—Sabía que vos ibas a traducir el mensaje de la tumba de Mendoza de manera correcta —sonrió Leguizamón, mientras las tres mujeres se apartaban hacia el plano en la parte baja del ascenso al santuario de la Inmaculada Concepción del San Cristóbal.
—No era muy difícil y Ferrada fue de gran ayuda —contesté mientras mi cabeza trataba de ubicar rápido las piezas sobre el tablero y así buscar alguna ventaja. Con el único que tenía posibilidad de adelantarme era con mi colega porteño.
—Un buen amigo —dijo él.
—Eso imaginé.
Bayó apareció con una linterna de campaña agarrada en su mano derecha, trotando hasta donde nos encontrábamos por la escalera de piedra que bajaba desde la capilla y conducía a la estatua de la Virgen. Me saludó llamándome señor Miele y añadió que llevaban una hora esperándonos. Ginebra le respondió que habíamos pasado a comer.
—Imagino que ya se enteró de las noticias acerca de su padre —agregó el militar español— y que por razones más o menos obvias el FBI suspendió sus servicios. Debió haberle advertido al señor Caleb que también borrase los videos con usted de protagonista.
Miré a Ginebra, ella clavó los ojos en mi cara y luego bajó la vista. Por primera vez la vi frágil, como si el hielo que llevaba por dentro hubiese sido quebrado con la fuerza de una frase de cierre con quince palabras. La gélida agente federal se había venido al suelo como una niña de seis años asustada. Princess seguía a su lado, apuntándola con el arma.
—¿Sus teléfonos? —preguntó el español a su prima política. Juliana le indicó que mirara el suelo e identificó a Valiant como la responsable de esa acción. El coronel retirado se acercó, los recogió y revisó.
—¡Qué lástima! —dijo mirando a Ginebra y luego, enseñando uno de los móviles—: si aún estuviera activo, ya sabrían dónde estamos.
—¿Qué le hace pensar que no lo saben? —respondió la hija del acusado director de La Hermandad.
—Es verdad, es probable que lo sepan. Lo importante es que eso a usted ya no le sirve de nada —y dicho esto, caminó hasta el borde de la explanada, donde un muro construido a imitación de almena de castillo medieval daba al sector más empinado de la ladera poniente del San Cristóbal, el desfiladero en dirección a Recoleta.
—Si alguien los encuentra, cosa que dudo, va a llevarse una sorpresa —acotó, previo a arrojar los teléfonos hacia el fondo del socavón.
Bayó volteó hacia el santuario y llamó a dos hombres. Ambos eran muy altos, vestían con camisetas deportivas y jeans gastados, casi idénticos el uno al otro. Si la idea era que pasaran desapercibidos, les faltó la ayuda de un guionista con más asidero en la realidad. Definirlos como una parodia de la imagen que salta a la vista cuando pensamos en la palabra mercenario es ser generosos.
—Acompañad a la señora —indicó a Ginebra— al auto y llevadla al punto de reunión. No se preocupe —miró a la exagente del FBI—, hay gente esperándola que quiere ponerla al día y mostrarle algunas fotografías y videos.
Los «soldados de Bayó» se acercaron a Ginebra y la sacaron del plano de la acción. La seguí con la vista hasta que desapareció junto a sus dos captores hacia el castillo de la sala de máquinas del funicular del Parque Metropolitano.
—Tranquilo, vas a volver a ver a tu nueva novia —me sonrió Princess.
Recordé que en el bolsillo interior de mi chaqueta aún llevaba el tubo de pasta dental que había traído desde El Tigre y que me había facilitado el Padre Barón. Lo saqué con cuidado, me unté el dedo índice de la mano izquierda y me dibujé un bigote sobre los labios, recordando lo que había ocurrido hace doce días cuando ella interrumpió mi exposición en el auditorio de la Biblioteca Powell en Los Ángeles.
La inglesa ni siquiera se inmutó.
—¿También ese TOC era mentira? —ironicé.
—Ese sí —me guiñó un ojo—, otros no —agregó con coquetería. Ya ni siquiera llevaba el cuaderno donde anotaba todo lo que ocurría.
