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«Imagino que ya conociste al Hermano Anciano…», me encaró Ginebra Leverance apenas me vio entrar a la habitación donde la tenían encerrada. Una suite de lujo para pacientes de primer nivel de la clínica del doctor Sagredo. Obviamente, el cuarto no tenía disponibilidad de líneas telefónicas ni de internet en ningún soporte. Hasta el televisor estaba con el módem desconectado para que la exagente del FBI permaneciera lo más aislada posible.

Cuando entré, ella estaba pegada al amplio ventanal que daba al poniente de la ciudad, desde el cual podía verse prácticamente todo Santiago. A la altura del edificio había que sumar que la clínica estaba construida en una ladera de la precordillera. Los ocho pisos equivalían a ciento veinte en el plano normal de la ciudad.

—Sí —le contesté, mientras uno de los mercenarios de Bayó cerraba con llave la puerta a mi espalda.

—¿Sorprendido?

—La verdad no. Por un lado no estoy seguro de que él sea realmente el Hermano Anciano y, por otro, aunque te resulte difícil creerme, era una de las posibilidades respecto de su identidad que había barajado.

—No te creo.

—Es en serio. Claro, fue una hipótesis tan infundada que la deseché prácticamente al mismo instante en que la pensé. Me acuerdo incluso cuando pasó: en Buenos Aires, la mañana en que envié el correo que te entregó el fantasma residual gracias al cual descubriste que estaba en la Inmaculada Concepción de El Tigre. Se me cruzó la idea tras una llamada que recibí de Frank.

—Da lo mismo, no creo que sea el verdadero Hermano Anciano.

—¿No?

—Solo piensa con inteligencia lógica, Elías; olvídate de la inteligencia narrativa de tu yo escritor. Si fueras el coordinador secreto de una conspiración de esta envergadura no te arriesgarías a participar de la fase final de la misma. Para eso tienes buenos soldados.

—¿Y si el interés es suficiente como para arriesgarse?

—¿Existe un interés así de grande? Hablamos del cerebro detrás de un complot contra mi padre, uno de los cuatro hombres más poderosos del país más poderoso del mundo.

No le respondí.

—¡Dios! —exclamó—. ¡Ni siquiera es americano ni habla inglés!

—Tiene sentido lo que dices. Yo también tengo mis sospechas, pero necesito más elementos para concluir si es o no. Por ahora, mi posición es que si él quiere que así lo creamos, ha de ser por algo. Y ese algo es mi tema, lo que me interesa.

—Un gran escritor, un pésimo agente de inteligencia —agregó Ginebra en voz baja, luego levantó sus cejas, respiró hondo y cambió de tema—. Es hermosa tu ciudad de noche. Se parece a Los Ángeles, ¿te has dado cuenta?

—Una vez escribí para una revista de viajes que Santiago de Chile era la ciudad más parecida a Los Ángeles. Las calles, la expansión, el clima, la manera como se ve de noche.

Mi compañera de viajé abandonó el ventanal y se sentó en un sofá de tres cuerpos y forma de «L» que hacía una cómoda esquina entre la pared de fondo y el mirador de vidrio de la habitación.

—¿Quieres agua? —le ofrecí.

—No.

—Yo sí, con permiso.

—Por favor.

Fui hasta la cocina de la suite, busqué una copa y la llené con agua de la llave. Tenía la boca seca, continuaba sin dormir y, aunque lo que menos sentía era sueño, necesitaba hidratarme para no perder energía.

—¿Entonces vas a cooperar con ellos? —me preguntó Ginebra.

—No tengo otra salida.

—Tampoco pierdes nada y podrías escribir un libro que vendería muy bien.

—Lo he pensado —dije cortante—. Pero no quiero que hablemos de eso, Ginebra. Vi los videos y las fotos de tu padre.

—No te conocía tu lado de institución garante de la moral y las buenas costumbres.

—No es eso…

—¡¿Entonces qué?! ¿Voyerismo? ¿Quieres ver la cicatriz?, ¿quieres ver si es verdad? —se levantó y comenzó a abrir con desesperación su blusa, luego vino hasta mi lado, se acercó y desafiante se quitó el sujetador.

