«Podés quedarte tranquilo. No tengo nada que ver con La cuarta carabela ni con ningún libro inédito relacionado con el tema», se extendió Andrés Leguizamón, mientras tres vagones delante nuestro la bocina montada en lo más alto del morro de la poderosa locomotora dieseléctrica de fabricación china tipo B-952 de seis ejes y doce ruedas anunciaba la pronta llegada a la siguiente estación de la ruta.
—La Lucila —comenté mirando el mapa del recorrido, impreso sobre una de las puertas del carro.
—Martínez —me corrigió el escritor argentino—; pasamos La Lucila hace cinco minutos.
La idea fue suya y cuando le pregunté de dónde la había sacado respondió bastante escueto que de tardes y tardes adolescentes sin nada más que hacer que ver malas películas policiales y leer buenos libros de espionaje de escritores ingleses de posguerra. Nombró cuatro, de los cuales solo reconocí el nombre de Ian Fleming. Sumó que además llevaba varios meses investigando tecnologías al servicio de los aparatos de seguridad e inteligencia para su próxima novela, un technothriller ambientado en el Polo Norte.
—Tengo amigos en la Federal y el Ejército, sé bastante del tema —me explicó.
Insistió en que apresuráramos el paso, que avanzáramos por pasajes y callejuelas con muchos autos estacionados en la vereda hasta llegar a estación Retiro. Cuando entramos al gigantesco hall de la terminal, inaugurada en 1915, Andrés me pidió que bajara al subterráneo y que dejara mi móvil dentro de un carro del Metro. «No importa la dirección. Tomá esta bolsa y usála para esconder el teléfono», y me pasó una de plástico que tras un amable saludo tomó de un kiosco de revistas dentro de la terminal. Luego, como parte de un guion escrito con precisión, continuó sus instrucciones: «Entrás y salís del vagón. Imagino que anotaste en un papel los números y datos que necesitás usar, ¿verdad?». Suponía bien. Lo más valioso que llevaba en la billetera, aparte de una considerable cantidad de efectivo en dólares, era un papel doblado en el que Princess me había apuntado lo necesario para sobrevivir en un mundo sin telefonía móvil y conexión a internet inmediata.
—No te demorés y regresá lo antes posible. Nos encontramos bajo las boleterías de la línea Mitre-Sarmiento. Esas que están por allá —apuntó—. Nos vamos a Tigre, ¿vos conocés Tigre? ¿No? Te va a encantar, pero apurá.
Seguí sus indicaciones al pie de la letra. Compré un boleto de subte, como lo llaman acá, bajé a los andenes, entré a un vagón, tiré la bolsa con el teléfono de pago bajo un asiento y a pesar de que un señor me gritó que se me había caído «un paquete», abandoné rápido el carro, justo cuando este cerraba las puertas y comenzaba a carrilear en dirección al centro de Buenos Aires. Imaginé que el señor pensó que era una bomba y que mientras el tren se perdía dentro del túnel iniciaba un pequeño ataque de histeria colectiva producido por una bolsa con un viejo celular dentro.
De que era sospechoso, lo era.
Agitado y a medio respirar subí de vuelta al salón principal de Retiro, donde Andrés Leguizamón me esperaba con dos pasajes en la mano.
—Tren 3043 —me indicó—, sale a las once con tres, ya está bocinando. Seguime.
Quince minutos después estábamos arriba de un convoy de fabricación argentina propulsado por una locomotora china con destino a los barrios más pudientes de la capital federal, con parada final en ese encantador balneario del nororiente del cual mi único recuerdo era una película de Sandro llamada Muchacho, que vi de niño con mi abuela en la reposición que hizo un cine de Santiago de Chile, sala que fue demolida hace treinta años para instalar una farmacia. Mi país natal está tan enfermo que hay farmacias cada cincuenta metros. La película no era buena; las canciones, excelentes. Sandro no tenía nombre, y cuando se lo preguntaban decía que solo lo llamaran «muchacho», que así lo conocía todo el mundo.
Acabábamos de pasar Acassuso rumbo a San Isidro, tiempo y distancia necesarios para dejar las trivialidades y concentrarnos en lo importante, la razón por la cual había confiado en Andrés, las dudas de las que estaba seguro él podía sacarme.
—Eso echa abajo mi teoría —le respondí cuando me contestó que no estaba trabajando en un manuscrito llamado La cuarta carabela.
