Mendoza, Argentina

57

Sentado en el lugar del acompañante del Ford Focus III de la Policía Provincial de Mendoza, el comisario Ariel Ortega le ordenó al joven sargento que conducía el sedán institucional acelerar por avenida Libertador San Martín en dirección al Cementerio Capital, ubicado en el departamento de Las Heras, hacia el norte de la ciudad. «Pasá el límite», le indicó.

—El guardia está esperando en la puerta principal —nos informó enseguida, dirigiéndose hacia el asiento trasero—; hay autorización para ingresar.

—Gracias, comisario —le contesté.

—¿Y el historiador? —preguntó Ginebra en su español de acento mexicano.

Ariel Ortega le pidió un segundo y le dijo que estaba en eso, luego tomó el intercomunicador e hizo un par de preguntas a un oficial policial de apellido Goyeneche. Siguieron los monosílabos, el corte de la llamada y, en seguida, la respuesta oficial hacia mi nueva compañera.

—Nos va a encontrar en el cementerio, señora —dijo—. Es uno de los directores del Museo Histórico General San Martín, creo que es la persona más idónea para lo que ustedes necesitan.

—Gracias, comisario —contesté y luego miré a Ginebra. Ella revisaba los mensajes de su teléfono móvil y mostraba el mínimo interés en conocer las calles de Mendoza, ciudad que estaba seguro jamás había visitado. Recordé la única vez que yo había venido, último año de universidad y el dólar estaba bajo. Con una novia de entonces viajamos a comprar y a comer rico. Hicimos ambas cosas y otras más también, incluso peleamos. Ella regresó con un bolso extra de ropa y zapatos, yo con libros y discos compactos. Vinimos en bus, el viaje de Santiago a Mendoza fue tranquilo, a pesar de las curvas. El de regreso no tanto. No por lo irregular de la ruta, sino por las peleas. Ni siquiera hablamos, ella se quedó dormida, yo leí cuatro de los cuarenta libros que había comprado. No volvimos a vernos; ella tuvo otros novios e imagino que se casó y hoy debe tener unos cuantos hijos. Amaba los niños. Mi historia fue un poco más complicada.

—¿En qué piensas? —me preguntó la agente del FBI.

—En nada, solo recordaba la única vez que vine a esta ciudad.

—Recuerdos —suspiró—. La gente que vive demasiado de ellos no habita el presente, desaprovecha el aquí y el ahora.

—No es mi problema, yo soy mucho del aquí y ahora, pero a veces uno se acuerda del pasado cuando fue un buen pasado.

—¿Y este lo fue?

—Al inicio, sí.

Otra vez sonrió y regresó a su teléfono móvil.

—El piloto dice que tardará mínimo diez días en reparar el avión —me informó—, eso si los repuestos no demoran en salir de Estados Unidos —en realidad dijo «de América», como suelen llamar a su país los estadounidenses—. He estado tratando de comunicarme con el bureau para coordinar el envío de un avión de la Fuerza Aérea, pero nadie responde.

—¿No hay señal?

—No —Ginebra me vio fijamente—. Es como si no quisieran contestarme.

—Deberías probar con un mensaje, así uno siempre sabe si te quieren responder o derechamente te ignoran.

—Sí, debería, pero esto es trabajo, no redes sociales. —Y guardó su aparato.

El vehículo policial dobló a la izquierda y se estacionó frente al portón principal del Cementerio Capital de Mendoza, por el ingreso de avenida San Martín a la altura del 1100, donde aguardaba otro Ford Focus III con colores institucionales y tres guardias uniformados.

—Señores —volteó Ortega—, llegamos. Por favor…

El conductor estacionó la radiopatrulla al lado de los otros autos y apagó el motor, manteniendo eso sí las luces encendidas, igual que el resto de los vehículos. La manera de avisarle a curiosos que estaban en servicio.

