«¿Adónde vas?», me detuvo Javier cuando me aparté del grupo hacia la izquierda, imaginando que el resto me iba a seguir. Era lo más lógico.
—¿Cómo que adónde voy? A la «madre de piedra de la promesa» —recordé, indicando hacia los restos de la capilla de la Victoria, el templo original de Maipú, el que se levantó tras el juramento de Bernardo O’Higgins en noviembre de 1818, del cual solo quedaban los muros de piedra de la nave central.
—No, Elías, eso en un momento. Ahora debemos dirigirnos a la madre mayor —indicó a la mole de sesenta y seis metros de altura y silueta femenina que se alzaba al centro del gran anfiteatro que daba forma al Santuario Nacional.
—La Basílica de Nuestra Señora del Carmen —apunté al templo, por primer vez identificándolo con su nombre oficial— fue construida en 1948 e inaugurada recién en 1974. Si los patriotas escondieron lo que sea que abre eso —señalé la espada que portaba Javier dentro de la caja de madera con mango de cuero y detalles metálicos—, lo hicieron en la iglesia original —otra vez indiqué la Capilla de la Victoria—, a menos que hubiesen viajado en el tiempo —pero no resultó mi ironía.
—Lo tengo claro, pero hemos de ir a la basílica.
—¿Cómo que hemos de ir a la basílica? —interrumpí, reiterando a propósito su línea del diálogo—. Fui yo quien los traje acá, quien tradujo el mensaje de Mendoza. No tengo idea cómo sigue el camino, pero estoy bastante seguro de que lo que sea que busquemos está en la Capilla de la Victoria y no en el templo central.
Javier Salvo-Otazo sonrió.
—Sí, pero el señor Bayó, que dirige la logística de la operación, nos espera en la Basílica —me advirtió.
El exsenador y actual reverendo Andrew Chapeltown, que caminaba al final de la caravana junto a Kincaid, ambos vestidos con ropas ligeras y deportivas, miró hacia lo alto de la Basílica y al reconocer las estilizadas formas marianas de la iglesia, comentó:
—No tendrás otros dioses delante de mí. —Miró a su compañero y completó—: Y aquí vamos, hermano Kincaid, caminando nuevamente hacia un santuario de la idolatría, un lugar de impíos y fariseos. —Entonces descubrió que yo los estaba escuchando y volteando hacía mí, agregó—: Ha de sentirse dichoso en Cristo, hermano Miele, gracias a usted el paganismo católico está pronto a ser derrotado. Se ha transformado en la cruz con la que exorcizaremos a este demonio en forma de mujer al que llaman Virgen del Carmen de este mundo engañado. Siéntase orgulloso de ser un soldado del Señor —terminó, sumando una sonrisa de lo más amable. A su lado, Joshua Kincaid ni siquiera se inmutaba.
La brisa cálida de la primera quincena de marzo arremolinó la tierra suelta que se extendía a lo largo y ancho del óvalo que formaba el atrio del Santuario Nacional, que abrazaba la plaza con sendos corredores de columnas que surgían desde la basílica y se curvaban hasta la entrada de la misma por avenida 5 de Abril, y nos soltó el polvo encima con fuerza, como si Dios mismo no quisiera que el plan de Javier y sus aliados de La Hermandad se concretara.
—¡Qué asco! —exclamó Princess—, en este país no conocen el cemento —pero nadie le respondió; más preocupados estaban de esquivar los remolinos de polvo que de seguirle el juego a la joven inglesa, quien había cometido el error de venir con tacones a un lugar que estaba hecho para transitar con zapatos bajos.
—Esto conmemora una batalla o algo así, ¿verdad señor Miele? —me preguntó Joshua Kincaid, rompiendo su ya habitual silencio.
—En efecto, algo así —le respondí—; la batalla de Maipú o Maipo, llamada así porque se desarrolló en esta zona, exactamente desde donde estamos parados hacia el oriente —indiqué en dirección al centro de la comuna, hacia la Plaza de Armas.
—¿Guerra de Independencia?
