Número 1065 de avenida Florida sobre plaza San Martín, mi edificio favorito de la capital argentina, alguna vez el rascacielos más alto del mundo y una obra de arte de la arquitectura latinoamericana: el Kavanagh. De no ser por Princess no habría deducido que este era el infierno de Leguizamón. Ciento veinte metros de altura para treinta y un pisos levantados en forma piramidal escalonada sobre una base triangular, como si fuera una versión de inicios del siglo XX de un zigurat mesopotámico. Cuando lo construyeron en 1934 lo llamaban la nueva Torre de Babel, mote puesto por los adversarios de Corina Kavanagh, la millonaria que financió la construcción del coloso y de quien se decía había creado su fortuna gracias a un pacto con Satanás, rumor que se justificó cuando ella ordenó a los arquitectos tapar a Dios. Pero claro, como suele suceder, la historia real de la «eclipse arquitectónica» era bastante más mundana y se originaba en rivalidades de dos de las familias más poderosas de la edad de oro del gran Buenos Aires.
De origen irlandés, Corina Kavanagh era hacia 1925 la mujer más hermosa, excéntrica y decidida de la capital federal. Esos eran los adjetivos con los que la definían en las páginas sociales de los diarios y periódicos. Cuentan que por aquellos años, Corina mantenía una historia de amor con el joven hijo de Mercedes Castellanos de Anchorena, quien se oponía rotundamente a la relación, dada la diferencia de edad entre el muchacho y la heredera. Corina tenía doce años más que su amante. El primer round de la pelea lo había ganado doña Mercedes, que consiguió separar a la pareja. Despechada, Corina comenzó a planear su venganza. Los Anchorena vivían en una amplia mansión ubicada en la Plaza San Martín desde la cual la matriarca tenía una vista directa a la Basílica del Santísimo Sacramento, iglesia cuya construcción habían ayudado a terminar y cuyo plan familiar era transformar en mausoleo. De hecho, el gran propósito de doña Mercedes era comprar un lote vacío frente a la iglesia para construir allí una nueva mansión y que la parroquia quedara anexada a la nueva casona, trámites que estaban en proceso cuando Corina reapareció y, aprovechando un viaje de la matriarca de los Anchorena a Europa, ofertó el doble por el terreno. No solo frustró los sueños de su enemiga, sino que decidió levantar en el sitio una torre lo suficientemente alta y ancha como para tapar la vista de la basílica desde la casona de su adversaria. El Kavanagh, como fue llamado el rascacielos, fue definido por la devota doña Mercedes como una obra del diablo, un pedazo del infierno que se había levantado para cubrir la visión del cielo, acusaciones que alimentaron una fama de maldito al edificio, que Corina contrarrestó instalando durante octubre de 1934, cuando la mole aún estaba en construcción, una enorme cruz blanca que cubría los diez pisos superiores a manera de celebrar el Congreso Eucarístico Internacional que se celebraba en la ciudad y, al mismo tiempo, declararle a la ciudadanía y a su familia rival que el coloso de treinta pisos había sido bendito por Dios, a pesar de haber nacido para eclipsarlo.
Llevaba casi un minuto mirando hacia lo más alto del Kavanagh cuando regresé al motivo por el cual me había desplazado desde Avenida de Mayo hasta Plaza San Martín. Andrés Leguizamón debía estar por algún lado; en la plaza, tal vez en algún café cercano. Era un tipo fácil de identificar: los calvos con sobrepeso y barba recortada a lo Abraham Lincoln no abundaban ni en esta ciudad ni en ninguna otra del mundo. Miré hacia el Kavanagh y tuve un presentimiento. A pesar del «prohibido el ingreso, solo residentes» que colgaba del vestíbulo, ingresé a la planta baja. El portero me convocó de inmediato.
—¿Desea algo el señor?
—Sí, buenos días…
—Buenos. —El individuo me examinó de pies a cabeza, al igual que su colega que limpiaba los azulejos junto a la puerta de los ascensores.
—Disculpe, necesito saber si en este edificio vive el señor —dudé a propósito— Andrés Leguizamón.
—No. —Ni siquiera me miró.
—Vale, muchas gracias.
—Espere. —Me detuvo—. Don Andrés Leguizamón no vive en el edificio, pero a veces viene de visita a lo de su abuela paterna, en el 19A. Mi compañero le indicará el elevador.
—Gracias.
—No hay de qué, señor. ¿Me haría un favor?
—Por supuesto.
—¿Podría subirle estas boletas? —Me entregó cuatro sobres, dos de ellos con el logo de la compañía eléctrica de Buenos Aires.
Toqué el timbre del 19A, ubicado al fondo triangular del ala oriente de ese piso del Kavanagh, y esperé a que abrieran. Sentí que alguien me veía a través del ojo de pez de la puerta, mismo «alguien» que tosió dos veces antes de correr un pestillo de cadena y abrir. Una mujer de edad y mirada triste se plantó en el umbral y me quedó observando. Vestía enteramente de azul y llevaba medias blancas. De estatura baja, no más de un metro sesenta, tenía, sin embargo, una presencia y una gracia que hacía que su porte finalmente no importara.
—Elías Miele, imagino —me saludó.
—Buenos días.
—Bienvenido a casa, pero por favor adelante, vení conmigo, mi nieto estará enseguida con vos.
—El conserje me pidió que le subiera estas cuentas. —Le mostré las facturas.