Juliana había permanecido en silencio, observando con atención felina mis movimientos y los de Ginebra, meditando en cada palabra que se había pronunciado. Arriba, la estatua de la Virgen de la Inmaculada Concepción pasaba de un verde pálido a un azul ligero que hacía destellar el blanco de la figura. Más que una guardiana parecía un inmenso fantasma de quince metros de alto. Recordé cuando una vez en radio enuncié la verdadera identidad de este monumento y lo comparé con la Estatua de la Libertad de Nueva York, una imagen de la misma naturaleza luciferina. Llamó mucha gente indignada, incluso el relacionador público del arzobispado. Después de todo, el plan de La cuarta carabela era una muy buena idea.
—Entonces, señor Miele —presionó Bayó.
Levanté los brazos y luego pregunté:
—¿Entonces qué, señor Bayó? Dígame usted. O no —corté— dímelo tú Juliana, mal que mal tú escribiste el libro…
—No lo he finalizado —respondió la viuda de Javier Salvo-Otazo.
—Por supuesto, lo del libro ya no es tema. Ese era el plan de Ginebra y su padre. Imagino que todo eso se fue al tacho de la basura y yo no tengo idea qué papel estoy jugando ahora. Simplemente seguí lo que encontré en Mendoza, gracias a Andrés aquí presente y subí hasta aquí arriba a… —dudé—. En realidad a encontrarlos a ustedes para que me dieran una explicación.
—¿Qué tipo de explicación quieres? —continuó Juliana.
—Para empezar quiero saber por qué me intentaron matar en el vuelo a Mendoza.
—No eras el blanco —siguió Juliana—. No contábamos con que la bruja volara con vos.
—¿Y con quién más lo iba a hacer? El enemigo de tu enemigo es tu mejor amigo. Juliana, ustedes o la gente con la que ustedes trabajan —subrayé—, han jodido sistemáticamente el plan de La cuarta carabela. Mataron a Barrow, luego a tu marido y lo intentaron conmigo. Y perdona que sea tan directo, pero todo indica que la principal sospechosa de haberlo hecho eres tú.
—No maté a Javier.
—No he dicho eso, pero de lo que sí estoy seguro es de que estuviste en Londres la noche en que Bane Barrow fue asesinado.
—No maté a Barrow —recalcó ella.
Levanté los hombros. Princess hacía gestos de estar muy aburrida.
—Si tú lo dices… yo solo sumo piezas. Cuando niño me gustaba armar aviones a escala. Si la famosa Hermandad evangélica estuvo detrás de la idea de La cuarta carabela, infiero que ustedes trabajan para la Iglesia Católica, dedicados a evitar que ese libro por encargo sea terminado.
—Trabajamos para La Hermandad —interrumpió Bayó y lo quedé mirando pensando en que era una broma—. Señor Miele, ¿no pensará que el National Committee for Christian Leadership —pronunció en un horroroso inglés— se limita a la esfera de influencia de la familia Leverance? Hay gente, incluso más poderosa que él, que piensa que aunque lo de La cuarta carabela era una locura, bajo el concepto había algo real que podía resultar mucho más beneficioso para la organización en todo sentido. Claro, había que cortar lo que sobraba. Felicitaciones, señor Miele, contra lo que todos alguna vez imaginamos, usted no es de los sobrantes, todo lo contrario.
—¿Por alguna razón especial? —le seguí el juego, imitando su molesto sarcasmo—. Imagino que no solo por haber crecido en una familia evangélica…
—Además —me respondió Andrés Leguizamón, interrumpiendo—, porque vos sos chileno y conocés esta ciudad mejor que todos nosotros. Ahora vení conmigo. Bayó —agregó—, yo me encargo del resto, ustedes manténgase cerca. Y quitáte esa mancha de dentífrico, por favor. A la piba ya no le molestará, pero a mí sí.
Amable como era habitual en él, Leguizamón me pidió que lo acompañara hasta la base de la Inmaculada Concepción. Mientras ascendíamos le pregunté desde cuándo era parte de todo este juego.
—Desde ayer en la mañana, cuando Juliana y la piba inglesa loca fueron por mí a casa de la abuela —me contestó.
—No te creo —insistí.
—Es la verdad, si me metí en esto fue después de la historia que vos mismo me contaste. Juliana no vino con buenas maneras. Quería saber todo lo que habíamos hablado. No solo le di detalles de nuestra conversación, sino que le expresé mi opinión acerca de los puntos muertos del plan. Inferí hacia dónde iba el asunto. No entiendo cómo vos no te diste cuenta antes, Elías —levantó el tono de su voz—. Luego le hice ver que yo les era muy necesario y les prometí que si me salía de la agenda estaba dispuesto a que me mataran, que no tenían nada que perder.
—¿Y tú…?