—La última batalla, sucedida dos meses después de que se jurara el acta de libertad de Chile en el centro de Santiago —expliqué, para luego armar un resumen de los hechos sucedidos hacía dos siglos en la explanada por la cual caminábamos—. Tras la Declaración de Independencia firmada por Bernardo O’Higgins en la ciudad de Talca, el ejército realista se replegó en espera de refuerzos para efectuar un contraataque, lo que sucedió el 18 de febrero de ese año. Mariano Osorio, el general a cargo de las tropas del rey de España, sabía que el grueso de la armada libertadora de San Martín y O’Higgins estaba de vuelta en Santiago, así que ordenó a sus hombres asaltar y tomar Talca. Enterado, San Martín y sus hombres dispusieron sus unidades y cabalgaron hacia el sur para rodear la ciudad y así obligar a los realistas a que se rindieran. Los patriotas ignoraban que una tropa de cuatro mil soldados leales a la Corona se había replegado con anterioridad y estaba preparada para atacarlos de sorpresa por la retaguardia. A esa batalla se le llamó la sorpresa de Cancha Rayada y fue una gran derrota para los libertadores, que terminó con ciento veinte muertos, trescientos heridos, entre ellos Bernardo O’Higgins, dos mil voluntarios dispersos, veintidós cañones capturados y un ejército realista reposicionado que comenzó a marchar hacia Santiago para reconquistar la capital de Chile y recuperar la colonia.
»Quince días tardó José de San Martín en reunir un ejército de seis mil hombres y veintiún piezas de artillería con el cual frenar el avance realista de las tropas de Mariano Osorio, que avanzaban hacia la capital, optimistas tras la victoria de Cancha Rayada. Espías de las fuerzas patriotas avisaron al general argentino que los españoles seguían la línea del río Maipo y, como tal, la invasión a Santiago se haría no desde el sur, sino desde el poniente. Confirmada la información, San Martín preparó a sus fuerzas en los llanos de Maipo o Maipú —extendí los brazos para recalcar que estábamos sobre el lugar de la batalla—, disponiendo diecinueve regimientos en forma de «U» en este valle, para tener completo dominio de los atacantes y lograr una delantera a la hora de usar la artillería, que fue colocada en los lugares más altos. La batalla de Maipú se decidió el 5 de abril de 1818 y fue una rápida victoria para los patriotas al mando de San Martín. El dominio de las fuerzas chilenas sobre la geografía fue vital para que los cañones diezmaran al grueso de los batallones realistas, mientras los jinetes y soldados del ejército aliado de los Andes y Mendoza cargaron contra el grueso de las fuerzas realistas, consiguiendo en cuatro horas que de los cinco mil hombres al servicio de la corona española, dos mil murieran y otros mil quinientos resultaran heridos y prisioneros, además de ser capturados sus doce cañones. Fue la victoria definitiva del ejército patriota tras la cual se inició la expulsión del grueso de las fuerzas hispanas del país. Constituyó el hecho de armas que consolidó la independencia de Chile.
»Un par de horas después de finalizada la batalla, arribó un batallón de otros mil soldados patriotas al mando de Bernardo O’Higgins, que acudió herido al campo de batalla y fue recibido por José de San Martín con un abrazo que se convirtió en símbolo y firmó una alianza eterna entre los pueblos de Chile y Argentina, cuestión que durante el siglo XX ambas naciones se encargaron de enviar al tacho de la basura. El mito histórico sostiene que O’Higgins dijo a San Martín: “¡Gloria al salvador de Chile!”, y su hermano de logia le respondió: “General, Chile jamás olvidará su sacrificio presentándose al campo de batalla con la gloriosa herida abierta”. Un segundo mito asegura que la victoria de la batalla fue encomendada por ambos líderes patriotas a la Virgen del Carmen, prometiéndole construir un santuario en su honor en el lugar donde se desarrolló el enfrentamiento, lo que se concretó en noviembre de 1818 cuando comenzaron las obras de la capilla de la Victoria, que son las ruinas que acabamos de pasar. No fue un proceso rápido. El odio hacia la figura de O’Higgins, que se extendió prácticamente hasta finales del siglo XIX, los continuos problemas económicos del país y las disputas limítrofes con Perú y Bolivia retrasaron la finalización de las obras, que fueron recién inauguradas en 1892, para poco tiempo después, en 1906, venirse abajo con un violento terremoto que sacudió la zona central del país. Treinta y dos años más tarde, en 1948, el arzobispado de Santiago, apoyado por un congreso mariano, declaró la construcción de esta basílica —apunté hacia el monumental templo que ya teníamos encima—, obras que fueron inauguradas tras una demora de tres décadas, en 1974.
—¿También por problemas políticos?