Aunque lo intentaba, no podía evitar mirar.

Un pecho joven, turgente, adornaba el lado izquierdo de esa mujer hermosa. Lucía un par de lunares sobre el pezón, pequeño y ligeramente marrón, que se endureció ante el repentino cambio de temperatura al quedar expuesto. Uno de los lunares tenía forma de medialuna, el otro dibujaba una pequeña corona en la parte superior del seno.

Y a la derecha, la cicatriz. Piel arrugada, manchada y a medio camino entre la vida y la muerte que cubría el espacio donde alguna vez hubo un pecho tan o más bello que su compañero de la izquierda. La excitación, la pena, el rechazo y el morbo. Sé que Ginebra vio cada una de esas emociones desfilar por mi mirada. Se sentó en la cama sin cubrirse y me miró con una expresión tan lejana que no parecía ser una mujer de este mundo. Ginebra Leverance estaba parada en la superficie de una luna helada que orbitaba un mundo muy lejano, un planeta perdido en el corazón más negro de la galaxia.

—Me lo arrancaron y me destruyeron por dentro, me acabaron como mujer y fue mi padre el único hombre que estuvo conmigo, que ha estado conmigo en todos estos años.

Me senté junto a ella y la escuché.

—Hace nueve años yo era parte de un escuadrón del FBI que seguía el caso de unos traficantes de droga mexicanos que tenían por costumbre asesinar a sus rivales en unos extraños ritos que mezclaban paganismo cristiano de la zona de Jalisco con cultos satánicos…

—La Santa Muerte, Judas Tadeo y Jesús Malverde… conozco algo de ese sincretismo cultural y religioso —comenté.

—El grupo operaba en el sur de California, Los Ángeles, inclusive Arizona, Texas y Nuevo México. Tras cuatro meses de investigación, un informante delató que iban a realizar una operación en una barriada de San Diego. Confirmamos los datos y junto a mi escuadrón preparamos una emboscada. Todo era una trampa. Lo último que recuerdo fue a mis compañeros y compañeras cayendo bajo armas de fuego de gran poder. Poseían ametralladoras e incluso lanzagranadas y lanzacohetes de uso manual. El líder del grupo, que se hacía llamar Santos Pastor, me metió una bala sobre el ojo derecho, aquí —se levantó el flequillo sobre la frente y me enseñó el punto donde había entrado el proyectil—. No me mató, pero dejó secuelas nerviosas. Algunas bastante obvias como el temblor de mi ojo, otras más difíciles de notar como el hecho de que no veo nada por mi ojo derecho. Perdí mi capacidad de apuntar y sufro repentinas e invalidantes jaquecas y cefaleas. Pero eso fue solo el inicio. Desperté una semana después en algún lugar del norte de México. Me extirparon la bala y evitaron que esta alcanzara mi cerebro y me matara, curaron incluso mi infección. No porque fueran bien intencionados o me tuvieran lástima. Santos Pastor me quería como su trofeo, su esclava sexual. Más aún cuando se enteró de que mi padre era el famoso reverendo Joshua Leverance Jackson, patrón de la espiritualidad del gobierno de los Estados Unidos. Santos Pastor era además muy católico. A su modo, defendía el rito romano y al Vaticano y odiaba todo lo que tuviera que ver con evangélicos y protestantes. Una de sus diversiones era salir a disparar contra predicadores y pastores que osaran entrar en los pueblos que él dominaba…

Se detuvo y me pidió un vaso con agua. Fui por uno y se lo pasé. Ella bebió tres tragos, el último muy largo. Luego pasó el dedo de su mano izquierda por su cicatriz, avanzando en seguida hacia su único pecho, jugando en círculos sobre la aureola del pezón hasta endurecerlo. Contemplé cómo ese hermoso botón se levantaba como si quisiera mirar qué ocurría arriba y dentro de la habitación, como si su ojo de carne quisiera verme a los ojos.

