Dos ambulancias de la clínica del doctor Sagredo, ambas motorizadas en idénticos minibuses Mercedes Benz Sprinter 515, bajaron por avenida Las Condes hasta la circunvalación Américo Vespucio y de ahí tomaron la autopista sur para acercarse a la comuna de Maipú, ciudad satélite ubicada en el extremo sur poniente del Santiago metropolitano. Una urbanización con poco más de seiscientos mil habitantes que hasta hacía dos décadas estaba a buena distancia del centro histórico de la capital, pero que con los años de expansión del metroplex conurbano había terminado siendo parte de la urbe en un ensanche que día a día se extendía hasta los sectores más externos del valle del río Mapocho, desde la cordillera de los Andes hasta las alturas de los macizos de la costa.
Con Ginebra nos montaron en el primero de los vehículos junto al llamado Hermano Anciano, también conocido como Javier Salvo-Otazo, Princess, Juliana y uno de los mercenarios de Bayó, quien iba tras el volante. En la otra ambulancia fueron Chapeltown, Kincaid y un conductor de confianza de la clínica del doctor Sagredo, que supuse era ajeno a toda esta maraña de conspiraciones. El médico prefirió mantenerse fuera de la acción, más por voluntad propia que por sugerencia de sus aliados. Bayó y sus otros tres soldados se habían adelantado, saliendo de madrugada de la clínica o base de operaciones.
Viajar en una ambulancia, con las balizas sonando había sido una buena idea. Abría camino y permitía acelerar por sobre el resto de los vehículos que compartían la autopista. Hasta la policía se inclinaba a nuestro paso. Con recursos y la gente adecuada todo era conseguible. Salvo-Otazo tenía toda la razón.
Ginebra permaneció en silencio durante el trayecto, al igual que Juliana, que ni siquiera me miraba a los ojos. Princess gastaba los minutos concentrada en un videojuego con música y risa chillona en un teléfono. Adelante, en el asiento del acompañante del conductor y vistiendo una bata de paramédico, Javier Salvo-Otazo se dedicaba a revisar un periódico. Llevaba a sus pies una larga caja de madera con un mango de cuero; en su interior estaba la llave de O’Higgins.
—Mira —me dijo el «amo del juego», pasándome el diario que hojeaba, un ejemplar de La Tercera que venía abierto en la página diez.
Lo tomé y leí el artículo: «Encuentran cadáver de escritor argentino junto a la bandera de O’Higgins robada del Altar de la Patria. En las cercanías del crimen se encontró un vehículo Kia Río 3 buscado por robo, luego de que anoche su dueño, identificado con las iniciales A. P. O. E., hiciera la denuncia en la 19a Comisaría de Carabineros de Providencia. Peritos policiales no han encontrado huellas en el automóvil…». Luego detallaba explicaciones que iban desde el nombre del escritor hasta la manera en que había perdido la vida.
—Insisto, tengo razón —me dijo—, todo es conseguible.
Las ambulancias Mercedes Benz aceleraron por el anillo sur de Américo Vespucio hasta dar con la intersección de Avenida 5 de Abril, para acceder a través de esta vía —la principal de Maipú— al centro de la comuna, una línea recta de siete kilómetros que nos llevaba directo a la «gran madre de piedra de la promesa, la guardiana del Mapocho, de Santiago de Chile».
La idea de una ciudad de oro estuvo presente entre los conquistadores españoles prácticamente desde que llegaron a América a finales del siglo XV, pero fue en los años siguientes cuando se convirtió en obsesión. Cada pueblo que caía bajo las espadas europeas relataba a los invasores acerca de una urbe perdida hacia el sur del continente, cuyos edificios y calles estaban construidas de oro. Hacia 1531, cuando Francisco Pizarro y Diego de Almagro zarparon de Panamá con rumbo al imperio incaico ya se hablaba de El Dorado como el mito absoluto de este proceso histórico. El conquistador, que haría caer al Cuzco, no era movido por las ansias de poseer el Imperio Inca, sino de encontrar esa ciudad mágica que lo haría rico, famoso y en teoría más poderoso que el mismo rey de España. Hacia 1535, el inca impuesto por Pizarro para gobernar el recién conquistado Perú, Manco Cápac II, le habló a los conquistadores acerca de la ciudad de oro que se encontraba al final del camino incaico, en el territorio llamado Chile, lo que propició que Diego de Almagro organizara una expedición a través de Bolivia y el norte de Argentina para acceder a Chile a través de un cruce andino que diezmó a más de la mitad de su expedición, asentándose en el valle de Copiapó, desde donde avanzaron hasta la zona de Aconcagua sin encontrar la ciudad de oro de la que tanto hablaban los incas y otros aborígenes locales. Hacia 1537, ante las noticias llegadas desde el Perú de una revuelta contra Pizarro, Almagro decidió regresar, esta vez a través del desierto de Atacama, donde acabaría de perder otro tercio de sus hombres. Tan destruido llegó Almagro al Cuzco que se empezó a hablar de Chile como un terreno maldito, adjetivo que Pedro de Valdivia —otro de los capitanes de Pizarro— no tardó en asociar con el oro, dada la idea de maldición comúnmente asociada al rey de los metales.
