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El coronel retirado del Ejército del Aire de España, Luis Pablo Bayó Salvo-Otazo, se acercó a la ventana del despacho y corriendo un poco el velo de la cortina miró hacia la calle. Apretó sus dientes y recordó la primera vez que había estado en Chile, en 1994, como parte de la delegación oficial de su país para FIDAE, la Feria Internacional del Aire y el Espacio, un exposición de armas y aviones que realizaba la Fuerza Aérea de Chile, y a la cual regresó ocho años más tarde como parte de la embajada europea encargada de negociar la compra del Eurofighter Typhoon por parte de la rama del aire de las fuerzas armadas de Chile. Era un buen contrato, pero finalmente los locales se inclinaron por el F-16 norteamericano. Gran error, aunque el F-16 era un gran avión de combate, sus prestaciones eran solo de tercera generación, mientras las versiones recientes del Typhoon lo acercaban a la cuarta con características stealth que lo igualaban a los F-22 y F-35 estadounidenses, por supuesto sin lo del despegue corto y aterrizaje vertical de este último. Recordó y pensó cómo se movían las mareas, jamás imaginó que su tercera venida a Chile tuviese que ver con los negocios de un grupo religioso vinculado al evangelismo de Washington D. C., menos en todas las vueltas que había tenido su vida en el último año, propiciado por las agradables manipulaciones de su prima política, Juliana de Pascuali. Meditó sobre cuántas veces había querido salir del laberinto, sobre las largas conversaciones, sobre los potenciales «última vez» dichos en una cama desarmada, sobre las verdades a medias de un lado a otro, sobre los depósitos con muchos ceros en su cuenta corriente, y entendió que en la actual aritmética de las cosas ya era imposible un «no más».
Tampoco quería un «no más».
Dejó de mirar en dirección a la calle y se volteó hacia el resto de los presentes en la rectoría. Lo que hablaban no era de su área ni de su conocimiento, pero aun así le pareció interesante. El médico chileno y los «misioneros» gringos hacían referencia al pasado de Chile, ese de principios del siglo XIX, y de un plan para hacer pública en el país la idea de que sus padres fundadores y principales héroes no eran católicos. Entendió que era el primer paso para desestabilizar el rol y el poder del Vaticano en la región, y aunque sabían que no era un arma definitiva contra los curas, tenían claro que resultaba una buena andanada para una guerra no declarada en la cual el enemigo no solo no estaba preparado, sino que era incapaz de reaccionar. Como un viejo dinosaurio herido, el catolicismo se arrastraba hacia su tumba siguiendo un cuidadoso plan que La Hermandad había comenzado en 1935 y que a fines de la segunda década del siglo XXI iniciaría su camino hacia la victoria definitiva desde el país más austral del orbe.
Bayó distinguió el nombre de un tal José Miguel Carrera en la conversación y los documentos que el doctor Sagredo revisaba. Entendió que era un aristócrata chileno, hijo mayor de una familia distinguida de criollos descendientes de españoles que se había convertido en uno de los protagonistas del proceso de independencia de Chile, que había liderado la llamada Patria Vieja y que junto a Bernardo O’Higgins, a quien recordaba de las conversaciones de Juliana y de Elías Miele en Toledo, eran los nombres más importantes de la guerra de emancipación de la colonia hispana desarrollada entre 1810 y 1818. Comprendió además que Carrera era una figura más bien trágica, que fue traicionado por sus iguales, que terminó convertido en bandolero en Argentina y que por orden de la Logia Lautarina, cuyo funcionamiento ya le era familiar, él y sus cercanos habían sido prácticamente exterminados. Pero, sobre todo, entendió que lo que más le interesaba a Sagredo y a sus socios era lo referente a la estadía de Carrera en Estados Unidos en 1816, gracias a la ayuda y la influencia de su amigo Joel Robert Poinsett.
Poinsett conoció a Carrera en 1811 cuando arribó a Santiago en carácter de cónsul del gobierno estadounidense, enviado por el presidente James Madison. Pero aparte de diplomático y político, Poinsett era además «hermano anciano gobernante» de la Primera Iglesia Presbiteriana de Charleston, Carolina del Sur. Durante sus dos años de estadía en Chile, Poinsett habló del mensaje de Cristo a Carrera, quien a pesar de subrayar que la religión imperante en Chile sería la apostólica romana, se sintió especialmente conmovido por el mensaje de esperanza de su amigo y la idea de la buena nueva de la fe evangélica. No menor era la admiración que el gobernante sentía por el gran país del norte, donde, de acuerdo a las palabras del cónsul y ahora amigo, la clave para lograr la independencia había sido el carácter menos conservador y más liberal de la religión evangélica. «De ser católicos aún seríamos colonia inglesa», recalcó en variadas ocasiones Poinsett.
