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Dorothy, la de El Mago de Oz, decía hacia el final de la película que no había nada mejor que estar en casa. También era la última frase de una canción acústica de un grupo de rock en español que me gustaba mucho cuando era adolescente. Antes pensaba que era una tremenda verdad, de esas verdades que uno se inventa para hacer del mundo un mejor lugar. Ahora no lo creo. Eso de casa es un término tan relativo, tan del momento, tan sin importancia. Perdí mi casa verdadera hace diez años. Me he pasado la última década arriba de aviones, durmiendo en hoteles, tratando de hacer acogedora una casa en la playa californiana adquirida a precio excesivo, dándome el gusto de escoger hoteles de diseño en Nueva York y Londres, pensando que la geografía personal es finalmente la que uno se arma en la cabeza Pero no. Basta una caída, un golpe en el estómago, una marejada de nostalgia y ahí quedas: con náuseas perpetuas, sabiendo que estás a una esquina de la que realmente es tu casa. O era. O sería. Tiempos verbales pretéritos o potenciales que finalmente dan lo mismo. Santiago de Chile. Sabía que más temprano que tarde iba a regresar, jamás imaginé que de esta manera, cazando a unos cazadores, siendo parte de una aventura que supuestamente no era más que la novela que debía escribir para cancelar un adelanto millonario que, si no cubría, me dejaría en la ruina en concepto de devoluciones.
Fue bajarse del bus y entender que estaba de regreso. Las caras, esos rostros que parecen fotografías antiguas, y los rasgos que han pasado de moda en todo el resto del planeta, menos en Santiago. Los vehículos apiñados en la Alameda; los microbuses de la locomoción colectiva; la torre Entel disminuida en altura ante los nuevos rascacielos, pero aún lo más parecido al Empire State Building que hay en la ciudad. Y ese olor. Ese olor que en verano es tan seco, tan de sudor colectivo. Efectivamente, estaba de vuelta en casa. Tan cerca de todo. De Miranda y su actual familia; de Elisa, mi hija, a la que no veía desde hace tanto tiempo; de mamá y su resentimiento perpetuo por no haber viajado al funeral de mi padre; de amigos que ya no son amigos, de calles y pasajes que a pesar de que me eran cada vez más ajenos, seguían siendo míos. Santiago de Chile lucía muy distinta a la ciudad que había dejado hace una década, pero entre las nuevas autopistas y tras el cristal de las torres cada vez más altas, las más grandes del hemisferio sur, seguía siendo ese pueblo encantador en que me pasaron tantas (demasiadas) cosas. Y flotaba esa sensación de peligro, de roce con lo prohibido, de que bastaba un llamado telefónico o un pago con tarjeta de crédito para que la policía se me viniera encima y, con ella, la venganza de una familia que no estaba dispuesta a perdonar, a pesar del tiempo pasado.
Saqué el efectivo que me quedaba y lo repartí en partes iguales. «Es mejor así, hay que evitar el dinero plástico», le indiqué a Ginebra. Luego le expliqué brevemente cómo era el cambio de dólar a peso chileno; eran casi la misma moneda. Ella comentó que la ciudad le parecía mucho más del primer mundo que Buenos Aires. Le expliqué que efectivamente así era. La capital argentina se esforzaba por resguardar su pasado; en Santiago lo único que importaba era el futuro. Y el futuro ni siquiera era parecerse a Nueva York o a Chicago, sino tratar de ser una copia anoréxica de alguna de las nuevas megaurbes asiáticas.
—Estuve en Shanghái hace un mes. Esto se parece mucho, solo que un poco más bajo.
A las siete y media de la tarde Ginebra manifestó que tenía hambre. Primer comportamiento «humano» desde que la conocí. Le dije que conocía un buen lugar. Hicimos parar un taxi y subimos por Alameda del Libertador Bernardo O’Higgins hacia Providencia esquina con avenida Pedro de Valdivia. En el trayecto pasamos fuera del ex Altar de la Patria, que estaba cercado con protección policial; también por fuera de mi primer departamento de soltero, en la esquina de Providencia con Condell.
Había mesas en el Liguria, un bar restaurante típico de Santiago, en el que pasaba demasiado tiempo cuando vivía acá. Hacía de las noches días, conocía gente y más de alguna vez me subieron a un auto muerto de borracho; todas postales de una geografía que ya no existía. Por supuesto el Liguria era un lugar de encuentro (aún lo es) donde es demasiado fácil cruzarse con gente que fue importante en tu vida. Pero la comida era buena y el riesgo necesario. Pedimos dos cervezas Corona y dos Coca-Cola light. Ella una ensalada verde, yo un sándwich de pescado frito con tomate, lechuga y un poco de mayonesa. Para ambos era la primera comida completa que ingeríamos en dos días.
