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Los tres turbofans Aviadvigatel D-21A1 de fabricación rusa empujaron en línea recta los casi sesenta mil kilos de peso del Sukhoi-Gulfstream S-21 desde una de las pistas del aeropuerto internacional de Ezeiza hasta los veinte mil metros de altura que era el techo necesario para alcanzar la velocidad crucero. El jet ejecutivo supersónico, propiedad del FBI, se tambaleó un poco cuando las ruedas del tren de aterrizaje fueron plegadas al interior del fuselaje, pero luego, a medida que iba acelerando, se deslizó con la tranquilidad de un avión de papel arrojado contra una corriente de aire. Aunque la aeronave era capaz de superar los dos mil quinientos kilómetros por hora, por petición de la dirección aeronáutica argentina no debíamos de exceder los mil cuatrocientos kilómetros por hora, es decir, poco más de Mach 1, todo para no confundir a los controladores aéreos que podían informarnos como tráfico militar no autorizado. A pesar de ello, con esa prestación, íbamos a alcanzar Mendoza en cuarenta minutos, bastante menos que haciéndolo en una nave convencional.
Mi primer vuelo sobre la velocidad del sonido y apenas percibí el estampido producido al atravesar la barrera, un delicado trueno que se estiró desde la punta hasta la cola de la nave y que no duró más de dos segundos. De niño pensé que iba a ser más emocionante; supongo que entonces la fantasía de cruzar el Atlántico en el Concorde o pilotear un F-14 Tomcat venía con más efectos especiales.
—¿Puedo terminar mi pizza? —pregunté cuando el capitán de la nave nos indicó que ya estábamos a la altitud de vuelo requerido y nos autorizó a desabrochar los cinturones de seguridad.
Teo Valenti, el agente especialista en informática del FBI y único del equipo de Leverance, fuera de los pilotos que vinieron con nosotros desde Buenos Aires, me respondió.
—Adelante. ¿Está buena? —agregó con amabilidad—. La pedí a los argentinos, tal cual usted me indicó.
—No sé si está buena o si yo moría de hambre —respondí. Era verdad, esa pizza con doble queso, pepperoni y tomate era lo primero sólido que comía desde que Ginebra Leverance había ido por mí al barrio del Tigre hoy temprano en la mañana.
Once y media de la noche y la aventura recién comenzaba.
—¿Y qué le parece? Le dije que iba a sorprenderse —continuó Valenti, indicándome el estilizado interior de la nave.
—Es mi primera vez arriba de uno de estos, pero no estoy tan sorprendido. Sigo casi todas las publicaciones de alta tecnología, por lo que sabía que los S-21 estaban volando, de hecho usé un par de estos aviones en mis dos novelas anteriores.
—Lo sé, leí La catedral antártica. El avión privado de Omen, que roba y luego estrella Ned, el canadiense, contra el Nautilus… La jefa me hizo leerla.
—¿Un pedazo de pizza? —lo invité.
—No, gracias, ya comí.
—¿Ginebra? —Le mostré lo que quedaba de la pizza a mi ahora nueva aliada, otra vez tratándola con formalidad.
—Gracias, no como después de las ocho de la noche.
—¿Entonces hoy no comió?
—A veces no como —respondió mientras continuaba sumergida en un computador portátil.
El álgebra de las cosas. Tras entender que Princess y Juliana nos habían jodido a ambos, Ginebra Leverance solo sumó las cifras de la ecuación y no le fue difícil deducir que la única variable que le permitiría resolver el enigma era yo. Claro, por supuesto, era un trato momentáneo que iba a terminar cuando todo el enredo se aclarara, si es que eso sucedía. Teníamos una pista. Andrés se había llevado a nuestras exaliadas a Santiago de Chile siguiendo una interpretación incorrecta de aquello de «las manos de Domingo», aunque antes de hacerlo se las había ingeniado para que nosotros averiguábamos que el paso siguiente no estaba en mi ciudad de origen, sino un poco más cerca, en Mendoza, ciudad significativa en todo este inmenso tablero; después de todo, allí se fraguó el plan de la Logia Lautarina para la liberación de Hispanoamérica.
—¿Entonces, ya no soy fugitivo?, —le pregunté a la agente del FBI.
—Mientras estés conmigo, no, —me respondió ella—. Tres horas después, tras una ducha y un cambio rápido de ropa, estaba junto a Teo Valenti, uno de sus hombres, en un auto de la federal argentina rumbo a Ezeiza donde nos reuniríamos con ella para volar hacia la cuarta ciudad más grande de la República Argentina.
