72

El sujeto que se hacía llamar Hermano Anciano me estaba esperando a las siete de la mañana en punto en el despacho principal del edificio de la clínica, en un privado que pertenecía a su camarada en la fe, el médico cirujano chileno Agustín Sagredo. Aunque eso de camarada en la fe era un decir, porque yo estaba seguro de que el hombre que me miraba desde el otro lado del escritorio no compartía la religión de ninguno de sus auspiciadores. Con suerte otro tipo de intereses, lo más seguro, de naturaleza económica. Aunque conociéndolo y sumando las partes de su mecano, era probable que la razón por la cual había creado todo este thriller de la vida real tuviese razones incluso más profundas que lo meramente monetario.

—¿Te apetece algo de comer? —me ofreció apenas me vio entrar. Había servido, en una pequeña mesa redonda, un contundente desayuno para dos personas. Café, leche, jugo de naranja, frutas, pan tostado, cubos de mantequilla y huevos revueltos.

—Gracias —no iba a negarme. Moría de hambre.

—Imagino que dormiste bien.

No le respondí.

Sobre el escritorio, al lado de mi anfitrión, estaba la llave.

—Adelante —me indicó el Hermano Anciano al notar que mi atención estaba puesta en ese alargado y delgado objeto que medía poco menos de dos metros de punta a punta, cuya empuñadura de plata tenía la monterilla hecha de bronce pulido a imitación del oro. En el pomo se advertía la figura de un águila y el guardamano se curvaba como serpiente hasta un gavilán tallado en forma de cabeza de león. La marca con el nombre del propietario relucía: «Bernardo O’Higgins Riquelme», así como la hoja, de noventa y ocho centímetros, forjada en el mejor acero de Toledo. Junta a ella, también encima del escritorio, estaba la vaina forrada en terciopelo rojo, elegantemente curva y muy bien conservada. A pesar de que se notaba el paso de los años, la espada del Libertador relucía como si estuviera nueva.

—¿Es la original?

El Hermano Anciano asintió, mientras se servía café en una taza de porcelana blanca con los logos de la clínica.

—Acércate, puedes revisarla —me ofreció.

Lo hice. En el dorso de la hoja, por encima del filo, estaba escrito en mapudungún:

LEFTRARU CHAU KURÜÑAMKU

Saqué mis anteojos de lectura del bolsillo interior del saco y tras ponérmelos leí en voz alta.

Leftraru chau kurüñamku.

—«Lautaro, hijo de Curiñancu» —tradujo el Hermano Anciano—; así nombró don Bernardo O’Higgins a esta, su espada más querida.

—El cacique Curiñancu, en efecto, era el padre de Lautaro —corregí—, pero la frase está escrita usando la palabra chau, que es hijo en sentido general, no «hijo de un determinado padre». El kurüñamku de la oración apunta al significado del nombre del cacique, aguilucho negro. O’Higgins sabía hablar muy bien mapudungún y su ave favorita era el águila. El juego de palabras fue a propósito. El nombre del sable es «Lautaro de los aguiluchos» —precisé.

—Juliana está en lo correcto. Nos es muy conveniente tenerte con nosotros —agregó mi interlocutor.

—Eso quiere decir que esta es realmente la famosa llave —dije.

—No fueron cuatro puñales, fueron cuatro espadas las del rito de la refundación de Santiago en 1818 —sonrió el Hermano Anciano mientras sorbía un poco de su café—: la de O’Higgins, la de José de San Martín, la de Ramón Freire y la de Manuel Blanco Encalada.

Levanté el sable con cuidado y miré la hoja desde el frente; en efecto, no era curva, sino ligeramente triangular en sus primeros quince centímetros, con dos sacados en forma de cuña junto al borde de ataque, perfecto para servir de llave.

—Hubo tres «espadas o’higgiginianas», no dos como sostiene la historia oficial de tu país —prosiguió él, mientras tomaba un gajo de naranja y se la metía a la boca—. Al ser desterrado a Lima —fue alargando—, O’Higgins mandó a forjar una copia exacta de su espada. Por supuesto, sin el detalle del sello de la punta, la llave —acentuó—, lo que estás revisando —indicó para ser aun más exacto en sus palabras—. La original la ocultó en la biblioteca de su casona limeña y la otra la mantuvo en exhibición en algún lugar visible de esa misma mansión, para evitar sospechas. A la hora de su muerte, pidió que lo enterraran con la copia, la que por años se pensó que era la original y con la cual su cuerpo fue trasladado a Chile en 1869. Imagino que el resto de la historia la conoces bien.