—No deberíamos beber alcohol —dijo ella.
—No nos va a hacer nada. Además, nos va a envalentonar para lo que viene.
—Para lo que viene —repitió ella. Luego miró hacia el interior del restaurante—. Es un sitio agradable —dijo.
—Trata de imitar los lugares para comer y beber del llamado viejo Santiago fiscal, de mediados del siglo XX. Fotografías y afiches antiguos, lo vintage como moral. La carta, de hecho, está basada en lo que se supone es la cocinería chilena. Fueron pioneros. Yo conocía al dueño, imagino que aún se debe acordar de mí…
—Eres un escritor famoso, Miele, obvio que aún se recuerdan de ti. Eres más paranoico de lo que hubiese imaginado. Más que Salvo-Otazo, que ya era un caso —la cerveza le estaba haciendo efecto.
—Tenemos que conseguir un auto.
—Primero comamos. —Su tranquilidad me estaba perturbando.
—¡Elías! ¡Elías Miele! —escuché una voz de hombre a mi espalda. Volteé, era uno de los mozos del local. Me acordaba perfectamente de él. Me levanté y le di un abrazo.
—El mismo —dije.
—Lo imaginaba en Estados Unidos, amigo. Pensé que no iba a volver más.
—Uno siempre vuelve a los sitios donde amó la vida —dije citando una canción de Silvio Rodríguez.
—Es bueno tenerlo de regreso y que sus problemas se solucionen —sonrió—. ¿Los han atendido bien, quiere algo más? Hay unas botellas de reserva, de esas que usted mataba de madrugada en esta misma terraza.
—Estamos más viejos y estamos bien —le contesté—. Si necesitamos algo te llamo.
—Lo que usted quiera.
No pude evitar la sonrisa y regresé a mi sándwich. Ginebra comentó que me había ruborizado, que me había situado en ese lugar ambiguo entre la incomodidad y lo confortable.
—Temía que me pasara; en esta ciudad voy a revivir muchos fantasmas.
—Tú elegiste este restaurante —sentenció y en una mirada panorámica confirmó que estaba repleto de parejas, grupos de amigos, solteras y solteros, gente muy gritona e hiperventilada—; podríamos haber ido a uno menos público. Esto es pura exhibición —concluyó con la ventaja de hablar en inglés.
Le respondí con la verdad. Me habían dado ganas de venir; desde que había puesto un pie en Santiago tenía unos deseos locos de reencontrarme y recuperar cada pieza del puzle de mi vida. Me contestó que yo era muy cursi.
—La cursilería viene amarrada a lo emotivo.
—Y esas piezas —siguió ella— incluyen las del puzle El verbo Kaifman.
Fue un jaque mate.
En 2004, cuando Bane Barrow debutó en estanterías con El enigma Miguel Ángel, el primero de la serie de best sellers protagonizados por el profesor de literatura Jonah Whale que lo convertirían en el autor más vendido de todos los tiempos, las editoriales del planeta comenzaron a buscar sus propias versiones de Barrow. Así surgieron figuras como Javier Salvo-Otazo y Andrés Leguizamón. Así surgí yo quien, por ese entonces tenía 32 años. Trabajaba como editor de cultura y columnas de opinión de la revista Paréntesis y era uno de los redactores de las ediciones locales de Rolling Stone y Muy Interesante, todas editadas por Publicaciones Dobleverso, una ya desaparecida empresa que pertenecía al grupo de diarios y revistas del diario El Mercurio. También escribía guiones para televisión, participaba en un programa de radio acerca de cultura pop y había vendido un par de ideas para cine. Ya vivía con Miranda y faltaban dos años para el nacimiento de Elisa. La vida la tenía bastante ordenada. No era famoso, pero sí relativamente conocido. En Paréntesis conocí a Paul Kaifman, un abogado e ideólogo de la llamada «nueva derecha chilena», que a fines de los noventa se había convertido en el niño genio de su conglomerado político gracias a Nación/Pausa, un espléndido ensayo sociopolítico que se convirtió en biblia para muchos y lo transformó en uno de los autores más vendidos en la historia editorial chilena. Con Paul iniciamos una relación de editor columnista que no tardó en convertirse en una muy buena amistad. Me presentó a su familia, a su exmujer, a su hijo, su mundo. Un día, a mediados de 2004, Paul Kaifman desapareció en el marco de una historia que causó bastante ruido en el país. Lo habían asaltado en su casa, luego estuvo interno en una clínica un par de días, a la semana tomó un vuelo a Temuco y nunca más se supo de él. Bueno, casi, porque su reloj y billetera aparecieron en el cuerpo de un hombre totalmente quemado que fue descubierto flotando en un río cercano a Valdivia, en el sur de Chile, junto a una mujer en similares condiciones. Claro, el asunto era bastante sórdido, ya que días antes del asalto a su morada, Paul había tenido que viajar, también a Temuco, a reconocer el cuerpo de su primo Samuel Levy, un arquitecto homosexual asesinado por motivaciones en apariencia pasionales.
