Arlington, EE. UU.

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Frederick, el gato persa color humo, levantó las orejas y luego abrió los ojos. Estaba recostado en el alféizar de una de las ventanas del estudio de su amo, ubicado en el ala sur del primer piso de la casona de Cedars Manor, y de inmediato reconoció que los autos que avanzaban por el parque que formaba el ingreso a la propiedad no le resultaban familiares. Los gatos nunca se equivocan.

El agente del FBI apellidado Watterson descendió del primer Ford Crown Victoria pintado de negro brillante que se estacionó frente a la puerta principal de Cedars Manor y, sin quitarse los anteojos, se dirigió hacia el vestíbulo donde presionó dos veces seguidas el timbre. Una doble cadena de campanillas hizo eco al interior de los pasillos de la enorme propiedad. Antes de que alguien fuera a abrir, una mujer de cabello castaño, fiscal adjunta del FBI apellidada López, se había unido a Watterson.

—Buenas tardes —saludó el mayordomo de Cedars Manor, un señor de color y sesenta y cinco años, cuarenta de los cuales llevaba trabajando para los hombres que eran convocados a habitar la enorme casona emplazada en Arlington, a pocos kilómetros del centro de Washington D. C. No era primera vez que el FBI se acercaba a la puerta, sí la única oportunidad en que lo hacía con esa fría prepotencia de una operación oficial.

Watterson mostró la placa y preguntó:

—¿El reverendo Caleb Leverance?

—De inmediato —respondió el mayordomo, pero el agente lo detuvo.

—No, vamos con usted. —Y junto a López ingresaron al vestíbulo de la mansión.

Antes de que el mayordomo de la mansión, propiedad del National Committee for Christian Leadership, cerrara la puerta, vio ingresar por el jardín exterior un par de autos con los colores de la policía de Virginia y una camioneta con el logo de una estación local de televisión. Respiró profundo y pidió a Dios por sabiduría y humildad ante su voluntad.

—Por acá —guio el mayordomo al agente y a la fiscal.

Frederick hinchó los pelos de la cola —no le gustaban los extraños— y saltó del borde de la ventana, buscando refugio debajo de uno de los sofás del estudio.

—¿Qué sucede Frederick? —dijo Caleb Leverance, levantando sus canosos setenta años del escritorio para luego caminar hacia donde se había escondido su mascota. No alcanzó a dar un paso, cuando tras dos golpes continuos a la puerta del despacho, el mayordomo abrió la puerta. Nunca lo hacía antes de que desde el interior lo autorizaran a entrar. El reverendo Leverance comprendió en el acto la razón por la cual el gato se había escondido. Ese animal era el ser vivo más inteligente que había conocido en su vida.

—Disculpe, pastor —se excusó el mayordomo.

—Reverendo Leverance —interrumpió el agente Watterson enseñando su identificación—, está usted detenido según las leyes del gobierno federal de los Estados Unidos. Tiene derecho a llamar a un abogado. Por favor, acompáñenos.

—¿De qué me está hablando? —Arrugó el ceño el director de La Hermandad.

—Se le ha acusado de abusos sexuales contra menores de edad —explicó con frialdad la fiscal López, sin disimular el asco que sentía hacia el anciano afroamericano que tenía enfrente—. Debe venir con nosotros.