—¿Acaso todos y cada uno de los escritores de thriller históricos y conspiranoicos con coqueteos de política y religión del planeta están laburando en el mismo libro?
—Algo así.
—Siempre me he sentido la excepción de la regla, que me llamaran «el Bane Barrow argentino» no era por mis temas, como en tu caso, sino por las cifras de venta —sonrió. Era cierto. Su obra más reciente, más que una novela de suspenso, era una ucronía o historia alternativa ambientada durante el gobierno de Perón, en la que Argentina, gracias a científicos nazis, lograba construir una bomba atómica, la que detonaban en la Patagonia, hecho que gatillaba una guerra fría con Brasil, que gracias a los rusos también se hacían de un artefacto nuclear. Las críticas eran soberbias y se hablaba de una pronta adaptación al cine.
—¿Pensaste en lo que te pregunté? ¿Lo de las manos de Perón?
—A eso vamos después. Además, no son las manos de Perón, son las manos de Domingo.
—Creo que me he perdido…
—Las manos de Domingo, eso es lo que marcaron en la espalda de Javier usando un código César. ¿Me equivoco?
—No.
—Entonces vos no estás perdido, escuchaste bien; son las manos de Domingo, no las de Perón. Pero eso lo veremos después, ahora me interesa que sigamos en lo de La cuarta carabela.
—¿Quieres que te cuente la trama?
—Boludo, me da lo mismo la trama, además no podrías hacerlo…
—¿Cómo que no podría?
—Ni siquiera lo pensaste, contestaste en automático, lo que me indica que estoy en lo correcto.
—¿Entonces?
—Entonces me interesa averiguar quién —subrayó— está detrás del hecho de que dos de los novelistas más exitosos del mundo y su clon chileno escribieran el mismo libro.
—No sé si es exactamente el mismo, y gracias por lo de clon.
—De hecho, es bastante probable que sea exactamente el mismo libro, aunque uno escriba en inglés y los otros dos en español.
—¿Bastante probable?
—Por supuesto. Es más fácil conseguir que varias personas escriban o hagan lo mismo a que trabajen algo parecido bajo un mismo acto, título o idea, ¿se entiende?
—En la superficie, sí.
—¿Vos cómo creés que un gran porcentaje de la población del mundo acude en masa a ver determinada película por muy mala que sea? ¿Creés que la motivación para ser piloto de pruebas o astronauta es natural? ¿Que los miembros de tropas de elite de las fuerzas armadas norteamericanas, rusas o chinas se convierten en monstruos solo gracias a la instrucción en escuelas de formación?
—¿Manipulación de masa para un fin específico?
—¿Hemowares? —Estaba familiarizado con la idea, los había usado en la novela responsable de que no pudiera volver a entrar a Chile y en un par de cuentos publicados en antologías de relatos de ciencia ficción latinoamericanos.
Andrés arrugó el rostro, conocía ese libro y sabía que yo estaba al tanto del tema.
—Pero hasta donde entiendo los hemowares son más un sistema de transporte de información que usa el torrente sanguíneo de un individuo a modo de disco duro, no una manera de inyectar una… motivación o inspiración —fui incapaz de encontrar la palabra precisa.
—Una musa de diseño —definió Leguizamón.
Hemoware fue un neologismo inventado por la prensa conspiranoide a mediados de la década de los noventa, que cruza las palabras software con hemo o sangre. La manera de simplificar una definición demasiado larga de escribir y de explicar, y de poner en el ojo de la atención pública un mito urbano que ha sabido crecer entre las sombras de la misma manera en que los helicópteros negros lo hicieron en los setenta y el pacto CIA alienígenas desde mediados de los ochenta. En simple, se trata de programas que se inyectan dentro de una solución salina directo a la sangre, aunque también pueden ser ingeridos a través de comida o bebida. Comenzaron como un experimento militar a fines de la década de los setenta, propiciado y financiado por la NSA, la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, con el fin de transportar de manera segura grandes cantidades de información clasificada, como las identidades de agentes secretos, ubicación de submarinos nucleares o protocolos de blancos de misiles nucleares; también documentos de alta seguridad, como el mítico libro de los secretos al que accede todo presidente de los Estados Unidos cuando inicia su mandato. Se supone que su uso también se ha extendido a particulares, fundamentalmente a empresas vinculadas a alta tecnología, farmacéutica, armas y negocios.