Como fui una de las últimas personas que habló con Paul antes de su desaparición, la policía me citó a variados interrogatorios. Por amistad me reservé mucha de la información que manejaba. Que Samuel, su primo, llevaba una doble vida y en secreto trabajaba para la fundación Simon Wiesenthal rastreando criminales de guerra nazis en el sur de Chile; que antes de su asesinato le había pedido a Paul guardar un disco duro y que poco antes de que mi amigo se esfumara del mundo había sido contactado por una mujer estadounidense llamada Sarah que también pertenecía a la fundación Wiesenthal.
El 2004 fue un año extraño para Chile. Además de lo de Kaifman imagino que muchos aún recuerdan el atentado explosivo en el Parque Arauco, el centro comercial más grande del barrio oriente de la ciudad. Una pequeña bomba termobárica de combustión oxígeno fue detonada un sábado al mediodía en el patio de comidas de ese mall capitalino, con resultado de muchos muertos y bastantes heridos. Una célula de Al-Qaeda se adjudicó el hecho, como respuesta al apoyo incondicional del gobierno chileno a los Estados Unidos tras los eventos del 11-9. Santiago vivió la época más paranoica de su historia, también la más aterradora tras el golpe de Estado de 1973. Estado de sitio, patrullajes nocturnos de helicópteros policiales y del ejército, fuerzas especiales gringas enviadas para apoyar a sus homólogas locales; mucha detención por sospecha, mucha sensación de que vivíamos con un cuchillo pendiendo sobre nuestras cabezas.
Ese mismo año recibí una llamada de la oficina local de Ediciones Global y me ofrecieron escribir una novela que funcionara como la respuesta local, incluso latinoamericana, a El enigma Miguel Ángel de Bane Barrow. Supe que no había sido el único «escritor» convocado y que varios narradores participamos, en secreto, por el premio mayor: un contrato millonario y la promesa de éxito. Mi propuesta resultó la ganadora. Me basé en lo que había ocurrido con mi amigo Paul Kaifman, a quien rebauticé como Leo Cohen. El manuscrito se llamaba El número Cohen y, aparte de un par de correcciones menores, fue aceptado por la editorial, que fijó su publicación para el primer semestre de 2006, la que iba a ser acompañada de una vistosa campaña publicitaria. Sucedió que en esas fechas hubo un cambio en la dirección de Global y el nuevo editor se reunió conmigo para proponerme una idea arriesgada, pero que resultaría en mayores ventas y mayor ruido para la novela: usar los nombres reales de los integrantes de la familia Kaifman y proponer, como en efecto lo hacía El enigma Miguel Ángel, que el libro estaba basado en hechos reales. «Si la gente se encuentra con la supuesta verdad de un evento que les es familiar, como la desaparición de Paul Kaifman, van a responder agotando la novela», me indicó el editor. El riesgo era alto, pero la editorial ofreció el 13% de derechos de autor si se vendían más de diez mil ejemplares y todo su aparato jurídico, además de publicar el libro en todo el mercado de habla española.
El editor tuvo razón. La novela, a la que le cambié el título por El verbo Kaifman, vendió más de veinte mil ejemplares en un mes, batiendo un record absoluto para un libro de un autor chileno. Además acababa de nacer mi hija y entonces me sentía el rey del mundo. Fui invitado a programas de televisión, hice giras por todo el país y aunque la crítica me desangró, los lectores amaron las cuatrocientas páginas impresas en tapa blanda. En Ediciones Global hablaban de una estrategia para ingresar al mercado español y argentino en 2007. Por supuesto, nadie consideró que los cinco meses de silencio de la poderosa familia Kaifman no eran casualidad. Estaban preparando su mejor arsenal contra alguien que había traicionado su confianza.