—Valenti —llamó Ginebra, indicándole a su subordinado que le dejara su lugar en el asiento enfrente mío y se retirara hacia el rincón más apartado de la cabina de pasajeros. El resto del equipo del FBI se había quedado en Buenos Aires a la espera de nuevas órdenes.
—Sí, señora —dijo el joven experto en tecnología, y tras levantarse de su puesto, caminó hacia la sección posterior del avión.
—Lo que le pedí —lo interrumpió ella.
—Acá está. —Y le pasó un teléfono que por fuera no era muy distinto a un Samsung de la última serie Galaxy, diseñado para correr con Android.
—Gracias —dijo ella, revisando el aparato. Luego me lo entregó.
—Necesitas uno —fue cortante, aunque luego se justificó—. Y yo también necesito que lo tengas.
—No voy a perderme, y si lo hiciera podría deshacerme de este aparato.
—Digamos que no es lo que parece. La marca y el modelo son solo un favor de fábrica, por dentro es una petición especial del FBI, la CIA y la NSA. Por ejemplo, la carcasa entera es un sistema de sonar. Si lo abandonas, se activa una señal de radio que nos permitiría peinar rápido el área cercana.
—Tú y él. —Sonreí.
—Yo y él —me devolvió—. También escanea el ADN del usuario, es como llevar un collar de detención.
—¿Podrían robármelo?
—Sería desafortunado para el ladrón, perdería su mano en diez segundos.
Era en serio.
—Entonces tenemos un trato y yo cumplo mis promesas —le dije mientras movía el dedo sobre la pantalla y el teléfono me pedía la clave de acceso. Ginebra me la dio y me pidió que la memorizara. Era fácil, la recordé de inmediato.
—Es un número secreto y codificado, nadie más allá de nosotros podrá rastrearte ni saber que eres tú quien llama.
—¿Aparezco como número privado o con una IP satelital falsa?
—Como ambas. El sistema arma cifras al azar sin seguir patrones lógicos relacionados con el verdadero número del teléfono y los distribuye en forma de árbol por diversos servidores, como si una sola llamada hubiese sido emitida desde diez partes distintas al mismo tiempo. Y viceversa. Además, opera con un software de hielo ZRTP que encripta y desencripta cualquier clase de llamada: audio, visual o escrita.
—La cámara también corre por el ZRTP.
—Bien informado; si alguien lograra colgarse de ella, solo vería pixeles de colores, ni siquiera algo remotamente parecido a un rostro. Por seguridad, solo mi móvil estará enlazado con el tuyo.
—El inicio de una bonita relación.
Logré que sacara una sonrisa.
—Permiso —dije y acabé el último trozo de pizza. Luego cerré la caja y la dejé sobre el desocupado asiento que tenía delante. Abrí la lata de Pepsi Light y bebí un primer sorbo. Si hay algo que odio de Buenos Aires es que sea tan complicado encontrar Coca-Cola; debe ser de los únicos lugares del planeta donde la Pepsi es más popular.
—Ginebra —dije, cuidando que Teo Valenti no nos escuchara—, si vamos a seguir en esto juntos…
—Hasta dar con Valiant y de Pascuali —aclaró ella rápido.
—Hasta cuando sea —corté y luego insistí—. Si vamos a seguir en esto juntos, necesito saber todo sobre La cuarta carabela…
—Es el libro que tú, Bane Barrow y Javier Salvo-Otazo escribían —respondió con sorna.
—Un libro que alguien escribió antes y que tengo navegando en un hemoware por mi torrente sanguíneo, y que si sumo y resto todas las partes, me parece que lo más lógico es que fuera inyectado por La Hermandad o como sea que se llame la organización que dirige su padre.
—¿De dónde sacaste eso?
—Uno: el tema del libro. Dos: que soy incapaz de saber de qué se trata a menos que me siente a escribirlo. Tres: que precisamente seas tú la encargada de la investigación. O quizá de proteger al escritor encargado de terminar la obra, mal que mal, ya perdieron a un par. No creo en tantas casualidades. Cuatro: provengo de una familia evangélica chilena y amo las conspiraciones relacionadas con mi religión de formación. Somos hermanos de fe, hijos de la promesa, como imagino tu padre ha de haberte enseñado —arrugué mi mirada y luego cerré los ojos—. Amén.
Ginebra se quitó los anteojos de lectura que llevaba puestos desde que abordamos el avión, luego apartó la caja de pizza del asiento delantero y sentándose en él lo giró hacia mí, para que quedáramos frente a frente, como en un vagón de tren europeo.