—Pura lógica, boludo —concluyó Andrés—, aritmética simple, sumar uno más uno. Si puedes cargar a una persona con información, también puedes cargarla con órdenes. Son programas: vos, yo, todos somos la máquina, nos pueden usar como quieran, lo están haciendo. El hemoware no solo fue creado como un modo de transporte, esa es solo la fachada. Lo oficial, la verdad, es bastante más complejo: controlar y manipular a aliados y enemigos.
»Se supone que el Glasnot y la Perestroika —explicó— fueron propiciados por hemowares metidos en la comida y la bebida de Gorbachov y otros líderes soviéticos. La primera Guerra del Golfo logró tal aprobación en el pueblo norteamericano porque se infiltraron este tipo de programas a través de la leche y el agua y, bueno… de ahí a que otras industrias, fuera de la militar y las relacionadas, comenzaran a usarlas fue solo cosa de tiempo. Los estudios de cine y TV implementaron hemowares con fines prácticos, para lograr la coordinación perfecta entre equipos de guionistas que trabajaron en una misma historia. La farmacéutica los usó para algo mucho más lucrativo que solo llevar nuevas drogas legales de un lado al otro del Atlántico. McDonalds para convencer a todo el mundo de lo bueno que es el nuevo Big Mac. Starbucks para entender que es normal que un vaso de mal café cueste diez dólares. La industria de la música para crear productos como Justin Bieber y así, un larga etcétera. Todo es obra y gracia de estas inyecciones neuronales.
—En otras palabras, según esta teoría, a mí me inyectaron La cuarta carabela.
—Sí, igual que al protagonista de tu novela maldita ese código con los números árabes robados por los nazis —se detuvo—, aunque en este caso lo más probable es que el hemoware te lo hayas comido o bebido.
Moví la cabeza a media ruta entre la burla y la duda.
—Elías. Puedo sonar paranoico, pero vos mejor que nadie sabe que la realidad suele superar a la fantasía más disparatada. ¿Tengo que recordarte lo de hace once años en Santiago de Chile? —No era necesario contestar—. Acá tenés un hecho bastante concreto: al menos tres novelistas, separados por miles de kilómetros de distancia, escriben el mismo libro y dos de ellos acaban muertos. Para mí es claro como la soda de mi abuela. Alguien quiere que ese libro sea terminado y alguien está tratando de evitar que eso suceda.
—No lo había pensado de esa manera…
—Claro que no lo pensás. Paraste de escribir, cortaste el ritmo de la acción. ¿Querés que te pruebe que te metieron un hemoware?
—No pierdo nada.
—¿Cuántas páginas tenés escritas de La cuarta carabela?
—Unas treinta.
—¿Sabés de qué se tratan esas treinta?
—Por supuesto.
—Bueno, decime, cómo va a continuar la historia de la página 31 en adelante. Te hago la misma pregunta que vos me hiciste hace un rato: contáme la trama.
Me quedé en silencio tratando de ordenar los datos y de estructurar el argumento de la novela. Fijar los eventos, los personajes, los hechos, lo que continuaba tras el primer corte de la historia, cuando Magallanes escapa de Lima llevando los ojos de Bernardo O’Higgins. Pero por más que intenté no pude, no tenía la escaleta ni la línea argumental. ¡Demonios, ni siquiera tenía el nombre del protagonista!
—No, no, no… —tartamudeé.
—No podés, porque no tenés nada. La cuarta carabela no es un libro. Te escogieron a vos para ser parte de un propósito. La única manera que tenés para saber hacia dónde va el relato, los nombres de los personajes y el momento climático, es sentándote a escribir —marcó un punto—. Es la tecla «enter» del programa que te metieron al sistema.
—Se trata de la Logia Lautarina y el complot masónico de O’Higgins, San Martín y Francisco de Miranda —traté de defenderme.
—¿Entonces por qué se llama La cuarta carabela? ¿Con cuál de las «cuartas carabelas» laburás? ¿El posible buque número cuatro de la expedición de 1492 que se perdió yendo hacia América del Sur con supuestos tesoros templarios o robados del Vaticano; la carabela que usó Colón en el segundo viaje o… el navío con el cual habría venido a América siete años antes? ¿Ves? —continuó sin darme tiempo a contestar—. Solo tenés una idea, no hay libro, porque nunca lo hubo. A menos que te sentés frente al procesador de palabras. Alguien te está jodiendo, boludo, ¿querés otra prueba?
—Estamos en esa.
—¿Cuál es la razón lógica de que hayas viajado primero a España y luego a Argentina?
—Resolver el misterio de los criptogramas grabados en las espaldas de Barrow y Javier.
