Santiago de Chile

58

Bayó cerró la puerta de la habitación y se sentó en una de las sillas del escritorio. Luego, por casi un minuto y en completo silencio estuvo mirando a los ojos a Andrés Leguizamón, quien permanecía sentado en la cama con la robada bandera de la estrella solitaria sobre las rodillas, mientras con su mano derecha se limpiaba un hilo de sangre que chorreaba desde la comisura izquierda de sus labios, justo donde el español lo había golpeado hacía diez minutos. Afuera, ocho pisos sobre la calle Padre Mariano, en el corazón de Providencia, se escuchaban las sirenas de un vehículo policial. Ninguno de los dos hombres presentes en el dormitorio principal del departamento amoblado, que el excoronel español había conseguido gracias a un par de llamados del doctor Sagredo, pensó que el alboroto y el ruido se debía al robo del emblema que habían sacado de la cripta del Barrio Cívico. Ambos estaban seguros de que se trataba de un delito menor, quizá la detención de algún borracho callejero.

—Me rompiste una muela, hijo de puta —comentó el escritor argentino.

—Usted nos mintió.

—No les mentí, dije que podía ayudarles. A Elías le di otra prueba, una que quizá nos sirva más que la que tenemos acá.

—Usted dijo que el mapa estaba en la primera bandera.

—No, dije que podría estar, que es muy distinto. Vos y tu gente idearon lo de las manos de Domingo y lo escribieron en la espalda de Javier. Yo traté de ser verosímil con Elías. Es inteligente, más de lo que todos ustedes suponen. Si lo mandé a Mendoza fue para que ganáramos tiempo y para que siguiera el juego que vos y tus pibas le propusieron… Ignoraba lo del avión, ¿cómo podía saberlo?

—No lo sé, dígamelo usted. No soy tonto, Andrés, sé que usted sabe mucho más de lo que nos está diciendo. Voy a hacerle una pregunta y de su respuesta dependerá lo que ocurra con su persona, ¿le parece?

Andrés Leguizamón tragó saliva.

—Usted envió a Elías Miele a Mendoza —comenzó Bayó—, ¿cierto?

—Cierto.

—¿Él va a encontrar una pista en Mendoza?

—Si sabe dar con la persona precisa, le será bastante fácil.

—¿Y esa pista lo traerá a Santiago?

—Bayó, vos sabés que todas las pistas traen a Santiago, así se planeó desde un inicio… Y la gente para la cual trabajás debe tener algo claro antes de seguir con esta locura. Necesitan sí o sí a Elías Miele. Yo puedo asegurar que él va a encontrar esa cerradura que tanto buscan. También puedo asegurarles dónde irá Elías Miele cuando llegue a Santiago, porque va a llegar.

—Explíquese.

—Lo de las manos de Domingo tiene muchos significados. La bandera que tengo aquí es uno de ellos, pero hay otro… Vos ya sabés todo lo de Domingo French, pues este señor tenía un aliado en Mendoza, un miembro también de la Logia Lautarina, precisamente del grupo que custodió el secreto de esta ciudad. Él dejó un mensaje en la tumba de su amante antes de morir, una pista para los futuros herederos del grupo. Envié a Elías con la persona perfecta para que diera con ese mensaje, una frase en mapudungún que apunta a un lugar bastante conocido para todos los santiaguinos. Tanto él como yo lo conocemos…

—¿A qué está jugando, señor Leguizamón?

—Al juego que todos jugamos: ser indispensable.

—Nos ha hecho perder soberanamente el tiempo. Si usted sabía lo que Elías iba a encontrar en Mendoza…

—No lo sabía, no lo sé, no hay modo de saberlo —soltó el argentino—. Quizá no encontró la manera de llegar a la tumba, quizás está durmiendo, perdiendo el tiempo, tirándose a la hija de Leverance. Las posibilidades son múltiples… pero lo hice para ganar tiempo.

—Me está jodiendo.

—No. En esta bandera hay una pista y esa se relaciona con lo que dice la tumba de Mendoza. Están unidas, es la misma idea. El lucero que ilumina Santiago —le mostró la estrella de ocho puntas dentro de la estrella solitaria de la bandera— y la que voy a mostrarte ahora. Vos, vení conmigo.

Andrés Leguizamón se levantó de la cama y caminó hasta la ventana corredera de la habitación. Tras abrirla se asomó a la terraza desde la cual se tenía una vista espléndida del cerro San Cristóbal, un macizo precordillerano que se adentraba hacia el corazón de la ciudad y que los años habían convertido en el principal parque santiaguino.

—Allí puede verla. Solitaria y luminosa, cuidando de esta ciudad de mierda.

Luis Pablo Bayó se acercó al borde del balcón y miró hacia donde el escritor apuntaba. Prefirió no decir nada, no era tan entendido en el tema y eso lo irritaba. Le dijo a Leguizamón que ya volverían a verse y salió de la habitación cerrándola con llave por fuera.

En la sala, tomando café y un vaso con agua, esperaban Juliana y Princess. Esta última hojeaba una revista de modas y comentaba el mal gusto para vestirse que tenían las chilenas.

—Que no salga de la habitación —les indicó a las dos mujeres.

—¿Habló? —preguntó Juliana.

—Sí. Y a pesar de que no le creo una sola palabra, cada frase que articuló tiene todo el sentido del mundo. Sabe mucho, muchísimo más de lo que nos está diciendo.

Princess se echó a reír.

—¿Qué te pasa? —preguntó Bayó.

—Es que pensé que era un alfeñique débil que se iba a orinar en los pantalones cuando lo golpeaste… Hay gente que sorprende.

—¿También te lo vas a coger? —interrumpió Juliana.

—No es mi tipo, pero podría ser. Insisto, confieso que me sorprendió.

—¿Dijo algo sobre Elías?

—Sí, que le indicó una pista fácil de encontrar en Mendoza y que si resolvía ese misterio era bastante probable que decidiera venir a Santiago.

—Si está con Ginebra Leverance ya debe haberlo resuelto. Esa perra es buena en lo que hace. Y Elías también. Ahora lo complicado es saber cómo vendrán a Chile. Por tierra es imposible, demasiada demora, y Elías no puede entrar al país porque tiene un proceso judicial abierto en su contra. Por línea aérea tampoco…

—Está con Leverance —precisó Princess—, ella puede conseguir lo que sea.

—No si hago una llamada —dijo Bayó.

—Llamada que harás —cortó Juliana— solo si quieres evitar que Elías Miele llegue a Santiago. Y no creo que esa sea la idea luego de lo que conversaste con Leguizamón.

Bayó arrugó la frente y no contestó.

—Elías y Leverance deben venir, lo importante es estar preparados para cuando lo hagan.

—De eso me encargo yo —dijo Princess.

—Mañana temprano —le respondió el español—. Ahora lo mejor es dormir, las cosas se van a mover mucho en las próximas horas —luego sacó su teléfono móvil.

—Pensé que no ibas a hacer la llamada… —afirmó su prima política.

Bayó no respondió.