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Amaro Cuyo y su hijo nivelaron la altura del Eurocopter EC-225 a unos trescientos metros por sobre la superficie del valle en forma de «V» que atravesaba a lo largo de 315 kilómetros la cordillera de los Andes entre Las Heras, en la Provincia de Mendoza, y Portillo, cerca de Los Andes, en la zona de Aconcagua en Chile. Abajo, un río casi seco, quebradas y restos de glaciales; atrás, los valles fértiles de Mendoza que dejamos hace hora y media, y, delante, solo montañas sobre montañas, elevándose en picos y cimas romas en dirección a mi tierra natal. Faltaban poco más de cien kilómetros para entrar a Chile después de casi once años, menos de una hora de vuelo para decir, en silencio, «estoy de regreso en casa».
En la carlinga de control, los pilotos se concentraban en la ruta. Enfrente mío y mirando hacia la parte posterior de la nave, como en un vagón de ferrocarril, Ginebra Leverance. Había estado leyendo desde que despegamos, pero pronto el sueño le ganó. Yo también dormí un rato, a pesar de la pastilla, hasta que un movimiento violento del helicóptero me azotó la cabeza contra una de las ventanillas de la cabina de carga y el dolor me despertó. El moretón en la frente no iba a tardar en aparecer.
Mateo, el hijo del piloto, se volteó hacia la cabina de pasajeros y me indicó que mirara hacia el norte. Lo hice y le devolví una señal del pulgar hacia arriba. Ya conocía ese sitio, pues cuando vine a Mendoza la primera vez, el bus se detuvo para que lo recorriéramos.
—¿Qué sucede? —despertó Ginebra.
—El puente del Inca, eso que se ve allá, ¿alcanzas a distinguirlo? —grité para que pudiera escucharme, algo casi imposible dado el ruido que había dentro. Ella tomó el intercomunicador y se lo puso sobre los oídos, marcando el canal de comunicación disponible para la cabina de pasajeros. Hice lo mismo. El ruido aún estaba, pero era más soportable.
—El puente del Inca, abajo hacia tu izquierda —repetí—. ¿Lo ves?
—Algo, hay una especie de ruinas.
En verdad se veía poco y nada.
—Es lo que queda de un hotel que existió en el lugar. El puente del Inca es una formación geológica en forma de viaducto —busqué un sinónimo apropiado— que se curva sobre el río Las Cuevas. La leyenda dice que el dios Inti, el sol, lo creó durante una noche para permitir que un príncipe inca, aquejado de parálisis, pudiera cruzar el río para acceder a unas fuentes termales con propiedades medicinales que podían curar su mal. Ya estamos próximos a la frontera con Chile. ¿Qué tal el sueño?
—No sé si bueno, pero sí necesario. ¿Cuánto dormí?
—Media hora, cuarenta minutos. No ha habido mucha novedad.
—Siento el cuerpo pesado.
—Estamos por sobre los tres mil metros de altura en una nave sin cabina presurizada, hay máscaras de oxígeno por si te sientes mal.
—Voy a estar bien… Este ruido es infernal, odio los helicópteros.
—Yo odio volar, pero no teníamos otra forma de cruzar, un avión involucra paso por aeropuertos.
—Lo tengo claro, Miele. Solo digo algo que me molesta. La sombra en forma de pez prehistórico del EC-225 se estiraba y se deformaba en las laderas y barrancos de piedra de la cordillera, abajo, cada vez más abajo. Enfoqué la vista y descubrí, entre las curvas del paso de Uspallata, a un grupo de jinetes que arriaban ganado en dirección a Argentina. Delante, a través del ventanal en forma de invernadero del helicóptero, ya podía distinguirse Chile.
—Ginebra —dije—, cuando veníamos hacia Mendoza desde Buenos Aires, antes de que explotara la turbina del avión, te pregunté cómo tu padre y La Hermandad habían dado con la historia de la Logia Lautarina.
—Yo no sé nada de eso, salvo lo referente a La cuarta carabela.
—Por eso te lo pregunto. El complot de la Logia Lautarina es bastante conocido en el mundo hispanoamericano, especialmente en Espa ña, Argentina, Venezuela y Chile, pero en el mundo anglosajón no es precisamente un mito reconocible al nivel de las logias fundadoras de Washington, el esoterismo nazi o la agenda CIA-Ovni.
Ella sonrió.
—Por eso se pensó en Barrow; de la mano del escritor más exitoso del planeta, la historia de la Logia Lautarina se habría universalizado. Por supuesto, tú no eres Barrow y de terminar el libro tendremos que trabajar más —sonrió con sorna.
—No me respondiste la pregunta.
—No lo sé —bajó el tono de la voz—. De hecho, yo poco y nada conozco del tema. Sé que mi padre llevaba años buscando en la historia de países y regiones tradicionalmente católicas relatos que pudieran servir para lo que era su gran plan: destruir al Vaticano acabando con su credo más popular, la devoción mariana.
