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A ciento diez kilómetros por hora y al interior del túnel urbano que cruzaba bajo el lecho del río Mapocho en la capital de Chile, el Hyundai Azera color azul metálico del servicio de taxis privado cambió de pista y enfiló hacia la vía indicada como salida de La Concepción, una de las tantas bocas de la carretera subterránea que conducía al centro de la comuna de Providencia, uno de los barrios más tradicionales de la ciudad fundada en 1541 con el nombre de Santiago del Nuevo Extremo.
El conductor del vehículo levantó la mirada y vio de reojo a los dos pasajeros que media hora atrás había recogido en la puerta de llegadas internacionales del Aeropuerto Internacional Arturo Merino Benítez, terminal que los santiaguinos conocían desde siempre como Pudahuel. El auto bajó la velocidad hasta los cuarenta kilómetros por hora, tomó la salida de La Concepción y cruzó junto a la torre del hotel Sheraton para de inmediato enfilar hacia el puente que conducía en línea recta hacia el centro de la ciudad. Poco más de una hora para el mediodía y el tráfico en Santiago de Chile ya era un infierno.
—¿Siempre es así? —preguntó uno de los pasajeros.
El conductor había retirado a dos hombres. Uno de ellos era afroamericano y el otro tenía la cara demasiado rosada, como si se hubiera quemado con el sol. Salvo pequeñas diferencias, ambos vestían de forma casi idéntica, muy formal: traje y corbata negra sobre camisa blanca. De los dos pasajeros, el blanco era el mayor. Según calculó el chofer, debía de andar por los setenta años. Sus rasgos eran los típicos de un gringo bien gringo: la mencionada cara rosada y los ojos muy azules, casi como los de un albino. Llevaba una barba abundante y gris, espesa, igual que sus poderosas cejas enmarcadas detrás de unos anteojos de marco superior grueso con el cristal libre por la mitad inferior. Su acompañante, el de color, era más joven, sin rastros de vello facial en el rostro ni anteojos. Debía tener unos cuarenta años, quizá menos. Era bastante alto y parecía basquetbolista de la NBA, pensó el chofer cuando precisamente fue el afroamericano quien rompió el silencio del viaje, hablando despacio y lento, con un español muy bien modulado y con un ligero acento centroamericano, similar a como hablaban los millonarios en esas teleseries ambientadas en Miami que pasaban a las tres de la tarde, las mismas que a veces el conductor alcanzaba a ver cuando podía almorzar en su casa.
—Cada vez es peor —respondió—, sobre todo en este mes, marzo —explicó—, cuando los colegios vuelven a clases. Se calcula que por año entran unos doscientos mil autos nuevos y la autoridad no hace nada por regular ese exceso. En las mañanas y en las tardes es imposible moverse rápido en la ciudad.
—Así se ve… —continuó el más joven de los pasajeros.
—¿Primera vez en Santiago? —preguntó el taxista.
—Sí, primera vez.
—¿Estamos cerca?
—Sí —afirmó el conductor, mirando al anciano de barba y rostro anaranjado—, a unos siete minutos, dependiendo del tráfico. Hay que desviarse unas cuadras, dado el sentido de las calles, pero falta poco —cortó, mientras continuaba por La Concepción hacia Carlos Antúnez, para luego virar a la derecha en avenida Pedro de Valdivia.
—Es una bonita ciudad —comentó luego el anciano.
—A la mayoría de los turistas les gusta lo cerca que estamos de las montañas —contestó el conductor, mientras esperaba que el semáforo diera en verde en Pedro de Valdivia con Eliodoro Yáñez.
—Lo imagino, pero nosotros no somos turistas.
El resto del trayecto transcurrió en silencio.
El Hyundai Azera color azul metálico prosiguió hasta Román Díaz, dobló a la izquierda en Valenzuela Castillo y luego siguió por una cuadra hasta la intersección de esa calle con avenida Miguel Claro, donde se estacionó en la entrada de vehículos del amplio edificio de tres cuerpos y dos niveles que ocupaba la mitad de la cuadra, flanqueando un jardín infantil y un pequeño templo evangélico.
