Ni siquiera comentó la nota del Washington Post. Me regresó el teléfono y me dijo que llamara al mozo para pagar la cuenta. Pensé en preguntarle si quería hablar de su padre, pero no era una buena idea. Ginebra tenía una facultad extraordinaria para evadir lo que le afectaba personalmente a favor de temas que tuvieran que ver con su vida profesional. Supuse que ahora más, porque era bastante evidente que la habían suspendido del FBI. Primero el corte de su conexión satelital, luego lo que acabábamos de leer en el periódico. Lo más lógico es que la estuvieran investigando por posible encubrimiento de las actividades de su padre. Un terapeuta que tuve hace años en Los Ángeles me subrayó que lo más importante en una relación de todo tipo, de trabajo, amistad o amorosa, era mantener el espacio del otro. No soy bueno obedeciendo los consejos de psicólogos, pero en este caso preferí no entrometerme, al menos no hasta que ella me abriera la puerta.
Cuando la cuenta fue saldada, ella me preguntó hacia dónde íbamos.
—Hacia allá —indiqué en dirección al río Mapocho—. A la cima del Parque Metropolitano.
—¿Cima, parque?
—El Parque Metropolitano es un cerro de baja altura, el San Cristóbal. Atraviesa desde el oriente hasta el corazón de Santiago. Para acceder requerimos ascender por la entrada de Pedro de Valdivia, exactamente por esta misma calle —apunté al norte—. Necesitamos un auto, detener un taxi…
—Nada de taxi —cortó ella—. ¿Hay algún estacionamiento subterráneo cerca, ojalá uno muy caluroso?
Recordé que los aparcamientos del sector de Lyon con Providencia eran insoportables en verano.
—Sí, por acá —la guie—, solo hay que cruzar la avenida.
Ginebra se apresuró y sin siquiera esperar el verde del semáforo, corrió hacia el otro lado de Providencia para luego instintivamente entrar a los estacionamientos a través de las rampas de salida de los mismos.
—¿Qué? —me dijo, al ver la barrera del peaje a la salida del estacionamiento—. No tenemos comprobante de entrega, el sistema automático no nos va a dejar pasar por la vía oficial.
La seguí apurando el paso y cuidando de que nadie nos hubiese visto.
La exagente del FBI revisó los autos estacionados en el primer subsuelo y buscó la escalera que conducía a los pisos inferiores. No había muchos vehículos en el cuarto nivel.
—Busca un vehículo de fabricación japonesa o coreana, ojalá no del año —me indicó.
—Esto es un sauna. —De hecho era difícil respirar.
—Es la idea, ojalá hiciera más calor —sonrió—. Bienvenido a la primera clase de robo efectivo de auto; te aviso que no tiene nada de guion de Hollywood.
Revisé los siete autos estacionados y escogí un Kia Rio 3 modelo hatchback. Calculé que debía ser del año 2010 o a lo más del 2012.
—Acá —le grité, mientras ella revisaba un SUV marca Toyota.
—Mejor —comentó viendo mi elección—, esta es demasiado llamativa —apuntó hacia la camioneta.
Ginebra se acercó y comenzó a palpar despacio las dos puertas del auto alrededor del cilindro de la cerradura. Comparó ambas y luego comentó:
—La del conductor está más caliente.
—¿No vas a usar una tarjeta de crédito, algún instrumento?
—Eso es ficción. La manera más fácil de abrir un auto es usando la física. La temperatura ambiental contrae los metales, los hace, por decirlo de algún modo, transpirar y con eso ceden, entonces solo necesitas dar un buen golpe y la puerta se va abrir, solo debes escoger la que está a más alta temperatura. ¿Nunca te has preguntado por qué se roban más automóviles en verano que en invierno?
Dicho, empuñó su mano derecha y golpeó con fuerza el cilindro de la cerradura de la puerta del lado del conductor. El auto se abrió y de inmediato saltó la alarma. Con destreza, Ginebra ingresó al interior del Kia, metió sus manos bajo el volante y arrancó de cuajo tres cables. La sirena se apagó.
—Quedamos sin bocina, tampoco la íbamos a necesitar —dijo—. ¿Sabes conducir?
Asentí.
—Tú conoces la ciudad, sube al volante.
Salió del vehículo, dio la vuelta y tras pedirme que levantara el seguro de la puerta, se ubicó en el lugar del acompañante.
