Desde el nivel piso, y no a través de los ojos del hovercóptero robot, la gran estructura hexagonal ubicada al centro de la fortaleza, treinta metros bajo el Santuario Nacional de Maipú, parecía una gran plaza subterránea. Había incluso dos filas de sitiales conformados de bloques pétreos para el descanso de quien trabajara o visitara el lugar. El techo se elevaba a unos seis o siete metros por sobre nuestras cabezas, curvándose hacia el centro en una especie de domo, un tipo de construcción muy inusual, no solo para los incas sino para todos los pueblos mesoamericanos.
—¿Tiene una linterna? —le pedí a Bayó. El español abrió su bolso mochila y me arrojó una portable marca SupFire con foco LED, idéntica a la que él llevaba en la mano.
Enfoqué al cielo raso para examinar mejor los detalles, ya que los faros del drone estaban apuntando a otro sitio, y observé las juntas y terminaciones. Ugarte, el cura rehén, se me acercó para decirme:
—Una inteligente manera de instalar ductos de ventilación; el diámetro del centro entero es un canal que trae aire desde la superficie, sin eso estaríamos mareándonos, cayéndonos como borrachos.
Era cierto.
—Yo me siento algo atontado —comenté.
—Podría ser peor —remarcó la frase y luego regresó al tema inicial de la conversación—. Esta construcción es más reciente, el techo no debe tener más de tres siglos, a lo más cuatro. Note cómo se montan los bordes sobre la estructura inicial, además de los detalles románicos tan usados en la arquitectura jesuita de la época de la colonia española. Esto fue construido no solo para proteger la ciudad subterránea, sino para contener la tierra que se le echó encima.
—¿Ha oído lo del terremoto de mayo de 1647, el de la Quintrala? —El presbítero asintió—. Supuestamente ese evento sísmico hizo aflorar este pucará y otras secciones de la ciudad incaica de Mapocho que Pedro de Valdivia enterró cuando construyó la ciudad de Santiago. Los jesuitas se encargaron de reconstruir la ciudad y de volver a sepultar estas construcciones que modificaron para sus propósitos.
—Mitos, leyendas.
—Disculpe, padre, pero esto no me parece ni un mito ni menos una leyenda.
—Puede ser, pero ¿no le parece raro que no encontrásemos un solo cadáver, un solo hueso o resto humano?
Le concedí que tenía razón. También que esta era una sola de las, al parecer, numerosas construcciones subterráneas existentes bajo el suelo de la capital chilena, pero hablarlo acarrearía una seguidilla de datos y conversaciones innecesarias en las que, al menos en ese instante, no tenía ánimos de participar. Habíamos llegado al lugar que tanto buscábamos, era hora de abrir la puerta de este «sésamo» ignoto, ser partícipes de un instante histórico, me gustara o no. Lo que viniera después, el debate entre lo ético y lo incorrecto, de si esto era acerca de buenos y malos, podía esperar.
De todos los presentes, Ginebra era la única que parecía ajena a todo el alboroto subterráneo. Le pregunté qué le sucedía. Fue parca en su respuesta, que me preocupara de mis asuntos, de reportear el final para mi novela, que ella estaba atenta a otras cosas.
—Pero si te necesito, te lo haré saber —dijo dándome la seguridad de estar buscando una manera de escapar, lo que a esas alturas (o profundidades) me parecía improbable, a menos que en alguna casa de Santiago, una mujer que alguna vez quise mucho, revisara la primera página del libro que su hija llevó a casa ayer por la noche.
Javier depositó la caja con la espada de O’Higgins en el suelo y la abrió lentamente, como si participara de un ritual. Lo primero que hizo fue desenvainarla y dejar la vaina de terciopelo al interior del estuche de madera. En seguida alzó la hoja, reluciente y cuidada, como si fuera nueva, y la hizo destellar ante los faros del drone que volaba sobre nosotros como un gran ojo vigilante y robótico.
—Estamos listos —pronunció el Hermano Anciano—. Señor Kincaid, Elías, imagino que vosotros también queréis ser parte de este evento —apuntó.
Volteé hacia Juliana, ella permanecía con la mirada fija, sin atención definitiva, furiosa en su interior al percatarse de que al igual que en el resto de su vida, había vuelto a ser una actriz secundaria en su propio drama, usurpado por el protagónico de un marido demasiado inteligente y demasiado manipulador. Supe adivinar en sus ojos que muy cerca de la superficie nadaban las ganas de que Javier efectivamente hubiese aparecido muerto en la tina de la casona de Toledo. Princess, cerca de ella, jugaba con su cabello, absolutamente indiferente ante la realidad de que ella también se había convertido en una extra del relato.
Me acerqué al diácono de Atlanta y a Javier. Caminé con ellos hacia el interior del primer túnel, con el padre Ugarte pegado como una rémora. Bayó y el drone nos cuidaron la espalda, mientras las tres mujeres optaron por permanecer en la plaza, silenciosas, sin siquiera mirarse.
El corredor se adentraba unos veinte metros hacia las profundidades bajo el Templo Votivo de Maipú. Sin ser amplio, permitía el paso de varias personas adultas en grupos de tres. Insectos y otras alimañas aparecían entre las rendijas, pero se escondían de inmediato ante las luces y el sonido del Wasp IV que nos cuidaba la retaguardia y al mismo tiempo permitía que allá arriba, el reverendo y exsenador Andrew Chapeltown, uno de los financistas de la operación, participara de todo el proceso en primera persona. Mentiría si dijera que no estaba nervioso. Al igual que Javier y que todos los que caminábamos por ese túnel, sentía que mi corazón latía cada vez más fuerte, como el motor a pistón y pulso de un viejo avión de caza de la Segunda Guerra Mundial, un P-47 Thunderbolt, quizá.