—Pero la Virgen del Carmen —rezongué— no es precisamente popular; si la idea era torpedear a los marianistas, el blanco era la Virgen de Guadalupe.
—¿Y crees que La Hermandad no lo sabe? ¿Quién piensas que ha financiado los libros y documentales de Discovery y The History Channel acerca de los mensajes ocultos en «la morena de Guadalupe»? Las constelaciones en el manto, los reflejos en los ojos, la idea de que no es una imagen de María —no usó el calificativo o sustantivo de virgen—, sino una supuesta entidad extraterrestre. Hubo un intento de difundir con pruebas casi científicas el dato de que Guadalupe fue y es una manifestación diabólica, relacionada con cultos paganos de los indígenas mexicanos. Nada resultó. La devoción a «la morenita» es demasiado poderosa, está demasiado fusionada con la identidad de ese país. Tu Virgen del Carmen, por otro lado, no genera ese fervor enfermo, pero sí un respeto histórico que les era muy conveniente.
—¿Les era? ¿No deberías decir «nos era»?
—Ya te dije, yo soy solo un soldado de mi padre. El conocimiento que manejo de este asunto se limita al que requiero para actuar —me miró fijo.
Cuando le regresé la vista, me encontré otra vez con Mateo, el hijo del piloto de la nave que me señalaba que ojeara hacia mi izquierda. Giré sobre mi asiento y volteé hacia donde apuntaba el muchacho.
—¿Qué hay? —me preguntó Ginebra.
—El Cristo Redentor de los Andes —le mostré. Ella se acercó para mirar. Trescientos metros bajo nuestra altura de vuelo aparecía la escultura que marcaba el límite exacto entre los dos países y un compromiso a mantener la paz de ambas naciones—. Bienvenida a Chile —le dije a mi compañera antes de contarle brevemente la historia de esa estatua—. Fue levantada a inicios del siglo pasado por un escultor argentino, impulsado por el obispo de Cuyo con la idea de representar la amistad entre los pueblos. Tiene una inscripción bastante poética que señala que se desplomarán primero las montañas, antes que argentinos y chilenos rompan la paz jurada a los pies de esa imagen del Cristo Redentor.
—Casi se derrumban en 1978.
—Y el año pasado también. La historia de ambas naciones ha estado marcada por uniones y peleas, eso nos ha definido. Aquí mismo, esta ruta que seguimos, fue un paso clave en la misión que dio la independencia tanto a Chile y Argentina como al resto de los países dominados por la corona española. El plan Maitland —dejé en el aire.
Ginebra Leverance se apartó de la estatua del Cristo y regresó a su lugar, frente a mí. Sin decir nada, volvió a su habitual estratagema de observar lo más fijo posible, lo que resultaba especialmente efectivo por el ligero temblor que afectaba a su ojo derecho, aquel que antes me resultaba intimidante, molesto incluso, y que ahora ya me era habitual. Sabía leer sus miradas y aquella manifestaba interés en que siguiera hablando. Lo mismo daba si su fijación era espontánea o lo hacía porque necesitaba manejar un marco teórico cada vez más completo respecto de la misión. Por mi parte, me convenía que mi aliada también manejara los detalles más escabrosos del relato, incluso los que no eran directamente fundamentales.
—Thomas Maitland fue un general escocés que en 1800 ideó y re dactó un plan para liberar Hispanoamérica del dominio español —inicié—. Previo a su estrategia se pensaba que la mejor manera de guerrear era mediante revueltas particulares en cada capital de los virreinatos, para así lograr la independencia de los diversos territorios desde lo local. Esa idea fue la que abrazaron los primeros caudillos, como José Miguel Carrera en Chile. Maitland, por el contrario, sostenía que la forma más efectiva de lograr este propósito, dada la geografía de América del Sur, era a través de la creación de un ejército común que en lugar de actuar como una guerrilla contra las fuerzas españolas funcionara como una ofensiva masiva y organizada. De hecho, su plan estaba definido como una invasión y se dividía en siete pasos que debían de realizarse en un plazo no mayor a tres años, desde el primer hito. De acuerdo al general escocés, el primer eslabón era tomar control de Buenos Aires para iniciar desde allí una ofensiva terrestre con el objeto de controlar Mendoza y convertirla en la base de operaciones, que era la segunda base. El tercer punto era organizar, precisamente en Mendoza, una gran fuerza armada conjunta de todos los países involucrados: el Ejército de los Andes. Teniendo a los invasores preparados para actuar, el siguiente escalón era cruzar Los Andes en diversas columnas que permitieran acceder a Chile desde distintos puntos, para confundir a los realistas y así asegurar la victoria. Conseguido Chile, la siguiente etapa era el Perú, para lo cual se requería crear una escuadra libertadora que zarpara desde Valparaíso para acceder a Lima a través del mar. Con la capital del Virreinato del Perú en manos patriotas venía la última fase de la operación, conformada por asaltos terrestres y marinos a los territorios de Ecuador, Colombia y Venezuela.
