Ubicada en el nudo vial que formaba la intersección de la avenida Pajaritos con las autopistas Américo Vespucio y Del Sol, la estación, precisamente llamada Del Sol, de la línea 5 del ferrocarril metropolitano de Santiago de Chile, era la primera de la ruta donde las vías dejaban de ir por la superficie, montada en un viaducto de ocho kilómetros, para convertirse en subterránea y así continuar el trayecto hasta la plaza de Maipú, bajo la cual se ubicaba la estación terminal.
—Esto es como de Dune, Shai Hulud —dijo Javier cuando nos bajamos de una de las ambulancias Mercedes Benz Sprinter de la clínica del doctor Sagredo, citando una de sus novelas de ciencia ficción favoritas, de la cual había escrito toneladas de artículos y columnas en revistas culturales españolas.
—El durmiente debe despertar —le seguí el juego al autor de Los reyes satánicos que no se separaba del estuche de madera que portaba la espada de O’Higgins y que se había convertido en cabecilla de una desquiciada conspiración religiosa e histórica internacional, mientras guiaba a los extranjeros a la estación del metro.
Javier, Juliana, Princess, Ginebra, Bayó, el mercenario llamado Manú, Kincaid y el «rehén» padre Ugarte era el batallón encargado de la misión de campo. Chapeltown optó por quedarse en el sótano, junto a otro de los soldados españoles, a quien el excoronel encargó la operación del drone, bajo la orden de continuar el vuelo a través del corredor hasta la «puerta de ingreso» al triple pucará subterráneo de Maipú y permanecer allí, aterrizado, en espera de nuestro arribo; y esto, si es que lográbamos arribar, porque las posibilidades en contra eran iguales que las a favor, por muy optimista que fuera el ánimo del escritor español a quien llamaban Hermano Anciano.
Bayó le enseñó a su subalterno un código de señas con el cual nos comunicaríamos, robot mediante, cuando llegáramos al punto de encuentro. Se encargó además de traer todo lo necesario, armas incluidas, en una mochila de servicio con forro de fibra plástica, que en caso de guerra (no era esta la situación) podía servir incluso como protección antibalas.
Juliana se acercó a la boletería y compró los tickets para ingresar a los andenes. Luego ella misma fue metiéndolos en la ranura, mientras yo guiaba al grupo hacia las vías de la derecha, en dirección a la Plaza de Maipú. En otras palabras, de regreso a la nave madre, pero esta vez bajo tierra.
—¿Qué hora es? —le pregunté a Ginebra, pero ella levantó los hombros. No traía ni reloj ni teléfono.
El padre Ugarte me tocó el hombro izquierdo y me indicó los televisores de pantalla plana que había sobre los andenes, donde las imágenes de un noticiario transmitido por un canal interno llamado Metro TV marcaban las 12:57. Pensé en mi hija, en nuestra última conversación antes de que Princess la llevara a casa. Ojalá le hubiese pasado el libro a su madre.
Sonreí.
—Qué feliz pareces —comentó Princess al verme.
—Me acordaba de Elisa. Le caíste bien.
—Soy buena en lo que hago. En todo lo que hago —me guiñó un ojo. El convoy 2066 del Metro de Santiago, montado sobre material rodante GEC-Alsthom NS-93 con ruedas neumáticas y configuración de siete coches, se detuvo en la estación. Poca gente abordó, bastante menos de la que descendió del vagón.
—Caminemos hacia el último vagón —indicó el presbítero Ugarte apenas nos subimos al tren subterráneo. Estábamos en el cuarto carro, así que a medida que este partía de la estación y se perdía hacia el túnel avanzamos tres vagones en dirección a la cola, ubicándonos al fondo de esta, apoyados en la puerta de la cabina del carro tractor, gemelo del que en esos instantes impulsaba el tren. Bayó se instaló convenientemente cerca de la palanca para tirar del freno de emergencia.