—Yo estoy loco Elías, miráme; estoy siendo parte de una película de acción. Tu película de acción —acentuó el posesivo—. ¿No es irónico?
—¿Qué es lo irónico? —dije casi jadeando. No recordaba que la subida a la Virgen fuera tan cansadora.
—Te hacés a vos mismo lo que le hiciste a ese judío difunto de apellido Kaifman hace diez años.
Llegamos a los pies del pedestal de la estatua. Lucía igual que la última vez que había venido: sucio, cubierto de excremento de palomas y rodeado de un muro repleto de peticiones y agradecimientos por intervenciones divinas y velas a medio quemar. La sequedad del caluroso mes de marzo santiaguino sumado al olor de la esperma gastada hacían muy desagradable el lugar, como si estuviésemos en una tumba.
—¿Sabés cómo funcionan las iglesias evangélicas? —me preguntó Andrés.
—Bastante.
—¿Entonces sabés lo que es un Hermano Anciano?
—El equivalente al jefe de los diáconos en una parroquia católica, solo que su labor es más importante y a veces supera a la del pastor de una congregación.
—Pues ellos están bajo las órdenes de alguien a quien llaman el Hermano Anciano de la Hermandad.
—Espera —dudé—, antes de que continúes, ¿me dices que no llevas más de dos días con ellos y manejas este tipo de información?
—Bayó no es muy brillante. Sin preguntar demasiado logré sacarle suficiente información como para dibujar un mapa de lo que están haciendo acá. Sé que ese Hermano Anciano es una especie de anónimo adversario político del padre de la mujer hermosa que vino con vos desde Argentina.
—Ginebra.
—Como se llame. El asunto es que Bayó, Juliana e imagino que la piba inglesa son solo la punta del iceberg de una especie de golpe de Estado contra el padre de esa belleza de ébano —fue cursi—. Lo que partió como un complot para desbaratar lo del libro, acabó convertido en algo radicalmente distinto. Las fuentes que informaron a Leverance —noté que de pronto Leguizamón había recordado el apellido— también encontraron información fidedigna acerca de la existencia de una reliquia muy importante para la cristiandad oculta en algún lugar de Santiago y que no solo podría resultar definitiva en la lucha del National Committee for Christian Leadership contra el Vaticano, sino que además hacer muy rico a quien lo descubriera. Imagino que sabés lo de los cuatro puñales.
—Sabes que lo sé.
—Y lo de la verdadera Ciudad de los Césares, El Dorado, que no habría sido otro lugar que la ciudad incaica que Pedro de Valdivia enterró bajo Santiago después de saquearla.
—Un delirio conspiranoico.
—¿Y si te dijera que no lo es, que efectivamente hay restos de una ciudad «de oro» —acentuó la adjetivación— precolombina bajo Santiago de Chile y que no solo fue resguardada por Bernardo O’Higgins, José de San Martín y la Logia Lautarina, sino también usada para ocultar un tesoro que Francisco de Miranda habría identificado como traído al Nuevo Mundo por el propio Cristóbal Colón? El enigma de la cuarta carabela, imagino que te resulta familiar.
No le contesté.
—Quizá sea un delirio más, pero de una cosa estoy seguro: ellos tienen la llave para abrir esa bóveda subterránea. Es real, yo la vi, y no imaginás qué clase de objeto es.
—Te escucho.
—Todo a su tiempo, ya la verás, sé que te la van a mostrar. Saben que tu ayuda es fundamental en este asunto —arrugó la comisura derecha de su labio, arrugando la mejilla de ese lado de la cara, cubierta por su espesa barba a lo Abraham Lincoln—. No sé lo que nos vaya a pasar, pero si todo lo que te he contado es cierto, vamos a ser testigos de un descubrimiento de la puta madre que supera todo lo que vos y yo hemos escrito.
—Que de nada servirá si estamos muertos.
Andrés Leguizamón torció otra mueca y volteó hacia Juliana, Princess y Bayó que miraban desde abajo.
—Imagino que estamos acá —miré a mi colega escritor— porque es el único lugar que conoces —fui irónico a propósito— donde podríamos encontrar una cerradura para la entrada a esa «ciudad de oro» —grafiqué las comillas usando dos dedos de cada mano.
Leguizamón no respondió. Pasa cuando enfrentas a alguien con esa fatal combinación de ego exacerbado y baja autoestima. Los conozco, soy de ese clan.