De cuidados jardines y elegante acabado de pintura que destacaba los marcos de madera de las ventanas de un rojo furioso contra el gris claro del resto de la estructura, la construcción estaba indicada como «Seminario Teológico Bautista», algo así como la universidad que preparaba a los pastores que guiaban a esa congregación evangélica en el país más austral del mundo.
El conductor descendió del vehículo y caminó hasta la parte posterior del sedán para abrir el portamaletas. De la cajuela sacó las cuatro maletas de sus pasajeros y las dejó en el suelo. El más joven de los dos pasajeros se acercó y le pasó tres billetes de diez dólares.
—¿Acepta dólares? —le preguntó.
—No se preocupe, ya está todo cancelado —contestó el chofer, maldiciendo mentalmente los duros protocolos de servicio respecto de las propinas en la empresa para la cual trabajaba.
—Insisto.
—Yo también, gracias —subrayó el conductor levantando su palma derecha en señal de por favor no continúe, lo que el alto hombre de color entendió de inmediato—; que tengan un buen día —dijo regresando al vehículo y poniéndolo marcha atrás.
Los dos pasajeros se quedaron solos. Acomodaron sus sacos y procuraron que los prendedores con el escudo de Gedeones Internacionales destacaran bien en las solapas de sus trajes. De alguna forma era su firma, su protocolo de identificación, tal cual lo comprobaron cuando la puerta principal del Seminario se abrió y el pastor Hernán Mardones se asomó para darles la bienvenida. Mardones era el director del Seminario y reverendo de la pequeña capilla adjunta al edificio. Junto a su familia habitaba un agradable chalet, construido al fondo del patio trasero del edificio, cuyas habitaciones del segundo piso estaban preparadas para recibir a los recién llegados.
Se acercó a la reja exterior y mientras la abría, comentó en inglés, aprendido durante sus dos años de estudios en la Universidad Bautista de Dallas, el retraso del vuelo.
—La voluntad de Dios, hermano —subrayó el más anciano de los recién llegados—, pero fue un buen vuelo.
—En la gloria del Señor, por favor, adelante, están en su casa —insistió el pastor chileno. Y así fue como el reverendo texano y exsenador republicano por ese mismo estado, Andrew Chapeltown, y su compañero, el diácono Joshua Kincaid, abogado de Atlanta, ingresaron al edificio religioso construido en el corazón de la comuna de Providencia de Santiago de Chile.
Kincaid notó que el prendedor de Gedeones Internacionales también lucía reluciente sobre el bolsillo de la camisa que llevaba el Pastor Mardones.
Los Gedeones fueron fundados en 1899 en Janesville, Wisconsin, y fue una de las primeras organizaciones paraeclesiásticas en Estados Unidos dedicadas a la evangelización cristiana. Gedeones Internacionales tiene su sede central en Nashville, Tennessee, en el medioeste norteamericano. Su principal tarea ha sido distribuir en forma gratuita Biblias y Nuevos Testamentos en hospitales, escuelas, centros comerciales y habitaciones de hotel y motel, tesxtos que realizan en noventa idiomas y en casi doscientos países. El reparto de Biblias comenzó en 1908, cuando sesenta Nuevos Testamentos fueron colocados en las habitaciones del Hotel Superior en la ciudad del mismo nombre del estado de Montana. En español, los Gedeones Internacionales distribuyen Biblias en la versión de las Sagradas Escrituras de 1569. Según el libro Guinness Records, en su edición más reciente, desde su fundación esta organización ha repartido más de mil setecientos millones de ejemplares de Sagradas Escrituras.
—Los conduciré a su habitación —insistió Mardones guiándolos por los corredores del Seminario.
—¿El doctor Sagredo está acá? —preguntó el diácono de Athens, Georgia.