En todo el trayecto era fácil descubrir las alteraciones que los jesuitas habían hecho a la estructura original, tras el gran terremoto del Señor de Mayo, el de ese Cristo hoy exhibido en el Templo de los Agustinos, en el centro de Santiago, al cual la corona de espinas se le deslizó hasta los hombros sin lógica alguna, siendo desde entonces imposible de regresar a su posición original. Mientras continuábamos recordé la leyenda alrededor de esa escultura colonial. Se dijo que para evitar que la ciudad volviera a ser destruida por un terremoto, de la magnitud del de 1647, el Cristo de Mayo o Señor de la Agonía debía sacarse en procesión por las calles principales de la ciudad cada 13 de mayo. Solo en dos ocasiones esto no ocurrió, en 1984 y en 2009; en ambas, un año antes de que un gran sismo sacudiera la zona central de Chile.
Los faros del Wasp IV cambiaron su dirección al frente, abriendo además su eje de apertura para iluminar con más potencia y así descubrir la puerta de madera con postigos y cruceros de hierro que nos cercaba el paso.
La respiración se hacía entrecortada y resultaba difícil precisar si debido a los nervios del momento o a que en verdad comenzábamos a asfixiarnos allá abajo, en un corredor al que no llegaba un solo conducto de ventilación desde la superficie.
Javier apoyó su palma derecha contra la vieja madera de la puerta y se quedó un momento en esa posición casi ritual. Luego quitó su mano y vio cómo la superficie de esta lucía sucia con el barro, la podredumbre y el óxido que chorreaba desde las secciones metálicas. Se limpió la palma en sus pantalones y luego cogió la espada y, empuñándola, introdujo la punta en la cerradura de la puerta. Al hacerlo se escuchó el accionar de un mecanismo, el filo en forma de llave había sido reconocido por el laberinto interno del candado.
—Señor, que se haga tu voluntad —pronunció en voz alta quien se hacía llamar Hermano Anciano, siguiendo el teatro que tan bien había preparado para sus aliados de la Hermandad. Detrás mío y haciendo oídos al juego, Joshua Kincaid respondió con un «amén».
Entonces, apretando el puño de la espada del Libertador de Chile con ambas manos, Javier Salvo-Otazo, el autor de Los reyes satánicos y a quien todo el mundo creía muerto, giró el arma hacia su derecha. La puerta entera se estremeció al correrse sus cerrojos que la atravesaban en forma de cruz, anclándose en la vertical superior e inferior de la estructura y en la horizontal por el centro de la misma. El ruido fue sordo y seco y retumbó con un eco reiterativo a lo largo del pasadizo, desde el corazón de este hasta la plazoleta del pucará subterráneo.
Tras verificar que la puerta estuviera sin trabas, Javier quitó la espada del ojo de la llave y de un puntapié abrió la puerta. El olor que vino del interior era aun más anciano y repugnante que el del resto de la ciudadela enterrada. Totalmente a oscuras, el escritor español ingresó a la cámara hasta hacía pocos segundos sellada. Luego lo hizo el drone, que surcó zumbando sus rotores contrarrotatorios por encima de nuestras cabezas hasta situarse a medio metro detrás y por encima de Salvo-Otazo, orientando su sistema de faros hacia todas las direcciones que podía alcanzar. Encendió los focos a plena potencia.
Y la luz se hizo dentro del silo.
Y la cámara estaba vacía.
Completa y absolutamente vacía.
Ante nuestros ojos, cuatro paredes desnudas, un par de ratas que corrió hacia su agujero, un grupo de murciélagos que se soltó del techo y revoloteó hasta encontrar un lugar más seguro, lo más alejado de ese monstruo volador que los observaba con una decena de ojos enceguecedores.
Aparte de ello no había nada.
Y confieso que casi estallo en risas ahí mismo.
Tan desconcertado como furioso, Javier ingresó más al interior y zapateando con insistencia trató de encontrar si acaso había un fondo hueco tras las losas de piedra que conformaban el piso. Tan impactado como su primo, Bayó palpó las paredes por si había algún doble fondo o un mecanismo aun más secreto que abriera una puerta oculta.
Javier dejó la espada de O’Higgins apoyada en un rincón y prácticamente gateando comenzó a revisar cada centímetro de la cámara.
—¡Vosotros! —bramó Bayó con expresión de descontrol y sacando su arma—, ¡ayudad! ¡No os quedéis ahí mirando como tarados! —gritó, incluyendo también a Kincaid en la amenaza.
El padre Ugarte fue quien más se asustó con el arma. Sin pensarlo, se lanzó al suelo del búnker y reptando como un roedor empezó a revisar lo que ya había verificado Javier: si acaso el piso era falso y bajo este había una segunda cámara. Con mucha más cautela y usando la linterna que me había facilitado Bayó me dediqué a examinar las paredes para buscar dobles muros que por efecto óptico engañaran nuestra percepción, abriendo un paso hacia una caja de seguridad. Además, empujé bloques salidos, bajo la premisa de que alguno activara un mecanismo hacia un depósito o pasadizo. Nada ocurrió. Las piedras que se asomaban eran producto de la erosión y los siglos.
En la pared de enfrente, Kincaid repetía mis inútiles esfuerzos.
Entonces Javier explotó.
Tras patear algunos guijarros sueltos en el piso, soltó un par de garabatos y maldiciones, entre los que se asomaron varios santos y nombres divinos. Luego, presa del descontrol, agarró la espada llave y vino contra mí.