—Y sociales y arquitectónicos. El diseño de la obra fue un problema. Juan Martínez Gutiérrez, el arquitecto, propuso una enorme cúpula que recibía al público con una explanada abierta y protegida por un semicírculo, formado por dos corridas de columnas paralelas a imitación de la catedral de San Pedro en el Vaticano, pero la arquidiócesis de Santiago buscaba algo que homenajeara de forma más explícita el culto a la Virgen del Carmen, por lo cual se buscó un diseño en forma de torre cuya silueta pudiera ser identificada con la imagen de la Virgen con sus mantos abiertos, como una especie de inmensa «madre de piedra» —subrayé, reiterando el enigma que encontramos con Ginebra en Mendoza—, con un mirador abierto al público en la cúpula superior, la cabeza de la Virgen, que los fieles pudieran ver hacia la capital y hacia Maipú desde los ojos de la madre de Dios. —Sé que no le agradó ese sinónimo—. Entonces, cuando las obras se reiniciaron, una parte de la iglesia y el gobierno propuso transformar la basílica en un gran mausoleo para los héroes de la patria y otros chilenos connotados, algo así como la versión local del panteón de París, lo que gatilló una interrupción de las obras por casi un año hasta que la iglesia decidió que había que regresar a la idea original de dedicar el templo al culto mariano, como santuario católico. Luego, hacia inicios de los sesenta, una campaña iniciada por grupos eclesiásticos más liberales y vinculados a la izquierda cristiana lograron que las obras se detuvieran argumentando que era un lujo y un gastadero de dinero, y que lo que debía de hacerse era destinar los fondos en ayuda de gente pobre y necesitada. Aunque la idea no prosperó, la crisis económica paró las obras hasta 1973, cuando la Fundación Voto Nacional O’Higgins, creada por orden del dictador Augusto Pinochet, recolectó de forma jamás aclarada los fondos necesarios para la terminación de la basílica, que fue inaugurada el 24 de octubre de 1974. El terremoto de marzo del 85 derrumbó la cúpula superior o cabeza de la basílica, lo que obligó a una labor de reconstrucción que se extendió hasta los primeros años de la década de 1990.
Las puertas de la basílica de Nuestra Señora del Carmen de Maipú estaban cerradas, lo que era extraño para un día hábil a las once de la mañana, tomando además en cuenta que el templo era uno de los hitos turísticos más visitados de la zona.
Javier Salvo-Otazo, el Hermano Anciano, dio un paso adelante y trepó por las escalinatas del atrio triangular que se abría sobre las tres puertas principales del templo y golpeó fuerte sobre la gran estructura de madera. Luego volteó, agarró su celular y marcó un número.
—Estamos afuera —dijo.
Una señora de edad, acompañada de tres niños pequeños, apareció por la derecha. Se acercó a nosotros y se quedó parada detrás de Chapeltown. Juliana quiso hablarles pero Javier la detuvo. «Calma», le dijo.
Al descorrerse y abrirse, el sonido de los cerrojos internos se escuchó hueco y fuerte, amplificado por el eco producido al interior de la amplia bóveda de la nave central de la basílica, que formaba un cono acústico de más de cincuenta metros de alto.
Uno de los hombres de Bayó, el que había cuidado de mi hija ayer por la tarde, fue quien abrió la puerta. Vestía entero de negro y llevaba un cinturón de trabajo, con un arma y una linterna al cinto. Era difícil de notar porque el negro era uniforme, parecía sacado de un videojuego o de un cómic de Batman, algo así como la versión más ligera y menos llamativa de un comando SEAL de la marina norteamericana.
—Adelante. —Nos hizo pasar. Luego detuvo a la mujer con los niños—. El templo está cerrado por hoy, señora —respondió en seco.
—¿Y cómo ellos? —contestó la abuela.
—Disculpe —Javier se interpuso en el diálogo, y acentuando su tono castellano—: se están haciendo estudios para reparaciones. Los señores que acabamos de ingresar, formamos parte del equipo arquitectónico a cargo. A partir de mañana todo volverá a la normalidad y vosotros podréis visitar el santuario cuando os apetezca.
Mientras la señora reclamaba que nadie avisaba, el mercenario de Bayó cerró la puerta, clausurando la basílica por dentro.
El Templo Votivo estaba vacío, como un mausoleo recién construido. Los tres arcos del altar, las bancas dispuestas en forma de abanico y por encima del sagrario el cono que conducía la luz hacia la punta de la torre.
—La Virgen del Carmen —me susurró Ginebra, acercándose a mi lado y apuntando a la imagen central que parecía volar sobre el altar, sujeta a una corona construida de vigas de metal dorado que imitaban los rayos del sol. Abajo, ramos de flores recién cortadas, la mayoría rosas blancas, y a ambos lados flanqueando el altar, iguales filas con las banderas de todos los países de Hispanoamérica, incluido Brasil.
—La llaman la Reina de Chile, así la nombró el Papa Juan Pablo II en 1987. La imagen fue tallada en madera en Quito a fines del siglo XVIII y enviada a la iglesia de los Agustinos, en el centro de Santiago. La tradición sostiene que personajes de la independencia chilena, como nuestros ya familiares O’Higgins, San Martín, Manuel Rodríguez y los hermanos Carrera, participaron de peregrinaciones en su honor. En algún momento del siglo XIX fue trasladada a la Catedral Metropolitana y allí estuvo hasta 1948, cuando fue mudada a esta basílica en construcción y guardada en el interior hasta que las obras finalizaron casi cuarenta años más tarde. Las banderas representan la unión de los pueblos latinoamericanos.
