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Pensé que así debía sentirse cuando en medio de una batalla aérea tu caza bombardero era impactado por un misil aire-aire. Como pude, me solté del cinturón de seguridad y arrastrándome a lo largo de la estructura del avión, que se agitaba como si estuviera hecho de cartulina, fui con Teo Valenti y lo ayudé a encontrar un lugar seguro en la cabina. Ginebra me agarró de una pierna para evitar que yo también me fuera contra la puerta de la carlinga. No sin poco esfuerzo logré que el joven agente experto en informática, del FBI se sentara y lo amarré con el cinturón. El golpe le había abierto un tajo en la frente y aunque no había perdido el conocimiento estaba en estado de shock. Imagino que más por la situación que por el golpe.
—Pon tu mano y aprieta fuerte —le indiqué mientras le ponía la máscara de oxígeno, recordando cada paso de las instrucciones que había escuchado cientos de veces en mis viajes alrededor del mundo, luego regresé a mi asiento.
—¿De dónde sacaste eso de apretar fuerte una herida? —me preguntó Ginebra.
—Películas —le respondí, mientras me amarraba al cinturón de seguridad y volvía a cubrirme con la mascarilla.
Siempre imaginé que cuando un avión se venía al suelo lo hacía girando en barrena o cayendo en línea recta, zumbando como millones de moscardones a través de una sirena, tal como se veía en el cine. Bueno, también siempre imaginé que si alguna vez moría no iba a ser en un avionazo, como le dicen en México a los accidentes aéreos.
—Tenemos un incendio en el motor de cola —nos interrumpió el piloto a través del interlocutor—, controlamos la nave pero nos veremos obligado a realizar un aterrizaje de emergencia en el aeropuerto de Mendoza, estamos a cuarenta kilómetros de la pista. Les pedimos no levantarse de sus asientos porque esto se va a mover mucho.
Dicho: otro golpe sacudió el avión, seguido luego de un crujido alargado como si una mano gigante cogiera la nave y arrancara una parte de su estructura con fuerza, tirando hacia atrás.
—Perdimos un alerón —comentó Ginebra tras mirar por la ventana.
Una luz roja se prendió en toda la cabina, debimos poner nuestra cabeza entre las piernas, protegiéndonos con los brazos. Revisé que Valenti pudiera hacerlo y solo cuando él estuvo listo, yo seguí los pasos indicados. No quería cerrar los ojos, necesitaba tener todos los sentidos alerta, si había llegado la hora de morir, mi intención era reportear hasta el último minuto. Un humo espeso empezó a entrar al interior del fuselaje a través del piso que se fue resquebrajando.
—Esto no es casual —comentó Ginebra.
—Claro que no lo es —respondí yo, pensando en las palabras del capitán de la nave y en aquello de que en esta clase de situaciones los pilotos solo te dicen mentiras porque las probabilidades de sobrevivir a un impacto a más de ochocientos kilómetros por hora, que era la velocidad de descenso que en estos momentos debía alcanzar el Sukhoi-Gulfstream, era desde toda lógica imposible.
—Vamos a tomar la pista del aeropuerto en dos minutos, por favor protejan sus cabezas y no intenten tomar medidas desespera…
Luego vino estática.
Y un ruido alargado y agudo.
Y el oxígeno que trató de aturdirnos a través de las mascarillas.
Fuego y llamas por la ventanilla.
El horizonte que se movía como en un terremoto.
Las luces vertiginosas de un lugar que debía ser Mendoza.
Más humo cubriéndolo todo.
La letanía de un rezo católico desde el asiento de Valenti.
Lo cortó de un «Señor, en tus manos me entrego, que se haga tu voluntad», saliendo de la boca de Ginebra Leverance.
Y se hizo la voluntad de Dios.
Un chirriar metálico y sordo desde la parte baja del avión indicó que el tren de aterrizaje había bajado.
A pesar de los saltos y sacudones, la nave había logrado ser estabilizada.
Y entonces de golpe, el tocar tierra y sentir que todo se desarmaba y luego el tirón, como si te detuvieran justo cuando estabas listo para saltar en un clavado a una piscina invisible. Un puñetazo no demasiado duro en la frente, otro en las costillas y sentir que te molieron entero por dentro. Ganas de vomitar que se van en el acto, un pito en los oídos que de a poco se transforma en sonido de sirenas. Mirar por la ventanilla y notar que no solo estábamos en Tierra, sino que nos habían logrado detener. Mentiría si dijera que no tuve ganas de gritar o de abrazar a alguien.
Me quité la mascarilla y le pregunté a Ginebra si estaba bien.
—Sí, algo golpeada, pero bien. Esto se está llenando de humo. —Era cierto—. ¿Valenti? —preguntó enseguida.
Su subordinado estiró el brazo derecho y levantó el pulgar en señal de que estaba bien.
