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Juliana condujo el auto, un Peugeot 307 con los logos de una empresa de rentacar en los parabrisas, cerro abajo. Manejaba en silencio con Princess en el asiento del acompañante. Bayó no vino con nosotros por lo que no era difícil suponer que habían arrendado otro vehículo. Pensé en Andrés, en la manera en que su cuerpo se estremeció cuando la bala atravesó su frente, desplomándose como si estuviera hecho de varillas de madera. Aunque en los últimos días había visto un muerto (el policía argentino en el apartamento de la familia, de Juliana), jamás imaginé que iba a presenciar el momento exacto en que un ser humano era fulminado. Todo lo visto en películas, leído en libros o escuchado por ahí no se comparaba a la sensación de ese instante cero en que todo se quiebra.

La viuda de Javier Salvo-Otazo conducía despacio. El lugar no le era familiar, las continuas curvas la intimidaban y supongo que en su interior se estaba hartando de la cantidad de muertos que estaba dejando el camino que había decidido tomar. La conozco desde hace años y, por muy alto que fuera el precio que estaba cobrando, la gente no cambia tanto.

—Imagino que les están pagando muy bien —comenté con la idea de provocarlas.

—Demasiado bien —Juliana fue parca.

—¿Se puede saber cuánto?, digo por si me uno al club…

—No —la viuda continuaba con la mirada fija en la ruta. Abajo ya se veían las luces del barrio de Pedro de Valdivia Norte.

—Si te portas bien, yo te cuento —me sonrió Princess—. Como algo te conozco —prosiguió la inglesa, cambiando de tema—, creo que esto puede interesarte. Hay videos. Tu amiga tiene varios secretos, como toda la gente, pero en su caso son un poco más sórdidos, incluso para alguien como yo —me alcanzó su teléfono.

Comencé a ver las imágenes. Fotos de Ginebra Leverance a diversas edades. Muy joven, casi una niña, luego mayor y mayor… y esa cicatriz. ¿Qué mierda le hicieron? Levanté la mirada y la clavé en Princess, quien sonreía con maldad. Regresé a las fotos y seguí revisándolas; en una de ellas aparecía su padre reflejado en un espejo y con una cámara en la mano. La exagente del FBI estaba completamente desnuda tendida en una cama con sábanas sucias, muy sucias. Abandoné las imágenes fijas y le di play al video que estaba adjunto. Era reciente. De este año, quizá. Ginebra hablaba con su padre, él le pedía que se desvistiera despacio, que lo dejara ver su herida y ella lo hacía. Le enseñaba su marca, esa espantosa huella que denunciaba un trauma que estaba seguro ninguna mujer, ni siquiera una bruja de hielo como Ginebra Leveranc, era capaz de superar. Y la voz gastada y anciana del reverendo líder de la Hermandad le hablaba de la cicatriz, de que él la había salvado, que le debía todo, que por favor ahora se tocara, lento y jugando con sus dedos dentro de la vagina, haciendo círculos, igual como lo hacía cuando era niña y empezaron con sus secretos.

Esperé a que finalizara el video y le devolví a Princess su teléfono.

—Niña mala —comentó la inglesa.

No le respondí.

—Está bien jodida —siguió ella—; el proceso que el FBI abrió contra ella no es solo por tapar los crímenes de su padre, también por usar el aparato federal al servicio de los intereses de su familia, engañando a sus superiores para usurpar recursos, algunos muuuyyy —exageró— caros, como ese avión supersónico en el que casi te matas en Mendoza.

Al salir del parque desde Pedro de Valdivia hacia Los Conquistadores, la voz femenina del GPS le indicó a Juliana que prosiguiera cuatro cuadras hasta el puente de La Concepción. Esperamos dos semáforos y luego la argentina llevó el 307 hasta una pequeña calle llamada Francisco de Encina que unía La Concepción con Padre Mariano, donde ingresó el auto al estacionamiento subterráneo de un edificio de departamentos. Bajamos hasta el segundo nivel y nos detuvimos en el espacio correspondiente al D-804; íbamos al octavo piso.

—Los ascensores están a tu derecha —me indicó Juliana.

Adelantarme hubiese sido inútil. Princess llevaba un arma y lo más seguro es que arriba mi hija no estuviera sola, así que esperé a que ellas bajaran del auto y juntos avanzamos hacia el ascensor.

—Éramos un buen equipo los tres —les dije, tratando de provocarlas.