—¡Quiero tu linterna! —me exigió con los ojos inyectados en sangre. Pensé que me iba a golpear.
Apenas le pasé el foco portátil, abandonó la bóveda yendo de regreso a la plaza del pucará. Esta vez lo hizo corriendo, trastabillando desesperado. El drone partió de inmediato a la siga suya, con Bayó en tercer puesto y el resto de nosotros intentado darles alcance.
—¡¿Qué sucede?! —exclamó Juliana al ver a su marido aparecer, sucio y con la mirada desorbitada de un asesino psicótico, como villano de historieta de Batman. Javier no le respondió. Trató de ubicarse dentro de la plataforma y con un respirar entrecortado corrió hacia el otro túnel disponible de la fortaleza subterránea.
—¡Javier! —gritó Juliana.
—Calma. —Traté de aquietarla. Cuando ella volteó hacia mí le revelé lo que había ocurrido—: No hay nada, la cámara estaba vacía.
—¡¿Cómo que vacía?! —gritó Princess.
—Eso, vacía —le respondí a la inglesa, que asumiendo idéntica desesperación que la de su jefe, apresuró sus pasos en dirección hacia donde se había perdido Javier. Todos la seguimos.
Como un enajenado, Javier Salvo-Otazo trataba de romper una inexistente cerradura en la puerta que se ubicaba al fondo del segundo corredor. Con insistencia golpeaba la parte metálica de la estructura con el borde de ataque de la espada de O’Higgins. Iluminado por los faros móviles del Wasp IV parecía un desesperado caballero medieval intentando en vano destruir la coraza externa de un dragón demasiado cansado y viejo como para volverse y pulverizarlo con un chorro de fuego expulsado por su boca y nariz.
—¡Princess! —rugió Javier—. Tu arma, vuela el cerrojo de la puerta.
—No hay cerrojo —corrigió la inglesa, inquieta.
—Sí lo hay, fue sellado con metal caliente, exactamente aquí. —Indicó donde efectivamente había un sello de fierros fundidos, en el mismo lugar donde la puerta anterior tenía la cerradura para la espada.
El escritor le hizo un gesto al drone para que iluminara el lugar donde había de apuntar la exasistente de Bane Barrow.
—¡Hazlo, qué esperas! —gritó Javier como energúmeno.
La pelirroja que gustaba de vestirse como muñeca sacó su Hecker & Kosh USP, idéntica a la de Bayó, y apretó el gatillo en cadencia automática de tres tiros. El rebote fue ensordecedor, con un retumbar que se convirtió en un pito doloroso e intenso al interior de nuestros oídos. Pero funcionó. El mecanismo interno cedió con los disparos, liberando los cerrojos en crucero de la puerta.
De inmediato Javier, usando sus hombros y espaldas como ariete, empujó la puerta que, al igual que su gemela, se abrió quejándose como un anciano dinosaurio de cola rastrera.
Un hálito incluso más rancio que el de la cámara anterior nos pegó un golpe, tan intenso que Juliana fue incapaz de aguantar las ganas de vomitar.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Sí, no es nada.
—Es mejor que regrese a la plaza, hay más aire —agregó el padre Ugarte con amabilidad, pero la esposa del Hermano Anciano prefirió seguir en el túnel.
Con un gesto de su mano derecha, Javier ordenó al operador del drone que ingresara al bodegón e iluminara el interior con los faros a plena potencia. El ventilador que sustentaba el robot rugió en vuelo rasante y entró a la cámara con todos sus faros apuntando adelante y abajo. Chillando, un grupo de murciélagos revoloteó desde la parte alta de la cripta y, tras girar alrededor del drone buscó refugio en la oscuridad más próxima.
Logré escabullirme entre Bayó y Kincaid para ver qué había dentro de la cámara. Al ingresar solo vi a Javier Salvo-Otazo arrodillado y rendido, apretando con rabia su mano contra la hoja de la espada de O’Higgins. Un chorro de sangre bajaba por el borde de acero del arma y goteaba hasta el piso del pucará.
Nada. Allá adentro tampoco había nada.
El diario de Lorencito Carpio, su antepasado, no era más que una sarta de mentiras, acaso los delirios de la imaginación de un lunático que pasó sus últimos días buscando una manera de cobrarse revancha de los patrones que se atrevieron a considerarlo poco más que un animal. O quizás el problema había sido yo. Y no era este el sitio subterráneo indicado por las claves de la Logia Lautarina. Una broma, la más grande y cruel de todas las bromas.
—Nada —lloró Javier Salvo-Otazo.
Juliana se acercó a su decaído esposo y trató de consolarlo, poniendo con cariño una de sus manos sobre los hombros del escritor, pero él reaccionó con violencia, girando rápido y derribando a su mujer de un golpe certero con el dorso de su mano derecha.
—¡No me toques, maldita! —exclamó, mientras reaccionaba y nos quedaba mirando como si fuera una fiera hambrienta, dispuesta a saltarnos sobre el cuello—. Queda un túnel —dijo—. Bayó, los explosivos.
—No —gritó el padre Ugarte—, es muy peligroso. Este lugar puede ceder sobre nosotros.
—Bayó, ya escuchaste mi orden —subrayó Salvo-Otazo.
El militar español miró a Juliana que se levantaba con dificultad, luego a su primo e insistió en lo del sacerdote.
—El cura tiene razón. Ese túnel está destruido, la iglesia de la superficie colapsó sobre él. Es peligroso. Si detonamos un poco de C-4 plástico podemos hacer que todo esto —miró al techo— se nos venga encima. Un poco de cordura, por favor, Javier.