—La unión —ironizó ella.
—Es un Templo Votivo.
—Los católicos y su simbología de plástico —dijo. Luego se acercó hacia el altar y comentó—: Así que ella es la responsable de todo este show.
—Por decirlo de algún modo…
Luis Pablo Bayó apareció desde la parte posterior del altar. Vestía igual que el mercenario suyo que nos abrió la puerta, como si fuera parte de una mala película de Hollywood.
—G. I. Joe, a real american hero —canté, entonando la melodía de los clásicos juguetes Hasbro. Joshua Kincaid sonrió al escucharme. Nadie más hizo algún gesto o comentario al respecto.
—Señores —señaló el excoronel español—, ya todo está preparado.
—¿Los curas? —preguntó Javier.
—El párroco, un par de monjas y el personal de aseo están encerrados en la oficina, atados y con los ojos cubiertos, pensando que se trata de un robo. Manú los está cuidando —supuse que Manú era otro de los hombres a su servicio.
—Perfecto —respondió el Hermano Anciano.
—Roca —le dijo Bayó al soldado que nos había recibido—, regresa con Manú y permanezcan con los rehenes —la palabra sonaba exagerada, pero era correcta— hasta que me comunique con ustedes. Desordenen la oficina parroquial, rompan muebles y tomen el dinero que encuentren. Lo que sea útil para fingir que es un robo.
El matón no respondió, avanzó en dirección al altar y antes de perderse detrás del atrio, se cubrió la cabeza con un pasamontañas tan negro como su uniforme. Note que Bayó también llevaba uno colgando de su cinturón de herramientas.
—The dark knight returns —pronuncié.
—Suficiente —me dijo Juliana. Kincaid sonrió.
—¿Entonces? —insistió Chapeltown alzando la voz, que fue rebotando en el gran cono acústico de la basílica en dirección a la parte más alta del templo, al mirador que ocupaba la cabeza de la gran madre de piedra de Santiago de Chile.
—Por acá —indicó Bayó y nos condujo hacia el lado izquierdo del altar, a una puerta de servicio que llevaba a un pasillo que daba la vuelta por detrás de la nave central de la basílica en dirección a una escalera que se adentraba al subsuelo del templo.
—Hay un pequeño oratorio acá abajo y en la parte de atrás, el acceso a las bodegas del sótano.
—Hizo su trabajo. —Me acerqué a Javier.
—Conseguimos los planos originales y a la persona correcta para ayudarnos. Y no hablo de ti. —Me miró—. Ya te lo he dicho, con la gente y los recursos adecuados, todo es conseguible, incluso hackear el sitio de bienes nacionales del Estado de Chile un día hábil a las siete de la mañana.
El oratorio era una pequeña capilla en forma de cono trunco o triángulo de paredes curvas, dependiendo del ángulo en que se observara. Calculé que de fondo tendría unos treinta metros, mientras que de ancho, la manga, usando terminología náutica, variaba de diez a veinte. El pequeño altar estaba construido alrededor de una imagen no de la Virgen del Carmen, sino de su afín, de la Inmaculada Concepción, y se extendía hacia los lados con retablos del vía crucis e iconografía mariana de Schoensttat, orden que administraba el santuario desde 1974 que me era familiar. Sabía que otros templos poseían oratorios subterráneos, el más conocido era el de la Basílica de los Sacramentinos en el centro de Santiago, pero ignoraba que el Templo Votivo de Maipú tuviera uno.
—Lo reservan para cultos privados, ceremonias cerradas para los curas que administran la basílica y velatorios de gente importante que no quiere ser «exhibida» en la nave central. No lo abren al público ordinario, vosotros sois los primeros que entran acá en años —contó Bayó, dirigiéndose al resto, pero acentuando determinadas palabras hacia mí, como si quisiera decirme que había algo que yo no sabía respecto a la última etapa de la misión.
—¿Ese dato también sale en los planos? —le devolví.
—No, no en los planos, señor Miele. Por acá, por favor —me respondió sin contestar mi pregunta.