—No digás tonteras, Elías —me respondió Juliana.

Reconozco que no solo hablaba por molestar, era mi manera de distraerme, de disociarme, de mantener mi cabeza ocupada para no explotar.

El 804 estaba al final del corto pasillo. Juliana se adelantó y abrió la puerta. Era un departamento amoblado, con cocina americana y dos habitaciones. Idéntico a tantos otros que se construyeron en Santiago de Chile durante la primera década del nuevo siglo.

En la sala nos recibió otro de los matones de Bayó; el español se había traído un batallón completo. Estaba comiendo un sándwich de jamón y queso y tenía el televisor sintonizado en un canal de deportes del cable, en el que unos argentinos hablaban de la actual campaña del Barcelona.

—¿La niña? —preguntó Juliana.

—Sigue en el cuarto, solo se asomó para pedir algo de tomar.

Princess me hizo entrar y luego me indicó la habitación donde estaba Elisa.

—Diez minutos —me indicó la inglesa.

No le contesté.

Caminé hasta la puerta del dormitorio y abrí la puerta.

Mi hija estaba tirada en la cama, rodeada de cuadernos y con la vista y la atención absolutamente fija en una novela gruesa.

—Elisa —dije despacio para traerla de regreso al dormitorio.

—¡¡¡Papáaaaaaa!!! —gritó ella, tiró el libro y saltó de la cama a mis brazos, apretándome con esa fuerza que solo logra un hijo y que te hace sentir que nada más vale la pena, que de verdad eres la persona más importante y grande del universo. Polaroids en la memoria: su manito cuando era bebé agarrándome el dedo índice; la primera vez que dijo papá; el día en que aprendió a caminar; cuando la vi por última vez, cuatro horas antes de tomar el avión a España; con Miranda observándome como si fuera el peor criminal del planeta y luego las conversaciones por teléfono, por chat, por video, cada vez más cortas, cada vez más distantes. Era extraño. Sabía que en esos precisos instantes la familia de mi exmujer debía de estar como loca buscándola, pero me dio lo mismo, tenía diez minutos para estar con la persona más importante de mi cosmos y eso era lo único que valía. En ese abrazo me olvidé de La cuarta carabela, de mi estatus de proscrito ilegal, de la muerte de Andrés Leguizamón, de las fotos y videos de Ginebra Leverance y de las dos mujeres locas que aguardaban en la sala principal del departamento. Llámenme sentimental, pero no pude evitar llorar, desde hace tanto tiempo que no lo hacía que llegué a pensar que se me había olvidado.

—Que eres llorón papá —me dijo Elisa.

—Cosas que se meten en los ojos, amor.

—¡Mentiiiiira! —alargó con su voz aguda, a pocos años de convertirse en voz de mujer.

—Soy un gran mentiroso, ¿no te acuerdas?

—Eres escritor, tonto.

—¿Y no es lo mismo?

—No lo sé —dijo y se sentó al borde de la cama. Yo acerqué una silla que había junto a una pequeña mesa que servía de escritorio—. Tanto que te demoraste.

—Estuve ocupado —le mentí—. ¿No has hablado con mamá?

—En la mañana. Se enojó y se puso a gritar, preguntándome que dónde estaba, pero Princess me dijo que no le contara nada. Luego se murió la batería del teléfono y ando sin el cargador. Acá tampoco tienen. Estaba preocupada, pero Princess dijo que ya venías. Me cae bien ella.

—Es simpática —mentí.

—Y loca. Y además es igual que yo.

—¿Igual que tú?

—Celiaca, así que tiene solo comida no contaminada, sin gluten. Me enseñó algunas recetas y trucos para comer chocolate sin intoxicarme. Me encanta como se viste, prometió mandarme accesorios plásticos desde Inglaterra. Me contó que era tu asistente. Yo creo que debería ser tu novia.

—No seas loca. ¿Entonces te han tratado bien?

—Sí. Juliana me pasó el libro que escribió. Me dijo que tú le habías contado que me gustaban las historias de vampiros. Es bueno al inicio, pero hacia la mitad se vuelve aburrido y ya sé cuál de las hermanas será la que se salvará por amor. Igual es entretenido y los personajes son guapos, ¿lo leíste?

—Sí —mentí.

—Me contó que iban a hacer la película y que estaba trabajando en la segunda parte.

—¡Guau! —sonreí—, no tenía idea. —Era cierto, aunque lo obvio es que no fuera verdad.