—Acá no dejan las llaves en el tablero —le indiqué.
—Solo en las películas —me respondió ella, enseñándome un cuchillo de punta roma, usado para untar mantequilla—. Lo robé de tu restaurante amigo —me indicó. Luego lo metió con cuidado en el contacto del motor y lo movió con fuerza hacia la derecha; al tercer intento el motor se encendió.
—Acelera —me indicó. Tuve ganas de decirle que la amaba y era en serio.
Subí rápido a los dos niveles superiores y de ahí me dirigí a la rampa de salida. Antes de que yo le preguntara, ella ordenó.
—Detente junto a la barrera, sin parar el motor.
Eso hice. Ginebra bajó del auto, revisó el control de la barrera, escarbó algo atrás del sensor de la misma y luego, usando el mismo cuchillo con el que había activado el motor del Kia, cortó un juego de tres corridas de pares de cables. Acto seguido y en forma manual levantó la barrera. Como era pesada, esta rozó y raspó el techo del vehículo. Esperé a que el dueño tuviera seguro.
—¿Qué hora es? —le pregunté a mi compañera.
—Las nueve y media —me contestó ella.
—Estamos a fines de verano, espero que el parque esté abierto.
—Miele, eso no es un gran problema y lo sabes —Ginebra estaba en lo correcto.
Llevé el auto a través de Providencia atravesando la costanera Andrés Bello para luego, mediante el puente Nueva de Lyon, acceder al barrio al otro lado del Mapocho, el llamado Pedro de Valdivia Norte. Luego Los Conquistadores y, finalmente, avenida del Cerro hacia el acceso al Parque Metropolitano.
El guardia nos advirtió que a medianoche se cerraban todos los accesos y que la tarifa nocturna había subido dos mil pesos. Una vez que pagamos, comenzamos a ascender el cerro emblema de Santiago de Chile.
—Un lugar hermoso —comentó Ginebra mientras tomábamos con cuidado las curvas en dirección a la cumbre.
—Es lo más bello —en serio usé esa palabra, aunque la odiaba— que tenemos en la ciudad. Tengo entendido que es uno de los parques metropolitanos más grandes del mundo.
—¿Es mayor que Central Park?
Preferí no responderle.
—¿Acá se fundó la ciudad? —me agradaba su hambre de saber cada detalle acerca del caso en que estaba involucrada. Ahora incluso más, ya que sus motivaciones eran personales y no solo profesionales.
—No, ese es el cerro Santa Lucía. Se ubica en el centro de Santiago y es bastante más pequeño. Cuando lleguemos a la cumbre te lo enseñaré. Este —indiqué lo que nos rodeaba— era un antiguo peñón rocoso al cual Pedro de Valdivia, el fundador de la ciudad, dio el nombre de San Cristóbal de Licia, patrono de los viajeros. A inicios del siglo XX decidieron reforestarlo y convertirlo en parque. Instalaron un sistema de funiculares, el zoológico de la capital, senderos y vegetación autóctona, también a «la madre que cuida a todos» —recordé la frase en mapudungún que habíamos descubierto hace una noche en el cementerio de Mendoza—, como parte de los festejos del primer centenario de la patria, en 1910.
—Según lo que me hiciste leer, la independencia de Chile fue en 1818.
—Una de las cosas curiosas de la historia de mi país —sentencié—. Aunque en lo formal la declaración de independencia fue el 12 de febrero de 1818, canónicamente se considera como inicio de la vida libre de Chile el 18 de septiembre de 1810, cuando se instaura la primera junta nacional de gobierno, un gobierno autónomo encabezado por nobles criollos, la Patria Vieja —le recordé—. Básicamente fue un trámite para reemplazar a las autoridades realistas ocupadas en lo de las guerras napoleónicas y la abdicación del rey Fernando VII en 1808.
—En pocas palabras, celebran un trámite.
—No puedo defender eso. Chile ha de ser el único país en el mundo que no festeja su legítimo día de la independencia.
La cumbre del San Cristóbal estaba desierta. Ni siquiera una pareja haciendo uso de la complicidad de las últimas noches de verano. Busqué un buen lugar para dejar el auto y le informé a mi compañera que habíamos llegado y que el resto del trayecto había que hacerlo caminando. Antes de bajar del Kia, Ginebra buscó en la guantera algún paño o esponja de limpieza y sacudió rápido manillas, volante y todo rincón donde pudiésemos haber dejado huellas.
