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—Toma, bébelo despacio —dijo Ginebra, mientras me alcanzaba un vaso plástico con café muy negro y muy caliente. A las siete y media de la mañana, con un día sin dormir de por medio, mi estado era de completa anestesia.
—Me estoy quedando dormido.
—Me doy cuenta. Traga dos de estas. —Me pasó un par de cápsulas blancas con una línea negra que las dividía en mitades iguales.
—¿Qué es?
—Da lo mismo, un secreto del FBI para mantenernos despiertos. Funciona.
—Me desarmo de sueño.
—El efecto es rápido y te necesito con todos los sentidos.
Le obedecí, deseando que el efecto fuera inmediato.
—También deberíamos comer algo —le dije a mi compañera.
—Ahí vienen —me contestó Leverance—, tal vez más tarde tengamos tiempo de desayunar.
Estábamos en las oficinas de Bodegas Senetiner, una enorme y hermosa viña dedicada a la producción de Malbec, ubicada en Luján de Cuyo, a dieciséis kilómetros al sur del centro de Mendoza. En el cementerio cuando Ginebra preguntó si alguien sabía quién contaba con un helicóptero que realizara viajes a Chile, el comisario Ariel Ortega respondió que tenía una buena idea. Tras un par de horas en la comisaría y varias llamadas telefónicas nos trajo a estas instalaciones. Según él aquí nos iban ayudar. Tras dejarnos en la recepción, el policía nos pidió unos minutos y se encaminó a las bodegas principales.
Tardó casi media hora en regresar.
Ortega venía acompañado de una mujer que por las líneas de expresión alrededor de su cara y las manchas sobre el dorso de las manos debía rondar los cincuenta años. Llevaba un traje de dos piezas con pantalones de pinza y el cabello cano, corto y amarrado. Lucía unos enormes anteojos de sol redondos y en la chaqueta, a la altura del pecho, llevaba un broche con el logo de la viña.
—Señora Leverance, señor Miele, ella es Gabriela Ruz, administradora de Senetiner. Le conté de sus necesidades.
—Así que por ustedes dos tuve que madrugar hoy —comentó—. En fin, me tomé la libertad de llamar a Buenos Aires al comisario Barbosa para tener sus referencias. Ortega me facilitó el número —agregó la mujer, mientras nos saludaba a ambos con dos besos en cada mejilla.
—Espero fueran buenas referencias. —Cuando quería, Ginebra podía ser muy amable.
—Lo suficiente para creer en su historia. Entonces, según entiendo, necesitan volar de incógnitos a Chile…
—Es un caso complicado… —continuó la agente.
—Lo imagino, el comisario me relató lo ocurrido anoche. Pusieron una bomba en el avión en que viajaban —Ginebra asintió de mala gana pero con cortesía. Las pastillas me estaban haciendo efecto—. Sabrá —continuó Gabriela Ruz— que acabo de hablar con el señor Senetiner, quien me dio entera libertad para actuar, siempre que el nombre de la viña no se vea involucrado en un escándalo. Usted entiende…
—Solo necesitamos que nos lleven y nos dejen cerca de Los Andes.
—Hacemos ese vuelo con frecuencia, tenemos bodegas en el Valle del Aconcagua. Nadie pregunta demasiado. Imagino que eso es lo que necesitan.
—¿Entonces?
—Entonces hay que esperar al piloto, dependemos de él y de las condiciones del tiempo para ver a qué hora poder partir. Ahora vengan conmigo, esta persona ha de estar por llegar, quedamos de reunirnos en el helipuerto. Por favor —nos invitó a seguirla.
Bodegas Senetiner poseía un aparato de fabricación europea y mediano tamaño del tipo EC-225, modelo civil del Súper Puma militar, ampliamente usado por los ejércitos, fuerzas aéreas y marinas de todo el mundo. Estaba pintado entero de blanco y llevaba el logo de la viña en las puertas de la sección de pasajeros, además del nombre de las bodegas pintado a modo de librea a lo largo de la cola que separaba el fuselaje del rotor antitorsión de cinco palas.
—Buenos días —nos saludó un hombre de alrededor de cuarenta años y cabello muy oscuro y abundante, que lucía una gorra para el sol con el logo de la bodega.
—Buenas —respondí.
—Entonces ustedes tres son los pasajeros.
—Solo ellos dos —corrigió Ortega.
—¿Puede cruzar los Andes? —preguntó Ginebra, reiterando algo que ya teníamos claro.
—Sí, esta cosa vuela más alto que el Aconcagua —indicó la montaña maciza que podía verse hacia el noroeste, tras los cerros del valle de Luján—, pero no es necesario pasar por ahí, suelo seguir la ruta del paso de Uspallata cuando vuelo a Chile.
—¿Y puede volar ahora?
—De hecho les quería proponer que saliéramos en unos noventa minutos, lo que tardo en preparar la nave. Las condiciones son favorables y en unas tres horas, quizá menos, podríamos estar aterrizando en las bodegas de Aconcagua. A propósito, me llamo Amaro y vuelo con mi hijo Mateo de copiloto. Nos vemos acá a las —revisó su reloj— diez menos quince en punto.
—¿Y la aduana? —pregunté.
—Pibe, esta máquina lleva el logo del apellido Senetiner. Creéme, ni aduanas ni preguntas. ¿Eso es lo que necesitás, no? —me respondió la versión mendocina de Han Solo.