Le contestó el arma de Princess apuntándolo a los ojos.
—Ya escuchaste a Javier —dijo la inglesa—. Es él quien está al mando y usted sabe que yo sé disparar muy bien.
Bayó asintió y no volvió a abrir la boca.
Princess movió su arma y nos indicó a todos que saliéramos de la entrada a la cámara. Luego lo hizo el drone, seguido de Juliana, quien ni siquiera volteó hacia su marido. La exasistente de Bane Barrow y el Hermano Anciano fueron los últimos en regresar a la plaza central del pucará enterrado.
—¿El C-4? —pidió el Hermano Anciano a Bayó.
—Esto se acabó, señor Salvo-Otazo —se adelantó Kincaid—, la operación fracasó, le agradecemos el esfuerzo, pero…
—Pero usted y La Hermandad solo tienen miedo —refutó el escritor español—. El tesoro de la cuarta carabela está en este lugar, tiene que estar en este lugar. Y si los siglos lo sepultaron debajo de esas ruinas —apuntó al tercer túnel—, voy a sacarlo aunque tenga que dejarlos enterrados a todos ustedes… A todos ustedes… —me miró.
Bayó aprovechó el delirio de su primo para hacer un guiño al drone, pero Princess fue más rápida.
—Ni lo pienses, coronel. —Le apuntó a la cabeza—. Ahora, estimado —pasó a un trato formal—, indíquele a su hombre allá arriba que el robot tiene otro jefe. —Bayó asintió e hizo un gesto al operador del drone para que continuara en vuelo estático—. Entonces —prosiguió la inglesa—, los explosivos.
Bayó se quitó la mochila y la arrojó al suelo, empujándola con su pierna izquierda en dirección hacia Javier.
—Salvo —Ginebra rompió su silencio—, terminemos con este espectáculo. El juego acabó, no encontraste tu tesoro, pero ganaste la guerra.
—Yo no vine a ganar ninguna guerra, vine por mi tesoro, agente —respondió él.
—¡Basta, Javier! —grité, sacando coraje—. No eres un niño.
—Tú te callas —respondió a mi espalda Juliana, apuntándome con un arma idéntica a la de su compañera—. Lo tengo cubierto, Javier, ve por los explosivos… —Ella estaba llorando.
—Juliana… —Bayó intentó pararla, yo solo la miré.
—Vos sos solo un soldado, Bayó. Estás en esto por la recompensa que se te prometió. No entendés nada, y nunca lo vas a hacer… Militar cabeza hueca, mercenario de baja categoría.
La mujer de Javier se acercó a Princess y juntas cubrieron toda el área, apuntándonos al resto de los presentes, mientras sobre nuestras cabezas el drone rugía como si no supiera qué hacer.
Imaginé que para Bayó hubiese sido fácil ordenar a la máquina que apagara sus luces, pero no se iba a arriesgar a que le metieran una bala en la nuca. Un militar experto reducido por dos mujeres. Si me lo hubiesen contado no lo habría creído.
Javier dejó en el suelo la espada y fue por la mochila de Bayó. Estaba nervioso, tartamudeaba y sus manos le temblaban mientras buscaba el paquete con explosivo plástico.
—¿Sabes prepararlo, verdad? —le preguntó a Princess con el tono de un niño mimado que buscaba la ayuda de su madre o hermana mayor.
—Lo sé, tú solo preocúpate de sacar el C-4 y el detonador.
Nervioso, el Hermano Anciano escarbaba al interior del bolso intentando comprender cuál de todos los artilugios con cable era el detonador.
Kincaid miraba a las mujeres.
Ugarte estaba arrodillado con la cabeza entre las piernas.
Ginebra tenía sus ojos fijos en mí.
Entonces lo supe. Mentira, creo que siempre lo supe. No. No siempre. Solo desde hacía unos segundos, cuando Bayó le arrojó la mochila a Javier.
Estaban Juliana y Princess, ambas con armas. La primera, nerviosa, cubriendo a cualquiera que amenazara a su marido. La segunda, preocupada del único realmente peligroso del lote: Bayó. Y estaba la espada de O’Higgins, arrojada en el suelo junto a Javier, y arriba, el drone, ese robot volador que estiraba su cuello para alumbrar a quien había ideado toda la misión.
La espada y el drone.
La espada y el dragón.
Observé el panorama completo, la ubicación de cada participante y mentalmente dibujé la movida de las piezas de mi ajedrez. Dos reinas y un rey, el resto solo peones. Es mentira que un peón no puede llegar al trono.
Javier seguía buscando los explosivos. Tres segundos que se me habían hecho diez minutos. Si el tiempo se condensaba de esa manera en mi cabeza, en la práctica podría ser igual. Pensé en mis héroes favoritos, desde Tarzán hasta Han Solo; desde mi padre hasta Colin Campbell, el héroe de mis novelas. Sin siquiera respirar me tiré y rodé sobre Ginebra, echándola al piso. Juliana disparó al aire, asustando a Kincaid y Ugarte que se tumbaron sobre las piedras. Princess intentó dispararme al adivinar mi propósito, pero le resultó imposible, porque Bayó se le fue encima. En medio de la confusión salté hacia Javier, lo golpeé en la mejilla para derribarlo y agarré la espada de O’Higgins. Dios, me sentí como dentro de un capítulo de Juego de tronos. Empuñé el arma y tracé un arco con el filo hacia las piezas móviles y los cables que unían la cabeza del drone con el fuselaje. Al igual que en los cuentos de hadas, había que cortar el cuello de la bestia maligna. El primer golpe solo aturdió al robot que, lento, trató de recuperarse, pero no pudo; un nuevo ataque de mi parte cortó las conexiones y la máquina se vino al suelo, apagando su motor y las luces.