—Que esa «segunda espada» fue robada por Augusto Pinochet en 1979 —respondí— y se perdió con la muerte del dictador. Y que él mismo mandó a forjar una tercera reproducción para cubrir su delito, que es la que hoy se exhibe en la tumba del pelirrojo, desde donde ustedes hurtaron la primera bandera. Una historia, la de las «espadas o’higginianas» —recalqué—, que ha vuelto locas a tres generaciones de historiadores chilenos.

—En todo caso, no hay mucha diferencia entre la copia del dictador y la que el propio O’Higgins mandó a herrar para distraer a sus cercanos, amigos y enemigos. Pero bueno, para qué vamos a desesperar más a tus compatriotas historiadores con un asunto que en verdad no les interesa mucho.

Volví a la espada.

—Entre tanta copia —argumenté— podría dudar de la autenticidad de esta.

—En efecto, podrías, pero sabes que es real. Empezaste a escribir La cuarta carabela, te dictamos parte de la historia de la espada, como lo de la frase en mapudungún grabada en el dorso. No inventaste nada.

—¿Quién escribió el libro, tú o Juliana?

—Juliana… Tú sabes que mi estilo es demasiado reconocible. Yo le di las pautas y corregí.

—¿Terminaron la novela?

—La estamos finalizando… —Abrió los brazos indicando que el final de La cuarta carabela no se desarrollaba dentro de los límites de la pantalla de un procesador de palabras, sino aquí y ahora.

—Entonces el 24 de octubre de 1842, Lorencito Carpio, el mozo de O’Higgins, a quien llamaban Magallanes, efectivamente llevó esta espada —volví a indicarla— al Callao, a bordo de un buque ballenero de bandera norteamericana.

—Efectivamente —repitió el Hermano Anciano—, el Eleonora Hawthorne con bandera de New Bedford, donde se lo entregó a Catalina, la hija menor de José Miguel Carrera, el enemigo político de don Bernardo O’Higgins —reveló.

Intenté disimular la sorpresa inicial y corregí:

—José Miguel Carrera solo tuvo dos hijas: Francisca y Josefa.

—Dirás dos hijas legítimas con Mercedes Fontecilla —subrayó—. Catalina era hija de José Miguel y Elizabeth Poinsett, hermana de su amigo Joel Robert Poinsett, a quien conoció en su estadía en Estados Unidos en 1816 y con la cual mantuvo una breve relación de la cual nació Catalina y a la que José Miguel mantuvo en secreto hasta poco antes de su muerte, cuando en una carta reservada el ilustre proscrito de la Logia Lautarina le pidió a su hermana Javiera que contactara a la familia Poinsett, lo que sucedió hacia 1831, diez años después de la muerte de José Miguel y cuando Catalina cumplía catorce años. Elizabeth había contraído matrimonio con Ezequiel Hienam, un magnate ballenero de New Bedford que no solo crio a Catalina como su propia hija, sino que además le dio su apellido. Ni él ni Elizabeth vieron con buenos ojos la aparición de la «tía chilena», pero ella, a través de Joel Robert, logró contactar a la muchacha. Durante diez años Javiera Carrera y su sobrina Catalina se escribieron compartiendo la historia de la familia; Catalina incluso aprendió a hablar y escribir en español para entender mejor lo que su tía le relataba. Y juntas planearon la venganza…

—Contra O’Higgins.