—Caballeros —anunció el comisario Ortega—, la señora acá a mi lado es agente del FBI y adjunta de la Interpol y está en la Argentina realizando una investigación; su compañero es un escritor chileno…

—Lo conozco —lo interrumpió un sujeto de barba pelirroja y que vestía un chaleco de lana sin mangas sobre una camisa celeste, con pantalones de cotelé muy arrugados—. Leí su novela —me dijo. A pesar de algunas canas, era joven, no debía de tener más de treinta y cinco años.

La catedral antártica —respondí en automático.

—No, la otra, la de los nazis y el centro de la tierra, la del código de los tractores Lanz y el héroe judío. Me gustó.

—No sabía que se conseguía en Argentina, no fue un gran éxito.

—Viajo bastante a Santiago, de hecho hice mi magíster en la Universidad Católica, donde vos estudiaste. Soy Arturo Ferrada, historiador y segundo director del Museo José de San Martín. Supongo que tienen una gran razón para sacarme de la cama a medianoche.

—Lo siento —se disculpó Ginebra.

—Descuide, era una broma. Estaba despierto, viendo tonterías en la televisión.

—Ginebra Leverance —saludó ella. Yo la imité.

—Un gusto —pronunció el historiador—. Entonces, ¿en qué puedo ayudarlos?

—Domingo French —dije.

—Protagonista de la revolución de Mayo, no era muy amigo de San Martín y tiene su lugar ganado en la historia de nuestro país al crear la escarapela de la Argentina —recitó casi de memoria—. ¿Qué pasa con él?

—Buscamos su tumba.

—¿Y quién les dijo que la tumba de French estaba acá? En Wikipedia o en cualquier página web encuentran la información. El cuerpo de Domingo French está en el cementerio de la Recoleta, en Buenos Aires.

Ginebra me miró, Ortega y los otros policías también. Uno de los guardias se acercó al comisario y le preguntó si íbamos a entrar al cementerio para abrir las puertas. El superior de la policía mendocina contestó que aguardara un rato.

—Entonces mi idea es la correcta —respondió Ginebra en inglés, hablándome casi en privado—. Leguizamón nos envió a Mendoza no a buscar algo, sino para evitar que nos derribaran sobre la cordillera de Los Andes.

—No, Andrés me habló de Mendoza cuando conversamos en El Tigre…

—Disculpe —me interrumpió el historiador, también en inglés—, ¿hablan del escritor Andrés Leguizamón? Lo conozco, trabajé con él en la Universidad de Buenos Aires, ¿esto tiene que ver con la Logia Lautarina, verdad? —Me acerqué a Ferrada y asentí con un movimiento de cabeza—. ¿Qué es exactamente lo que están buscando?

—Las manos de Domingo, y no las de Perón —dije.

Arturo Ferrada se dirigió a Ortega.

—Comisario —dijo—, que abran el cementerio. ¿Me facilita una linterna si fuera tan amable? Y que alguno de sus hombres traiga algo de metal, una barra ojalá. Necesitamos romper unas cadenas y abrir una tumba.

Todos los presentes nos miramos, Ferrada actuaba como el secundario perfecto del capítulo de una serie de misterio, el clásico personaje que aparecía de la nada y sabía cómo acceder a la clave justa para resolver el enigma.

El superior de la policía le pasó su propia linterna, Arturo la tomó con la mano izquierda y tras prenderla, apuntó hacia el interior de la necrópolis. Era zurdo.

—Las manos de Domingo —continuó el historiador, volteando hacia mí— era como llamaban San Martín y O’Higgins a French por su habilidad para pintar, dibujar y diseñar emblemas. Suyas son las ideas de la bandera de la estrella solitaria para Chile, la escarapela para las Provincias Unidas del Río de la Plata, futura Argentina, y varios estandartes usados por el ejército que cruzó los Andes en 1817 —explicó mientras uno de los guardias del cementerio abría los candados de la reja metálica del cementerio y otro regresaba trayendo una estaca de hierro, lo que fue aprobado por Ferrada con un movimiento de cejas. En verdad era un gran actor.