—¿Y eso vos no podías hacerlo desde tu casa en Los Ángeles? Este es un mundo conectado…
—Perdón —bufé—, ¿me estás queriendo decir que no solo me están manipulando para terminar una especie de libro maldito, sino que también para viajar alrededor del mundo?
—Yo no diría para viajar, sino para encontrar algo. Sos el obrero de alguien muy poderoso.
La bocina de la locomotora nos marcó una pauta de silencio, quiebre perfecto para una vida que parecía estar siendo redactada por un guionista de imaginación cada vez más desaforada. Observé al resto de los pasajeros e imaginé que todo el mundo dentro del vagón estaba escuchando nuestra conversación. Tragué un poco de aire y luego bajé el volumen de la plática.
—¿Hay manera de quitarme el hemoware? —No era lo que quería preguntar, pero fue lo primero que salió de mi boca.
—No, lo que vos inventaste en tu primera novela no funciona —fue categórico—. Una de las gracias de los hemowares reales es que no existe manera de extraerlos o destruirlos. El programa vos lo tenés en tu cabeza, está en tu torrente sanguíneo; cuando acabés se va a diluir, convertirse en nada. En otras palabras, querido Elías Miele, sos un androide. Pero para tu tranquilidad, yo también lo soy; la mayoría lo somos. En mi caso no para escribir un libro, pero sí para gastar demasiado dinero en drogas legales demasiado caras. También me gustó Madonna —bromeó.
—No es un chiste —respondí.
—Lo sé, colega. Pero ahora eso es de lo que menos debe preocuparte. Llevás el libro dentro, estás destinado a escribirlo, a cumplir una misión o encontrar algo en esta parte del planeta… Lo importante ahora es descubrir quién está detrás de este puzle. Y con eso resuelto, es probable que vos no solo consigás el mayor best seller de tu carrera, sino que resolvás el misterio de quién mató a Javier Salvo-Otazo y a Bane Barrow.
—O termine como ellos, muerto y con un criptograma marcado en el culo… pero antes quiero encontrar las manos de Perón —lo miré.
—¿De verdad vos creés que se trata de la masonería o de herederos de la Logia Lautarina?
—Es mi teoría…
—La masonería hoy es una caricatura de lo que fue. Los masones que conozco en Buenos Aires, y conozco a muchos, son unos boludos más preocupados de levantarse la mina del otro que de conspirar por el dominio mundial.
—Esa es la historia oficial, tú me has enseñado que siempre hay que mirar bajo la superficie.
—Esos pibes ya ni siquiera tienen superficie. Más razonable me parece aquello de los posibles herederos de la Logia Lautarina, presentes en las fuerzas armadas o en los gobiernos de nuestros países o de España, con lo corruptos que son estos hijos de puta no me sorprendería. En todo caso, viendo las partes del mecano que me presentás, yo miraría hacia otros sitios. Hemowares, boludo, seguí esa pista… privados o alguien vinculado a algún organismo de seguridad norteamericano.
—Ginebra Leverance —respondí.
—¿Y quién es esa? —me devolvió Andrés.
—La agente del FBI que me detuvo en Nueva York y que anda tras mis pasos y los de mis compañeras. No solo trabaja para el gobierno gringo, también es hija del reverendo Caleb Leverance Jackson…
—¡La puta que te parió, boludo, te metiste con La Hermandad…! —aulló Leguizamón, causando que prácticamente todos los que iban a bordo del vagón giraran hacia nosotros.
—Nunca quisieron mucho a Bane y, por añadidura, a quienes escribimos en su línea.
—Ellos no quieren a nadie que no crea en Dios según su visión y reglas. Vos deberías saberlo, sos evangelista.
—¿Cómo supiste eso?
—Lo confesaste en cuanta entrevista diste por La catedral antártica. Que eras ateo pero tenías una buena formación teológica por tu infancia y adolescencia como «hermano» —exageró las comillas con sus manos— evangelista. Que tu madre seguía siendo activa participante del templo, que las supuestas ventajas intelectuales de no haber crecido como católico, etcétera y etcétera. Reconozco que me interesó mucho ese capítulo de tu vida. Los evangelistas, o evangélicos como los llamás vos, son narrativamente más interesantes que los católicos, poseen un fundamentalismo cercano al Islam, creen de verdad que el carpintero de Belén murió por los pecados del mundo y al tercer día resucitó volando como Superman.
—Te concedo el punto —se lo dije para cortar el análisis de mi formación religiosa y regresar a lo relevante de la conversación.