El militar español nos invitó a ir nuevamente por detrás de un altar y allí tomamos una escalera en espiral que bajaba unos doce metros hacia las bases del templo. Una enorme bodega repleta de cajas y objetos, estantes con libros viejos, plataformas para procesiones y armarios con ropas sacerdotales se extendía bajo una nave sujeta por columnas curvas que imitaban el estilo del resto de la construcción. Al fondo del depósito surgió una puerta cerrada con un postigo de hierro. Bayó lo levantó y nos hizo entrar. Era una estrecha habitación donde junto a una caldera rota había una escotilla metálica abierta que comunicaba a un estrecho túnel que se adentraba de manera vertical incluso más abajo. No era lo único que había en aquella habitación. Otro de los hombres de Bayó estaba de pie junto a alguien que permanecía sentado con las manos amarradas y los ojos cubiertos. Era joven, de unos treinta años, y tenía el cabello oscuro, rizado y abundante. Aunque vestía de civil, el cuello lo delataba como sacerdote de la orden de la Congregación del Santísimo Redentor. Sudaba copiosamente, no solo por el calor que abajo se hacía cada vez más insoportable, sino por los nervios de la situación en la que lo habían involucrado y forzado. Rastros de lágrimas sucias se escurrían bajo el antifaz abriéndose hacia las mejillas.
—No en los planos —repitió Bayó, dirigiéndose hacia nosotros, pero enfocándose en mí—. Caballeros —evitó mencionar que había damas presentes—, les presento al presbítero Horacio Ugarte, sacerdote redentorista y arquitecto de profesión, además de conservador histórico del arzobispado de Santiago de Chile y asesor religioso del Museo Histórico Nacional, quizá la persona que más conoce acerca de la estructura que tenemos sobre y bajo nosotros.
«Con recursos y la gente adecuada, todo se puede conseguir», recordé las palabras de Javier, quien se acercó al sacerdote y se agachó junto a él.
—Gusto en conocerlo, padre Ugarte, y desde ya le agradezco su cooperación.
—Las hermanas… —fue lo único que contestó Ugarte.
—Las monjitas y los niños están bien —le confirmó Bayó—. Un amigo las está cuidando.
Enseguida se acercó al rehén, tomó su teléfono móvil y echó a correr un video en el que tres monjas y dos niños pequeños lloraban y le decían al «padre» que estaban bien y no les habían hecho nada.
—Entenderá que acá abajo no hay señal y no puede hablar con ellos. El video es de hace diez minutos. Somos hombres de honor.
Miré a mis compañeros. Chapeltown estaba inquieto, nervioso de que la situación se saliera por algún lado y estuviera cada vez involucrando a más personas, algunas —como el cura arquitecto— ajenas a la naturaleza de lo que se estaba desarrollando. Princess también estaba nerviosa, se secaba el sudor de la frente con movimientos rápidos de su mano izquierda, mientras agitaba los dedos de la derecha cerca del cinturón, donde llevaba el arma que me había mostrado en el Antonov cuando despegamos de Madrid.
En un rincón de la habitación había un par de iPads grandes junto a una caja cuadrada de plástico de unos dos metros por lado. Negra, porosa y con el logo en relieve de una empresa llamada AeroVironment escrito en el dorso. El nombre me sonaba, un contratista bastante conocido de la defensa norteamericana y sus socios de la OTAN, especializado en el desarrollo de sistemas de inteligencia artificial.
—¿No vamos a bajar nosotros? —pregunté.
—No de inmediato, señor Miele —respondió Bayó—, tenemos un buen robot.
—Recursos y personas adecuadas —reiteró hasta lo insufrible Javier Salvo-Otazo.
Bayó se acercó al padre Urgarte y le dijo algo al oído, a lo que el arquitecto y religioso respondió asintiendo con un movimiento de cabeza. Luego le quitó la venda de los ojos y le desató los brazos.
—Gracias —respondió el rehén, mientras pestañeaba rápido para acostumbrarse a las luces del subterráneo y buscaba sus anteojos en el bolsillo de su camisa. Mientras lo hacía, el exmilitar español le alcanzó una botella plástica con agua mineral.
—Beba —le ordenó.
El padre Ugarte casi vació la botella de un solo trago, mientras miraba a quienes lo rodeábamos.
—Entonces, señor presbítero… —dijo Javier.
—Por favor, padre —recalcó Bayó—, puede contarle a mis socios lo que hablamos hace un rato.
El sacerdote asintió y luego comenzó a hablar. Primero despacio, tímidamente, y luego fue sumando confianza a su disertación.
—Los cimentos de la basílica, al igual que los de la capilla de la Victoria, el templo en ruinas a la entrada del santuario, se levantaron sobre una serie de construcciones subterráneas que fueron atribuidas a los jesuitas. Se decía que las construyeron para esconder sus bienes y ocultarse cuando fueron expulsados… Esa siempre ha sido la versión oficial, pero lo cierto es que los túneles solo fueron reforzados por la Compañía de Jesús, ya que su naturaleza es bastante más antigua —se detuvo y me miró—. Las obras originales corresponden a una serie de tres fortalezas incaicas, similares al pucará de Chena, que habrían sido enterradas en una época anterior a la llegada de los españoles, imaginamos que por los propios incas o quizá por mapuches de la zona.
