arriendo de servicios y armas a naciones del Tercer Mundo. Obviamente, el gobierno de La Paz reaccionó al saber que Paraguay se había reforzado con los envíos de Bayó. Ha servido, en todo caso, para desviar la atención de la verdadera naturaleza de su presencia en Chile. Debo reconocer que Juliana se hizo cargo de su responsabilidad y declaró a mi favor asumiendo el rapto de mi hija, e incluso el intento de asesinarme en Mendoza, ratificado esto por la Federal de Buenos Aires. El haber dicho que fui forzado a cooperar me alivianó bastante las cosas, de otra manera no estaría en esta habitación. —Pasé a formato cámara el teléfono y le hice una panorámica de la vista y el lugar.

—Schuster House debe querer mucho esa novela —especuló mi asistente—. A propósito, mi equipo está preguntando cuándo comienza a trabajar.

—Vamos a cambiar algunas cosas en este punto —acoté—. Diles que no necesito redactores, solo verificadores de datos e investigación en la red, el terreno ya lo hice. Adviérteles que habrá menos dinero, que se quede quien quiera quedarse.

—No les va a gustar.

—A nadie le gustan las nuevas reglas —destaqué—. Ya —fui cortando—, necesito comer algo y luego revisar un contrato. Aún tengo esa cosa metida en la cabeza y la sangre y quiero aprovecharla. —No era broma—. Mantente atento, es probable que te moleste bastante con asuntos de la Deep Web.

—Para eso me pagas.

Y sin despedirme desconecté el llamado. Miré la comida, servida y enfriándose, luego la noche sobre Santiago y decidí que más fría o caliente, lo de masticar algo era secundario. Enlacé otra vez el teléfono a mi número de disco duro y abrí en la carpeta de documentos el archivo secundario marcado como La cuarta carabela. Lo desplegué tanto en el LED de la habitación como en el iPad que el hotel me había facilitado, luego desdoblé el teclado inalámbrico, puse en la punta de mi índice derecho el navegador óptico y lo primero que hice fue cambiar el título del libro por LOGIA. Así se iba a llamar el manuscrito de ahora en adelante, con mayúsculas y centrado. Por supuesto, todavía no le iba a decir nada ni a Frank ni mucho menos a Olivia, tampoco a Caeti. ¿Caeti? Recordé que acabó internado con una crisis nerviosa tras enterarse de lo de Javier y Juliana, la CNP española lo retuvo un par de horas en Madrid por su posible complicidad en los hechos. Pobre, lo imaginé llorando, quejándose de estar sin aire, exagerando como siempre.

Bajé hasta el último párrafo redactado, marqué salto de página y luego escribí: «Buenos Aires, Argentina, 3 de enero, 1843», el ballenero Eleonora Hawthorne en el puerto de la capital argentina. Pulsé guardar y me levanté a la mesa. Ojalá la hamburguesa estuviera cocida a la inglesa. Si hay algo que en Chile jamás ha cambiado es la nula atención a la hora de pedir un tipo de cocción.