Buenos Aires, Argentina

51

—¿En el Kavanagh?, —me preguntó el aspirante a oficial de la Metropolitana que conducía el Ford Focus III.

—Sí, puede esperarnos afuera del vehículo.

—Es un vehículo oficial.

—¿Qué es el Kavanagh? —preguntó Ginebra en inglés…

—El edificio blanco y grande en forma de pirámide que está al otro lado de esta plaza —le indiqué mientras el sedán daba la vuelta alrededor del parque San Martín.

Entre una lluvia de bocinas de taxis y autos particulares nos detuvimos ante el pórtico del que alguna vez fue el rascacielos de hormigón armado más elevado del mundo. Descendí primero y le pedí a Ginebra que me siguiera. En el vestíbulo, tras la mesa de conserjería, nos detuvo el mismo señor de cuidado uniforme que me había parado ayer por la mañana.

—Buenas tardes —saludé—, no sé si me recuerda, pero voy al piso 19, donde la abuela del señor Andrés Leguizamón.

—Si no tiene clara la identidad del dueño del departamento no lo puedo dejar pasar.

—Pero ayer…

—Ayer me encargaron…

—Suficiente —cortó Ginebra en español y enseñó su doble identificación como agente del FBI y de la Interpol—, si le parece podemos hablar con el comisario Barbosa de la Metropolitana.

El conserje miró a un compañero que se había parado junto a las puertas de los elevadores.

—No quiero problemas —dijo enfáticamente—. Es el 19A y la señora se llama Josefina.

—Gracias —le respondí en una reacción tan amable como gratuita, mientras Ginebra se adelantaba hasta el ascensor y el muchacho que cuidaba las puertas no apartaba sus ojos de las generosas caderas de la policía norteamericana.

—Se parece al Chrysler —comentó Leverance mientras subíamos al diecinueve, y creo que fue lo primero amable y fuera del caso que le escuché decir desde que nos habíamos conocido hacía poco más de una semana en una sala de interrogatorios del aeropuerto JFK de Nueva York.

—Son de la misma época, arquitectos masones —sonreí.

No respondió.

Las puertas se abrieron y bajamos en el piso diecinueve del rascacielos. Ella miró las letras sobre las puertas de los distintos apartamentos y trató de encontrar un orden lógico que la condujera al A.

—Por acá. —La guie hacia el ala oriente, en dirección a la puerta que cerraba el pasillo y daba al amplio espacio en forma triangular donde vivía la abuela del escritor argentino.

—¡Ya va, ya va! —se escuchó desde el interior la voz de una mujer joven que no correspondía al tono de la dueña de casa.

La puerta se entreabrió, manteniéndose fija con la cadena de protección y en el espacio apareció el rostro de una mujer de unos treinta y tantos, que usaba el pelo tomado y vestía como mucama.

—¿Busca? —preguntó.

—Soy amigo del señor Andrés, ¿estará él o la señora Josefina?

—Espere. —Y cerró la puerta.

Miré a Ginebra, quien tenía la mirada fija, como petrificada. Los postigos de la puerta volvieron a escucharse desde el interior y la puerta se abrió, esta vez la señora Josefina de Leguizamón estaba de pie bajo el arco de la entrada a su departamento.

—Pasá, no te quedés afuera. Tu amiga también —invitó la anciana, conduciéndonos luego al amplio salón que daba hacia el estuario del Río de la Plata.

—¿Té, café? —nos ofreció.

—No, no se moleste, no creo que sea una visita muy larga. Buscamos a Andrés.

—Oh, él me dijo que te había dejado con unos amigos.

—Sí, eso fue ayer… —respondí impaciente—. Es muy importante encontrar a Andrés hoy, ahora; si pudiera darme su dirección…

—Por supuesto, siempre la olvido, esperá que él la dejó anotada en algún lado, creo que en un papel en la nevera. Si me permitís, ¿seguro que vos y tu amiga no quieren nada?

—Seguro.

La anciana salió de la habitación y al poco rato regresó trayendo un papel doblado que acercó a mi mano derecha apretándolo con una mezcla de cariño y deber dentro de mi puño.

—Caseros con San Martín, a la altura del 1100 —dijo—, no recuerdo el número del apartamento, pero no te será difícil averiguarlo. —Sonrió.

—Eso es cerca —comenté.

—No tanto —sumó la anciana—; en todo caso, Andrés no está allá, se fue con tus amigas.

Ginebra se acercó.

—¿Amigas? —pregunté.

—Andrés me dijo que eran amigas tuyas, vinieron hoy temprano. La más piba me llamó la atención, vestía como muñeca y hablaba bonito, un español cantado mezclado con inglés británico.

—Princess…

—No lo sé, no dijo su nombre.

—¿Y sabe a dónde fueron?

—No, pero Andrés me dijo que se iba con ellas y que no iba a regresar pronto.

Imagino que la señora de Leguizamón no tenía que ser muy brillante para notar que mi cara había cambiado completamente con lo último que me dijo.