De acuerdo a lo revelado por el arquitecto y redentorista Horacio Ugarte en 2008, durante la construcción del túnel que unía las dos estaciones finales de la línea 5 —Santiago Bueras y Plaza de Maipú— se descubrieron, accidente mediante, los restos de un túnel prehispánico que prácticamente atravesaba Maipú en dirección al Templo Votivo. De inmediato la Dirección de Bibliotecas y Museos y la Escuela de Antropología y Arqueología de la Universidad de Chile se dieron cita en el lugar y exploraron las ruinas. Sin embargo, el costo de una intervención en terreno y el precio por abrir hacia la superficie era tan alto que se decidió suspender las investigaciones hasta conseguir los fondos necesarios. Pero los trámites eran tan engorrosos que, como suele suceder con este tipo de temas en países del Tercer Mundo, se decidió dejar en potencial las labores hasta que estas pudieran realizarse con todos los recursos necesarios para propiciar el mínimo impacto en la superficie de Maipú.
—Se pensó incluso sacarle provecho turístico al descubrimiento, hablando de una especie de nueva Machu Picchu bajo Santiago, pero todo eso quedó en espera. Miles de correos electrónicos sin contestar y cerros de papeles de estudio que nadie revisó. El metro accedió a construir una falsa puerta de servicio en una de las paredes del túnel, a cambio de que ni la Dirección de Bibliotecas y Museos ni el resto de los involucrados difundieran la existencia del pasadizo y de la ciudad subterránea —nos informó Ugarte antes de salir hacia la estación de metro.
—¿Bayó? —preguntó Javier—, ¿cuánto explosivo plástico se requiere para abrir esa puerta de servicio?
—Poco, pero si la cerradura es como todo en este país, dudo que la necesitemos.
El tren frenó en Santiago Bueras y el vagón prácticamente quedó vacío. A lo más, un muchacho pegado a los audífonos de su iPod y una señorita de unos veintisiete años leyendo una novela erótica. Un par de muchachos que trataron de hacer contacto visual con Princess y una pareja de edad con bolsas llenas de frutas y verduras. Es lo bonito de Santiago de Chile. La mezcla de gente, sobre todo en el interior del metro, es de postal de libro fotográfico auspiciado por el National Geographic.
«Próxima parada, estación terminal Plaza de Maipú. Todos los pasajeros deben descender del tren», anunció una voz femenina mientras los frenos soplaban bajo el carro y cinco vagones más adelante la unidad tractora empezaba a mover los vagones.
—Usted dice cuándo. —Bayó miró al sacerdote apenas el convoy se sumergió en el túnel.
—Aguarde —respondió Ugarte.
Mientras el ferrocarril comenzaba a acelerar, yo busqué un buen lugar del cual sujetarme. El resto de los presentes me imitó. Miré hacia el resto de los pasajeros del carro, nadie se percataba de nada y vivían en su propio universo, cerrado y particular, como debía de ser.
El presbítero se agarró del asidero de la fila de asientos más cercana a la ventana y fue viendo las indicaciones de distancia que cada cien metros se leía en las paredes del túnel.
—Ahora —dijo, acompañando sus palabras con un movimiento de cabeza y ambas manos muy empuñadas al soporte de los asientos.
Primero Princess se tiró al piso del carro y empezó a gritar y a escupir simulando más un caso de exorcismo que un ataque de epilepsia. Luego en sincronizada coreografía, Bayó fue hasta la palanca del freno de emergencia y la levantó con fuerza para desprender la cubierta de plástico transparente de la misma. Y cuando esta cedió, golpeó fuerte con el puño cerrado.
Primero las luces completas del tren se apagaron y luego el convoy entero frenó de golpe, tirando los vagones hacia delante y haciendo que varios pasajeros perdieran el equilibrio con el choque de acción y reacción. Algunos rodaron por el suelo, otros alcanzaron a asirse. El muchacho del iPod vio cómo su aparato de escucha MP3 salía disparado de sus manos para caer entre el acople en forma de acordeón que separaba y unía el sexto vagón con el séptimo.
—¿¡Qué sucede!? —preguntó el varón de la pareja de edad que llevaba las bolsas con frutas, mientras Juliana arrodillada junto a Princess fingía reanimarla.
—Mi sobrina sufrió un ataque, no se preocupe, soy médico —dijo la esposa de Javier Salvo-Otazo, dándole la espalda y pidiendo luego que nadie se acercara. El joven del iPod se levantó y avanzó hacia los otros carros, al igual que los otros menores de edad que iban en el vagón.