—En el despacho de la rectoría.
—Por favor, acomodarnos puede esperar —insistió el norteamericano. Mardones sonrió, les indicó que dejaran las maletas bajo la escalera y los llevó a la oficina principal de la escuela.
«Porque hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los Hombres, Jesucristo hombre (1a de Timoteo, 2:5)», estaba escrito en un desproporcionado cuadro, enmarcado en madera lacada de rojo, que colgaba sobre la mesa del escritorio del despacho. Estantes con libros y textos de estudio, un par de sofás forrados en tela cuadrillé, la reproducción de una acuarela cristiana de Nathan Greene que mostraban a Jesucristo con unos niños y un atril con una voluminosa edición de la Biblia completaban la escueta decoración del privado.
En la mesa de trabajo, sentado tras un computador portátil, había un hombre de unos sesenta años, con el cabello negro muy peinado, casi como si usara gomina, esa solución ocupada en la década de los sesenta para domar cabellos masculinos rebeldes. Vestía sin corbata, con una camisa abierta solo hasta el primer botón y en el respaldo de la silla colgaba su chaqueta color gris perla, igual que sus pantalones. En uno de los cuellos de la chaqueta llevaba un prendedor que lo apuntaba como miembro del Colegio de Médicos Cirujanos de Chile.
Había otro hombre en el lugar, acomodado en el sofá, y que leía una revista de actualidad para enterarse de las novedades de Santiago de Chile. Era alto, calvo y muy fornido, incluso más que Kincaid.
Tras tocar tres veces, el pastor Mardones abrió la puerta e ingresó con los recién llegados.
—Doctor —dijo—, disculpe, los invitados quieren hablar con usted.
—¡Por favor!, y nada de disculpas, Pastor Mardones, esta es su oficina, adelante.
El ministro religioso ingresó con los dos norteamericanos. Sagredo corrió hacia atrás la silla, esbozó una sonrisa y se puso de pie para dar la bienvenida a los caballeros Gedeones que acababan de entrar. Él también era parte de la organización.
—Reverendo Chapeltown, diácono Kincaid, Dios los bendiga —saludó el médico con alegría.
Se estrecharon las manos y luego se abrazaron.
Mardones contempló la escena, miró a la cuarta persona dentro de la oficina y prefirió abandonar el lugar.
—Con su permiso —dijo en inglés—, están en su casa. Voy a ordenar sus pertenencias en la habitación. Hermano Sagredo —obvió a propósito tratarlo de doctor—, nuestros misioneros están en sus manos.
—En las mejores —devolvió el médico—; adelante, Pastor.
Cuando Mardones salió del despacho, Sagredo se acercó y cerró la puerta. Luego arqueó sus cejas e invitó a los estadounidenses a acomodarse donde quisieran. Ambos escogieron las sillas opuestas del escritorio.
—El Pastor Mardones es un buen siervo —dijo.
—Lo sabemos, sus referencias son impecables —respondió Kincaid, quien luego agregó—: Imagino que recibió la clave del rompehielos para decodificar el documento encriptado.
—La recibí, hermano.
—¿Algún comentario?
—Los historiadores que contratamos están dichosos, los documentos que nos remitió serán vitales para el éxito de la investigación.
—Me alegro mucho, hermano.
Entonces, Chapeltown cortó el diálogo.
—Nuestra parte está hecha, hermano Sagredo. ¿Qué me dice de la suya en el asunto Elías Miele?
—Tenemos novedades desde Buenos Aires que imagino les interesarán —marcó el punto—. Hermanos —hizo un nuevo alto—, les presento a quien ha sido uno de nuestros mejores y más fieles socios en la operación la Cuarta Carabela, el señor Luis Pablo Bayó.
—Un gusto —saludó el coronel retirado del Ejército del Aire Español y primo hermano del asesinado autor de Los reyes satánicos.
—El gusto es nuestro, en la gracia del Señor —respondió el más joven de los norteamericanos.