Santiago de Chile

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Juliana de Pascuali estacionó el auto, un Peugeot 307 arrendado en un rentacar del aeropuerto Arturo Merino Benítez, en calle Zenteno pasado Tarapacá, en pleno Barrio Cívico de Santiago de Chile, y pronto miró el reloj: faltaban diez minutos para la medianoche. Apagó las luces y verificó que no anduvieran guardias militares cerca. El sector de la ciudad estaba con vigilancia permanente por ubicarse allí los edificios del Ministerio de Defensa y las jefaturas de las Fuerzas Armadas chilenas, pero la extensión de las líneas de metro y las retrasadas obras de remodelación que pretendían convertir el vecindario en un gran paseo público tenían todo repleto de maquinarias, grúas y retroexcavadoras, artilugios perfectos para esconderse si es que era necesario. En el asiento trasero del auto, Princess quitó el seguro de la Heckler & Kosh USP semiautomática que Bayó le había dado antes de salir de Madrid y jugó con el cargador, mirando de reojo a Andrés Leguizamón.

—No tenés para qué amenazarme, piba —dijo con su mejor acento porteño—, no voy a escaparme, y como les dije esta mañana en el vuelo, no quiero problemas y si puedo ayudar, lo haré.

—Solo es tu palabra, no puedo hacer nada con ella —contestó en español la ayudante inglesa de Bane Barrow, luego le tocó la espalda a Juliana y le indicó que mirara hacia la esquina que había detrás, donde el pasaje Miguel de Olivares formaba una ele con Zenteno.

—Ya los había visto —respondió la argentina.

Un grupo de muchachos, ninguno mayor de veinte años, removían basura y gritaban mientras bebían cerveza en botellas de litro.

—Además —continuó Juliana—, vos sos buena tiradora.

Valiant respondió conectando a la punta de su arma el silenciador KAC que Bayó le había pasado dos horas atrás, cuando las recibió en el departamento que habían arrendado como base de operaciones.

La pantalla del teléfono móvil de Juliana brilló con una entrada a la bandeja. La escritora argentina corrió la ventana y leyó el mensaje, luego cerró el teléfono y les indicó a su compañera e invitado que había llegado la hora.

—Vamos —ordenó.

Princess golpeó con el mango de la pistola a Leguizamón en la espalda, él abrió la puerta y fue el primero en bajar del auto.

—Por acá —guio Juliana, llevándolos por Tarapacá hasta la gran explanada del paseo Bulnes, eje geográfico y geométrico de dicho barrio cívico de Santiago de Chile. Por oriente y poniente, muros pétreos firmados por bloques de concreto uniformes de siete pisos más nivel zócalo de calle. Al fondo, por el sur, los árboles de una plaza y las formas a medio construir de dos torres gemelas de veinte pisos; hacia el norte, una gran caja de madera y fierro no solo cortaba el tráfico en la Alameda Libertador Bernardo O’Higgins, el principal eje de la ciudad, sino que interrumpía la vista hacia el Palacio de la Moneda, la casa de gobierno de Chile.

—Magnífico, Elías me enseñó la historia de este lugar —comentó Andrés, aunque sabía que nadie le hacía caso—; para mí es un hito de la historia arquitectónica de Latinoamérica, incluso más grande que esa abominación posmodernista de Brasilia. ¿Han escuchado de Germania? —preguntó, aunque nadie le contestó—, la Welthauptstadt Germania, capital del mundo Germania, la ciudad soñada por Hitler para gobernar el planeta y la cual ordenó a su arquitecto Albert Speer diseñar para empezar a construir apenas terminara la guerra. Iban a derrumbar la mitad de Berlín para convertirla en la mayor metrópolis del orbe, abrir un gran avenida de más de dos kilómetros que uniría el gran palacio del Reich con un nuevo estadio olímpico y que finalizaría en el gran domo del Volkshale, el salón de los foros populares que sería más grande que la catedral de San Pedro. Pues han de saber, pibas, que Speer buscando ideas para tan titánica labor dio con los planos de este lugar, el Barrio Cívico de Santiago de Chile, y decidió usarlo de base para la creación de la urbe destinada a regir el mundo; claro, la historia dijo otra cosa. Miren la perfección de esta línea recta; se supone que iba a ser un gran eje de poder con el Palacio de Gobierno al centro, claro, el paseo no pudo extenderse hacia el norte creando la gran explanada que pretendía, pero la idea siempre estuvo. Hacia allá —apuntó al norte— están los Tribunales de Justicia, el poder judicial; al centro la Moneda, el poder ejecutivo y allá, al sur, donde ahora aparece esa arboleda flanqueada por las torres gemelas en construcción se construiría el capitolio del nuevo Congreso, el poder legislativo, frente al cual iban a levantar un obelisco de setenta metros de alto, más elevado que el de Buenos Aires, en cuya base se iba a grabar una estrella de cinco puntas, la estrella solitaria que es la bandera que hoy buscamos. Karl Brunner, el arquitecto austriaco que construyó todo esto por orden del gobierno chileno —aleteó el argentino durante la expresión «todo esto»—, lo hizo tomando en cuenta ideas de varios colegas suyos, algunos locales de acá, pero sobre todo la idea geométrica del orden del poder con la cual fue compuesto y delineado Washington D. C. No es raro, Brunner pertenecía a la masonería, era miembro del Gran Priorato de Viena, la logia más importante de Austria, con grado de maestro, y desde sus inicios se sintió atraído por lo que él llamaba el orden «luciferino o iluminado» de la capital estadounidense, lo que intentó replicar acá en Santiago, una lástima que el dinero no alcanzara para el obelisco y el capitolio. De haberse completado, esta magnificencia habría sido una ciudad modelo, un monumento contemporáneo a la par de los grandes templos egipcios de Karnak y Luxor. Elías se quejaba que acá en Chile todo el mundo transitaba por este eje y nadie se detenía a observarlo con detención… ¿Estoy delirando mucho?