—O tal vez por el mismo Pedro de Valdivia —dije yo.
—Es una de las hipótesis —expresó el arquitecto—. Estos pucarás están a unos treinta metros bajo los cimientos del santuario y se hayan separados entre sí por corredores de piedra de unos cien metros de largo cada uno. Si los pudiéramos ver desde el aire, se verían como un triángulo de bordes ligeramente más curvos que rectos.
—¿Estos pucarás son parte de la ciudad incaica de Mapocho? —le pregunté.
—Son de la misma época, pero por la forma y la ubicación pensamos que se trataba de una fortaleza de defensa que, junto al pucará de Chena, se encargaba de vigilar el límite sur de la ciudad.
—¿Hay manera de acceder? —inquirió Javier.
—Los túneles de ventilación que se construyeron para dar aire y permitir que la basílica no se derrumbara sobre esta fortaleza subterránea…
—¡Perdón! —saltó Javier—, ¿me está diciendo que las ruinas de allá afuera cayeron sobre uno de estos…?
—Pucarás —completé yo.
—Eso mismo —aseveró el cura—. En 1906, para el terremoto, la base original y los subterráneos de la capilla cedieron y fueron tragados por la tierra. Es muy probable que el pucará que estaba ahí abajo resultara destruido. Pero la única forma de saberlo es bajando.
—Entonces bajemos —acotó Javier—. Bayó, prepara el insecto.
El coronel retirado del Ejército del Aire fue hasta la caja de plástico duro, quitó los cerrojos y sacó del interior un objeto en forma de ventilador con dos pequeños rotores contrarrotatorios encerrados dentro de una doble rejilla, la inferior dotada de seis alerones retráctiles. El artilugio se apoyaba en seis soportes hidráulicos que semejaban las patas de un insecto, y al frente proyectaba una cabeza móvil compuesta por una cámara orientable y un doble sistema de faros. Cuatro trazadores láser se agrupaban de dos en dos en los extremos opuestos a la cabeza, donde debían ir las alas. La cola estaba formada por un faro móvil y un par de sensores. No era muy grande; tomando su forma circular no superaba el metro de diámetro y, más que un objeto sofisticado, parecía un juguete muy costoso.
—AeroViroment Wasp IV —reconoció Ginebra—, el drone volador más pequeño disponible en el mercado.
—¿Le es familiar, agente? —le preguntó Bayó con un toque de ironía.
—Lo conozco —contestó ella.
El Wasp IV era el robot de su tipo más usado por el FBI y las policías federales de los Estados Unidos. Por su reducido tamaño y vuelo silencioso a baja altura era una máquina perfecta para labores de seguimiento, espionaje e incluso ataque, pudiendo disparar contra fuerzas hostiles con armas livianas como revólveres, lanzadardos tranquilizantes o incluso subametralladoras fáciles de montar en los bordes del rotor.
Bayó uso uno de los iPads para controlar el drone. Instaló las baterías con una autonomía de dos horas cada una y nos pidió que nos alejáramos.
—Javier —ordenó enseguida—, coge el otro iPad; la señal del trazador láser será enviada a ese ordenador. —Luego activó el Wasp IV.
Zumbando como un enjambre de insectos supersónicos, el doble rotor comenzó a girar dentro del ventilador, levantando el insecto en vuelo estacionario a no más de metro y medio del suelo. El militar español verificó que los sistemas de control funcionaran y comenzó a deslizar el robot en forma de escarabajo hacia la escotilla metálica que se adentraba bajo la basílica del Santuario Nacional.
—Al contrario que otros drones voladores que funcionan como helicópteros convencionales —me explicó Ginebra—, este es un hovercóptero, es decir, un híbrido entre helicóptero y hovercraft. No vuela, se desliza y es una manera muy útil para introducirse en túneles o dentro de construcciones y edificios.
—¿La señal de guía llegará allá abajo, sea donde sea que conduzca el túnel? —pregunté porque en verdad lo dudaba.
—Es un diseño militar impulsado por la CIA y el departamento de defensa, y como todas las iniciativas que dependen de ambos estamentos puede hacer lo que su operario desee. Tiene un alcance de más de cuarenta kilómetros y funciona hasta dentro de un volcán en erupción. —Aunque lo parecía, Ginebra no exageraba. El drone agitó sus aletas ventrales, dirigiendo el impulso en la vertical y, lentamente, como si flotara entre el espacio de dos corrientes de aire, fue bajando por el túnel hacia las ruinas del subsuelo.