Tal como el padre y arquitecto Ugarte nos había anunciado, diez segundos después del freno, las luces se prendieron y la voz del conductor, bastante menos amable que la de la locutora de las estaciones, nos informó que se iban a abrir las puertas, que todos los pasajeros debíamos descender al andén de emergencia junto a las vías y esperar a los guardias que venían en camino desde la estación Plaza de Maipú, y que se había cortado la electricidad en todo el sistema y el tráfico por la línea estaba interrumpido para evitar accidentes.
—Pasajeros con problemas para bajar a los andenes deben esperar al personal de seguridad. —Fue la última frase del conductor. Acto seguido las correderas se abrieron.
Bayó se montó la mochila en la espalda y fue el primero en saltar, luego Javier en su rol de portador de la espada que abriría las puertas del infierno. Después Princess, ante la sorpresa de los ancianos que no supieron qué decir y a quienes Kincaid, con su porte y su aspecto de jugador afroamericano de la NBA, hizo callar levantando su índice derecho contra los labios. El hombre abrazó a su mujer asustado. Era que no.
Desde la cercana estación Plaza de Maipú, distante a unos treinta metros delante del primer vagón, comenzaron a acercarse las luces de los guardias. Ugarte tomó la delantera y nos indicó que nos alejáramos en dirección a la estación Santiago Bueras, unos ciento cincuenta metros hacia el norte.
—Caminad rápido —ordenó Bayó— y pegados a los muros, para que los guardias no se percaten de vuestra presencia.
A unos ocho vagones de distancia, en un pasillo húmedo y oscuro por la falta de electricidad, Ugarte ubicó la entrada al túnel que conducía a los pucarás subterráneos. Bayó dejó su mochila de trabajo en el piso y se acercó a la puerta hecha de metal en una sola hoja y con remaches de acero, y golpeó con energía alrededor de la cerradura.
—No necesitamos explosivos —confirmó.
Princess sacó su arma y apuntó a la cabeza de Ugarte, quien se mantuvo petrificado.
—Nuestra garantía, curita —dijo la inglesa—, por si hay una sorpresa allá adentro.
Bayó la miró y se mantuvo en silencio. Desde el metro, detenido un poco más allá, se escuchaban voces y algunos gritos que sonaban amplificados por la acústica del túnel.
—Perfecto, con ruido es mejor —afirmó el excoronel del Ejército del Aire Español, mientras agarraba su automática de nueve milímetros con silenciador KAC en la punta del cañón y volaba la cerradura de tres disparos directos. Con un puntapié abrió de golpe la puerta, que chirrió por varios segundos. Una brisa hedionda a humedad, podredumbre y restos orgánicos nos golpeó en la cara y a más de uno le provocó arcadas y ganas de vomitar. Bayó iluminó el interior, y nada, todo estaba vacío como una tumba.
—Tienes suerte, sacerdote —pronunció Princess, quitando la punta de su arma de la nuca de Ugarte—. Ahora, andando.
Bayó ordenó a su mercenario permanecer junto a la puerta y disparar contra cualquiera que osara atravesarla.
—Que nadie te vea y que nadie pase —le dijo tras pasarle una linterna y un cargador extra para su arma de servicio.
A medida que nos adentrábamos, el olor se hacía más soportable; la costumbre y también la ansiedad de estar haciendo historia ayudaban. O estar escribiendo el capítulo final de una novela de suspenso, un metalibro, un libro dentro de un libro. Aquello que había empezado como una manipulación cerebral se había convertido en una realidad tan tangible como los bloques de piedra que nos rodeaban y que se curvaban en un pasadizo que poco a poco se inclinaba en una pendiente de bajada. Algunos murciélagos y ratas escapaban del movimiento brusco de la luz de la linterna de Bayó. A no mucho más avanzar, el militar español nos detuvo. Apuntó su faro al frente e hizo una señal de seis destellos seguidos reunidos en iguales grupos de a tres. Un poco más adelante, dos faros bastante más poderosos respondieron a la señal. Luego el ruido de insectos supersónicos, polvo que se levantaba y la coleóptera forma del AeroViroment Wasp IV se nos vino encima, jugando con sus luces como múltiples ojos. En el interior cerrado del túnel, el ruido del robot se ampliaba a niveles cercanos a los de un helicóptero convencional en un modo más agudo, producto del giro contrario de los rotores carenados instalados uno encima del otro. Cuando estuvo delante nuestro, la cabeza cámara del artilugio de inteligencia guiada nos quedó mirando como si quisiera saludarnos con una venia. Los láser trazadores de los costados ya estaban apagados y, en rigor, lo único que veíamos de ese escarabajo de fibra de vidrio con partes metálicas lacadas de negro eran las luces del frente y el iluminador de la cámara.