—Es verdad —dijo—, la Hermandad te está usando para sus propósitos y se suponía que tanto Princess, como Juliana y yo debíamos protegerte. Ya perdimos a Bane, nuestra arma principal, y a Javier, «la segunda carta» —supuse que «carta» era la clave con la que nos identificaban—; no podíamos darnos el lujo de que se encargaran de ti…
—¿Quiénes?
—Lo ignoramos —continuó en plural—, pero siempre tuve mis sospechas. Soy buena en lo que hago y que Princess y Juliana nos traicionaran solo, confirma que estaba en lo correcto.
—Enemigos internos.
—Exacto, la Hermandad tiene la fantasía de que su gran enemigo ancestral es la Iglesia Católica, aunque mi padre tiene muy claro que las verdaderas víboras son internas. Fariseos con intereses propios, hay mucho poder en juego, mucho que ganar.
—O que perder —no me contestó—. ¿Imagino que ya le avisaste a tu padre acerca de cómo han cambiado las cosas?
—Sí.
—¿Y?
—Estoy cumpliendo sus órdenes. —Apuntó al teléfono que me había pasado.
—Entiendo lo de Bane. Qué mejor para difundir un mensaje que usar al escritor más vendido del mundo; también lo de Javier, es el más exitoso en habla hispana. ¿Pero yo? Hay muchos más clones de Barrow que me superan en ventas y éxito…
—Sí, pero ninguno de ellos era conocido de Juliana de Pascuali.
Por supuesto, cómo no lo había visto.
—La cuarta carabela, ella es la escritora fantasma, ¿verdad? —dije.
—No es tan difícil llegar a esa conclusión. Claro, si se tienen todas las piezas del ajedrez —añadió ella.
—Yo no las tengo todas.
—Pero eres inteligente.
Le regresé una sonrisa. Afuera la luna brillaba grande sobre el horizonte y a lo lejos, bajo el cielo despejado y con estrellas de la primera semana de marzo, empezaban a distinguirse las formas de la cordillera de los Andes. Por primera vez en una década tan cerca de casa. Las luces de una gran ciudad destellaban hacia el norte. Calculé que debía de ser Córdoba o alguna otra urbe cercana.
—Juliana estuvo en Londres la noche que mataron a Bane —dije.
—Lo sé, yo le ordené que fuera. Ella y Princess iban a cuidar que todo saliera bien.
—Lo que no ocurrió. —El sarcasmo fue a propósito.
—¿Crees que Juliana mató a Bane y luego a su marido?
—No he dicho eso.
—Pero lo crees. No eres policía, Elías, solo escribes y desde esa perspectiva debo decirte que concluyes demasiado rápido.
—No, solo pienso desde la mirada más lógica de todas.
—Bueno, desde esa mirada lógica que dices, dejaste pasar otra opción.
—¿Cuál?
—Que el asesino sea la persona para la cual ellas trabajan, porque solas no están en este juego.
—Luis Pablo Bayó está en Santiago.
—¿Cómo así? —saltó ella.
—El primo de…
—Sé quién es el señor Bayó, te pregunto cómo sabes que está en Santiago.
—Yo también tengo buenos aliados que pueden conseguir información de manera segura —imité su tono de voz—. Bayó viajó con nosotros desde Madrid, lo hizo sin que… bueno, sin que yo me percatara. No bajó en Montevideo, sino en Asunción, con las unidades mercenarias españolas. No estuvo ni un solo día en Paraguay, tomó de inmediato un vuelo a Santiago de Chile.
—¿Estás seguro?
—Mi fuente es buena.
—El señor Sánchez.
—Mi fuente es buena —recalqué.
—Bayó en Santiago, su prima política también —pensó en voz alta—. El enemigo interno —suspiró como derrotada.
—Repites e insistes en aquello del enemigo interno, que sumando y restando me parece bastante razonable. Pero creo que pasas por alto que también puede tratarse de un infiltrado, de ese gran enemigo del que siempre habla la Hermandad. ¿Cuál es la idea tras La cuarta carabela? ¿Desacreditar a la Iglesia Católica, verdad? Pues te informo que el Vaticano tiene un buen servicio de inteligencia…
—Lo sé, mi padre lo sabe y, aunque no lo parezca, lo hemos considerado. De hecho lo pensamos mucho tras el asesinato de Javier; sus disputas contra el arzobispado español fueron mundialmente reconocidas, el Vaticano lo excomulgó tras Los reyes satánicos pero…
—¿Qué?
—Los criptogramas grabados en la espalda quien lo hizo sabía perfectamente de qué se trataba el plan de La cuarta carabela.
—¿Y nunca sospechaste de Juliana?
—Juliana era una devota sierva de la obra del señor.
Me esforcé para no soltar una carcajada.