—Eso lo sé —respondí con autoridad.

—Por favor, sigamos por esta calle —nos fue guiando.

Lo acompañamos por pasillos interiores, repletos de tumbas de piedra y mausoleos que alguna vez habían sido de mármol lustroso y hoy eran estructuras viejas y heladas, con más de algún gato brincando entre panteones y cruces. Era divertido ver que alguno de los policías que nos acompañaban estaban asustados, presos de las supersticiones populares que de seguro alimentaba el camposanto. Por otra parte, los guardias municipales, acostumbrados a estas sombras, sonreían cómplices ante el miedo de sus colegas.

—Pues Domingo French —prosiguió el historiador— decía que sus verdaderas manos eran las de Tomás Godoy Cruz. Seguramente su nombre le será familiar, señor Miele.

—Gobernador de Mendoza, financista del Ejército Libertador y responsable del fusilamiento de José Miguel Carrera —le dije.

—Uno de los miembros más prominentes de la Logia Lautarina de Mendoza y del Ejército de los Andes —subrayó él—. De hecho, era quien la mantenía económicamente. Fue además uno de los más firmes defensores de la idea monárquica que San Martín tenía para O’Higgins. Imagino que también conoce esa historia.

—La domino bien —miré a Ginebra y le expliqué, sabiendo que la historia le interesaba—: José de San Martín creía que Hispanoamérica debía ser gobernado por una monarquía, su ideal no era establecer gobiernos locales, sino un reino conjunto que se opusiera a España, y el candidato que tenía para sentarse en ese trono no era otro que Bernardo O’Higgins, el del código grabado en la espalda de Bane Barrow.

—Lo recuerdo —respondió la agente.

—Aunque O’Higgins era hijo de madre soltera, llevaba el apellido de su progenitor que había sido virrey del Perú, la autoridad más importante de las colonias hispanas del sur del mundo. Tenía por lo tanto un abolengo real que los integrantes de la logia querían usar. Era lo más cercano a un príncipe dentro del grupo dirigente de los patriotas.

—Además de ser el protegido de Francisco de Miranda —completó el historiador.

—¿Francisco de Miranda? —preguntó Ginebra.

—¿Vio La guerra de las galaxias, señora? —devolvió Ferrada.

—¿Quién no? —contestó la agente del FBI.

—Pues Francisco de Miranda es lo más parecido a Obi Wan Kenobi del proceso independentista latinoamericano. Ideólogo y fundador de las logias lautarinas, instruido en la masonería por George Washington y el príncipe Potemkin de Rusia. Bueno —respiró—, también fue amante de la Zarina Catalina II… pero esa es otra historia.

—Entonces la tumba de Godoy Cruz está en este cementerio.

—No, la tumba de Godoy Cruz está en la iglesia San Vicente Ferrer en el municipio llamado precisamente Godoy Cruz —subrayó—, al sur de la ciudad. —Apuntó luego en esa dirección con el faro de su linterna.

—¿Entonces qué hacemos acá? —Gesticulé nervioso. Ginebra se dio cuenta y detuvo su avance, parando con un gesto de su palma derecha a los policías que nos acompañaban.

—Señor Miele, que la tumba de Godoy Cruz esté en una iglesia no significa que su cuerpo esté en esa iglesia. Estamos hablando de un masón ateo. Venga conmigo y confíe —y dicho eso bajó hacia unos sepulcros con loza de piedra que se abrían hacia lo que era el sector viejo del camposanto, una fila de varias manzanas con entierros que databan de la primera mitad del siglo XIX, la parte histórica de la necrópolis mendocina.