Y todo fue oscuridad.
Y un primer balazo.
Y un segundo balazo.
Y un tercer balazo.
Otra vez oscuridad.
El eco de los tiros, un punzante silbido en el oído.
Luego el silencio.
Mi puño sudado aún aferrado a la espada.
Caballeros y dragones. Tonterías que uno piensa cuando lo menos que se debe hacer es pensar.
Entonces, una linterna que se enciende, luego otra. Javier y Princess iluminando la estancia.
—¿Qué hiciste, hijo de puta? —me gritó Princess desde su rincón. A su lado derecho Bayó, con una bala entre los ojos, aparecía tirado de espaldas, muerto. Al otro extremo, Juliana se sujetaba su hombro izquierdo, que había sido perforado por una bala y de cuya herida manaba mucha sangre. El arma en el suelo y su rostro descompuesto e indescriptible, como de quien experimenta por primera vez un tipo de dolor del que ha leído y visto demasiado pero le es imposible dimensionar en su realidad.
En este lado de la cancha, por mi izquierda, Ginebra. La exagente del FBI permanecía en el piso, sentada, con una herida en la pierna derecha por sobre la rodilla, sin cara de sufrimiento, solo de rabia, y de tratar de entender qué había ocurrido y, sobre todo, cómo habían sucedido las cosas.
—¿Estás bien? —le pregunté por preguntar.
—He tenido peores. —Era verdad.
Traté de aplicar lógica a la situación pero la aritmética fue imposible. Princess le había disparado a Ginebra, eso era evidente. ¿Pero quién le había dado a Bayó y herido a Juliana? Miré a los de mi bando. Aparte de la hija de Leverance, el resto de los participantes no era precisamente competente: Kincaid y el sacerdote permanecían arrodillados en el suelo, aterrados y cubriendo sus cabezas con los brazos, acaso orando para que ninguna otra bala fugitiva les diera. Balas fugitivas y balas errantes, ya no me trago esas ideas, pero no había otra a menos que creyera en milagros. ¡Un momento! ¡El mercenario que Bayó había dejado en espera junto a las puertas que daban a las vías del metro! Quizás estaba en las sombras, acechando, buscando su mejor ángulo para el siguiente tiro. Miré y no encontré nada, salvo el drone moribundo que aún aleteaba en una esquina de la plaza de la fortaleza enterrada.
—Vas a pagar por esto, Miele —rugió Princess, abalanzándose sobre mí con el cañón de su arma apuntándome directo a la cabeza.
—¡Basta! —La detuvo Javier—. Déjalo, Princess, él ya no nos interesa; tenemos asuntos más importante. —Levantó un paquete de C-4 y se lo enseñó. La inglesa bajó su automática y en mudo me dijo que tenía suerte.
—¡Javier! —En medio del dolor, Juliana intentó hacer recapacitar a su marido.
—Tú haz lo que quieras —le respondió el Hermano Anciano, quien luego agarró la bola de explosivo plástico y avanzó en dirección al interior del túnel derrumbado, iluminando su trayecto con el lánguido haz de su linterna.
—Espera, no entiendes… —Traté de que Javier Salvo-Otazo reflexionara.
—Todo lo contrario, amigo mío —me respondió dándome la espalda y siguiendo sin dudar cada instrucción del desbocado guion de su vida—. Entiendo mucho más que tú. ¡Y quédate con la espada de tu Libertador, ya no la necesito! ¿Princess?
La inglesa fue por los detonadores y, caminando de espaldas para no perdernos de su foco de atención, siguió a su jefe. Antes de perderse en el túnel recogió la linterna de Bayó y me la arrojó.
—Tómalo como el saldo de una deuda, Miele. E insisto, tienes suerte —me dijo y luego se perdió en la oscuridad.
De no ser por esa SupFire con foco LED que rodó hacia mis pies, hubiésemos estado nuevamente a oscuras. Fui por ella y abrí la luz a máxima potencia. No era el drone, pero ayudaba bastante.
Juliana lloraba, dividida entre salvar su vida o acompañar al hombre que alguna vez juró amar y cuidar hasta que la muerte los separara. Una cursilería que aquí y ahora parecía más irónica que nunca.
—¡No! —La detuve cuando la vi dar un paso hacia el corredor—. Tienes una hija, Juliana. Pase lo que pase, hay alguien en el mundo que te necesita más que ese loco. —Me quedó mirando. Lloraba, lloraba mucho.
Vi cómo Ginebra amarraba su herida con un pedazo de mezclilla que arrancó de un tirón de su pantalón y supe que debía de hacer lo mismo con Juliana. Le pedí que sujetara la linterna y luego rasgué la manga izquierda de mi camisa.
—Tu hombro —le pedí.
Ella se desabrochó la blusa escocesa que llevaba puesta y con cuidado me enseñó la herida. Arrugó el rostro al tirar la tela que se había pegado al agujero por donde había entrado la bala y me pidió que tuviera cuidado.
—Lo tendré —le mentí, mientras observaba el daño. El proyectil se había incrustado en su omóplato, fragmentado el hueso que se había abierto y enterrado hacia el interior de su espalda. El dolor debía de ser espantoso. Amarré con cuidado, como vi que lo hacía la agente del FBI y como un militar amigo me había enseñado cuando me asesoró en La catedral antártica, pero lo suficientemente firme como para hacer un torniquete.
—Es solo para parar la hemorragia —justifiqué.