Valdivia salió del Perú a mediados de 1540 y él sí tuvo la suerte de encontrar la mítica El Dorado. Al contrario que su predecesor, el nuevo conquistador tomó la ruta del desierto de Atacama para entrar a Chile y lo hizo acompañando a sus tropas de más de mil indígenas. Hacia fines de ese año arribó a Copiapó y de ahí buscó el valle del Aconcagua, donde, sabía, estaba el camino del Inca. Tuvo la seguridad de que su ruta era la correcta al ser continuamente detenido por el cacique Michimalonco, que no quería que los invasores alcanzaran el final de la ruta. Pero Valdivia y sus hombres poseían caballos y armas de fuego, y ante esa ventaja, las lanzas y flechas de los mapuches poco contrapeso conseguían. El camino del Inca lo llevó por lo que hoy es la carretera los Libertadores y la avenida Independencia hasta las ruinas de una vieja ciudad incaica que se extendía desde los pies del cerro Huelén hacia el surponiente siguiendo los dos brazos del río Mapocho, motivo por el cual era llamada, precisamente, Mapocho por los locales. Había sido una ciudad magnífica, pero no una ciudad de oro como decían los cuentos escuchados en los corredores de los palacios del inca.
Cuando Pedro de Valdivia «descubrió» Mapocho la madrugada del 13 de diciembre de 1540, el día de Santa Lucía, lo que quedaba de la gran urbe incaica estaba tomada por familias mapuches que dependían del cacique Michimalonco y el lonko Huechuraba, cabecillas de la región al sur del Aconcagua y que desde la llegada de los conquistadores ultimaron esfuerzos para expulsar a los invasores, realizando asaltos nocturnos, atacando a vigías solitarios y evitando de todas las formas posibles que Valdivia y sus hombres descubrieran el secreto de la ciudad perdida. Pero la fortuna y la maldición estaban de parte del conquistador, quien enfurecido por no encontrar el metal precioso mandó a destruir y a quemar el emplazamiento. En este proceso, sus hombres descubrieron bajo las estructuras incaicas, escondidas entre el adobe y los ladrillos de piedra, delicadas líneas de oro que servían para unir las lajas de piedra. Mapocho no era El Dorado como el mito lo relataba, pero el rey metal estaba ahí, en cada casa, en cada esquina, en cada techo, pegando a las rocas y sosteniendo a la ciudad completa. No era una urbe de oro, era una urbe con oro, un fantasma muerto de una edad arcaica, el recuerdo de un imperio que alguna vez había brillado como el sol. La riqueza suprema estaba ahí, al alcance de todos, pero sin que nadie pudiera tomarla.
Furioso, Pedro de Valdivia ordenó ocultar todo. Si él no podía tomarlo, nadie podría. Cambió su orden inicial y mandó a los mil indios que había traído consigo desde el Perú no a destruir la ciudad, sino a enterrarla para construir una nueva sobre ella, la que fue fundada el 12 de febrero de 1541 con el nombre de Santiago del Nuevo Extremo. Pocos meses después, el 11 de septiembre de ese año, Michimalonco logró destruir la nueva urbe, quemando las obras y echando abajo los nuevos adobes que tapaban y sepultaban la ciudad original. Hizo daño, pero no el que se necesitaba para acabar con el propósito de Valdivia.
Y la realidad se convirtió en mito y el mito en leyenda. A medida que avanzaban los años, la sepultada Mapocho pasó de ser El Dorado de los incas a convertirse en la Ciudad de los Césares de los conquistadores, en recuerdo de una expedición perdida, iniciada en 1528 por Francisco César y que pretendía encontrar El Dorado hacia el sur de Argentina; una ciudad encantada que cientos de españoles, chilenos e incluso extranjeros, como los alemanes de la Ahnenerbe (el departamento de arqueología «fantástica» de las SS Nazi), viajaron a buscar, sin saber que estaban parados sobre ella, que bajo las calles de Santiago estaba esa última ciudad ancestral de América, cubierta por piedras, lodo, tierra, cemento, fierro, cristal, vidrios y más cemento.
