Santiago de Chile

61

Princess Valiant le indicó a uno de los hombres de Bayó que estacionara el Peugeot 307 por calle Bustos, casi al llegar a avenida Los Leones. Luego le pidió que esperara dentro del vehículo con el motor apagado.

—Y quítate los anteojos oscuros, no queremos asustar a nadie, menos a una niña de doce años —agregó. Luego bajó del automóvil y caminó en dirección a la intersección de Bustos con avenida Ricardo Lyon, donde se ubicaba la puerta de entrada del colegio The English Institute de Providencia.

Faltaban siete minutos para las ocho de la mañana, la hora en que la hija de Elías Miele entraba a clases. Tenía una foto de la muchacha; sabía el movimiento del vehículo de transporte escolar, los horarios de salida y entrada. No iba a ser difícil, nunca lo era. Menos para alguien que se vestía y maquillaba como muñeca de colección, siempre un factor atractivo para una adolescente que buscaba su lugar en el mundo. Y Elisa Miele llevaba años buscándolo, el costo de ser hija de un escritor exitoso y fugitivo y de una psicóloga cuya fuerte personalidad solía opacar la suya, sumado a un padrastro ausente y a un par de hermanos menores que exigían demasiada atención. Parte de su refugio lo había encontrado en videojuegos, películas de terror y libros de manga e historieta. Princess la había estudiado, sabía acerca de su música favorita, sus platos predilectos, la película que se repetía cada dos días, la gente con la que más hablaba por redes sociales y la novela romántica de vampiros que subrayaba con lápices de tinta de colores brillantes. La asistente de Bane Barrow también sabía que el peinado de trenza que la niña usaba desde hacía tres meses tenía mucho que ver con el de la heroína de la novela que ocupaba la mayor atención de sus días.

La inglesa esperó a que avanzara el tráfico que bajaba por Lyon hacia Providencia y se ubicó frente a la entrada del colegio, ante los ojos de un guardia del establecimiento que en un principio desconfió de su aspecto, pero luego pensó que no era más que una excéntrica estudiante universitaria del sector. Princess pensó en fumar, pero sabía que era una pésima idea. Miró a las jóvenes estudiantes que ingresaban al establecimiento y recordó cuando ella tenía esa edad. King Valiant, su padre, que en verdad se llamaba así, pero no era hijo de un oficial de la Cunard que había servido en el Queen Mary ni pertenecía a la clase media alta londinense, había llevado a la familia a la ruina por deudas de juegos. A veces llamaban a casa, amenazando a su madre y hermanos; a veces el dinero desaparecía y no había para comprar libros o zapatos nuevos. A los once años la sacaron de un exclusivo colegio privado en el Ealing londinense y la matricularon en una escuela pública en el centro de la ciudad. No fue bueno, en especial para alguien con problemas de comportamiento producto de múltiples alergias alimenticias, que se sabía y consideraba no solo más inteligente que sus iguales, sino derechamente mejor. Cuando se es así puedes sobrevivir con solo hablar en un liceo privado; en uno público necesitas otras armas. Algo bueno había salido de esa traumática experiencia. También de que a los trece años la secuestraran durante dos semanas para que su padre pagara sus deudas, dinero que no canceló. Había capítulos de su vida que Princess Valiant prefería no recordar. De hecho los había borrado con la precisión de una editora y verificadora de datos.

El autobús escolar, un Hyundai H1 pintado de amarillo, se estacionó sobre la vereda, al ingreso del The English Institute, y de su interior bajaron seis alumnas, todas de alrededor de doce años. Elisa Miele fue la última y caminaba junto a su mejor amiga, Julia Oyarzún, mientras hojeaban el último número de una revista para adolescentes. Princess aguardó que el transporte se alejara por Lyon hacia el norte y cruzó la calle.

—¿Elisa? —llamó—. ¿Elisa Miele?

La muchacha volteó hacia Princess al igual que Julia. Ambas la miraron de arriba a abajo, como si le escanearan la ropa: las botas, el pelo rojo desordenado, sus bandas de plástico como muñeca que usaba en el cabello, los aros fluorescentes y el bolso deportivo que siempre estaba a medio abrir. Aunque Valiant carecía de empatía, era buena relacionando y leyendo los ojos. Sabía que a ambas señoritas les había fascinado la forma en que ella lucía, que se morían de ganas de preguntarle dónde había comprado esa falda de tela escocesa o esos accesorios de plástico con los que amarraba su cabello.

—Sí, soy yo —respondió Elisa, mientras Julia le tomaba la mano. El guardia también observó la situación, pero las madres de otras alumnas lo tenían demasiado ocupado respondiendo acerca de los nuevos horarios de salida de la tarde.

—Hola —continuó la inglesa en español—. Tú no me conoces, me llamo Princess Valiant.

Ambas sonrieron.

—Es verdad —Princess cuando se lo proponía sabía actuar muy empáticamente, escribía sus guiones con antelación y los repetía de acuerdo a la persona que tenía enfrente—, ese es mi nombre y todo el mundo me pregunta lo mismo: si soy una «una princesa valiente». No lo tengo muy claro, pero sí que me visto como una. Como de animé japonés, ¿verdad?

Ambas sonrieron. Ya estaban dentro.

—¿Y quieres escuchar algo más chistoso? —siguió la exasistente de Bane Barrow—. Mi padre se llamaba King Valiant y murió peleando por Inglaterra en la guerra del Golfo, la primera, la de 1992. Era piloto de la Marina Real Inglesa y lo derribaron cerca de Bagdad, yo tenía un año —bajó el tono de su voz. Aunque sabía que a las niñas poco y nada les interesaba lo de la guerra, la historia de un padre muerto siempre era efectiva con la hija de un padre ausente. De hecho, la mirada cómplice y emotiva de Elisa le dijo que la adolescente estaba lista para la última parte del diálogo.

—Soy amiga de tu padre —dijo—. Elías está en Chile, ya eres grande e imagino que sabes que él no puede entrar.

—Lo sé…

—Y que tu madre no quiere que lo veas…

Elisa bajó la vista.

—Elías está esperándote en un auto por acá cerca y quiere saludarte.

—Yo… —dudó Elisa.

—No hay mucho tiempo. No va a estar muchos días y tiene muchas ganas de verte. Dile a tu amiga que le avise a tu madre, si es…

—Julia, ¿puedes llamar a mi mamá? Pero no altiro, espera diez minutos.

—Pero el colegio… —dijo Julia.

—Yo veo eso, hazme el favor, please.

—Sí, amiga.

Elisa Miele le sonrió a Princess, quien le contestó del mismo modo.

—¿Vamos? —dijo la hija de Elías.

—Vamos —confirmó la mujer que acababa de secuestrarla.