—¿Hace cuánto rato fue eso?

—A eso de las nueve de la mañana.

—Gracias, señora Josefina. Gracias por todo —me detuve—; una cosa más: si Andrés volviera pronto, ¿podría pedirle que se comunicara al teléfono de —miré a Ginebra— mi amiga? ¿Puedes dárselo?

—Claro —dijo la agente y luego dictó una cifra compuesta de diez números, repartidos en un conjunto de dos y un par de cuatro.

—Mi nombre es Ginebra Leverance —habló con lentitud para que la señora recordara su nombre.

—¿Me permite ir por un lápiz para anotarlo?

—Descuide, tome. —Y le alcanzó una tarjeta de presentación.

—FBI —leyó la anciana en la tarjeta—, es como de las películas.

—Sí —agregó la mujer policía—, como de las películas.

Tras despedirnos y volver a negarnos ante la oferta de un té o café, regresamos con Ginebra al corredor del piso diecinueve del Kavanagh.

—Son la una y media de la tarde —dijo, mirando su teléfono—, nos llevan cuatro horas de ventaja. ¿Leguizamón te dio la ubicación de las manos de Domingo?

—No, no sabe dónde están, pero tiene ideas cercanas a su ubicación.

—¿Algún cementerio o templo masónico de Buenos Aires?

—Ni lo uno ni lo otro, las manos de Domingo no están en Buenos Aires, el código no se refiere a las manos de Perón. De hecho tengo una mala noticia. Lo más probable es que Juliana, Princess y Andrés estén muy lejos de Buenos Aires, volando quizás a Santiago de Chile.

Ginebra se cruzó en mi camino justo antes de llegar a las puertas del ascensor, exigiendo con su cuerpo que le diera una explicación.

—Me equivoqué —confesé—, lo de las manos de Domingo grabado en la espalda del cadáver de Javier Salvo-Otazo no hacía referencia a las amputadas manos de Domingo Perón, que de hecho poco y nada tienen que ver con la Logia Lautarina, que es el tema detrás de La cuarta carabela, sino a las manos de Domingo French, miembro de la Logia Lautarina del Río de la Plata, que además de militar era pintor. Diseñó la escarapela de Argentina y dio a O’Higgins la idea de la estrella solitaria para la bandera definitiva de mi país. Sus manos no fueron amputadas, sus manos hicieron cosas. Bernardo O’Higgins en la espalda de Bane Barrow, Domingo French en la de Javier Salvo-Otazo. Si sumamos uno más uno, las pistas llevan a Santiago de Chile.

Ginebra Leverance se quedó en silencio y presionó el botón de llamado del ascensor. Bajamos callados hasta el vestíbulo y sin saludar al portero apresuramos el paso hasta el vehículo policial que aún esperaba afuera del edificio, aunque ahora la sirena institucional puesta sobre el techo del Ford había dejado de sonar y con ello, los reclamos de los otros autos que circulaban alrededor de la Plaza San Martín.

—¿Entonces? —nos preguntó el conductor.

—A la central de la Policía Metropolitana —contestó Ginebra desganada, imaginando quizá de qué manera Princess y Juliana se las habían ingeniado para salir de Argentina rumbo a Chile. Infiero que no meditó demasiado, a estas alturas estaba claro que alguien, dentro del grupo para el que ella supuestamente trabajaba, se la estaba jodiendo. Alguien cercano a su padre o tal vez su propio padre. Amaba al reverendo Leverance, pero sabía muy bien lo que era capaz de hacer, lo tenía claro desde el día en que había cumplido dieciséis años.

—No —detuve al oficial, sacando del bolsillo de mi chaqueta el papel que me había pasado la abuela de Andrés—, llévenos a Caseros con San Martín, a la altura del 1100 —leí en voz alta.

—Leguizamón no está en su casa, ya lo sabemos —cortó Ginebra.

—Lo tengo claro, pero tras la conversación que ayer tuve con Andrés creo que pudo…

—Señora —nos detuvo el suboficial a cargo del vehículo—. Caseros con San Martín no existe y además San Martín altura del 1100 es imposible, eso da por… Malvinas Argentinas.

—¿Está seguro?

—Mucho, conozco esa ciudad como la palma de mi mano, ¿por qué cree que me escogieron para llevarlos?

—Necesito tu teléfono —le pedí a Ginebra.

—Tiene control de huella digital, ¿qué necesitas? —me devolvió ella.

—Ingresa a Google —le pedí— y escribe Caseros con San Martín 1100.

Me pasó el teléfono.

—Está desbloqueado —me indicó, le faltó añadir que su español escrito era deficiente.

Agarré el movil y tecleé rápido…

—No es Santiago de Chile —dije, mirando a Ginebra—. Andrés las lleva en una pista falsa, nos dejó con su abuela la verdadera… Pero necesitamos salir rápido de Buenos Aires —agregué, enseñándole a Leverance en la pantalla de su teléfono que la intersección señalada por Leguizamón era la ubicación del Cementerio General de la ciudad de Mendoza.