—No, considerando que eres un sujeto con evidentes trastornos obsesivos compulsivos —respondió Princess, mientras apuntaba en dirección a la intersección de Bulnes con Alonso de Ovalle, en lo que era la primera manzana del Barrio Cívico viniendo desde la Alameda.

—Silencio —dijo Juliana, mientras le apuntaba a las siluetas de tres hombres que esperaban en la esquina. Uno de ellos, el más alto, levantó la mano.

—Es Bayó —dijo la argentina.

—Y dos de sus amigos —ironizó Leguizamón.

—Gente de su equipo, más bien —precisó Juliana—, mercenarios del ejército español a paga. Y supongo que fieles al coronel —nunca antes había llamado a su primo político por el cargo que por años tuvo en la milicia hispana.

—Me perturba que ingrese gente y más gente que no conocemos, como el tipo de color que está con el senador —reclamó Princess.

—De ese sujeto no te preocupés, de estos tampoco, son instrumentos, sirven para cumplir órdenes; mientras lo hagan sin preguntar, todo bien.

Bayó le indicó a sus compañeros que aguardaran y se dirigió hacia las mujeres, aprovechando la protección que daba la sombra de una grúa apoyada contra la mole de uno de los edificios que formaban el portal hacia el llamado Paseo Bulnes.

—Tardaron —le dijo a Juliana.

—Algunos imprevistos de última hora —miró a Princess—. ¿Ellos…?

—Ellos conocen sus órdenes —luego miró a Andrés—. Buenas noches, señor Leguizamón —era segunda vez que se veían. En la primera, Bayó le había prometido al autor que de hacer lo que se le había pedido no habría mayores problemas, también la exclusividad para escribir de lo que viera y publicarlo a nivel mundial.

—Buenas noches —contestó él—. ¿Entonces? —preguntó.

—Hay dos guardias, no será complicado… —luego miró a Princess—. ¿Tú estás lista?

Princess no respondió, sacó la pistola que llevaba bajo su casaca de cuero y se la pasó al exmilitar español, luego estiró el brazo derecho y abrió su mano en señal de que esperaba algo. Bayó volteó hacia sus hombres e hizo una señal. Uno de los mercenarios corrió sigiloso hacia el grupo y le pasó a su superior una botella de cerveza de litro.

—Toda tuya —se la entregó a Princess.

—Escudo —leyó ella en voz baja, la marca de la bebida, luego buscó un manojo de llaves en su chaqueta y usando la más grande de ellas como palanca abrió la botella con fuerza. La espuma de la cerveza tipo lager chorreó por el envase y salpicó el pavimento del Barrio Cívico. Princess respiró y se llevó la botella a la boca bebiendo un trago largo que acabó con un tercio de la cerveza. Luego se manchó la ropa para quedar hedionda a alcohol y se mojó la cara, corriéndosele la pintura de los labios.

—Tiene cebada, sos alérgica, ve con cuidado. —Se preocupó Juliana.

—Por lo mismo, querida, necesito intoxicarme y volverme un poco loca… no imaginas cómo se siente. Libre. OK —miró a Bayó—, ya estoy lista, ahora dame lo tuyo…

—¡¿De qué hablan?! —interrumpió Juliana.

—Hubo un pequeño cambio de planes para hacer creíble la historia —explicó la inglesa—. Entonces, coronel, lo estoy esperando.

Bayó miró a la mujer de su primo y luego a la delgada asistente de Barrow y, abriendo su palma, golpeó con fuerza el mentón de Princess, tanto que la pequeña muchacha perdió el equilibrio y cayó sobre sus brazos, resbalándose en el pavimento con sus botas de cuero terminadas en taco aguja y suela alta.

—¡¿Qué mierda?! —reaccionó Andrés y se agachó a ayudar a la joven.

Juliana miró a su primo político.

—Estoy bien, escritor —Valiant apartó la mano y el brazo de Leguizamón—, puedo sola y además no me gusta que me toquen a menos que yo lo permita, ¿estamos claros?

El autor bonaerense no respondió.

Princess regresó a su lugar y se acomodó un poco el cabello, atándolo en un moño sobre su cabeza. Un delgado hilo de sangre le bajaba por la comisura derecha de sus labios hasta mancharle los dientes.

—Pensé que me ibas a dar más fuerte —le indicó a Bayó—, quizás en otra ocasión podríamos jugar. Debo parecer vampiro con los dientes todos sanguinolentos…

—Estás loca —reaccionó Juliana.

—Y por eso soy tan buena en lo que hago —contestó la pelirroja; luego buscando más cerveza se manchó las manos y licuó con ellas la pintura de sus ojos—. ¿Parezco como si me hubiesen violado? —preguntó.