Buenos Aires, Argentina

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Cuando el Padre Barón salió de su habitación, a las cinco con treinta minutos de la mañana, pensó que era la única persona despierta dentro de las instalaciones del templo de la Inmaculada Concepción de El Tigre. Es probable que imaginara que salvo algunos taxistas y panaderos, debía ser la única persona de pie y activo en todo el barrio fluvial y turístico al noreste del gran Buenos Aires. Se equivocó. Yo hacía rato que estaba levantado, de hecho no había dormido en toda la noche.

A lo lejos, el eco de la mañana trajo la bocina del primer tren que partía hacia Retiro. No era el exclusivo ruido que se escuchaba esa mañana dentro de la iglesia. El continuo y lento ritmo de mis dedos sobre el teclado del computador se estiraba como una canción monocorde desde la oficina parroquial. Las monjas asistentes aún no se levantaban y era muy inusual que alguno de los diáconos llegaran al templo antes de que siquiera saliera el sol. Sumando y restando, el padre Barón no iba a tardar en darse cuenta de que solo podía tratarse de una persona, el invitado que había llegado ayer pasado el mediodía junto a su amigo Andrés Leguizamón. El autor de esa novela protagonizada por un multimillonario ecoterrorista que se hacía llamar Omen y que homenajeaba y citaba al mismo capitán Nemo de Julio Verne, libro que le había gustado mucho y que llevaba años esperando por la segunda parte, que yo mismo había prometido en la última página del volumen. Ahora ese autor estaba en su casa, metido en un lío del cual él, como buen pastor, prefería no preguntar.

Roberto Barón entró a la oficina pastoral y me descubrió sentado en el escritorio frente al computador, con la mirada fija en la pantalla plana que colgaba de la pared, algunos centímetros más abajo de un calendario rayado con plumones rojos en el que se indicaban las futuras bodas y los horarios de charlas matrimoniales que el cura o algunos de los diáconos dictaban a los feligreses de la congregación. El sacerdote se acercó despacio y supongo que no le fue difícil ver que estaba mandando un correo electrónico.

—Pensé que laburabas en la secuela de La catedral antártica —dijo en voz baja como si no quisiera asustarme.

—¡Oh, lo siento! —exclamé—, no quise importunarlo, aunque debo agradecer que no se maneje con clave.

—Esta es la casa del Señor, no hay secretos, no se necesitan claves —enunció el religioso.

—No hay secuela de La catedral antártica. —Sonreí—. Ni siquiera se planeó. Eso del final del libro fue idea de mi editor.

—Entonces nunca sabremos qué fue de Omen.

—Quizás está en un lago subterráneo, junto a su Nautilus, en lo más profundo de una isla misteriosa. —Jugué como el autor de thriller que era.

—Esperando que de la nada arriben unos náufragos en un globo aerostático a quienes ayudar para redimir las faltas cometidas…

—No sé si en un globo, quizás en un avanzado avión supersónico diseñado para gente con muchos recursos…

—Una lástima, tampoco sabremos qué fue de la piedra angular de la Chartres antártica.

—Penúltima página del libro, tercera línea, reléala entera, padre, ahí esta el secreto de lo que sucedió con ese objeto.

El sacerdote cambió de tema.

—Andrés me dijo que la idea era que vos no te conectaras ni llamaras por teléfono, al menos por un par de días.

—Ese era el plan original, pero decidí cambiarlo.

—Si mandás ese correo, descubrirán la dirección de la IP y en cosa de horas…

—Voy a esperar esas horas, padre. Es precisamente lo que estoy buscando que ocurra.

—¿Seguro?

—Mucho, no tengo otra salida.

—¿Necesitás algo?

—En realidad, sí. Que me preste su teléfono móvil un momento y si además tuviese un tubo de pasta dental…

—¿Pasta dental? —miró extrañado el presbítero de la Inmaculada Concepción de El Tigre.

—Crema dental, dentífrico, no sé cómo le dirán en Argentina.

—Dentífrico —me aclaró el cura, mientras me indicaba que iba por un tubo y que su iPhone estaba en el mueble, junto al computador—, a tu derecha, junto a unas biblias y textos de estudio.