—No necesitabas explicarte —dijo ella entre lágrimas, sudor y mucosidades.
Luego tomé de vuelta la linterna y haciendo acopio de un don de liderazgo que nunca tuve, indiqué:
—Padre Ugarte, ayúdela. —El presbítero redentorista se acercó a Juliana y la sujetó por el lado de su brazo sano—. ¿Kincaid, puedes con Ginebra?
—Sí —me respondió el abogado de Athens, Giorgia.
Recogí el arma de Juliana y me la mentí al cinto. Luego fui por la espada de O’Higgins, que estaba tirada a un lado de los restos del drone, y por su vaina, que recuperé del estuche de madera. Acto seguido, con la mano izquierda apunté la luz hacia el túnel que conducía a la línea 5 del metro de Santiago.
—No perdamos más tiempo. —Comencé a guiar a mi improvisada compañía en los que serían los doscientos metros más largos y lentos que he recorrido en mi vida.
—¿Miele? —me llamó Ginebra que caminaba arrastrando su pierna derecha mientras se sujetaba de los hombros de Kincaid—, tú no sabes disparar y más adelante vamos a tropezarnos con uno de los soldados de Bayó, quien de seguro no va a entender razones.
Sin responderle le pasé el arma. Ella le preguntó a Juliana si es que la pistola estaba cargada.
—No disparé una sola bala —respondió, mientras yo me las ingeniaba para espantar ratones con la luz de la linterna y rogaba porque Javier y Princess demoraran en hacer estallar la fortaleza subterránea.
Ginebra metió la automática en el cinto de sus jeans, pero por detrás, para evitar que la descubrieran si es que la veían de frente.
El padre Horacio Ugarte sollozaba, haciendo lo imposible para no desfallecer, mientras sujetaba a la mujer del hombre que lo había secuestrado. En su lugar yo la habría dejado tirada, más aún cuando el sicópata de su raptor amenazaba con derrumbar todo alrededor suyo, sepultándolo para siempre. El tiempo corría en contra de todos y lo que menos necesitábamos era llevar lastres. Miré a las mujeres. Juliana sangraba menos pero cada movimiento le resultaba una tortura; lo de Ginebra era más superficial, un roce con rompimiento de músculo. En alguien sin su formación y entrenamiento militar habría sido invalidante, pero la hija del ahora caído en desgracia exlíder del National Committee for Christian Leadership se las ingeniaba para esconder la más mínima muestra de fragilidad y continuar manteniendo un buen paso, sujeta de las fornidas espaldas de Joshua Kincaid.
—Señor Miele —me distrajo el diácono de Athens indicándome que mirara hacia delante. La luz de una linterna se nos aproximaba. No era lo único nuevo en la escena, aunque el otro detalle corría por la vereda del audio. Desde el fondo del plano se escuchaba el sonido arrastrado y largo de los trenes del ferrocarril metropolitano al pasar por las vías de la línea 5, cuyo ruido rebotaba hacia el interior de la fortaleza incaica como si un espectro gigante arrastrara cadenas muy largas y pesadas a nivel del suelo.
—Estamos cerca —balbuceó el presbítero Ugarte.
—Eso no significa que estemos a salvo —lo trajo a tierra la mujer que se sujetaba de sus hombros—. ¿Elías? —pronunció inmediatamente.
—¿Qué ocurre?
—La espada. Ese tipo sabe que soy la mujer de Javier y que él tenía ese sable. Si me ve a mí con ella será más fácil convencerlo de… —dudó— de lo que sea que haya que convencerlo.
Era lógico. Me acerqué y le pasé el hierro del Libertador. Ella no solo supo sujetarlo con firmeza, sino que además usó la vaina de improvisado bastón para amortiguar el dolor que con cada paso le punzaba en el hombro herido. Mentiría si dijera que no pensé que la reliquia podía dañarse de manera irreparable con esa acción.
Continuamos avanzando hasta llegar al punto de encuentro con la otra luz. Como era obvio, efectivamente se trataba de Manú, el mercenario de Bayó que debía de cuidar el ingreso al pucará, quien se paró frente a nosotros con su arma apuntando inmediatamente bajo la linterna, una técnica usada por los servicios de seguridad de todo el mundo, tanto para alumbrar emplazamientos oscuros como para enceguecer a quien se tuviera por delante, haciéndole imposible apuntar en contra.
El hombre nos miró, se concentró en las mujeres heridas y luego habló:
—¿El resto?
—Al fondo del pasaje, en una estructura prehispánica que funciona como plaza pública del pucará —lo demoré con lenguaje técnico.
—¿El coronel Bayó? —insistió.
—Está con el señor Salvo-Otazo —mentí, instalando explosivos.
—¿Qué sucedió? —apuntó a Ginebra y a Juliana.
—La muchacha inglesa —mintió la esposa de Javier— se volvió loca y trató de matar a Bayó, disparó al aire y nosotras tuvimos mala suerte. El coronel la baleó y bueno… Debió de escuchar el ruido.
—No oí nada.
—Bayó ordenó que nos acompañara a la salida —siguió Juliana—. Él y el señor Salvo-Otazo van a detonar unas cargas para abrir lo que quedó de un muro que se derrumbó en un terremoto.
—En 1906 —insistí, siguiéndole el juego a la autora de Las hijas de la penumbra para marear al soldado con información que fuera incapaz de procesar rápido.
—Por eso me entregó la espada, como puede ver —le enseñó Juliana—, para que la cuidara y evitara que resultara dañada.
—Algo no está bien —reaccionó él—. El coronel Bayó me indicó que no me moviera de mi posición hasta que él regresara.