—No, él solo era un peón. El verdadero enemigo, quien había terminado con la vida y el sueño de José Miguel Carrera era la Logia Lautarina. Javiera pasó veinte años estudiando las fortalezas y debilidades de esa sociedad secreta. Desde su exilio en Buenos Aires vio cómo se traicionaban internamente y cómo día a día iban aflorando secretos. No le fue muy difícil encontrar informantes, gente contraria a José de San Martín, dispuesta a abrir la boca. Averiguó la historia del rito de las cuatro dagas, o de las cuatro espadas —recalcó—, de la refundación mítica de Santiago y la ciudad subterránea que la logia juró proteger por orden de Francisco de Miranda, de ese supuesto tesoro oculto en una bóveda en el subsuelo de la capital chilena al que a O’Higgins, en su carácter de Director Supremo de la nación, le había sido confiada la responsabilidad de cuidar. Su propia espada era la llave que abría esa cripta, razón por la cual debía de ser devuelta a la logia al momento de su muerte. Ese era el juramento y el compromiso. Supo doña Javiera que ahí estaba el punto débil. Bernardo O’Higgins era una pieza importante de la conspiración Lautaro, pero también era dueño de una personalidad impulsiva y resentida a la que resultaba muy fácil manipular. Miranda y San Martín lo habían conseguido con efectividad durante décadas hasta convertirlo en su mejor títere. San Martín incluso lo convenció de que por su herencia «real», al ser hijo de Ambrosio O’Higgins, estaba destinado a ser rey de la Nueva Colombia.

—Eso no es novedad, se sabe que San Martín era promonárquico —afirmé desdeñosamente.

—Sí, ¿pero con O’Higgins? ¡Por favor! ¿Alguno de vosotros iba a respetar a un rey que perdió cada batalla en la que participó y que para todos, incluso para sus hermanos de logia, era famoso por salir huyendo de Rancagua? Hablamos de la primera mitad del siglo XIX: las intenciones no eran válidas, solo los hechos. Francisco de Miranda vio a Bernardo O’Higgins apenas como un bien utilitario. Él siempre quiso de hijo predilecto a José Miguel Carrera. De hecho, le parecía muy atractivo que José Miguel lo despreciara. Y cuando digo atractivo no estoy usando un sinónimo, no sé si me entiendes…

No le contesté.

—En 1823, tras su abdicación, O’Higgins se exilió en Lima, pero permaneció pocos meses allá, trasladándose en diciembre de ese año al puerto de Trujillo con la intención de unirse al ejército de su hermano Simón Bolívar para participar de las últimas etapas de la independencia americana y de la concreción del proyecto de la Gran Colombia, que estaba conformando una gran nación confederada en la región norte del continente, primer escalón de los futuros Estados Unidos de Sudamérica.

—Conozco esa historia —lo interrumpí—. Bolívar acogió a O’Higgins pero no le dio un cargo de importancia dentro del ejército, lo cual fue mal visto por Bernardo; después de todo, ambos tenían el mismo grado dentro de la logia.

—No, Elías, fue visto como una traición, que es distinto. La logia ya lo había golpeado cuando le exigieron abdicar a inicios de ese año, culpándole del estado de anarquía al que se dirigía su gobierno. Ahora lo estaban rematando, impidiéndole ser parte del gran sueño de Miranda.

—No debió sorprenderle tanto —justifiqué, más que nada para llevarle la contraria a mi anfitrión—. Se trataba de Simón Bolívar, el ego más grande dentro de la logia, el mismo que ya había traicionado a San Martín en Guayaquil y al propio Francisco de Miranda en Caracas. O’Higgins sabía cómo actuaba su hermano, no era tonto…

O’Higgins era confiado, un niño de campo, como Superman.

—Válido —corté, aunque me había gustado su ejemplo—. ¿Entonces cómo entra Catalina Carrera o Catalina Hienam en esta historia? Porque hacia allá vamos, me imagino…

El Hermano Anciano dio un nuevo sorbo a su café y continuó:

—Hacia mediados de 1824, cuando O’Higgins ya estaba establecido en Lima y había decidido dejar sus actividades públicas y políticas para siempre, recibió una emotiva carta de parte de Javiera Carrera. Fue la primera de una larga correspondencia entre ambos, aunque estas misivas por un pacto mutuo eran quemadas después de ser leídas. Javiera le habló de las disputas familiares, le pidió disculpas por la manera en que lo habían tratado sus hermanos y de a poco fue inyectando en el hijo del virrey la idea de que tanto su familia como él habían sido manipulados por la Logia Lautarina. Compartió con él además cartas secretas, escritas y firmadas con el puño de Miranda, en las que el venezolano manifestaba a José Miguel su favoritismo, instándolo a tomar el lugar del «Huacho del irlandés» dentro de la logia y diciéndole que su destino era llegar a ser el rey de la Nueva Colombia. Misiva a misiva, Javiera Carrera fue escarbando al interior de O’Higgins, convenciéndolo de renegar de sus hermanos como ellos lo habían hecho con él. Y Bernardo le juró que antes de su muerte le iba a hacer llegar su espada, la llave, como una manera de vengarse de quienes lo habían convertido en un títere. Toda esta artimaña no solo fue planeada por la hermana de Carrera, sino también por Catalina, alimentada por el deseo de revancha por la memoria de su verdadero padre. Apenas O’Higgins empezó a sentirse mal, augurando su pronta muerte, Catalina Hienam, que recién había cumplido los veinticinco años, viajó en el ballenero Eleonora Hawthorne, propiedad de su padre adoptivo, al Callao donde aguardó por año y medio la muerte del pelirrojo, tiempo en el cual visitó en secreto a O’Higgins, ayudándolo a preparar su camino a la otra vida.