Empezaron a caer las demandas una tras otra. Por difamación, por uso indebido de nombres, por usurpación de identidades, por una serie de cargos de los cuales ya ni siquiera me acuerdo. Mucho dinero y petición de cárcel, todo apoyado en los mejores y más despiadados abogados del país, varios vinculados a la derecha política que tampoco habían visto con buenos ojos lo que se me ocurrió hacer con uno de sus héroes. Los representantes legales de la editorial perdieron y optaron por retirarse. El 2007 fue un año del terror. Miranda no aguantó y se fue de casa con Elisa. Tuve que vender mi departamento, el auto, algunas inversiones para pagar abogados que poco y nada podían hacer. El escándalo podría haber ayudado a vender más libros si los Kaifman no hubiesen logrado sacarlo de estanterías. Miles de ejemplares de El verbo Kaifman se picaron y otros cuantos se quemaron. Eso, sin embargo, no restó que siguiera siendo un éxito de ventas en ediciones piratas, vendidas en cunetas y ferias artesanales, de las cuales yo no recibía un céntimo. Tenía la cuenta corriente en cero, vida pública y familiar hecha añicos y una orden judicial que me daba un mes de plazo para pagarle a la familia Kaifman un total de trescientos millones de pesos chilenos por daños, perjurios y difamación de nombre. De no pagar, la condena era de seiscientos noventa días de cárcel sin derecho a apelación. Si no me presentaba, la orden de arresto era inmediata y se arriesgaba una condena mayor. Como tenía treinta días antes de que se cursara el proceso, mi abogado me aconsejó salir del país hasta que la familia Kaifman desistiera y quitara la demanda. Agarré un bolso con ropa, le pedí dinero prestado a mi padre (que jamás devolví), me despedí de Elisa, pero no de Miranda porque no quiso hablar conmigo, y diez días antes del plazo fatal estaba a bordo de un Airbus A-340 de fuselaje ancho volando primero a Buenos Aires y una semana más tarde a España, donde un compañero de universidad me había ofrecido refugio y posibilidades de trabajo. Diez años después, aún sigo esperando que, tal como dijo mi abogado, la familia Kaifman retire los cargos. De lo contrario si volvía al país a través de un ingreso oficial, la policía internacional me iba a retener hasta que el aparato judicial viniera por mí y me encarcelara de inmediato por desacato.
—Lo que no entiendo —interrumpió Ginebra— es que ahora tienes el dinero para pagarle a la familia de este tipo. El adelanto que Schuster House te dio por La cuarta carabela es bastante mayor que trescientos millones de pesos chilenos, además de lo que has ganado por La catedral antártica.
—Lo sé, pero eso no excluye que salí huyendo y eso no me salva de la cárcel.
—No domino el sistema judicial chileno, pero imagino que no serán más de dos semanas. Hazte cargo, Miele. No ahora, pero hazlo. El precio no es tan alto —levantó su cerveza Corona. Tenía razón. Siempre la tienen. Ese no es el dilema, soy yo. Me acomoda estar escapando, sin asumir las consecuencias de mis actos. He sido así desde niño. Madre sobreprotectora y todo ese cuento. Tenía doce años y no me dejaba lavarme el pelo solo, decía que lo hacía mal, por eso me acostumbré a que otros hicieran las cosas por mí.
—¿Tu mujer volvió a casarse?
—Sí. No fue complicado para Miranda, porque nunca nos casamos. Finalmente fue mejor de esa manera; cuando se enamoró de nuevo no tuvo problemas para formalizar su nueva relación ni para aprovecharse de mi estatus de «proscrito» para prohibirle a mi hija visitarme en Estados Unidos, incluso llamarme más de una vez al mes. —Ginebra Leverance se rio. Creo que era primera vez que lo hacía. Un capítulo de calma en el vértigo de estos días.
—A propósito —dije y me levanté.
—¿Adónde vas?
—A conseguirme la clave de wi-fi.
—Acá hay señal satelital —corrigió ella.
—Después de lo de tu móvil en mudo no voy a arriesgarme a usar el fantasma residual de un teléfono del FBI. Por wi-fi es más seguro, la IP que reciben es la del Liguria.
Ella asintió y le entregué la clave que me pasó el mesero.
Busqué el teléfono e indiqué la llave de entrada. Luego pasé al programa de correo electrónico. Frank Sánchez me había contestado. «Los Leverance en problemas», decía el asunto del mensaje. Lo abrí y había un enlace del Washington Post. Ginebra me observaba con cara de pregunta. Hice clic en la dirección y leí a la rápida el titular y la bajada.
—Hay problemas —le dije a Ginebra—. Tu padre —agregué mientras le alcanzaba el teléfono.