A base de gestos, Bayó le ordenó al operador del drone —que permanecía junto a Chapeltown en el sótano del Templo Votivo de Maipú— que se adelantara cinco metros delante del grupo para guiar nuestra ruta y que además encendiera los faros posteriores para iluminarnos de forma directa, una manera harto más efectiva que la linterna del excoronel. Gracias a los focos del aerodeslizador se hacían visibles los detalles del espacio en el que estábamos, como las losas semicirculares del piso, el pequeño zócalo que se extendía a lo largo de los muros o las continuas aberturas en el techo que conducían a conductos de ventilación por los que entraba el suficiente aire para no ahogarnos bajo las toneladas de roca y tierra que teníamos sobre nuestras cabezas. Me acerqué al borde del túnel y palpé las piedras. Los bloques estaban muy helados y tan húmedos que los dedos se resbalaban.
—Tienen al menos seiscientos años, quizás más… —me indicó el padre Ugarte.
—El Dorado —dije, mientras metía los dedos entre las lajas tratando de ver si aún quedaba ese oro del cual hablaban las leyendas.
—No, amigo mío —me habló Javier, apareciendo a mis espaldas—, el verdadero tesoro no es el que brilla, sino el que provoca un cambio, como el que está más adelante.
—Y le devuelve dignidad a la familia del esclavo de un padre de la independencia hispanoamericana.
—Si lo quieres ver de ese modo… —me respondió. Enseguida sujetó firme la caja con la espada del Libertador y caminó en dirección a la luz del drone.
Lo dice la tumba del papa Inocencio VIII en la Basílica de San Pedro en Roma. Una inscripción profundamente anacrónica: «Novi orbis suo aevo inventi gloria», es decir, «suya es la gloria del descubrimiento del Nuevo Mundo». Genovés de cuna y de nombre secular, Giovanni Battista Cybo, Inocencio VIII, dirigió a la Iglesia Católica entre 1484 y julio de 1492, cuando falleció de fiebre y fuertes dolores abdominales, exactamente una semana antes de que Cristóbal Colón zarpara del puerto de Palos el 3 de agosto de aquel año. El papa Cybo había sido un ferviente aliado de esa misión y no solo eso, también fue quien dio el nombre de católicos a los reyes de Castilla y Aragón.
Marino de formación, Cybo o Inocencio VIII, se educó en los muelles de su Génova natal. Como navegante realizó mapas de Europa y la costa africana, y desde su lugar en la más alta jerarquía católica abogó por la responsabilidad del Viejo Mundo de explorar qué había más allá del océano hacia occidente. Desde temprana edad manejó información iniciática acerca de un continente desconocido al otro lado del Atlántico, un lugar lleno de tesoros, un nuevo mundo que debía ser explorado. Compartió estos conocimientos con muchos de sus contemporáneos, pero especialmente con la única persona en quien siempre confió: su hijo ilegítimo, Cristóbal Colón.
Hay varias pruebas que confirman esta teoría. Por una parte, el desconcertante parecido físico entre Colón e Inocencio VIII, revelado en varios retratos y pinturas de la época. Además, este papa tenía ascendencia judía, era sobrino de sarracena y de abuela musulmana. De ser descendiente suyo, Colón tuvo fundados motivos para ocultar sus raíces, como así lo hizo. También es clave el hecho de que a pesar de ser una misión auspiciada por la corona española, la mayor parte de la tripulación del primer viaje de Colón estuvo compuesta mayoritariamente por genoveses. Y está el dato de que los navegantes bautizaron como Cuba la primera tierra que pisaron. Aunque parezca de origen indígena, el vocablo deriva de Cybo, el apellido secular del papa que a su vez procede de Cubus o Cubos.