—¿Papá?

—¿Sí?

—¿Por qué no me avisaste que venías a Chile?

—Porque no lo tenía planeado. Vine por trabajo.

—Princess me contó que habías entrado escondido a Chile para que no te tomaran preso, por eso todo era tan secreto.

—Es verdad. ¿Se lo contaste a mamá?

—Sí y por eso se enfureció más todavía. Ya sé que me va a castigar. La última vez que desaparecí, y eso que estaba en la casa de la Julia, me tuvo un mes sin internet.

—No, no te va a castigar. —Le desordené su pelo rubio, casi blanco, que sacó de su madre—. ¿Y cómo va el colegio?

—Sabes que bien, bueno, excepto matemáticas. Los números me odian.

—Lo sé y te entiendo, a mí también me odiaban. Ahora nos llevamos un poco mejor. Creo que saben que quiero destruirlos y que mi bando es el de las palabras, por eso…

—Elías —a veces me llamaba por mi nombre—, ya no tengo siete años, no me cuentes historias para niños.

—Solo era para contarte que recién a los cuarenta y cinco años he aprendido a dividir.

—Eso es ser menso, mi problema es con el álgebra.

—Chino.

—Menso.

—¿Así que ya no eres mi niña?

—Oyeee, voy a ser tu niña toda la vida, solo que ahora estoy más grande.

—Eso significa que ya tienes novio. ¡¿Cómo se llama?! —bromeé.

—Papáaaaaaaa…

—Te estoy molestando…

—No me gusta que me molesten y lo sabes. Igual tengo un poco de pena.

—¿Por qué tienes pena?

—Porque hace mil años que no te veo y ni siquiera me trajiste un regalo chiquitito.

Sonreí.

—Te lo debo y te daré un regalo grande. Promesa.

—Ya —bajó la mirada.

—¿Qué pasa?

—Que mamá dice que tú nunca cumples las promesas que haces.

—Es que tu mamá conoció a mi otro yo, uno más tonto.

—Aún eres un poco tonto.

—Siempre voy a ser un poco tonto, pero no se lo digas a nadie. ¿Trato?

—Trato.

La puerta se abrió e ingresó Princess con una bandeja en la que traía un vaso con Ginger Ale y tres barras de chocolate energético.

—Son libres de gluten, de caseína y de lactosa. Además, deliciosas —dijo con una inusual empatía, mientras ubicaba la comida en una de las mesas de noche de la habitación.

—Gracias, amiga —respondió Elisa con una sonrisa.

—Gracias —le dije a Princess. Era en serio; aunque había secuestrado a mi hija, se esmeraba en tratarla bien.

—Es para que no te enojes conmigo —le respondió la inglesa a Elisa— ahora que voy a quitarte a tu papá otra vez.

—No me enojo contigo.

Princess me hizo un gesto para que la siguiera. Me levanté y fui con ella a la sala del departamento, cerrando la puerta a mis espaldas.

—Nos están esperado, quieren conocerte —me indicó Juliana cuando me vio aparecer junto a Valiant.

—Esos no fueron diez minutos —reclamé.

—No estás en posición de nada.

—Antes de acompañarlas, quiero saber qué va a pasar con mi hija.

—¿Qué querés que pase con ella? —contrapreguntó la argentina.

—Llévenla con su madre.

—OK —me sorprendió su respuesta; luego se dirigió a su compañera—: Princess, usá el auto. Que él —apuntó al hombre de Bayó— te lleve donde la niña te diga, luego nos alcanzás en el punto de reunión. Elisa confía en ti, no va a negarse.

Valiant asintió.

—¿Contento? —me devolvió la viuda de Javier Salvo-Otazo.

—Sí, vuelvo a despedirme de Elisa y salimos.

—Te espero.

Regresé a la habitación donde mi hija había vuelto a recostarse en la cama y a retomar la lectura de la novela de su captora. Comía una de las barras energéticas que le había traído la exasistente de Bane Barrow.

—No me digas nada, ya te vas —me dijo apenas me vio aparecer.

—Sí, pero nos vemos pronto. Princess te va a llevar donde tu madre.

Asintió con la cabeza.

Entonces noté que sobre la mesa, junto a la bandeja, había un lápiz de tinta.

—¿Me lo prestas? —le pregunté.

—Sí, no es mío —me respondió mi hija.

—Préstame un momento el libro, por favor.