Ginebra Leverance respiró contrariada y, aprovechando que estaba sola en el despacho, se levantó del asiento y caminó hasta la ventana, elevada en el tercer piso del amplio edificio que ocupaba la manzana completa entre las calles Moreno, Virrey Cevallos y Luis Sáenz Peña en el barrio de Belgrano, sede de la Policía Federal de Buenos Aires. Levantó las persianas y se quedó viendo el tráfico que se atascaba sobre avenida Belgrano. Un enorme camión cisterna se había cruzado sobre la calzada e impedía que los autos circularan libres por las vías. La agente especial del FBI había escuchado cuentos acerca de los embotellamientos en la capital de Argentina, pero nunca imaginó que esos relatos fueran tan exactos. Incluso sonrió, pero no por mucho rato. De pronto descubrió dónde estaba, por qué había tenido que viajar y la frente volvió a arrugársele. Pensó en su padre, en ella misma, en el costo de todo y tuvo ganas de volver a fumar, vicio que había dejado después de lo de México, después de todo lo que ocurrió cuando su vida literalmente comenzó de nuevo. Dejó la ventana y miró hacia la puerta del despacho. Si se concentraba, seguro iba a conseguir que el inepto comisario argentino que habían puesto a su servicio entrara con novedades. Un día perdido y ahora cuarenta minutos de espera para un trámite que en Washington, con su equipo y sus instrumentos, no tardaría más de cinco, si acaso menos. Se mordió los labios y regresó al escritorio. Encima, dentro de una carpeta, había cuatro fotos; en todas aparecía Miele, la muchacha inglesa y la escritora argentina apellidada de Pascuali bajándose de un buquebús en la terminal comercial de esas embarcaciones en el sector de Retiro, entre la estación de ferrocarriles del mismo nombre y las viejas dársenas reacondicionadas de Puerto Madero. Todo hubiese sido más fácil de haberlo coordinado a través de la Interpol, pero claro, no había de qué acusar al chileno y sus acompañantes, ni siquiera se le ocurría cómo bloquear una investigación policiaca. Inventar alguna falta, un crimen incluso, no era difícil, ella lo había hecho en varias ocasiones, pero ahora era distinto, ahora no había una manera creíble de inculparlos, por mucho que su padre recalcara que era la voluntad de Dios, que ellos eran guerreros bendecidos en la sangre de Cristo, que el pecado de la mentira si debía ser cometido por un fin superior, tenía disculpa ante los tribunales celestiales. Dejó las fotografías y volvió a concentrarse en la entrada al despacho; esta vez su enfoque dio resultados. La puerta se abrió y bajo el umbral apareció el comisario Barbosa, oficial de la Federal que habían puesto a su disposición. Lo acompañaba una joven de cabello oscuro, evidentemente teñido, que vestía con camisa de hombre y pantalones grises de pinzas y corte a la cadera. No debía tener más de veintidós años y su muy enérgica mirada impresionó favorablemente a Leverance.
—Usted dirá —le dijo la agente del FBI, en su español lento, ligeramente mexicano— al policía argentino…
—¿Ayudante Cohen? —El comisario se dirigió a la oficial que iba a su lado. Ginebra miró al hombre, que ostentaba sus calvos pero muy cuidados treinta y ocho años con una recortada barba de tres días estratégicamente desordenada. Atractivo, sin duda, pensó la agente del FBI en una primera impresión. Por supuesto sus demoras y torpezas la hicieron rápidamente evitar pasar a una segunda opinión. No era necesario.
La muchacha le entregó a su superior una computadora de tableta.
—Señora —siguió el comisario—, todo lo que nos pidió.
—Casi dos horas.
—Buenos Aires es más grande que Washington o Nueva York —Leverance le reconoció su rapidez. —Tome, revíselo usted misma.
Ginebra cogió la tableta. En la superficie aparecía desplegada una planilla de cálculo con cuarenta y cinco nombres junto a la misma can tidad de conjuntos numéricos de siete y ocho cifras, números de telefonía, IPs de móviles y de estación, y conexiones a internet.
—¿Todos? —preguntó ella.
—Gran Buenos Aires, capital federal y también interior o provincia, pero son los menos.
—¿En provincia?
—Exacto. Cotejamos —empezó a explicar— lo que nos pidió; todos los vínculos familiares, cercanos y lejanos de la familia de Pascuali, y los editores y escritores con alguna relación cercana tanto con Javier Salvo-Otazo como con Elías Miele. Puedo asegurarle que gracias a que nos demoramos, no falta nadie.
—Perfecto. —Ginebra Leveance sonrió—. Ahora continúo con mi equipo. Supongo que también me consiguió lo que requeríamos.