—Por acá. —Nos condujo hasta un mausoleo que se habría venido abajo de no estar sujeto por unos andamios metálicos que sostenían su estructura como un esqueleto externo o, mejor dicho, como partes ortopédicas para extremidades demasiado viejas como para continuar soportando el peso de un cuerpo que no hacía más que sumar días, cada uno más pesado que el anterior.

Ferrada abrió el ángulo de la linterna disparando el cono luminoso hacia la parte superior de la tumba: una pequeña loza sostenida por cuatro columnas dóricas quedó a la vista, en la cual se leía con grandes letras mayúsculas: FAMILIA LENCINAS.

—Allá arriba dice familia —explicó nuestro guía—, pero en realidad en este mausoleo está enterrada una sola integrante de esa familia, valga la redundancia, doña Emiliana Lencinas, cuyo nombre imagino no les dice nada.

Levanté los hombros mientras Ginebra miraba con cara poco amable de desear apurar las cosas; y los policías del comisario Ortega que nos acompañaban no entendían nada de lo que ocurría frente a ellos y seguían más preocupados de buscar con las trazas de sus linternas cualquier movimiento inusual que ocurriera en el camposanto: ratas, gatos y lagartijas asustaban más que los fantasmas de la independencia del país argentino.

—La historia oficial dice que don Tomás Godoy Cruz se casó en 1823 con doña María de la Luz Sosa Corbalán, con quien tuvo tres hijos. Eso es cierto, como también que fue un matrimonio político, por conveniencia, arreglado por los padres de Luz Sosa a cambio de financiar la carrera política de Godoy Cruz, que llegó a ser elegido dos veces gobernador de Mendoza. El caso es que Godoy Cruz amaba a otra mujer, Emiliana Lencinas, y que en esta tumba descansan los cuerpos de dos personas: la única integrante de la familia Lencinas y el hombre que por años fue su amor prohibido. No estuvieron juntos durante la vida pero en la muerte hicieron familia.

—¿No hubo hijos? —pregunté, aunque sabía que no era el tema que nos había traído al cementerio de Mendoza.

—No, al parecer la señora Lencinas no podía concebir. —Luego miró a los guardias municipales—. Amigo —dijo con amabilidad—, ¿me ayudás con la estaca de metal?

—Vos mandás —respondió el empleado del cementerio.

—Por favor, rompé el candado y la cadena.

Con ayuda de uno de sus compañeros, el guardia del camposanto metió la punta de la estaca entre los eslabones de la cadena y el candado que cerraban la puerta del mausoleo, y tiraron de esta dos veces con fuerza. Al tercer intento el cerrojo cedió y chirriando como un animal prehistórico muy anciano, la reja del sepulcro se abrió.

—Vengan conmigo —nos llamó—; ustedes también —indicó a los hombres que aún sujetaban la estaca.

Al interior del mausoleo había dos sepulcros ordenados en forma paralela como una cama matrimonial hecha de piedra. Helechos y líquenes habían invadido todo y un olor a humedad y podredumbre entraba por cada poro de los que estábamos ahí adentro. El historiador Arturo Ferrada iluminó la placa que estaba puesta sobre la tumba derecha, donde se leía el nombre de Emiliana Lencinas junto a los años de su nacimiento y muerte: 1801 y 1851. También se podían divisar las primeras letras de algo que quizás era una frase bíblica o un poema dedicado a la enterrada. La única sílaba que podía leerse era «Fe».

—La estaca, por favor —pidió el hombre del museo, indicando que la metieran por debajo de la placa.

—Señor… —dudó uno de los guardias.

—Tranquilo, boludo, ya está suelta. Hace tres años que el museo descubrió lo que hay aquí abajo y lo hemos mantenido en… —se detuvo un instante— secreto, hasta que tengamos más pruebas de su significado. Cuando le conté a Leguizamón del hallazgo viajó de inmediato a verlo. No lo dejé sacar fotos… Ahora tampoco, por si acaso —advirtió.