—De lo que se encargaría Lorencito Carpio cuando le entregó la espada a esta supuesta hija de Carrera…

—Exactamente.

—¿Y ahora vas a decirme que toda esta historia llegó a tus manos porque resultaste ser tataranieto de Catalina Hienam?

—No, Elías Miele, no tengo relación parental con los Carrera. Mi tatarabuelo fue Lorencito Carpio, a ese que llamaban Magallanes, el mocito y amante de Bernardo O’Higgins. Carpio escribió toda esta historia en unos diarios a los que mi familia accedió en 2010, tal como lo dejó estipulado en el testamento que redactó poco antes de su muerte. No solo estaba el relato completo, tal cual Catalina Hienam se lo contó, sino también la ubicación de la espada de O’Higgins, oculta por más de un siglo en la caja fuerte de un banco de Charleston, propiedad de la familia Poinsett. Cuatro años demoré en contactar y negociar con La Hermandad para que me ayudaran a recuperar este tesoro familiar. Por supuesto los convencí relatándoles que podía ser una poderosa arma en su guerra contra el dominio del catolicismo, asestando un golpe directo contra la idolatría mariana en el sur del mundo, primera fase para luego hacerlo en el resto del planeta.

—Y en el entreacto te convertiste en el escritor más exitoso de habla hispana.

—¿Cómo crees que vendí a Joshua Leverance la idea de La cuarta carabela, estimado colega?

—De la misma forma en que convenciste a Chapeltown del plan B.

—Javier Salvo-Otazo arrugó la frente y luego me respondió:

—No. Leverance nunca supo quién era yo realmente, lo que me dio una ventaja. De hecho, para él estoy muerto. Con Chapeltown y su gente tuve que ser más práctico, mostrarles hechos, no intenciones.

—Hechos. En otras palabras, el cadáver de los peones de Leverance. El de Bane Barrow y el tuyo mismo. ¿Cómo lo hiciste Javier? —por primera vez pronuncié su nombre—. La policía vio tu cadáver.

—Vieron un cadáver, que es distinto —subrayó el marido de Juliana de Pascuali—. La ineptitud del cuerpo policial español tras la crisis es famosa en todo el globo. Además, el suceso ocurrió en Toledo, no en Madrid o Barcelona. A nadie le interesa Toledo más que a los turistas y a los fanáticos de las espadas y el medioevo. Suma eso a que Bayó es coronel del Ejército del Aire, administra negocios de las fuerzas militares y policiales de casi toda Europa, conoce a quienes hay que conocer, gente que evita que otra formule muchas preguntas. Hoy en día, con las personas y los recursos adecuados, cualquiera puede fingir su muerte y conseguir un cadáver no identificado. Desaparecidos sin identificar hay en todas partes.

—Cuando ocurrió lo del avión en Mendoza pensé que podías ser tú, que habías fingido tu muerte y estabas usando a tu mujer. Pero lo encontré tan descabellado que lo dejé pasar. Se lo comenté a Ginebra incluso.

—Claro que lo pensaste, no eres tonto y tienes buena imaginación. Además, Juliana es pésima actriz, pero Princess es un arma perfecta, la contraparte que mi mujer necesita para estar en el juego.

—¿Quién mató a Bane?

—Para qué preguntas lo que sabes.

—Princess.

—Es un arma perfecta, solo diré eso —arrugó el ceño—. Juliana, una buena escritora —algo no había cambiado: seguía siendo despectivo ante la carrera de su mujer. Y seguía manipulándola, igual que cuando comenzó a salir con ella, vampirizándola emocionalmente.

—¿Imagino que te bautizaste? —le pregunté en broma, cosa que él no entendió.

