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Un Eurocopter EC-145 con los escudos e insignias oficiales de la Policía Federal Argentina, marcados sobre el uniforme azul metálico que cubría por entero el fuselaje en forma de tiburón de la nave, sobrevoló a baja altura la capital rioplatense siguiendo la línea de la 9 de Julio entre Corrientes y Córdoba para conseguir una panorámica de las zonas delimitadas por avenida de Mayo y Plaza San Martín. El piloto se detuvo en estacionario y aguardó la recepción de datos previa al siguiente movimiento. Bajo los pedales de control, colgando entre los patines de aterrizaje, la cámara de video controlada por el casco de uno de los tripulantes escaneó las calles y pasajes cercanos «olfateando» como un sabueso volador el rastro de la señal de telefonía móvil que los agentes del FBI, situados en la central, les habían indicado.

—¡Lo encontré! —exclamó el copiloto del helicóptero mientras le enseñaba a su compañero, en la pantalla del servidor de video, el automóvil que en esos precisos instantes adelantaba camiones y buses de movilización colectiva por avenida Libertador hacia el poniente—. El eco coincide con lo que nos remitieron los gringos.

Zumbando, como un insecto prehistórico, la nave de alas rotatorias diseñada y fabricada por un consorcio europeo, trazó una curva descendente y luego marcó una recta a 130 kilómetros por hora por encima de los techos acristalados, tipo invernadero de los hangares gemelos de la estación Retiro.

—Astro dieciséis a oficial ayudante Cohen —abrió comunicación el operador de sistemas electrónicos de la nave.

Metros más abajo, sentada en el asiento de acompañante de un Ford Focus II pintado de civil de la Policía Federal Argentina, la joven oficial Fabiola Cohen respondió el llamado.

—¿Lo tienen? —preguntó ella sin siquiera saludar.

—Un eco coincidente se dirige en un Peugeot 307 por Córdoba hacia el poniente. Tomando en cuenta el tráfico, en unos cuatro minutos será fácil interceptarlo en el cruce con Larrea o Pueyrredón.

—Buen laburo, continúe desde el aire —indicó la muchacha, antes de voltearse hacia el asiento trasero del vehículo, donde la agente del FBI Ginebra Leverance hacía esfuerzos por entender cada palabra de la joven policía que estaba a su servicio. Su español era bueno, salvo cuando hablaban rápido y la policía lo hacía muy rápido—. Lo encontramos —dijo Cohen, con una sonrisa. Luego ordenó al conductor del auto que acelerara hacia la esquina indicada por los pilotos del helicóptero. Volvió a tomar el intercomunicador y pidió a dos motoristas de la uniformada que ayudaran a cercar el perímetro de la perpendicular que habían indicado desde el aire.

Tres minutos y medio después, justo cuando el Peugeot 307 dobló en Córdova con Larrea hacia el norte, el conductor del auto se vio obligado a frenar en seco y arrastrar los neumáticos hasta sacar chispas para evitar chocar contra un sedán de la policía federal que se había atravesado en su ruta, flanqueado por dos motoristas que permanecían con los motores apagados de sus Guzzi Norge y las manos abiertas cerca de sus armas institucionales.

—¡¿Qué mierda hicieron, pibas?! —exclamó el taxista mirando a las pasajeras que iban en el asiento posterior de su automóvil.

—Vos no digás nada y no te pasará nada —respondió Juliana de Pascuali, mientras Princess Valiant se asomaba por el parabrisas y reconocía a la espigada mujer de color que bajaba del vehículo policial y se encaminaba con seguridad hacia ellas.

«¿Cómo puede caminar tan rápido con esos tacones?», pensó la inglesa mientras se mordía los labios y sonreía al imaginar todo lo que se venía a partir de ahora.