—Y no lo haga —siguió Juliana—, pero déjenos salir. —Sudaba de dolor e impotencia—. Ella y yo —indicó a Ginebra— estamos mal, necesitamos asistencia.
—No son las órdenes…
—No somos soldados —interrumpí.
—De acuerdo al coronel Bayó, todos somos soldados. Y mientras no tenga un mandato que diga lo contrario, ninguno de vosotros traspasará mi límite —sentenció el mercenario sin bajar su automática.
Miré hacia Ginebra y sentí cómo sus manos se deslizaban hacia el arma que llevaba sobre el cinto, encima de su trasero.
—Están malheridas —supliqué—. Por último que pasen ellas y uno de nosotros.
—Nadie traspasará mi muro —replicó él sosteniendo su reluciente Heckler & Kosh USP de nueve milímetros.
Observé a Ginebra.
—¡Ustedes dos!, ¿qué sucede? —gritó el soldado al descubrir el gesto que habíamos compartido con la exagente del FBI—. ¿Qué es eso que lleva atrás, señora? —continuó, y al encontrarse con la pistola idéntica a la suya aulló—: ¡Levante las manos de inmediato, no se mueva!
Ginebra no le respondió.
Nadie lo hizo.
No hubo necesidad.
El trueno de una explosión nos silenció a todos; luego una onda de choque avanzó como un terremoto por la galería hasta derribarnos. La nube de polvo, el temblor de toda la fortaleza, los escombros que se nos vinieron encima y la sensación de que todo lo que nos rodeaba se desplomaba sobre nuestras cabezas. El mercenario fue el más afectado, el impacto de la onda le pegó de frente, disparándolo contra una de las paredes del túnel, oportunidad que aprovechó Ginebra para volarle los sesos de un disparo. Entre el sonido de la explosión y el de los tiros, imagino que todos quedamos sordos por un instante. Volteé hacia el fondo del pucará. Todo era polvo y tierra. Hacia el frente, aun peor. El impulso de la onda de choque había convertido en astillas la puerta del túnel, haciendo del corredor un cañón que explosionó la fuerza del estallido hacia las vías del metro. Entre los restos y la humareda alcancé a ver un carro del ferrocarril metropolitano detenido, con los vidrios y puertas rotas, luces de todas las formas y colores. Había gritos y llantos. Miré a mis compañeros y asentí a Ginebra por lo que había hecho. Fui por Juliana y esta vez yo la tomé para ayudarla a moverse.
—Padre, ocúpese usted de la espada. La gente para la cual trabaja sabrá darle un buen lugar. Tómela como un regalo por las molestias.
El redentorista y arquitecto se aferró al hierro del Padre de la Patria y se mantuvo callado. Los primeros en salir a la línea 5 fueron Kincaid y Ginebra. Afuera todo parecía una película apocalíptica, la escena justo después del primer ataque extraterrestre o segundos antes de que ingresaran manadas de zombis —o cualquier otra clase de muertos en vida— dispuestos a acabar con el género humano.
El convoy afectado por el «cañonazo sónico» se había descarrilado, mientras el vagón afectado directamente por la onda de choque presentaba un boquerón similar al de un buque recién torpedeado. Había gente herida y asustada por todas partes, lo que nos daba una ventaja. Nadie iba a percatarse del grupo de extraños —incluidas dos mujeres heridas de bala que salían desde el centro de la Tierra— junto a las vías del ferrocarril metropolitano. La bomba desprendió concreto y fierros desde el techo del túnel y levantó y curvó el carril poniente como si fuera de plástico. Algo positivo en el caos. El evento había cortado la electricidad y suspendido el movimiento de los trenes. Hacia el norte, en el claro de la estación Santiago Bueras, se apreciaban dos convoyes detenidos y muchas personas mirando hacia el túnel. Al sur, en la terminal Plaza de Maipú, la situación era similar, salvo que los andenes estaban cubiertos de polvo, volaban chispas por todos lados y algunas roturas en las cañerías expulsaban chorros de agua que formaban cascadas hacia los carriles. Las luces de las linternas de guardias y el personal de seguridad se movían desde la entrada al túnel, acercándose rápido hacia donde estábamos nosotros y el resto de la gente afectada por la explosión.
—Hay que ir hacia allá —dije impulsando al grupo a dirigirnos hacia la estación Plaza de Maipú. Con Kincaid ayudamos a Ginebra y a Juliana a saltar a las vías, mientras Ugarte no se separaba de la espada. No alcanzamos a avanzar cinco metros cuando un grito nos hizo voltear hacia la puerta que conducía al pucará.
—¡Mieleeeee! —gritaron mi apellido.
De pie, en la plataforma que formaba un terraplén sobre el andén, nos observaba Princess Valient. Estaba entera sucia, empapada en polvo y cenizas. Tenía heridas en las rodillas, la frente y un ojo reventado, absolutamente negro, que le sangraba sobre el lado derecho de la cara; quemaduras en los brazos y orejas y la ropa deshilachada, dejando al desnudo varias partes de su cuerpo. Entera marcada por piedras y astillas que se le habían incrustado en la piel, no parecía una imagen real, sino la viñeta final de un cómic o un videojuego ultraviolento; lucía como si fuera la última superviviente de la humanidad dando su aliento final para acabar con la bestia que le había arrebatado todo. La diferencia es que en nuestro orden de las cosas, ella no jugaba para el bando de los buenos.
—Allá abajo —tartamudeó—, allá abajo no hay nada, nunca hubo nada. Nos mentiste Miele, nos mentiste a todos —lloraba de rabia y frustración—, maldito hijo de puta —y sacó desde su espalda el arma automática, dispuesta a meterme una bala entre los ojos y mandarme al otro lado.