Alguna vez la Ciudad de los Césares trató de emerger desde las profundidades de Santiago. Sucedió la noche del lunes 13 de mayo de 1647 cuando la quebrada de San Ramón, en la precordillera, se rajó hasta abrir la propia Alameda, que literalmente se tragó a la joven capital de la capitanía austral. A los miles de muertos por el sismo se sumaron lluvias y aluviones las semanas siguientes que gatillaron una epidemia de chavalongo, como entonces se llamaba al tifus. Esto obligó a las autoridades a abandonar la ciudad y a declararla zona peligrosa, trasladando la capital a Concepción mientras se estudiaba la posibilidad de reconstruir Santiago en un lugar más seguro, como la región de Aconcagua cercana a Quillota. Con tropas se prohibió el ingreso al valle del Mapocho, abandonando en las ruinas de la ciudad a enfermos terminales que debían de arreglárselas por sus propios medios para sobrevivir a sus últimos días. El canibalismo e incluso el vampirismo hicieron de las suyas entre las ruinas. Santiago de Chile fue en 1647 un lugar alejado de la gracia de Dios, habitado por muertos en vida y vivos muertos, pero también por los vestigios de una ciudad perdida que la tierra hizo aflorar en la zona sur del centro histórico.
Sería la Compañía de Jesús la que haría el descubrimiento, encontrando entre los restos de casas, antiguas construcciones de piedra similares a las descritas en viejos documentos dejados por contemporáneos de Pedro de Valdivia, en los que se relataba la historia secreta de Mapocho. Los «guerreros de Cristo» poseían conocimientos antiguos, heredados de las órdenes de constructores de catedrales y de los caballeros templarios. Sabían que esa roca que había emergido tras al terremoto debía de guardarse, ocultarse. Supieron, además, cómo extraer el oro de las piedras y adobes y así se las ingeniaron para convencer al virreinato de que Santiago debía reconstruirse donde siempre había estado, ofreciendo sus servicios para hacerse cargo de las obras. Cientos de jesuitas y aliados de la Compañía vinieron de todas partes de América e incluso cruzaron el Atlántico para unirse a la misión. Constructores, albañiles, arquitectos y religiosos se comprometieron en la misión de volver a enterrar la Ciudad de los Césares para levantar otra vez Santiago del Nuevo Extremo sobre sus ruinas. Se encargaron esta vez de diseñar una serie de túneles, naves, templos, criptas y bóvedas subterráneas que comunicaran determinadas partes de la capital de Chile con esa otra ciudad que se extendía en el subsuelo. El oro que lograron retirar lo llevaron a pucarás existentes hacia el sur, los que también enterraron levantando montes artificiales sobre ellos, que el tiempo, el clima y la erosión se encargaron de sumir en profundidades cada vez mayores. Esta obra resultó vital para esconder a hermanos y frailes, además de tesoros y documentos durante la expulsión de la Compañía de Jesús de todos los territorios bajo la monarquía española en 1767.
Fue precisamente de la mano de un jesuita que Francisco de Miranda supo de la existencia de la «Ciudad de los Césares» bajo el subsuelo santiaguino, y convirtió su existencia, resguardo y custodia secreta en el fin último, el horizonte eterno para la Logia Lautarina. Mapocho, el verdadero Santiago, sería el gran centro hacia el cual sus hermanos menores debían ir, y la gran razón, más allá del plan Maitland, de por qué la capital de Chile se transformó en el corazón de la independencia de Hispanoamérica. El oro de los incas, la sabiduría del subcontinente y un lugar para esconder el tesoro de la cuarta carabela.
Fue a finales del siglo XX, cuando se construyeron las líneas 1 y 2 del Metro, cuando Santiago redescubrió los túneles jesuitas y prehispánicos de la ciudad subterránea. Y aunque tanto la Universidad de Chile como la Universidad de Santiago y el Museo de Historia Natural comenzaron los estudios de los hallazgos —primero en secreto y luego hacia 2010 en forma pública—, siempre ha existido un velo tanto oficial como extraoficial respecto de la naturaleza de la perdida ciudad incaica de Mapocho; una realidad histórica que se ha convertido en un mito urbano, como es conveniente que suceda con todos los enigmas cuyo interés es reservado para grupos cerrados de poder económico, político y, sobre todo, religioso. Y si en todos estos años ninguno de quienes sabían de esta verdad hizo lo necesario para reclamarlo, no es inusual que una organización cristiana con tantos recursos como La Hermandad llegara a hacer suyo este secreto de piedra, adobe y oro subterráneo.
Las ambulancias accedieron a la elipse del Templo Votivo de Maipú por avenida 5 de Abril y luego giraron a la derecha para tomar por camino a la Rinconada, donde se estacionaron junto a la reja que separaba el anillo alrededor del santuario del resto de la ciudad.
—Bueno, señores —dijo Javier—, ya habéis llegado. Espero que el viaje les haya resultado placentero. Ahora si me permiten, ha llegado la hora de comenzar a trabajar. Elías —me miró—, en tus manos estamos —dijo exagerando, porque tanto él como el resto sabíamos que no era cierto. Las manos que tiraban nuestros hilos no eran las mías.
De hecho, ni siquiera eran las suyas.