—En todo caso, la guerra la tienen contra el Vaticano y los católicos —prosiguió él, bajando la intensidad de su tono, como si al mismo tiempo que hablara estuviera pensando, analizando y relacionando—; no veo la razón de meterse con… —se detuvo y me miró fijo a los ojos, literalmente como si hubiese encontrado el Santo Grial.
—¿Qué?
—Un momento. ¿Me acabás de decir que lo único claro que tenés respecto de La cuarta carabela es que la historia tiene como eje a la Logia Lautarina? —asentí—. Pues entonces a La Hermandad le conviene que el libro sea terminado. Es poner a la luz el complot masónico contra la Iglesia Católica que supuestamente ha tenido engañado a Latinoamérica desde 1818. Hablamos de la negación absoluta del culto mariano, del verdadero sentido e identidad de la Virgen del Carmen, del rito pagano tras el cruce de los Andes. De dos siglos de silencio propiciado por los curas y auspiciado por institutos de historia vinculados a escuelas pontificias. ¿Qué tenés en la cabeza, Elías?, ¡olvidate de las tonteras de la masonería y los seguidores de lo de Lautaro!, si hay alguien detrás de todo lo que te está pasando, esos son los putos cristianos blancos y ultraderechistas de La Hermandad.
—¿No te parece un poco rebuscado?
—Vos conocés sus acciones, sabés cómo operan. Han metido el creacionismo hasta en las escuelas más liberales de Boston y Nueva York, casi sacan del aire al Discovery Channel y arruinan al Smithsonian —respiró—: ¿Cómo era aquello que decían para justificar sus acciones? ¡Ya lo recuerdo!: «¿Cuántas iglesias cristianas hay en Bagdad? Cero. ¿Cuántas mezquitas hay en Washington? Tres. Eso es lo que vamos a cambiar». Lo rebuscado no funciona con ellos, pensá en cada atrocidad que hicieron durante el escándalo de los aviones stealth, del YF-22 versus el YF-23, todo porque el CEO de una de las empresas era católico. —Tragó otra bocanada de aire y luego agregó—: E imagino que recordás que entre 1983 y 1987 echaron a correr esa abominación llamada «proyecto Ladrón en la Noche» en la que usaron la paranoia gringa de las abducciones y supuestos raptos extraterrestres para promover la idea de que había llegado el Apocalipsis y los justos estaban comenzando a ser raptados, tal cual decía la Biblia.
—Con un Jesucristo viniendo como ladrón en la noche… —reiteré la idea.
—Primera de Tesalonicenses, versículo 2, para ser exactos. —Sonrió—. Estos putos contrataron helicópteros negros silenciosos del ejército: Black Hawks y Little Birds, y raptaron al menos a ochenta personas, incluidos niños de los cuales nunca más se supo. No hay límites para sus acciones, operan por encima de la ley, porque tienen a Dios de su parte…
—Y al gobierno norteamericano.
—Es lo mismo —subrayó—. Si esos boludos hijos de la gran puta tramaron una operación de esa envergadura, créeme, son capaces de cualquier otra cosa, como inventar una conspiración basada en un best seller para destruir el dominio de la iglesia católica en Latinoamérica. Desde una perspectiva militar, me parece una espléndida ofensiva para llegar al objetivo final que es erradicar el catolicismo como credo cristiano. Ahora —dudó—, si La Hermandad está efectivamente detrás de todo, los veo más cerca de querer que el libro salga a la luz. Quizá Leverance no anda tras de ti, está tratando de protegerte.
—Eso me deja igual que al principio.
—Yo no diría eso, más bien todo lo contrario. Ahora levantáte, estamos llegando. No soporto ser de los últimos que bajan del tren.
Me tardé un poco en ponerme de pie. Afuera todo era verde, canales y arquitectura pastoral con influencias campesinas tanto de la provincia argentina como de postal de los años cincuenta del norte de Europa.
—Te quedaste congelado. —Leguizamón fue un resto sarcástico.
—No es para menos, estoy ordenando mi cuaderno mental. Si tú no estás escribiendo una cuarta carabela —dije—, entonces la única certeza que tengo al respecto es que solo Bane, Javier y yo estábamos en el barco, que ellos dos están muertos y que las dos personas que estuvieron con ellos al momento de morir, viajaron conmigo a Buenos Aires.
—Pensé que eran tus amigas.
—Ya no las llamaría precisamente amigas…