Como el resto de los presentes, salvo Ugarte, me acerqué a mirar. A pocos metros de adentrarse en las rocas, el drone encendió los faros delanteros y traseros y activó el trazador láser que copó el túnel de ventilación de marcas rojas que fueron bosquejando un mapa en el iPad que manejaba Javier. Bayó orientó la cabeza-cámara del robot hacia abajo, de manera de ir revisando la ruta en primera persona, desde el punto de vista subjetivo del robot.
Quince minutos después, el Wasp IV había descendido hasta los corredores más profundos, la mayoría no más anchos que el propio drone, lo que hacía imposible desde cualquier lógica que pudiésemos acceder a los pucarás desde el sótano de la basílica. Me acerqué a Javier para ver cómo iba el trazado de los planos que marcaban los láser incorporados al fuselaje del hovercóptero espía.
—Los pasajes son demasiado estrechos —comentó el Hermano Anciano—, debe haber otro acceso.
Revisé el trazado que se estaba dibujando en la pantalla. Tras bajar a un corredor en pendiente, la máquina deslizadora había llegado a una larga galería, muy estrecha, de unos veinticinco metros de largo.
—¿Qué forma tiene el túnel? —pregunté, ya que la gráfica enviada por los láser era similar a la de un sonar submarino, es decir, una imagen en dos dimensiones que impedía apreciar el volumen de la estructura.
Bayó me alcanzó la pantalla de su iPad.
—Circular, como el caño de acceso por donde ingresó —apuntó a la escotilla.
—Estamos en un conducto de ventilación —concluí—, hay que buscar algún otro corredor que atraviese en perpendicular, intentar salir de este tubo para entrar a algún túnel principal que permita el paso de personas. Alguien construyó ese laberinto y alguien lo usó. Que yo sepa nunca ha habido seres humanos del tamaño de chimpancés bebés.
Javier silbó la melodía de Encuentros cercanos del tercer tipo.
—¿Qué es eso?, lo he escuchado antes —preguntó Princess.
—Una tontera, una película vieja —explicó Juliana.
—No cualquier película —devolvió Javier—, es mi película favorita.
—Miele tiene razón —interrumpió Bayó, mientras abría al máximo las luces frontales del robot aerodeslizador. Fui hasta su monitor: todo estaba oscuro, cubierto de telarañas que enredaban la ruta, más algunas ratas que escapaban del ruido y la luminosidad del Wasp IV, y piedras, muchas piedras pegadas como lajas siguiendo la típica construcción estructural del imperio incaico.
—Acerque la cámara a los bloques de piedra, señor Bayó —le pedí al español.
Tocando la pantalla táctil de la computadora, el coronel hizo un close-up a las rocas del techo del túnel.
—Perdón, —me excusé—, las de abajo, el piso.
Sin responder, Bayó obedeció. A esas alturas tenía a Javier pegado a mi espalda.
Enfoqué la mirada en los detalles. Mi instinto estaba en lo correcto: un delicado curso de agua corría en la misma dirección en que se movía el drone. Además, la erosión de las piedras delataba que alguna vez el agua había corrido con más fuerza.
—Javier, tu iPad —le pedí—, gíralo hacia mí.
Efectivamente el túnel estaba en pendiente.
—No es un ducto de ventilación —precisé—, es un acueducto. Hay que avanzar un poco más, tarde o temprano vamos a llegar a un pozo de vertedero. Si puede acelerar, señor Bayó, hágalo.
El excoronel español arrastró el dedo sobre la pantalla táctil y el drone se inclinó para que el flujo impulsor de los ventiladores llevara la máquina a mayor velocidad hacia delante. Tal como pensé, no tardó en llegar a un punto donde el túnel se dividía en dos direcciones. Señalé que siguieran el curso del agua. Poco a poco la boca del corredor fue aumentando su diámetro, tomando el aspecto cónico de un aliviadero, tal cual Javier fue comprobando en el plano que iban marcando los láser del drone.
—Vacío de aire —apuntó Bayó al ver cómo la cámara se movía—. Eso significa solo una cosa: arribamos a una estructura grande. Miele, he de confesarle que en las últimas horas me ha sorprendido.
—No hubiese sido muy poco conveniente que resultara lo de Mendoza.
—Se lo concedo, también a Leguizamón, que fue quien en verdad le salvó la vida.
El padre Ugarte miró al español y luego volteó hacia mí.
—¿Miele? —dijo—, ¿Elías Miele? Leí su libro, el de la catedral. El otro también.