—Durante dos meses fui violada varias veces por día. Uno, dos, tres hasta siete hombres al mismo tiempo. También mujeres. Me amarraban, me colgaban, me azotaban. Me usaban de la manera como se les antojara. Santos Pastor utilizó mi cuerpo para iniciar sexualmente a tres de sus hijos, adolescentes de doce y catorce años. Ni siquiera era una muñeca para ellos, con suerte era más que un trapo. En una ocasión su esposa y sus amigas jugaron conmigo y me metieron una vara de madera tan adentro que me destrozaron el útero y el ano. Creo que fue el único momento durante ese infierno en que tuve algo de paz. Santos Pastor ordenó que no dejaran que me desangrara y me encargó a sus médicos personales. Cumplieron con mantenerme viva, pero el daño interior era demasiado grande. «Olvídate de tener hijos», me dijeron. ¿Sabes lo más irónico? Es que estaba embarazada, pues alguno de esos malditos me preñó en alguna de las múltiples violaciones. El feto tenía un par de semanas. Me lo regalaron envuelto en pañales, el único hijo que tuve y que iba a tener.

Ginebra Leverance hablaba con un tono monocorde, como si ninguna emoción lograra colarse entre cada sílaba que pronunciaba.

—Después de unos pocos días —siguió— volvió la rutina, aunque ahora Santos Pastor me reservó para él, lo que tampoco hacía una mayor diferencia. Y entonces me encontraron. Alguien delató la ubicación del refugio secreto del cartel a cambio de protección o de dinero —estiró—. Escuadrones del FBI junto a los de la policía federal mexicana sitiaron a Santos Pastor y a su gente. Los superaban en número y era obvio que iban a caer, pero Santos no se iba a ir solo. Vino hasta el lugar donde me tenía cautiva y amarrada. Me desnudó y me dijo que si él caía yo caía con él. Pensé que me iba a matar, pero no. Cuando se lo pregunté se rio y me dijo que la muerte no era tortura, que yo me iba a ir con su marca, que yo iba a ser su obra maestra en la guerra santa que había iniciado. Luego me forzó a beber un líquido de coca y todo se nubló. Recuerdo que el mundo comenzó a dar vueltas y de pronto se apagó. Los agentes me encontraron medio muerta, con un reguero de sangre a mi alrededor y con el cadáver de Santos Pastor a mi lado, un machete en el suelo y mi seno derecho arrancado de cuajo en su mano izquierda. Dicen que tenía una gran sonrisa marcada en el rostro. Imagino que fue mejor así, no hay recuerdo de dolor, de casi nada. Estuve adormecida e inconsciente por días; debí haber muerto desangrada pero no, sobreviví. Las oraciones de mi padre, sus bendiciones, el clamor de tantos fieles a los cuales papá guiaba como pastor. La preciosa mano de mi Señor Jesucristo cuidándome. Él no quiso llevarme, no era mi hora, me requería para su obra, necesitaba que me convirtiera en su mejor soldado —su voz sonaba enajenada, casi en el límite de la locura.

—¿Nunca barajaste cirugía de reconstrucción? —Mi comentario era imbécil, de ética de tarjeta de saludos, pero necesario. Ella sonrió con burla.

—No se pudo. Los daños eran demasiado grandes a nivel muscular y nervioso. Además, la sutura de emergencia que me practicaron los médicos de la federal mexicana para evitar que me desangrara dañaron aún más los tejidos. Santos Pastor dijo que yo iba a ser su marca, su obra de arte en una guerra santa. Mi sacrificio fue por amor a Dios, es mi precio, lo que recuerda día a día por qué sigo con vida.

—¿Y por eso protegiste tantos años a tu padre?

—Él fue mi fuerza y mi guía en el camino que me trajo de regreso de ese valle de sombra y de muerte —citó el salmo 23.

—Hay fotos de niña con tu padre.

—Mi madre nos dejó cuando yo tenía ocho años. Traicionó a mi padre con un amigo suyo de la iglesia. Él se quedó solo y destruido. Era un hombre de Dios que no debía flaquear. Yo solo hice lo necesario para hacerlo feliz.

—Ginebra, por Dios, hay fotos de otras niñas. Un disco duro completo.

