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El Tigre era tal cual me lo imaginaba, según los recuerdos fílmicos que de ese barrio bonaerense tenía por la película de Sandro que vi de niño. Una especie de Venecia argentina: mucha casa turística, mucha feria artesanal, mucho turista paseando con cámara fotográfica, muchos canales y afluentes del Paraná adentrándose como patas de araña o rayas de tigre. Algo sabía acerca del origen del nombre de la localidad, que se relacionaba con un jaguar o tigre muy feroz que alguna vez habitó y asoló la región. Si la historia era falsa o verdadera no era el tema, y a pesar de que la duda comenzó a crecer como un trauma obseso y compulsivo dentro de mi cabeza opté por no preguntar ni confirmar. No era necesario y además siempre he evitado pasar por ignorante, es un trauma infantil producto de años de estricta crianza bajo la tutela de un padre autoritario, genio intelectual para el resto del país, duro profesor privado para un hijo que desde pequeño se encargó de entrenar para seguir sus pasos. Abogado y premiado dramaturgo, que su primogénito terminara ganándose la vida con literatura de aeropuerto y con escándalo mediante nunca le hizo gracia, lo suyo eran las letras como arte, lo mío, todo lo contrario. Por supuesto no lo busqué, las cosas se dieron así. En el fondo, y sé que murió sabiéndolo, siempre quise ser como él. Cambiaría la mitad de su prestigio por los millones que he ganado encumbrado en las listas del New York Times. Pero cierto es eso que somos fantasmas de nuestros padres; a mí me faltan sus extremidades. No pude ir a su funeral. Tuve ganas pero mi abogado me aconsejó que no lo hiciera. Mamá no volvió a escribirme ni a llamarme. Lo tengo claro, jamás me va a perdonar. Ella no lo hace, sus deudas duran la vida entera. Por supuesto poner un pie en Chile y terminar detenido por amor a mi padre hubiese sido para ella la prueba absoluta de mi valentía, pero papá decía que había escapado como una rata, asustado por poderosos, que debí permanecer firme o incluso pasar un par de meses en la cárcel, que no me iba a ocurrir nada y saldría con la frente en alto. No me atreví. Me exilié por voluntad propia en el éxito de un best seller escrito con fórmula matemática. Me exilié huyendo de una familia con demasiados recursos e influencias. Una vergüenza para mi clan, poblado de tíos y cercanos que en 1973 se exiliaron por otras razones. Papá fue torturado, encarcelado y ni con eso escapó del país. Yo a la primera salí huyendo como un insectívoro, sin que nadie me pusiera un dedo encima.

—No has abierto la boca desde que bajamos del tren —comentó Andrés mientras me indicaba que cruzáramos hacia el puente de avenida 25 de Mayo y bajáramos por esa arteria en dirección poniente.

—No sé si me parece buena idea. No quiero involucrarte.

—No lo harás, no saben dónde estás. Es imposible que lo sepan.

—La estación está llena de cámaras.

—Esto es Argentina, las cámaras no funcionan. Es una de las ventajas de este país. Nos hemos robado todo, incluso los lentes de sistemas de vigilancia urbana.

—Confío en ti, entonces.

—No te queda otra…

—Debería comunicarme con Princess y Juliana, espero que no sigan aguardándome en el café.

—Escaparon con vos, creéme, lo lógico es que no estén esperándote. Además —continuó—, hace un rato me acabás de confesar que no confiabas del todo en las nenas, no entiendo por qué te preocupás de su seguridad.

—No he dicho que me preocupe su seguridad, me preocupa no saber qué están haciendo.

Leguizamón no respondió.

—Por acá —me indicó luego, cuando llegamos a la intersección de 25 de Mayo con avenida Liniers, exactamente frente a la pequeña plaza que servía de costanera sobre el río Reconquista, uno de los dos canales más importantes del Tigre, y de bienvenida a un templo católico de dos niveles pintado entero de un blanco muy pálido.