El hovercóptero robot Wasp IV se abrió camino a una amplia cámara en forma hexagonal de unos diez metros por lado, suficientemente grande como para acomodar tres o cuatro autos tamaño mediano. Bayó puso sobre la pantalla el control doble de vuelo y deslizó el drone hasta una altura no mayor a los setenta centímetros. Los rotores levantaron mucho polvo, pero era fácil apreciar que el suelo del lugar estaba estructurado con lajas de piedras planas que formaban varios círculos concéntricos con una pequeña estructura en forma de media esfera en la mitad.
—¿Un altar? —preguntó Juliana.
—No —respondió el presbítero Ugarte, acercándose al monitor—; si pensamos que esto alguna vez estuvo expuesto y no enterrado, ha de ser algún tipo de instrumento astronómico, como un reloj de sol.
—Revisa el borde de los muros —ordenó Javier.
El drone deslizador voló despacio hasta uno de los bordes de la estructura y comenzó a recorrerlo en forma lenta para registrar cada uno de los detalles. Fue ahí cuando hizo el descubrimiento.
—¡Alto! —gritó Salvo-Otazo al reconocer la puerta. —Cuando yo también la reconocí, sentí una puntada en el estómago. Era una apertura de piedra, con el techo curvo, dentro de la cual se distinguía otra puerta de madera con marco y cruceros de metal.
—Eso no debería estar ahí —dije.
—Por supuesto que no —agregó Javier—. Busca la cerradura.
Las cámaras del drone detallaron la puerta, los extremos y el centro, y justo ahí, a un costado, el ojo de una cerradura, delgada y triangular, perfecto para meter la hoja de una espada.
—¡Gol! —gritó Javier. Recordé que era un hincha ferviente del Atlético de Madrid—, lo encontramos —miró hacia Chapeltown y Kincaid. El exsenador de Texas curvó una sonrisa a medio camino entre cómplice y sin entender nada de lo que sucedía.
—Señor Bayó —intenté bajar el optimismo del Hermano Anciano—, saque el drone del… vestíbulo —fue la primera palabra que se me ocurrió para definir el lugar— y regrese a la nave central. Hay algo que quiero revisar.
Javier me miró.
—Es bastante poco probable que haya una sola puerta.
No me equivoqué. Tras un sobrevuelo siguiendo la línea de las otras cinco paredes, encontramos dos pasadizos, exactamente iguales, lo suficientemente amplios como para permitir el paso de un grupo de más de cinco personas.
—Ahora hay que ver cómo entramos —dijo Juliana.
—De acuerdo al plano trazado por los láser —contestó Javier— debiera haber dos túneles grandes de acceso hacia los muros más externos de la fortaleza —describió mirando su tableta.
Bayó condujo el drone según las instrucciones de su primo. Efectivamente había dos túneles grandes. En cada uno de ellos hubiera pasado un batallón con caballos y carros de arrastre.
—Probemos con el de la izquierda —indicó el Hermano Anciano.
El Wasp IV ingresó al pasillo, una pendiente que ascendía con escalones largos en dirección sur, según el plano que se iba dibujando en la pantalla del iPad de Javier.
—¿Puedes ir más rápido? —El autor de Los reyes satánicos estaba ansioso.
—Voy a lo máximo que da el robot —explicó Bayó—, es una máquina básica, no un artilugio volador en sí. Un buen ciclista es más veloz. —Era cierto.
Poco alcanzó a avanzar. Unos cuantos metros más adelante las cámaras frontales del robot se encontraron con rocas que bloqueaban el paso. El túnel entero había colapsado y se había venido abajo sobre sí mismo, aunque los bloques prehispánicos estaban mezclados con ladrillos de adobe de hechura más moderna.
—Son los cimientos de la capilla de la Victoria que fueron tragados por la tierra en 1906, para el terremoto —expliqué—. Es mejor sacar el drone del túnel, quizás aún hay riesgo de derrumbe. Probemos con el otro acceso.
Cuando Bayó sacó la máquina del corredor y la llevó al pasillo de la izquierda que se adentraba en diagonal y pendiente hacia el este, Ugarte rompió el silencio.
—Ese túnel es muy largo —dijo—, tiene casi doscientos metros de extensión y está en perfectas condiciones. —Todos lo miraron—. Fui consultor del metro de Santiago cuando extendieron la línea 5 hasta la plaza de Maipú, por lo del santuario. Puedo decirles cómo entrar a ese túnel, pero con una condición…
—Usted dirá, padre Ugarte.
—Quiero participar —agregó el presbítero—, ver qué hay allá abajo y qué es lo que buscan con tanto ahínco.
Estuve a punto de agregar que me gustaba ese cura, pero me lo guardé.