A lo anterior deben agregarse otros hechos. En una serie de cartas que el papa Inocencio VIII le envió a Cristóbal Colón durante 1495, solía llamarlo con el anagrama de «Christo Ferens», que es la forma grecolatina de Cristóbal y que significa «portador de Cristo». Finalmente, es sabido que el Papa Cybo era un ferviente estudioso de la obra de los caballeros templarios, orden desaparecida tres siglos antes de su mandato. Provocó escándalo al hablar de ellos como católicos ejemplares que se dedicaron a proteger la Tierra Santa y abogó por el perdón de sus herederos y, sobre todo, por la devolución de sus tesoros que, según dijo, habían sido robados por la iglesia romana en complicidad con el rey Felipe IV de Francia. Estas declaraciones le granjearon numerosos enemigos dentro de sus propias filas y acusaciones de ser un agente sobreviviente de la orden del Temple que se había infiltrado en la iglesia para destruirla por dentro. El tener antepasados judíos no ayudó mucho en esta guerra en su contra. Murió de un repentino ataque de jaqueca y dolor estomacal, síntomas típicos de quien resulta envenenado.
Tras su fallecimiento, su hijo ilegítimo partiría al descubrimiento de América en una flota de naves cuyas velas iban pintadas con la cruz paté de la orden templaria, homenaje de Colón a su padre recientemente muerto o recuerdo de un viaje realizado siete años antes precisamente junto al Papa, en el que descubrieron, o «protodescubrieron», el Nuevo Mundo.
Previo a ser nombrado Papa, Cybo accedió a nuevos documentos secretos, esta vez pertenecientes a la orden del Temple, fechados en el siglo XIII, entre los que había cartas, documentos y mapas mediante los cuales los también llamados Caballeros Hospitalarios informaban a Roma del descubrimiento de un nuevo continente, al que habrían llegado siguiendo instrucciones y esquemas dejados por vikingos que desde el siglo X venían explorando estos nuevos parajes, que eran «como la Atlántida de Platón; más grande que Europa y África juntas». Usando esa información y con la ayuda de su vástago Colón y fieles marinos genoveses, el recién asumido Papa Inocencio VIII se embarcó en 1485 desde su tierra natal hacia el oeste, llegando a la costa de la actual Venezuela a fines de ese año y dejando registro de la hazaña solo en los diarios de Cristóbal. A su regreso al Viejo Mundo, Cybo y su hijo comenzaron a trazar el plan para el viaje oficial a esas tierras ignotas, esta vez con el apoyo de una corona europea que los ayudaría a tomar posesión política y religiosa del Nuevo Mundo y esconder una serie de tesoros y objetos preciosos que Inocencio VIII quería sacar de Roma por el excesivo poder que estos daban al Vaticano. Además, era una manera de salvaguardar la herencia que se les había arrebatado a los templarios, a quienes ambos hombres admiraban con una devoción absoluta. Oro, joyas y reliquias sagradas eran parte de este cargamento, pero también un cofre que, de ser revelado su contenido, poseía el poder de destruir buena parte de la influencia de la Iglesia Católica. Se trataba de tres urnas encontradas por los Caballeros del Temple en un osario de Jerusalén, en el año 1099, que contenía las cenizas de «María de Séforis, madre de Jesús de Nazareth», y de dos de sus siete hijos, uno llamado Santiago y, la otra, María de Cleofás. Esta realidad atentaba contra dos fundamentos esenciales de la Iglesia Romana: la virginidad de María (que por lo demás solo es legitimada por dos de los cuatro evangelios: Mateo y Lucas, ya que Marcos y Juan jamás mencionan el dato de la pureza —previa y posterior— de la entonces joven nazarena) y el dogma de que la madre del Mesías no murió, sino que ascendió a los cielos, una invención católica del siglo VI que sería subrayada en los siglos posteriores hasta finalmente ser declarada dogma de fe, es decir, verdad que no puede dudarse ni objetarse, recién en 1950, por el Papa Pío XII.