—Hasta la más certera y efectiva agente del FBI pierde su genialidad al chocar contra el muro de sus creencias religiosas —dije.
—Tú no…
—Ni me interesa. Ahora háblame del plan de La cuarta carabela… A estas alturas te aseguro que no voy a sentarme a terminar ese libro.
—¿Qué sabes tú del plan?, porque pareces bien informado —hay que reconocerlo, Ginebra Leverance era astuta, sobre todo a la hora de estirar una conversación.
—¿No te enseñaron que es de mala educación responder una pregunta con otra pregunta?
—No.
—Ok, si ese es el juego… —acepté las reglas—. Conozco bien la historia de la Hermandad, o ¿cómo es su… nombre oficial? Sí —exageré acentuando cada sílaba—, National Comitte for Christian Leadership, y sé que desde su fundación en la década de 1930 han existido con dos propósitos: mantener una elite cristiana y evangélica en los altos puestos de poder de Washington y derrotar, en una guerra santa no declarada, a la Iglesia Católica con el propósito de apropiarse del liderazgo de la fe cristiana alrededor del mundo. Con este último punto claro, me parece evidente que esta operación de la cuarta carabela apunta a dar un golpe definitivo contra la influencia del catolicismo en una de las regiones donde es más fuerte: Latinoamérica. Y ya que denunciar pedofilia dentro del clero o escándalos de índole sexual, política o económica resultaba demasiado lento, imagino que para los propósitos de tu padre, cuya ambición personal es convertirse a todas luces en el soldado de Cristo responsable de esta victoria, qué mejor que usar la historia patria de Hispanoamérica para atestar el golpe definitivo contra el clero de Roma.
—No es definitivo, no somos tan ingenuos…
—Pero sí lo suficiente como para desestabilizar la fe de una nación. Están usando la cultura popular para inyectar la idea de que los curas han mentido por más de doscientos años ocultando una verdad terrible, que ante la sensibilidad de cualquier católico medio, que ya venía conmocionada por los escándalos sexuales de curas y párrocos, acá se derrumbaría por completo. Lo que pretenden decirle a sesenta millones de fieles es que su culto más valioso y querido, la devoción a la Virgen María, en nuestro caso particular, la Virgen del Carmen, fue un invento fraguado por una logia de ateos y paganos para cobrarle una antigua deuda a la Iglesia Católica del siglo XIX, y que por más de dos siglos se han arrodillado ante la imagen de Satanás. No es acabar con una religión, es acabar con una tradición, que entre tú y yo me parece una estrategia admirable. Por supuesto, yo nunca he creído que Lucifer sea el diablo, pero esa es otra historia.
—Es necesario, somos soldados de Cristo.
—¿En serio? Yo diría que tú solo eres hija de tu padre. Pero, en fin, en lo que íbamos: con ese nudo argumental solo quedaba buscar una buena excusa narrativa; por supuesto, si vas a vender un libro y luego la película y la serie a nivel mundial no puedes centrarte en un relato tan local y tan latinoamericano como el complot de la Logia Lautarina, había que buscar algo que lo englobara todo. Y, claro, el mito de la cuarta carabela de Colón era bastante utilitario para este propósito —fruncí el ceño—. Cristóbal Colón es un nombre mucho más universal que Bernardo O’Higgins o Francisco de Miranda; a los gringos no hay que explicárselos. Claro, imagino que si ideas un libro con un hemoware te encargarás también de venderlo con uno, para convertirlo en un fenómeno mundial. Insisto, es un plan brillante.
—Mi padre piensa que…
—Ginebra, antes de que continúes, permíteme una pregunta: ¿quién le habló a tu padre de la Logia Lautarina?
—Yo —dudó ella— creo que fue…
No alcanzó a terminar la frase cuando un gran sacudón, como un temblor en el aire, azotó la estructura entera de la nave. Luego vino una explosión, humo desde la cola y todo comenzó a crujir. Miré por la ventanilla, de pronto el horizonte no estaba por ninguna parte. Amarré rápido el cinturón de seguridad, Ginebra también lo hizo. Teo Valenti no tuvo tanta suerte, de un segundo a otro lo vimos volar sobre el pasillo, impactando de cabeza contra la puerta que llevaba a la carlinga de pilotaje. Luego se desplomó y su cuerpo delgado empezó a moverse al ritmo de los sacudones del avión. Empezamos a caer. Atrás, en la cola del Sukhoi-Gulfstream, una de las turbinas acababa de explotar. Las máscaras de oxígeno cayeron sobre nosotros y Ginebra de inmediato se puso la suya.
—Espera —la detuve.