—El vehículo se queda aquí, bajaremos a pie —me indicó mientras arrugaba el paño y lo metía dentro de uno de los bolsillos de su pantalón—. ¿Hacia qué dirección? —me preguntó apenas descendió del auto. Le señalé hacia el frente, derecho por la ruta.
Al pasar junto al castillo de la sala de máquinas del funicular del cerro, hoy convertida en una galería de arte, tuve el impulso de contarle que era obra de Luciano Kulczewski, mi arquitecto santiaguino preferido, una especie de Gaudí local que además fundó el Partido Socialista y tuvo el sueño de poblar la ciudad con un estilo de construcción que sus fanáticos, que no son pocos, han definido como chilean gothic. Un amigo cineasta decía que Kulczewski, de existir, ahora trabajaría como diseñador para una película de Batman.
Al llegar al plano de acceso a la cumbre del cerro, me detuve en seco y le señalé a mi compañera la estatua que teníamos delante.
—Rehue cura ñuque fill macul kintunien mapuchunko —repetí lo del grabado del mausoleo de Mendoza, traduciendo de inmediato—. El lugar sagrado de piedra desde donde la madre de todos promete cuidar al Mapocho.
Ginebra se quedó mirando la enorme estatua de quince metros de alto levantada sobre un pedestal en forma de cono truncado de ocho metros, que se alzaba frente a nosotros. Una figura femenina completamente blanca que descansaba sobre una media luna y extendía sus brazos en un gesto maternal y al mismo tiempo protector hacia el valle de Santiago.
—Espera —se detuvo la exagente del FBI y confiaba en que lo hiciera—; soy hija de Caleb Leverance Jackson —primera vez que nombraba a su padre con el nombre completo y primera vez que se referia a él tras lo que había leído en la pantalla de mi teléfono móvil—, me eduqué en temas de iconografía religiosa, sobre todo en símbolos católicos, y ese monumento no es a la Virgen del Carmen. Es una Inmaculada Concepción, una virgen inocente, no una guerrera.
Torcí una mueca cómplice, tenía toda la razón.
—Historia secreta —dije—; la obra fue encargada en 1904 para conmemorar los cincuenta años de la consagración del dogma de la Inmaculada Concepción al arquitecto italiano Luigi Poletti y a su compatriota, el escultor Giuseppi Obici. Sin embargo, las indicaciones que le dieron a ambos artistas fue basarse en la imagen de la Virgen del Carmen de Saturce, España, añadiendo elementos «cósmicos» como la media luna de la efigie de la Inmaculada Concepción llamada «La Virgen de Roma». Es, por así decirlo, una estatua híbrida. Una Inmaculada que en el fondo es una Carmela que vigila la ciudad de Santiago. ¿Puedes ver hacia dónde mira?
—Creo —intentó enfocar la vista.
—Fíjate en aquellos edificios —le apunté—. Junto a ellos hay un pequeño promontorio, un cerro convertido en parque como este, pero bastante más pequeño. ¿Lo distingues?
Asintió.
—Es el Santa Lucía. Huelén en su nombre original mapuche. Allí Pedro de Valdivia fundó la ciudad de Santiago el 13 de diciembre de 1540, aunque la historia oficial festeja el 12 de febrero de 1541 como fecha definitiva, que en rigor es cuando el conquistador oficializa la fundación de la ciudad. Valdivia cambió el nombre del peñón de Huelén, que significa misericordia y dolor en mapudungún, a Santa Lucía porque el 13 de diciembre precisamente se celebra ese santoral católico. También porque entregó a Santiago de Chile al resguardo de la «Santa Lucía, la Santa Luz, la que porta la luz, el lux foros».
—¿Lucifer?