Fue Cristóbal Colón en 1492 el que finalmente cumpliría la voluntad de su padre, quien antes de su muerte intercedió para que los reyes católicos auspiciaran la expedición de su hijo a las «Indias Occidentales», nombre inventado por los genoveses para resguardar el secreto de las nuevas tierras.
El 6 de agosto de 1492, tres días después de que las tres naves de Colón, la Pinta, la Niña y la Santa María, zarparon del puerto de Palos, una «cuarta carabela» se unió a la flota, la Santa Clara, también con velas pintadas con la cruz de malta o paté roja de la Orden del Templo de Salomón, al mando del capitán y sacerdote jesuita Pedro Niño. El barco, una nao de velamen cuadrado gemela de la Santa María, había zarpado desde Cádiz el 3 de agosto y el encuentro en alta mar se dio cerca de Madeira. La embarcación llevaba una tripulación de veintinueve genoveses y un tesoro en oro, piedras preciosas y reliquias que el Papa Inocencio VIII había conseguido sacar de Roma antes de su muerte, incluidas las cenizas de la madre de Cristo.
Desde ahí en adelante hay dos versiones del relato. Una sostiene que por orden del almirante del mar océano, la Santa Clara al mando del capitán Niño se dirigió hacia el sur, siguiendo la costa de Sudamérica hasta el río de la Plata, donde la tripulación descendió de la nave y quemó sus restos para establecerse en algún lugar de la actual Argentina, en la región de Córdoba. La otra versión apunta a que Niño llevó la carabela más al sur, hasta el estrecho de Magallanes, y desde ahí subió por la costa de Chile hasta la actual zona del río Biobío, donde la tripulación entró en contacto con los mapuches, lo que explicaría la sorpresa de Pedro de Valdivia en 1551 al encontrar a indígenas de piel y cabello claro, además de ojos azules, en la zona de Boroa al sur de Chile.
—Lo único claro, de acuerdo a lo que narra Lorencito Carpio en sus diarios —prosiguió Javier a medida que continuábamos adentrándonos metros bajo Maipú—, es que Francisco de Miranda habría accedido a esta información, aparentemente a través de unos diarios confidenciales escritos por Cristóbal Colón y que un masón escocés le habría facilitado en Londres. Sabiendo el poder que contra la iglesia tenían esas reliquias, ordenó a sus hermanos buscarlas y ocultarlas en un lugar seguro y secreto del cual solo supieran los fundadores de la logia, para sacarlas a la luz cuando fuera necesario. Ese sitio fue la Ciudad de los Césares, la perdida fortaleza incaica enterrada bajo Santiago de Chile donde ahora nos encontramos. El resto de la historia ya la conoces. La espada llave y el rito de los cuatro puñales…
—Las cuatro espadas —precisé—. Solo una duda, ¿dónde encontró la logia el tesoro de la cuarta carabela? ¿En Córdova o en Boroa?
—De eso no hay información. Puede haber sido en un sitio o en otro, lo único cierto es que ese tesoro y las cenizas de María, madre de Dios, están acá abajo, ocultas desde 1818 en espera de salir a la luz cuando el mundo así lo necesite.
—¿Y ese momento es ahora?
El Hermano Anciano no contestó.
—Existe otra posibilidad —le dije.
—¿Cuál es esa otra posibilidad, Elías Miele?
—Que todo no sea más que un mito, un invento de Carpio, y que acá abajo no encontremos nada.
Javier Salvo-Otazo me quedó mirando y respondió:
—Sí, es posible. Pero ni tú ni yo contamos con eso y lo sabes.
Se equivocaba, pero preferí no insistir con el tema. Cuatro pasos delante, Bayó nos guiaba hacia el centro de la Tierra, como una versión futurista de los personajes de la novela de Julio Verne. Nosotros, en lugar de seguir las instrucciones de un alquimista perdido, íbamos tras las luces de un robot que parecía haber salido del improbable cruce entre una araña, un escarabajo y un ventilador.