—Por eso los hiciste robar la primera bandera; seguro que en la «estrella solitaria» encontrarías algo que indicara otras posibles ubicaciones para esa supuesta cerradura mágica —subrayé—. Pues me temo que te equivocaste, la bandera de 1817 tiene varias claves lautaristas, como la estrella guñelve o wünelfe, el Lucifer, la Virgen del Carmen, pero O’Higgins y los suyos no fueron tan lúcidos. Pero eso tú lo sabías, ¿verdad? Dime otra cosa: ¿lo de las manos de Domingo nunca fue por Domingo French, verdad? Se te ocurrió cuando me escuchaste contar todo ese cuento en el tren, asociaste rápido y te inventaste una historia para poder entrar en la trama.
Leguizamón no habló. Yo le di la espalda y caminé de regreso con Bayó y las mujeres.
—Los felicito —les dije—, cayeron como cachorros en una trampa. Lo de las manos de Domingo era para hacerme ir a Buenos Aires y, efectivamente, se refería a las manos de Perón y al supuesto ritual masónico. Lo de French y lo de Mendoza fue improvisado por el señor Leguizamón aquí presente para demorarlos y demorarnos en la resolución del misterio. Robaron una reliquia histórica por nada y los hicieron subir aquí también para nada —recalqué—. Esta efectivamente es la señora que cuida Santiago, pero no hay nada oculto ni abajo ni alrededor de este santuario. Lo sé, el San Cristóbal es roca sólida, lo único cierto es que acá se efectuó una parte de un ritual. El resto es un volador de luces.
—¿Entonces a qué subiste, si siempre has sabido que acá no hay nada y que todo es una gran broma? —me desafió Juliana.
—De partida ignoraba lo de la broma y si vine fue precisamente para encontrarlos. Descubrir el qué, por qué y para qué de todo este espectáculo.
—¡La llave es real, decilo, Bayó! —gritó Leguizamón subiendo el tono de su voz.
—Usted guarde silencio —lo apuntó el español.
—Y debe serlo —dije—, como también lo es que hay otros tres sitios en Santiago donde se puede encontrar esa famosa cerradura. Y que en todo este rato, mi cabeza —que suele funcionar de muy curiosa manera— ha descubierto exactamente dónde puede estar esa entrada. Dentro de todo este teatro —miré a Andrés—, lo de la cripta de Mendoza estaba en lo correcto, solo que esta no era la madre protectora que indicaba.
Andrés se acercó con rostro de querer saltar sobre mi cuello.
—Por supuesto, eso no significa que se los vaya a decir. No tengo nada que perder, si me matan o torturan, a estas alturas da lo mismo.
—Tenemos a la hija de Leverance —me recordó Juliana.
—No lograron matarla cuando pudieron, ahora que todo el FBI debe andar tras su pista no les conviene ni siquiera tocarla, menos aún si lo que me acaba de contar Andrés acerca de ese tal Hermano Anciano es cierto.
Bayó volvió a clavar sus ojos en Leguizamón.
—Insisto —dije—, a estas alturas del conteo de votos, no tengo nada que perder.
—Amor, por supuesto que tienes mucho que perder —me dijo Princess, acercándose con un teléfono en sus manos—: tus propios hijos.
En la pantalla del móvil había una foto de Princess junto a Elisa.
—Somos muy buenas amigas —dijo la inglesa.
—¡Hija de puta! —bramé.
—Por supuesto, señor Miele —agregó Bayó—, hemos sido muy pacientes con usted, pero todo el mundo se agota, hasta el más santo. Y quizás debiera entender que por muy amable que seamos, no estamos bromeando.
Dicho eso, sacó su arma automática y presionó el gatillo. Una bala de nueve milímetros zumbó por el tubo del silenciador y cruzó a velocidad supersónica hacia la frente de Andrés Leguizamón, quien ni siquiera se percató de que ya estaba muerto.
El cuerpo del escritor argentino se desplomó sobre las escalinatas del santuario y fue rebotando de laja de piedra en laja de piedra hasta la explanada ubicada en la parte baja de la cima, donde durante el día se instalaban los vendedores de comida y juegos infantiles.
—Juliana —ordenó—, ve por la puta bandera que el idiota nos hizo robar y cúbrelo con ella. Esto se acabó.
Bayó vino hasta mi lado.
—Entonces, señor Miele, usted dirá…
Luchando para que mis piernas no temblaran o me orinara en los pantalones, tragué saliva y respondí:
—OK, pero primero quiero ver a mi hija.