—El rey Salomón tenía harenes de doncellas, algunas que ni siquiera habían sangrado por primera vez.

—Tu padre no es el rey Salomón, es un criminal y tú lo encubriste.

—No, yo solo cuidé la obra de un buen soldado de Cristo.

—¿En qué momento nos derrotó la locura? Todo esto se ha salido de toda lógica. Tu historia, lo de tu padre, estos evangélicos terroristas, el libro maldito, la identidad del Hermano Anciano…

—Es la voluntad del Señor. Míralo de esa manera.

Quizá Ginebra, al igual que Chapeltown y que todos los que descansaban en las otras habitaciones, tenía razón y estábamos en esto por voluntad de Dios.

—Así que encontraste el lugar que andan buscando —cambió de tema Ginebra.

—Sí. Además vi la llave. Todo concuerda, no tengo idea cómo ni por qué, pero todo concuerda.

—No era la virgen de ese cerro.

—Casi, pero la traducción estaba mal hecha. Rehue cura ñuque fill macul kintunien mapuchunko. No era «el lugar sagrado de piedra desde donde la madre de todos promete cuidar al Mapocho», sino «el lugar sagrado de la promesa de la madre de piedra que cuida del Mapocho». El 5 de abril de 1818, San Martín y O’Higgins derrotaron definitivamente al ejército realista y los últimos remanentes de la corona hispana fueron expulsados de Chile. El lugar del combate es el llano de Maipú, hacia el surponiente de Santiago y, para conmemorar la victoria, O’Higgins prometió levantar en el lugar una iglesia en honor a la Virgen del Carmen, un templo de piedra. El lugar se vino abajo, pero allí levantaron el Templo Votivo de Maipú, una mole de piedra de setenta metros de alto cuya forma remite íntegramente a la de la Virgen del Carmen. Mañana partimos cerca del mediodía y tú vienes con nosotros.

—¿Yo?

—Sí, acepté participar a cambio de que tú nos acompañes, que seas parte del final de la historia. Es mejor que duermas, hay que descansar. Yo… Yo voy a llamar para que me abran la puerta —pero no alcancé a levantarme de la cama.

—Espera —me detuvo Ginebra—, quédate. No quiero dormir sola —me agarró de la mano y acercó su rostro para darme un beso en los labios. Lento, despacio, tímido incluso, como si a cada segundo dudara de lo que estaba haciendo. Usó su lengua para mojar mis labios y me volvió a besar, esta vez con más fuerza, buscando que yo le respondiera. Y lo hice. Entonces ella tomó mi mano derecha y la puso sobre su pecho. Sin soltarme, sus dedos cogieron los míos y me guiaron en juegos circulares sobre el pezón; luego, cuando lo sintió duro, me condujo hacia la cicatriz, como si quisiera evitar que mi mano escapara de la sensación extraña de tocar ese pedazo de piel muerta, ese cráter cubierto que reemplazaba su femineidad más exquisita.

—Con la boca, hazlo con la boca —me pidió mientras me recostaba sobre el plumón y se montaba encima mío para acercar su pecho a mi boca. Primero, su seno que entró seguro a las caricias de mi lengua, luego la humedad de mis labios y las mordidas de mis dientes. Sentí cómo la respiración de la exagente del FBI se aceleraba mientras movía su cuerpo en arcos intentando meterse entera en mi boca. Entonces se levantó y se volteó hacia la derecha para que mi lengua repasara su marca. No tuvo que pedírmelo, no era necesario, de hecho lo hice por gusto y mentiría si dijera que sentí lástima o asco al besar esos muñones blandos rodeados de costra hecha piel muerta.

—No hagas nada, déjame a mí —me pidió con ternura. Luego apartó su cuerpo y empezó a descender hasta mis pantalones. Me desabrochó con seguridad y con la misma determinación bajó el cierre. Levantó el rostro y me sonrió.

—Desde lo de México no quiero volver a ser penetrada, pero esto me gusta, me gusta mucho, en serio —dijo y a continuación llevó su boca hasta mi sexo. No hablamos más durante el resto de la noche.