—Dejalas por ahí encima. —Apuntó en dirección a un pequeño arrimo bajo un espejo ubicado en la pared del vestíbulo—. Ya me encargaré de esos trámites.
Hice cálculos mentales, la edad de Andrés, los rasgos de la anciana; debía de andar por sobre los ochenta y cinco años si acaso no tenía más.
—Por acá, seguíme —me invitó con amabilidad.
Me condujo a través de un corto corredor blanco invierno, color oficial del Kavanagh y que ningún propietario o arrendatario debía cambiar por orden de la administración, hasta la sala ubicada en el extremo del apartamento, donde una pared curva daba a una vista privilegiada que dominaba desde el Río de la Plata y las viejas dársenas de Puerto Madero hasta el doble hangar acristalado de la Estación Retiro, a pocas cuadras en dirección poniente. De hecho, si uno afinaba la vista no era complicado divisar, en la línea misma del horizonte, la forma plana de la costa de Uruguay.
—De noche y en días claros se alcanzan a ver las luces de Montevideo —me indicó la mujer—; por cierto, mi nombre es Antonieta. Asiento por favor, Andrés estará de inmediato con vos, con tu permiso.
—Suyo —dije antes de acomodarme en un sofá de cinco cuerpos fabricado en cuero sintético blanco, ligeramente más brillante que el color que dominaba la sala. Los ventanales del piso 19 temblaron al cruzar a baja altura un Embraer de Austral en dirección al cercano Aeroparque, el segundo aeropuerto de la ciudad, destinado a vuelos dentro de la nación o entre países vecinos como Uruguay y Chile.
—Debe venir de Chile —me interrumpió la voz de Andrés Leguizamón—, por la hora digo. A esta hora arriban los vuelos de Santiago. Estuve por allá hace dos semanas presentando mi último libro…
—Repúblika Argentina —dije, había hecho mis tareas.
—¿Lo leíste?
—No, pero he escuchado muy buenas reseñas. La crítica ahora te ama.
—Al parecer la historia alternativa genera más simpatía entre los reseñistas y la academia que el thriller de conspiraciones.
Se veía bien, más delgado que la última vez que nos habíamos visto, en Guadalajara hacía tres años. Seguía calvo, luciendo esa barba a lo amish que sabía destacar sus mejillas hinchadas; amigo de los lentes de soporte grueso y de plástico rojo y de vestirse en forma llamativa: pantalones de cuadrillé naranjo, camisa blanca, chaleco de lana roja y humita negra. Lo suyo nunca fue combinar con orden lógico colores y estilos. Al contrario que otros autores, él podía hacerlo. Sucedía que Leguizamón tenía una gran ventaja por sobre sus contemporáneos: el apoyo de una familia millonaria que lo consideraba el excéntrico del grupo.
—Bienvenido a Buenos Aires —continuó—, imagino, por tu demora, que antes fuiste a lo del Barolo.
—¿Es tan obvio?
—Como el agua. Si uno nombra el infierno porteño entre escritores aficionados al misterio y a las conspiraciones masónicas, el Palacio Barolo es una obviedad. Aunque es útil cuando un colega te confiesa que entró de fugitivo de la justicia a tu país y que más encima alguien está asesinando a escritores exitosos del género que vos y yo cultivamos.
—No podría haberlo dicho mejor.
—¿Cómo estás, chileno?
Y me dio uno de esos abrazos fuertes tan suyos.
—Así que estamos en problemas —me dijo luego.
—Algo así.
—Algo así —repitió—. ¿Sabías que esas dos palabras juntas son la frase que más repite el personaje de tu libro?
—Colin Campbell soy yo…
—Al menos ahora lo asumís.
—Necesito tu ayuda.
—Lo imagino, algo me adelantaste. Ahora vení conmigo.
—¿Dónde?
—Me advertís que tu teléfono está intervenido, que es probable que la policía ande tras tus pasos y querés que meta a mi abuela en problemas. Vamos a ir al lugar más seguro que conozco. Tomá tus cosas y apuráte —luego gritó—: ¡Abuela! No vuelvo a almorzar.
Diecinueve pisos más tarde estábamos de regreso en el lobby del rascacielos, saludando a los conserjes y asomándonos a la calle. Un viento helado arremolinaba las hojas caídas de los árboles que vigilaban los senderos en forma de letra X que se cruzaban al centro de la plaza General San Martín.
—¿Vos dónde vas? —me dijo Andrés, cuando me vio adelantarme hacia la plaza.
—Pensé que íbamos a charlar en una de esas bancas. —Apunté al pequeño parque que tenía enfrente.
—Nunca hablar de asuntos importantes en un punto fijo, siempre hay que estar en movimiento, ¿qué?, ¿vos nunca leíste a Ian Fleming?
—¿Entonces?
—Vení por acá.
Me condujo hasta el pasaje Corina Kavanagh, que cortaba en perpendicular el rascacielos por su cara sur formando un triángulo con las avenidas Florida y San Martín. En la callejuela había varios autos estacionados, algunos incluso montados sobre la calzada para peatones. En primer plano destacaba un gigantesco Studebaker Commander de 1941 y llegué a pensar que era el vehículo escogido por mi excéntrico colega. Conociéndolo, no hubiese resultado inusual.
—¿Este? —le indiqué bastante en serio.
—Miele, no estoy tan loco.