—Exacto. El adjetivo, no el sustantivo que las iglesias cristianas se han encargado de difundir. Lo de Santa Lucía no fue un capricho de Valdivia, sino que tenía que ver con este sitio donde estamos parados, precisamente en esta cumbre, que los indígenas llamaban Tupahue, es decir, lugar de la diosa, porque aquí, sostenían, se aparecía una deidad femenina que era la madre de todos y que traía la luz para cada uno de los hombres. Si este santuario se levantó aquí no es casualidad o capricho de un grupo de curas. Este fue uno de los puntos en los que, tras la victoria sobre los realistas, la Logia Lautarina consagró Santiago a su señor de la luz e iluminación, o mejor dicho a su señora, el llamado rito de las cuatro dagas. Hay muchas suposiciones respecto de los otros tres sitios, pero el consenso apunta que otro fue el pucará de Chena hacia el sur, seguido de algún punto en el centro histórico, cercano al cerro Santa Lucía: la iglesia de los Dominicos hacia el oriente, en Las Condes, o la catedral metropolitana, quizás. El Palacio presidencial de la Moneda o el templo de los monjes agustinos. Con sus bajorelieves illuminati del ojo que todo lo ve en el techo y el símbolo templario de la Cruz de Malta. No dejaron escritos ni mapas, solo el más obvio de todos los santuarios, hacia donde nos dirigimos en este momento.
—Una virgen que en verdad es el mismo diablo. Eso quería difundir mi padre como parte de su delirio para destruir la fe católica en Latinoamérica, por eso ideó lo de La cuarta carabela, un libro que iba a hacer popular la idea y la iba a insertar en la cultura popular.
—Un plan tan bueno como absurdo. Lucifer no es el diablo, es una idea, un adjetivo usado para nombrar a quienes portan ideas nuevas, luces para la humanidad.
—Pero la gente es ignorante y no sabe eso.
—Francisco de Miranda escogió a la Virgen del Carmen como Señor o Señora de la Luz de la Logia Lautarina por el origen sobrenatural de su devoción, un ser luminoso que traía conocimiento a quienes se inclinaban a sus bendiciones y que los locales aseguraban se aparecía durante la noche del solsticio de invierno en Al-Karem, el Monte del Carmelo, el mismo lugar donde el profeta Ezequiel tuvo la visión de la gloria del Señor, narrada en el Antiguo Testamento, y la montaña que hace de puerta de entrada al valle de Megido, donde ocurrirá la batalla del Armagedón. Ese ser de luz, identificado por el Lucifer de los antiguos cananitas, se convirtió en el Yahvé de los profetas, luego en la Carmelita del culto mariano y finalmente en la Guñelve o Wünelfe, el lucero, la estrella solitaria, el «lucifer mapuche» de los relatos que O’Higgins contó a sus hermanos en la fundación de la logia. Miranda uso este «cómodo disfraz» católico para imponer el culto al portador de luz, su propio Prometeo, en los países liberados de la nueva América: el verdadero Nuevo Mundo.
—En menos palabras y sin tanto rodeo: por más de doscientos años el pueblo católico latinoamericano ha vivido engañado, adorando al diablo en lugar de una supuesta deidad mariana. Todo como parte de una manipulación pagana propiciada por sus padres fundadores. El Vaticano siempre lo ha sabido, pero lo ha ocultado en favor de sus propios intereses.
No le contesté. Levanté los hombros y le indiqué que subiéramos a la Virgen, aunque en realidad no tenía idea qué estábamos buscando, si es que buscar algo era la razón del porqué habíamos ascendido a la cumbre de San Cristóbal.
—El lugar donde enterraron la famosa daga, quizá —se explicó ella.
—Se supone que está sepultada bajo la estructura de la estatua. Habría que derribar el santuario —contesté en voz baja.
—Quizá para reencontrarte con nosotros —me respondió la voz de una tercera persona, alguien con quien no hablaba desde hacía dos días. Ginebra y yo volteamos. La exagente del FBI fue rápida en sacar su arma de servicio y apuntar.
—A propósito, muy didáctica tu explicación, Elías. Señora Leverance, si tuviera la amabilidad de bajar la pistola —agregó Juliana de Pasculi, que nos miraba junto a un Andrés Leguizamón que arqueaba sus cejas como si quisiera pedirme perdón.
—No está en posición de exigirme nada, Juliana —dijo Ginebra.
—Pero yo sí —respondió Princess Valiant, apareciendo como una sombra y cargando el cañón de su semiautomática contra la nuca de la hija del exseñor de La Hermandad—. No sería primera vez que te den por acá, bruja, ¿verdad? Pero yo, al contrario que esos pinches mexicanos, tengo mucho mejor puntería… Arroje su teléfono también —marcó el punto seguido—. Hola Miele —agregó luego—, te extrañé mucho, sabes. Por favor, también tira tu móvil.