Y se escuchó un disparó.
Pero no fue ella la que jaló del gatillo.
Dos balas de 45 ACP impactaron a la ayudante inglesa de Bane Barrow, la primera sobre el pecho izquierdo, directo en el corazón; la segunda en la frente, sobre el ojo derecho. Se quedó estática un momento, como petrificada por los balazos y luego se desplomó hacia su lado izquierdo, cayendo con peso muerto sobre las vías del ferrocarril metropolitano y quebrándose el cuello al golpear la cabeza contra el borde de cemento que soportaba uno de los rieles. El grito de una mujer que había contemplado todo lo ocurrido fue tan ensordecedor como el disparo.
Giré sobre mi derecha y ahí lo vi: Joshua Kincaid sujetando firme un pequeño revólver Smith & Wesson Governor con tambor de seis cargas. El abogado y diácono respondió a mi mirada y levantado su ceja derecha contestó a mi duda acerca de las dos balas furtivas de hacía un rato allá abajo.
—¡Tire el arma y ponga las manos sobre la cabeza! —gritó una voz desde el sur. Kincaid obedeció mientras todos girábamos lentamente. Un grupo de guardias, todos tan asustados como los pasajeros que miraban la acción, nos apuntaban con sus armas de servicio, esperando la llegada de miembros de Carabineros de Chile, la policía uniformada que ya se apersonaban en el túnel.
—Elías… —estiró Juliana antes de desmayarse sobre los rieles neumáticos.
—Por favor —dije levantando las manos—, deténganos y todo lo que sea necesario, pero tengo a dos mujeres con heridas de bala, una de ellas desangrándose.
La policía sacó a Juliana y a Ginebra en camillas, ambas esposadas a los catres. Del padre Ugarte no supimos nada, solo que desapareció con la espada de O’Higgins. Con Kincaid subimos esposados desde la estación hasta la superficie, en medio de la plaza de armas de la comuna de Maipú.
Si los túneles y la terminal del metro era un caos con revestimientos caídos, rieles levantados, escaleras mecánicas inservibles y mucha tierra y polvo, arriba las cosas no eran muy distintas, aunque, por supuesto, no había grandes daños y en apariencia la tierra no se había abierto para tragarse edificios y centros de comercio. Roturas de sistema de agua potable tenían las calzadas y veredas bajo una lluvia de agua. Los grifos para bomberos habían reventado y sus chorros se convertían en pequeños ríos que bajaban hacia avenida 5 de Abril. Nubes de polvo —que se parecían a esas fotografías viejas de tormentas de arena en el desierto— se esparcían por todos los puntos cardinales, con especial abundancia hacia el Templo Votivo. Pensé en Javier, probablemente sepultado allá abajo, aunque no había cuerpo y eso en cualquier historia de misterio y suspenso significa que no hay muerto. Curioso en su caso. Muerto dos veces… O dos veces no muerto.
Inspectores de la PDI, la policía civil de Chile, se nos acercaron para terminar la tarea de sus colegas uniformados. A medida que los veía caminar hacia nosotros pensé que este era el instante en que el director de la película ordenaba al montajista volver a poner en el metraje una escena previa para ayudar al espectador promedio a entender qué había pasado. Ayer, a la caída de la tarde, en un departamento ubicado en el piso ocho de un edificio en calle Francisco Encina, esquina con Padre Mariano, en el sector de Providencia, ciudad de Santiago de Chile, le pedí a Juliana y a Princess despedirme de mi hija. Podrían haber dicho que no, pero me arriesgué. Regresé a la habitación donde la tenían retenida, sin que ella se percatara de su situación, y le dije que pronto la llevarían a casa de su madre. Luego le pedí a Elisa un lápiz y el libro que estaba leyendo, abrí una página y escribí: «Miranda, llama a la policía; los que raptaron a nuestra hija y asesinaron a un amigo escritor en el cerro San Cristóbal están ahora en el Templo Votivo de Maipú. Yo estoy con ellos. Ayúdame». Luego miré a mi primogénita y le dije al oído un secreto: «Si papá no te llama mañana antes de mediodía para llevarte tu regalo, muéstrale lo que acabo de escribir en tu libro a tu mamá». Y ella lo hizo, sé que lo hizo, siempre supe que lo iba a hacer. Ahora necesito tiempo para buscar un regalo.
—Señor Elías Miele —saludó un detective joven que vestía una de esas casacas ligeras a imitación del FBI.
—Soy yo —respondí agotado, con ganas de que todo terminara.
—Está detenido por desacato a orden judicial en un proceso abierto desde hace diez años, también por complicidad en el secuestro de su hija, una menor de edad, y posible participación en asesinatos y acciones terroristas.
—Haga lo que tenga que hacer —le respondí—. Una cosa más: hay un hombre armado en la capilla del padre Ugarte, creo, pregúntenle a él. También hay personal entrenado y con armas en la oficina pastoral del Templo Votivo que mantienen bajo amenaza al párroco, sus asistentes y personal de aseo. Además, hay otro individuo, soldado también de origen español, en los sótanos del santuario, junto a un ciudadano norteamericano de apellido Chapeltown.
El policía me miró con cara de no saber si era broma o le hablaba en serio. Luego me agarró de la cabeza y me metió a la fuerza al asiento trasero de una Mitsubishi Montero G2 con los colores institucionales.
—Puede llamar a un abogado —me dijo el policía mientras le indicaba al conductor dirigirse al edificio de la fiscalía metropolitana.
—Créame —le respondí—, ese es el menor de mis problemas.