—La Inmaculada Concepción —describió el escritor argentino—, la segunda iglesia más antigua de esta zona, erigida en 1774, y monumento nacional.

—¿Quieres que me esconda aquí?

—Una noche.

—¿No es un poco obvio?

—Obvio en las tramas que escribimos, Elías. En el mundo real es un lugar perfecto para perderse del mundo uno o dos días. Además, el cura me debe un favor —indicó, mientras me invitaba a ingresar al antejardín de la construcción de estilo colonial y doble piso—. No preguntés qué tipo de favor —subrayó luego.

—No lo haré.

Andrés Leguizamón me sugirió que aguardara unos segundos. Asentí y me senté en una banca al centro de la nave central, bajo la atenta mirada de una imagen de la Virgen de la Inmaculada Concepción que vigilaba la tranquila estancia desde su trono de rayos y nubes, mientras abrazaba a un pequeño niño Jesús. Pensé en la Logia Lautarina y no pude evitar torcer una mueca. Recordé la última conversación con Andrés y traté de enhebrar en mi cabeza una continuación para la trama del libro. Ideas por todas partes, nada claro. ¿Y si el argentino tenía razón y no era inspiración narrativa lo que guiaba mi obsesión, sino ese programa de nombre extraño que quizás me había bebido licuado en un latte con jarabe de frambuesa de alguno de los Starbucks de Newport o del centro de Los Ángeles?

Mi colega argentino regresó acompañado de un sacerdote diocesano que corría en esa edad indefinible que va entre los cincuenta y los setenta años, cuando la calvicie, las canas, las arrugas y la postura del cuerpo hacen imposible acertar en el cálculo de la edad exacta de un hombre.

—Elías —presentó Leguizamón—, él es el presbítero Roberto Barón, párraco de esta iglesia; le conté de vos y no tiene problema en que pases la noche acá.

—Aunque espero no acarree líos a la iglesia —saludó el cura—; un gusto conocerlo en persona, disfruté mucho La catedral antártica.

—Gra… gracias —tartamudeé.

—El padre Barón es un entusiasta del thriller histórico.

—Sobre todo si aparecen logias secretas, esotéricas y paganas al interior del Vaticano, obsesionadas con la aparición en el Polo Sur de una réplica exacta de la catedral de Chartres —resumió el religioso en tres líneas la trama de mi libro más conocido—. Pero vamos, señor Miele, está en su casa, siéntase con toda la libertad del mundo. Andrés —miró a mi colega—, hacele vos el recorrido por la parroquia, enseñále las habitaciones, el patio y los túneles secretos… ¡Ja! —soltó el diocesano—. En realidad no hay tales túneles, al menos ya no, los taparon cuando restauraron el templo en 1915 y tiraron abajo la capilla gótica que había a un costado.

Andrés me confirmó que esa historia era cierta, luego me hizo el recorrido por el interior de las instalaciones eclesiásticas, tal cual le había pedido el sacerdote. Tras conocer la habitación donde iba a pasar la noche, bajamos al patio interior del templo.

—Tú y yo tenemos algo pendiente —le dije, mientras buscábamos una banca para sentarnos.

—¿Las manos de Domingo? —me devolvió él.

—Es en lo que necesito que me ayudes, ubicar las manos de Perón.

—Las manos de Perón están perdidas, ni el diablo sabe dónde están. Además no las necesitás, es lo que te dije en el tren.

—El criptograma descifrado en la espalda de Javier me dice lo contrario.

—Como te dije, el criptograma césar de Salvo-Otazo decía «las manos de Domingo» —asentí— y la novela que a vos te obligan a escribir es acerca de la Logia Lautarina, ¿o no, boludo?

—Tal cual.

—Pues si es así, debés saber que el código te está hablando de otro Domingo, no de Perón. Es más, debo decirte que te equivocaste de ciudad. «Las manos del Domingo» que buscás están a dos horas de vuelo de Buenos Aires.