Años más tarde, en abril de 1815 y tras la caída del general Carlos María Alvear, su gran aliado en las Provincias Unidas del Río de la Plata, futura Argentina, Carrera se vio obligado a autoexiliarse en los Estados Unidos. Acogido por Poinsett en Filadelfia, el caudillo chileno entró en contacto con el secretario de Estado, James Monroe, y el presidente de los Estados Unidos, James Madison, a quienes pidió su ayuda para el proceso independentista de Chile. Sin embargo, tanto Monroe como Madison se negaron a dar un apoyo oficial, a pesar del compromiso de Carrera de otorgarle a los Estados Unidos el control del comercio y las exportaciones en la futura nación libre. Atribulado, logró ser aceptado al interior de la logia masónica de San Juan 1 de Filadelfia, parte de la Gran Logia de Pennsylvania en la que también expresó sus necesidades a los hermanos, refiriéndose a la obligación de unir el grupo con las Logias Racionales de Lautaro que se habían establecido en el sur del continente. Pero los recursos pedidos eran demasiado elevados y los integrantes de la San Juan 1 le dieron la espalda, presumiblemente manipulados por cartas remitidas desde Mendoza por el general José de San Martín, director de la Logia Lautarina del Ejército de los Andes que se refirió a Carrera como un traidor.
Desolado y otra vez sin apoyo, Carrera volvió a encontrar refugio en la amistad de Poinsett y su familia, quienes además lo invitaron a vivir con ellos y a compartir el abrazo de la fe en Cristo hombre. Carrera nuevamente se sintió conmovido por el mensaje evangélico y no tardó en aceptar a Jesús como su legítimo salvador, siendo bautizado como hijo de la promesa en la Primera Iglesia Presbiteriana de Charleston en julio de 1816.
—11 de julio de 1816 —leyó en voz alta Sagredo.
—Es lo que dice el acta de la iglesia de Charleston que usted tiene en sus manos, hermano —recalcó Chapeltown.
—Entonces Carrera consagró su misión libertadora a la voluntad de Cristo.
—Continúe leyendo.
—Y en la guía de Dios, Carrera logró los recursos y la ayuda para crear su propia escuadra libertadora —dijo Sagredo en voz alta.
—Cuatro barcos, armas y soldados, los cuales pidió que un ministro presbiteriano consagrara a la obra de Dios en el puerto de Filadelfia —sonrió el exsenador y hombre de fe.
—Gloria a Dios —exclamó el médico chileno.
—Amén —repitieron los estadounidenses.
Sin embargo, la misión de Carrera partiría demasiado tarde, y cuando su escuadra libertadora arribó a Buenos Aires el 9 de febrero de 1817, se encontró con la noticia de que en Mendoza sus adversarios políticos, San Martín y O’Higgins, ya habían iniciado el cruce de Los Andes para liberar a Chile. Aunque en un inicio Carrera se deprimió, gritó y condenó su destino, argumentado a su hermana Javiera que San Martín no iba a independizar Chile sino a conquistarlo para establecer un gobierno ateo y anticristiano a cargo de la Logia Lautarina, luego con más calma pidió que lo dejaran solo, permaneciendo dos días en retiro y meditación junto al pastor presbiteriano que trajo consigo desde Filadelfia.
Cuatro años más tarde, el 5 de septiembre de 1821, en la ciudad de Mendoza, estando en su celda a la espera de su fusilamiento, le fue llevado a José Miguel Carrera un sacerdote católico para que le otorgara la extremaunción, pero Carrera se negó a aceptarlo, argumentando que no necesitaba de un cura ni de interacción humana, pues él ya se encontraba cerca del señor Jesucristo; que se había arrepentido de sus pecados y estaba listo para, en la voluntad del Espíritu Santo, entrar al reino de los cielos.
—¿Los originales con estos datos? —preguntó Sagredo.
—Serán enviados desde Filadelfia y Atlanta cuando todo este proceso termine —respondió Kincaid.
—Los historiadores locales que usted ha contratado tendrán material concreto con el cual trabajar y hacer pública esta investigación, hermano Sagredo —completó el reverendo Chapeltown—, lo importante es que la iglesia evangélica chilena se concentre en esta misión y deje de estar haciendo el ridículo en asuntos ordinarios. Usted debe saber que no estamos muy contentos con las declaraciones de algunos hermanos pentecostales a los medios respecto de temas de educación y legislación en asuntos del matrimonio igualitario y el derecho de adopción de los homosexuales.
—Costará, pero créame, estamos tomando medidas contra nuestros hermanos pentecostales —acentuó.
—Los pentecostales nunca nos han preocupado, son nuestros payasos utilitarios; me parece más grave cuando hermanos de congregaciones misioneras opinan de estos temas, cambiando el eje de atención de lo que realmente nos interesa.
—Créame, pastor, eso se soluciona de dos maneras. Cortando el envío de cheques o enviando alguno que otro bono extra.
El senador retirado del Partido Republicano estadounidense sonrió.
—Bueno —dijo luego—, nosotros hemos cumplido con nuestra parte…
Sagredo miró a Bayó. El español se acercó al escritorio y se ubicó por delante del médico chileno.
—Mi inglés no es bueno —partió excusándose—, pero deben saber que nuestra gente ya viene camino a Santiago. Encontraron un buen reemplazo para el escritor, no seguiremos perdiendo el tiempo. Hace una hora me comuniqué con ellas y logré meterlas dentro de un vuelo de la Fuerza Aérea de Chile. Calculo que el LearJet que las trae debiera estar aterrizando en los próximos minutos…
—¿Y el señor Miele?
—De él y de la hija del reverendo Leverance también nos hemos ocupado. No se preocupe, no habrá más muertos… si esa es la voluntad del Señor.
—¿Y si Miele y Ginebra logran entrar a Chile? —insistió Kincaid.
—En ese caso continuaremos con el plan A. El escritor tiene muchos puntos vulnerables en este país.
—Por su situación judicial —interrumpió Sagredo.
—No, doctor, por su hija.