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«Señorita Cohen, por favor déjenos solas», pidió Ginebra Leverance a la asistente que ella misma había seleccionado del personal de la Policía Federal de Buenos Aires.

—Vos mandás —respondió informal la joven oficial de veintidós años, sin quitar la mirada de las dos detenidas.

—Espere en el auto, abajo, y no se mueva. Puede indicarle a los motoristas que ya no los necesitamos —continuó la mujer del FBI.

—¿Está segura, señora? —insistió la muchacha, que no quería dejar sola a la norteamericana, más por curiosidad que por motivaciones netamente profesionales.

—Segura, obedezca lo que le ordeno. Sé cuidarme sola —añadió mientras dejaba su arma de servicio sobre la mesa que tenía inmediatamente a un lado.

Fabiola Cohen no volvió a abrir la boca, se amarró el cabello en una cola de caballo y abandonó rápido el departamento al que habían arribado y que tenía dos ambientes, dos baños y que se ubicaba a metros de la interesección de Puyrredón con Vicente López.

Ginebra esperó quedar a solas, se olvidó del arma y caminó hasta la pequeña terraza del lugar, cuya cerrada vista a un desfiladero de edificios de similar altura se abría en dirección el oeste, permitiendo ver las cúpulas y obeliscos más altos del cercano cementerio de la Recoleta.

—Es un hermoso lugar —comentó Juliana, sentada junto a Princess en el sofá desplegable que ocupaba prácticamente la totalidad de la estancia—, debería conocerlo. Una vez me contó que le gustaban los cementerios.

—Me gustan, pero no tenemos tiempo para turismo —prosiguió ella, ahora en inglés.

—Por favor —interrumpió Princess, apuntando a una pequeña mancha blanca que se veía en la solapa del lado derecho de la blusa que la agente del FBI llevaba puesta— no puedo hablar mientras eso…

—Es solo espuma de café —respondió Leverance, mientras se quitaba la salpicadura y arqueaba las cejas en dirección a la inglesa que alguna vez había sido asistente y ayudante de Bane Barrow.

Las tres mujeres se miraron y dejaron pasar otro segundo de silencio. Luego, como era de esperar, fue Ginebra la primera que disparó.

—¿Y Elías Miele?

Juliana miró a Princess.

—¡¿Qué?! —saltó la inglesa—, solo lo ayudé a encontrar la pista. Estaba equivocado, no era el Barolo…

—La orden era mantenerlo con ustedes, que siguiera el juego hasta mi llegada. Es muy peligroso que Elías opere en solitario, ustedes saben…

—Ellos aún no llegan a Buenos Aires —fue cortante Juliana.

—Eso no lo sabemos —respondió Ginebra.

—¿Hay algo que no nos ha contado, agente Leverance? —agregó la viuda de Salvo-Otazo.

—Da lo mismo, ahora lo relevante es encontrar a Elías.

—Debe de estar con Andrés Leguizamón.

—Encontramos el eco de su móvil en un vagón de metro en la estación —revisó su teléfono— Moreno de la línea C.

—Está aprendiendo —comentó Princess.

—Voto por Leguizamón —dijo Juliana—. Es un geek, escribe de espionaje y uso de altas tecnologías; es una máquina de información. Seguramente se las arregló para sacar a Elías del ojo de los helicópteros de la Federal por un rato. Por eso me interesaba participar de la conversación…

—Ni siquiera trataste de detenerlo —arguyó Valiant.

—No había manera de hacerlo, no de una manera verosímil. Como sea, ya está hecho. Andrés debe estarlo moviendo por la capital federal, es la forma más segura de hacerse invisible en una ciudad de trece millones de habitantes. Yo lo dije desde un inicio: Andrés era mejor tercer candidato que Miele, solo había que encontrar una manera de conducirlo a Europa o a Estados Unidos.

—No teníamos tiempo, no contábamos con que ocurriera lo de Bane y lo de Javier… —Ginebra las miró—. Ni que «ellos» lograran burlarlas.

—No nos burlaron —corrigió Princess—. «Ellos» —acentuó luego.

—Podríamos discutir por horas si fue o no fue así, lo concreto es que sí lo hicieron. Ellos ganaron la primera mitad del partido.

—¿No has encontrado el topo? —interrumpió Juliana, fingiendo con absoluta seguridad de sí misma.

—Estamos trabajando en ello —la miró fijo, como si la leyera.

—Estamos trabajando en ello —repitió Princess, siguiendo el juego a la viuda de Salvo-Otazo.

Ginebra Leverance arrugó el mentón.

—¿No sería mejor que nos llevaras a la central de la Federal? —preguntó Juliana.

—No, es preferible que permanezcan en el departamento. Por las apariencias, pediré que las dejen con un oficial de custodia. Además, Miele podría reaparecer y si lo hace, lo lógico es que regrese a este sitio.

—¿Y si no lo hace? —dudó Princess.

—Habrá que crear un cuarto candidato para La cuarta carabela —comentó la escritora argentina.

—Esa alternativa solo es válida si perdemos a Miele.

—Si muere, querrás decir, seamos precisos —subrayó Princess— entonces esperamos horas, días, semanas…

—Un día —Ginebra Leverance fue cortante—. Y cuando Elías Miele regrese, habrá que acelerar la velocidad de las cosas, ya hemos perdido demasiado tiempo.