La puerta de la carlinga de pilotaje se abrió y los dos operarios del supersónico aparecieron en la cabina de pasajeros. Sin abrir la boca verificaron que los tres pasajeros estuviéramos bien, luego reventaron los sellos de seguridad de una de las puertas y desplegaron los toboganes. Valenti fue el primero en saltar del S-20, luego Ginebra y finalmente yo, seguido de los pilotos.
Prácticamente todo el personal de emergencia y policía del Aeropuerto Internacional Gobernador Francisco Gabrielli, más conocido como Plumerillo, había venido a recibirnos. La mayoría estaban atónitos más por el extraño avión en que habíamos llegado que por las inusuales condiciones de nuestro aterrizaje. Un carro de bomberos chorreaba con espuma la turbina derecha que era la que había reventado y de la cual ahora solo salía vapor de agua entre los fierros quemados. Me fijé que de la cola hacia atrás, por unos cincuenta metros, se estiraban las cuerdas y formas de un paracaídas de frenado. Di gracias al Dios en el cual ya no creía porque las naves supersónicas aún incluyeran ese rudimentario sistema de detención junto a sus avanzados artilugios de vuelo y control.
Ginebra ni siquiera tomó en cuenta a los argentinos. Apenas se sintió completa y en calma se dirigió donde el capitán de la nave y lo obligó a caminar con ella hasta la cola del Sukhoi-Gulfstream. Yo le pedí a un policía argentino que se encargara de Valenti, que estaba herido, y me acerqué a la agente del FBI.
—La pregunta es simple —le decía Ginebra al aviador—: ¿Lo que sucedió con el motor pudo ser accidental?
—Es difícil decirlo, señora, vea la turbina, está completamente destruida, pruebas de si fue accidental o intencionado son imposibles de conseguir.
—Es un avión nuevo, ¿en otras unidades de este tipo ha ocurrido algo similar?
—No, señora.
—¿Si hubiésemos volado a Santiago, a qué altura habríamos ido cuando explotó el motor?
—Sesenta y cuatro mil pies, unos veinte mil metros, poco más.
Ginebra Leverance arqueó las cejas y buscó su teléfono móvil.
—Buenas noches y disculpe si lo desperté, comisario Barbosa —la escuché llamar al oficial superior de la Federal de Buenos Aires que estaba a cargo de apoyarla—. Ya le daré más explicaciones, ahora necesito que alguien de su equipo o del mío revise todos los videos de seguridad de Ezeiza, del hangar donde estacionamos nuestro avión… Sí, intentaron derribarnos, que esté bien.
—¿Segura? —Me acerqué.
—Tú lo dijiste, nos están jodiendo. Esto fue para mandarnos a tierra, nos salvó que cambiaras los planes y el avión estuviera descendiendo hacia Mendoza.
Miré al piloto, él arrugó la frente. Observé la turbina destruida, los fierros estaban tan calcinados que era inútil verificar cómo había sido la explosión, una técnica bastante simple para dilucidar si un estallido era fortuito o provocado.
Las sirenas de un trío de Ford Focus III con los colores de la Policía Provincial de Mendoza nos avisaron de la inminente llegada de las autoridades. Los autos giraron alrededor del avión y se estacionaron junto a los vehículos y carros contraincendio de la seguridad del aeropuerto. Un hombre alto y gordo bajó del primer sedán y caminó entre el personal del terminal. Vestía un traje de pantalón y chaqueta azul oscuro. Calvo a medias, con unas pocas mechas canosas sobre las orejas, lucía un bigote mal recortado tipo mostacho asomándose bajo la nariz. De ser más delgado habría sido más fácil calcular su edad. Caminaba manteniendo fija su pierna derecha, cojeando como esos robots que se filmaban cuadro a cuadro en las primeras versiones de Terminator.
—¿Quién es el encargado acá? —bramó el oficial, enseñando en alto la placa de comisario.
Ginebra acomodó su falda y avanzó hacia el hombre como si no hubiese nadie más en el universo. Admiro la capacidad de las mujeres que usan tacos para desplazarse como si fueran dueñas de todo lo existente. Y la agente Leverance lo hacía.
—Acá —dijo y enseñó la placa—, agente Ginebra Leverance, FBI e Interpol. —Luego buscó su teléfono y marcó el último número al cual había llamado—. Tengo al comisario Barbosa de la Federal de Buenos Aires en línea, él le contará más. ¿Cuál es su nombre?
—Ariel Ortega, comisario Ariel Ortega de la provincia de Mendoza —respondió el sujeto recuperándose de las andanadas disparadas por Ginebra.
—Comisario Ortega, como le informará su colega de Buenos Aires, toda esta gente está a mi cargo.
Ortega hablaba al teléfono y respondía con monosílabos.
—Entiendo, entiendo. —El policía cambió de tono, previo a regresarle el celular a mi nueva compañera de aventuras—. Entonces, ¿qué necesitás?
—Para empezar, guardar esta aeronave en un lugar seguro y que nadie haga muchas preguntas… Para continuar —volteó hacia mí—, ¿señor Miele?
Me acerqué.
—Que alguien nos abra el cementerio de Mendoza y… —dudé— algún historiador especializado en la época de la independencia.