—Por supuesto, ¿de qué otra manera me iba ganar su confianza? Soy un hijo de la promesa.

—Lo que no significa que ascendieras a Hermano Anciano.

—Tampoco significa que no lo hiciera. Ginebra trató de convencerte de que no soy estadounidense, de que si yo fuera la mente maestra no estaría en persona participando de la conclusión del plan, de que no tengo herencia para lograr apoyo de gente como Andrew Chapeltown y Joshua Kincaid.

Le contesté con una mirada.

—Pues ella está en lo correcto —se respondió a sí mismo—, salvo por un punto. Yo tengo algo que todos quieren y esta es mi historia —subrayó el posesivo—. Si revisas las funciones eclesiásticas de un Hermano Anciano, entre ellas está el velar por el bienestar de la iglesia y eso solo se logra participando.

—Esta no es una iglesia.

—«Donde haya dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos», Mateo 18:20. Eres libre de creer, después de todo, sabes bien que el que sea o no sea el verdadero Hermano Anciano no es lo importante.

Tenía razón.

—Aún no entiendo el porqué de esta comedia —dije.

—Error, amigo mío. No hay por qué en esta operación, solo un para qué.

—¿Para qué, entonces?

—Ellos —apuntó hacia la puerta— quieren cobrarse de quinientos años de supremacía católica en el negocio cristiano.

Me parecía estar dentro del capítulo final de una serie de dibujos animados, en la que el cerebro maligno tras las villanías se revelaba ante su adversario y le confesaba cómo es que habían llegado a ese punto, explicando en forma detallada la concreción de sus planes para pasar finalmente al golpe final, que en un mundo de héroes y villanos siempre era rechazado por el primero. Pero este no era un mundo de capas y súperpoderes y yo estaba bastante lejos de ser un héroe. Además, me vería muy mal con un traje de colores chillones o un antifaz sobre los ojos.

—No me contestate.

—En tu caso —siguió eludiendo—, tu para qué es escribir un libro que te dará fama y fortuna a nivel mundial.

—Te pregunté otra cosa.

—¿Vas a negarme que tu motivación es otra aparte de escribir ese libro? Porque con la chica ya te quedaste, o con las chicas —acentuó—. Princess primero, Ginebra después. Lo siento si querías recordar viejos tiempos con Juliana. Ya sabes que ella no es de relaciones paralelas. Salvo esa vez, que imagino aún recuerdas —se detuvo y leyendo mi expresión facial, continuó—: sí, no te sorprendas, ella misma me lo contó, y no vale porque entonces no estábamos casados.

—¿Y tu para qué, Javier Salvo-Otazo? —reiteré.

—El más simple de todos —me contestó sin escapar—: un asunto de familia.

Torcí una sonrisa y fui por una taza de café.

—Entonces es cierto lo de la ciudad subterránea.

—Tanto como que te estoy mirando a los ojos.

—¿No sería mejor ir de noche?

—No hay mayor diferencia entre ir de día o de noche. El día, de hecho, permite llamar menos la atención.

—Javier, que nos dirijamos allá —fui cauto— no significa que vayamos a encontrar la cerradura y la puerta que abre esa llave —apunté a la espada.

—Tampoco significa lo contrario, pero es la pista más concreta que tenemos. No vamos a dejar pasar esta oportunidad.

—Ni siquiera tenemos los planos originales del lugar.

—Ya me estoy haciendo cargo de ello. Te lo dije hace unos minutos: con los recursos y la gente adecuada todo se puede conseguir.

—De los dos templos —subrayé.

—Con los recursos y la gente adecuada todo se puede conseguir —reiteró el Hermano Anciano.

—¿Qué es lo que hay en esa bóveda? —pregunté.

—Creo que antes de su muerte —lo dijo en tono de sarcasmo para evitar que yo le devolviera la palabra asesinato—, Andrés Leguizamón ya te lo adelantó: lo que Cristóbal Colón envió a América en una cuarta embarcación, en nuestra querida «cuarta carabela». Un sarcófago con las cenizas de una mujer.

—¿María Magdalena? —le pregunté con mordacidad.

—Por favor, Elías, estas no son fantasías de merovingios ni santos griales. Esto es en serio. En dos horas vamos a recuperar los restos de María de Séforis. O como la llaman los católicos, la Virgen María.