—¿Funcionó?
—Y de una manera perfecta, salvo por lo de Venezuela que corrió por el carril particular de Simón Bolívar y sus hermanos más fieles. El plan Maitland fue enseñado por Francisco de Miranda a sus jóvenes alumnos de Londres y Cádiz, futuros integrantes de la Logia Racional de Cádiz, bautizada luego como Logia Lautarina. José de San Martín y Bernardo O’Higgins acogieron la idea y la concretaron hacia 1817. Esto alimentó la hipótesis entre ciertas escuelas historiográficas de que la logia no fue más que un tapadero para ocultar a los verdaderos gestores de la independencia sudamericana, que habrían sido los ingleses, de los cuales Miranda fue el principal aliado. Por supuesto que hay motivos para pensarlo; se sabe que el venezolano buscó apoyo en la corona británica y que a cambio de armas y tropas ofreció el monopolio del comercio en el subcontinente, lo que finalmente no se concretó por una cuestión práctica.
—La distancia.
—Más específicamente, el tamaño de la inversión que debían de hacer los británicos, producto de la distancia.
—De igual manera la logia concretó el plan Maitland.
—Sí, es que además de lo estratégico, para Miranda lo de cruzar Los Andes tenía un especial significado iniciático. Se trataba de una epopeya que conducía a sus hermanos menores a proscenios épicos igualables a los de Aníbal de Cártago venciendo a los Alpes con sus elefantes o a los de Alejandro Magno atreviéndose en el Cáucaso, con todos los sacrificios y glorias que ello arrastraría. San Martín, es más, realizó el paso afectado de terribles úlceras que lo tuvieron inconsciente durante todo el trayecto. Fueron veintiún días, pasaron casi seis mil hombres, cuatro mil caballos y alrededor de mil animales de tiro. Entre los carros que arrastraban figuraban veintidós cañones, muy pesados de llevar, en una ruta que básicamente era solo pendientes.
—¿Esta fue la ruta? —preguntó Ginebra, indicando el paso que sobrevolábamos.
—La de la segunda columna y la artillería pesada, al mando del general bonaerense Juan Gregorio de la Heras y de Luis Beltrán, un fraile franciscano genio de las ciencias de la balística y la artillería.
—¿Y O’Higgins y San Martín?
—Ellos integraban la primera columna, que avanzó por el paso de Los Patos, algunos kilómetros más al norte —apunté—. Ambos líderes salieron desde El Plumerillo, al norte de Mendoza, mientras que los batallones que pasaron por acá abajo lo hicieron desde el mismo centro de la ciudad. Ambas confluyeron en Chacabuco, donde se dio el primer enfrentamiento y la primera victoria para el Ejército Libertador el 12 de febrero de 1817.
—¿Y las otras divisiones? De acuerdo a lo que me explicaste del plan Maitland, la idea era abrirse como las patas de una araña.
Sonreí, estaba de verdad interesada.
—Hubo un regimiento que salió de La Rioja, al norte de Argentina, el que se encargó de tomar Copiapó y Huasco, precisamente en el norte de Chile. Un poco más al sur estuvo la fuerza al mando del teniente coronel Juan Cabot, que desde San Juan asaltó Coquimbo. Las columnas de Tunuyán asaltaron Santiago directamente por el este a través del paso de Portezuelo, y la ofensiva del general Ramón Freire, encargada de liberar el sur de Chile, invadió a la altura de Talca.
—Aún no entiendo lo del sentido iniciático del cruce. ¿Tiene que ver con la Virgen del Carmen?
—En realidad, con el culto al señor o a la señora de la luz que era el guía de las logias racionales creadas por Miranda.
—Te escucho.
Busqué el teléfono móvil que me había pasado Ginebra al despegar de Buenos Aires, pulsé la clave de usuario, me conecté a la red vía satélite y luego accedí a mi disco duro virtual desde donde descargué un archivo de texto.
—Toma —le dije, pasándole el celular—, lee.
—¿Qué es?
—Todo lo que necesitas saber acerca de lo que me acabas de preguntar. Es un ensayo que publiqué hace varios años en una revista española de misterios históricos y que luego traduje y actualicé para la conferencia que ofrecí en UCLA hace dos semanas. Creo que es más claro a que yo siga hablando. Además, estoy cansado y quiero tratar de dormir un rato. Espero no te moleste.
—No —respondió ella, de hecho prefiero leer. Luego buscó sus anteojos de lectura y comenzó a mover su índice derecho por la pantalla del móvil.