—Supone bien. —Fue escueto el comisario—. Si me permite.
—Por favor.
Barbosa y su asistente escoltaron a Ginebra Leverance por el corredor principal del tercer piso del edificio de la Federal hasta una planta libre donde habían instalado a los cuatro agentes que acompañaban a la hija del reverendo evangélico más poderoso de los Estados Unidos, un espacio dispuesto con tres cubículos junto a igual número de terminales conectadas a la intranet federal del gobierno, la red abierta y cerrada y todas las líneas telefónicas fijas y aéreas de Buenos Aires y Argentina. Un par de discos duros de diez teras estaban cableados a la terminal principal para ayudar en velocidad y soporte el correr de los softwares de infiltración y rastreo. Ginebra se acercó a Teo, el especialista en cacería informática, y le entregó la tableta de Fabiola Cohen, la asistente del comisario.
—¿Es todo? —interrogó el joven agente del FBI de ascendencia italiana que llevaba solo dos meses trabajando en el equipo de Ginebra.
—Sí, es todo.
Teo Valenti puso su mano sobre el archivo de la tableta e hizo el traslado en modo táctil al monitor de su terminal. Luego tecleó un códi go alfanumérico y puso a correr el Echelon Carnivore 2.0. En un segundo monitor se abrió un mapa de Buenos Aires donde un GPS comenzó a marcar una serie de lugares con rojo, enlazándolos con rectas que simbolizaban ondas de wi-fi y otras líneas invisibles de comunicación y conexión de aparatos electrónicos.
—¿Qué hace? —preguntó Barbosa.
—¿No ha oído de Carnivore? —pronunció Ginebra, sin despegarse de las pantallas de su experto.
—No —dudó el comisario.
—Acá lo hemos usado, comisario —interrumpió la ayudante Cohen. Leverance tenía razón con su intuición respecto de la joven asistente del policía—, es un programa que sirve para rastrear a sospechosos, ubicando el lugar donde se encuentra su número de telefonía móvil u ordenador portátil.
—Estamos haciendo exactamente lo que describe ella —completó Ginebra Leverance, mirando a la joven policía—, pero a mayor escala, una especie de sonar, como un submarino, pero enfocado en ondas de telefonía y redes inalámbricas. Ubicamos la posición geográfica de cada uno de los números que usted me entregó, comisario, ya sean estos fijos o de individuos, y cuando los encontramos averiguamos con qué otros números se encuentran. Posteriormente, el procedimiento es matemática básica: saber a quiénes pertenecen los números que acompañan a los cuarenta y cinco iniciales.
—¿Y de esa manera pretende encontrar a sus fugitivos?
—Se lo voy a explicar de esta manera, lo más didáctico posible, comisario. Elías Miele es un hombre brillante —exageró a propósito— y tiene a gente muy capacitada trabajando para él. Si entró a Argentina sin que nadie —subrayó— se diera cuenta, créame que puede lograr mucho más. El sujeto es bueno, pero mi gente y yo somos mejores, nos adelantamos. Sé lo que Miele va a hacer. Necesita estar conectado, de otra forma no funciona, está perdido. Él y las mujeres que lo acompañan deben haber conseguido teléfonos móviles de pago, desechables, sin identificatorio. El programa está buscando a los propietarios de los números que acompañan a quienes usted y su equipo encontró… Le aseguro que tres de esos números serán anónimos; si los ubicamos, encontraremos a Miele.
—¿Y si los teléfonos están apagados o se deshacen de las baterías…? —trató de ser listo Barbosa.
—Los llamamos fantasmas no solo por carecer de identificador propio. Los artefactos, cualquier sea su marca, usados hoy para conexiones individuales a la red jamás se apagan después de que son activados por primera vez; solo entran en reposo y por lo tanto mantienen un espectro residual, un fantasma, aunque la indicación en pantalla diga otra cosa —respiró—. Tiempo, eso es lo único que puede ganar un fugitivo al apagar su móvil o quitar la batería: apenas unos cinco o seis minutos.
—Que pueden ser una diferencia…
—Para mí no. —Fue categórica la mujer del tic en el ojo derecho.
—Le creo —dijo el comisario, tratando de encontrar más argumentos para rebatir, lo que le resultó imposible.
—¡Bingo! —exclamó Teo—, los tengo —y agrandó en el mapa de Buenos Aires la ubicación de los teléfonos fantasmas encontrados por el software.
—Comisario —solicitó Ginebra Leverance—, necesito un par de autos y tres agentes suyos que vengan con nosotros. Si le parece, me gustaría llevarla a ella.
Fabiola Cohen, la oficial ayudante de Barbosa, no disimuló su gusto.