—OK —respondí, mientras los funcionarios municipales del cementerio metían la estaca bajo la placa y hacían presión para removerla. No fue difícil, tan solo un tirón y la pieza de mármol cedió.

—Señor Miele, ¿me ayuda?

Me agaché junto a él y tomé la placa desde el extremo contrario al que había sujeto Ferrada; luego con cuidado la removimos. Bajo el rectángulo de piedra blanca apareció otro, más cuidado y protegido.

—La tumba de doña Emiliana es la del lado, la que no está identificada. Acá está don Tomás.

La placa secreta tenía grabado el símbolo de la Logia Lautarina: el cruce del compás y la escuadra de la masonería; el ojo que todo lo ve en la parte superior y la figura del caudillo Lautaro al centro, flanqueado por dos volcanes, igual a la escarapela de la Patria Vieja chilena. Bajo el símbolo, una frase escrita en una lengua que supe identificar y traducir en una primera ojeada.

REHUE CURA ÑUQUE

FILL MACUL KINTUNIEN

MAPUCHUNKO

—¿Qué lengua es? —preguntó Ginebra.

—Mapudungún, el idioma de los mapuches, pueblo ancestral de Chile y Argentina al cual pertenecía Lautaro, el héroe nativo de la guerra de la Conquista con el que San Martín, O’Higgins y Francisco de Miranda bautizaron a las logias racionales e iluminadas de Cádiz.

—¿Sabes lo que dice?

Ferrada me miró.

—Sí, aunque hay errores de léxico y gramática, es fácil de traducir: «el lugar de piedra desde donde la madre de todos promete cuidar al Mapocho».

—El lugar sagrado de piedra —corrigió Ferrada—. Con rehue se refiere a un altar o sitio ceremonial. ¿Mapocho es el río que atraviesa Santiago, verdad?

Ginebra me miró.

—No solo el río, es el nombre original de Santiago. Por años, la historia que nos enseñaron decía que Santiago había sido fundada con el nombre de Santiago del Nuevo Extremo por Pedro de Valdivia en febrero de 1541, cuando en realidad la historia fue muy distinta, tal como concluyó un grupo de arqueólogos de la Universidad de Santiago y el Museo de Historia Natural hace unos años. Pedro de Valdivia arribó a una ciudad que ya existía y estaba medio abandonada; la llamaban Mapuchunko o Mapocho y se supone era la urbe más austral del Tahuantinsuyo, el Imperio Inca. Algo así como la última capital de los hijos del sur, ciudad que además tenía un carácter sagrado y a la que habían nombrado así por el río que la rodeaba con dos brazos. Los conquistadores simplemente tomaron esa ciudad y levantaron la nueva encima.

—¿Qué pasó con Mapuchunko? —preguntó Ginebra interesada.

—Al igual que el segundo brazo del río, está enterrada bajo el centro histórico de Santiago y otros lugares cercanos. Lo único de ella que queda en pie es el pucará o huaina del cerro de Chena, una fortaleza militar y religiosa, suerte de torreón que se levanta en un cerro algunos kilómetros al sur de la ciudad…

—¿Y la «madre de todos» grabada en la placa sería esa fortaleza?

—No, lo de Chena es un tigre, un guardián, no alguien que ha prometido cuidar y acoger. En todo caso me resulta bastante obvio el lugar al que se refiere la placa. Está a la vista de todos los santiaguinos.

Ferrada sonrió, conocía la capital de Chile y sabía perfectamente a qué me refería.

Ginebra me tomó del brazo y me sacó fuera de la tumba, dejando al historiador con cara de pregunta dentro de la cripta.

—¿Encontró lo que buscaba? —preguntó el comisario Ariel Ortega al vernos salir del sepulcro.

—Comisario —respondió la agente del FBI—, necesitamos volar a Santiago lo antes posible. No en avión, ojalá en un helicóptero. ¿Conoce a alguien que pueda ayudarnos?