—Veinticinco años viviendo en Buenos Aires y jamás vine al infierno —comentó Juliana, mientras levantaba su mano derecha y llamaba a uno de los garzones de la confitería.
—La inauguraron hace un par de años —le contesté—, tampoco la conocía, excepto por fotos.
—Un lindo lugar —agregó Princess apuntando a las paredes traslúcidas que daban al pasaje Hipólito Yrigoyen en el barrio de Montserrat, una de las manzanas más elegantes del gran Buenos Aires—, aunque se nota demasiado el esfuerzo por dar al cliente la idea o la experiencia —recalcó— de estar inmerso en un pedazo de los años treinta. Bonito, insisto, pero también muy turístico.
—¿Querrás algo? —le preguntó Juliana a mi compañera inglesa, cuando el mozo, alto, muy delgado y ligeramente bizco, se acercó para tomar el pedido.
—Nada… sí —se arrepintió enseguida—, solo un vaso de agua.
El garzón no despegaba la vista de Princess, incluso intentó regalarle una sonrisa. Ella, como era de esperar, ni siquiera se inmutó.
—Agua para la señorita —ordenó la viuda del autor de Los reyes satánicos—; yo voy a pedir un café con leche y dos medialunas —cambió su tono al acento porteño, como si no llevara doce años viviendo fuera de Argentina—. ¿Elías? —me preguntó.
Me volví hacia Princess.
—¿No te molesta que comamos delante de ti? —le pregunté, recordando nuestra conversación en el Queen Mary y el compromiso que entonces le hice.
—¿Saco algo con molestarme? Evitaré mirarlos y vomitar sobre sus platos —arrugó su rostro.
Regresé con el mesero y le indiqué que quería lo mismo que Juliana más un jugo de naranja.
—Pomelo —indicó él.
—Ok, pomelo —acepté. En verdad no era un tema en el que se me fuera la vida.
—Señorita, ¿seguro solo un vaso de agua? —insistió el mesero a Princess.
—Sí, solo agua —respondió ella, mientras manipulaba el teléfono celular de pago que ayer por la tarde habíamos conseguido en una agencia de turismo que además se dedicaba a comerciar con aparatos electrónicos usados—. Esto es prehistórico —me dijo.
—Lo necesitamos solo para mensajes de texto —le indiqué, mostrándole el mío.
—El infierno —volvió a comentar en voz alta Juliana, y de verdad no supe identificar si se refería al lugar donde estábamos o a la situación que vivíamos desde que hacía tres noches salimos de Madrid rumbo a Buenos Aires vía Montevideo arriba de un desproporcionado carguero volador de fabricación rusa. O ucraniana para ser más exactos, como me explicó el capitán de la nave al dejarnos en la capital de Uruguay.
En lo concreto, el infierno se ubicaba en el centro cívico de Buenos Aires, a pocos pasos del Congreso y a distancia caminable de la Casa Rosada, exactamente en la planta baja de la intersección de Avenida de Mayo con Hipólito Yrigoyen, primer nivel de una estilizada y al mismo tiempo barroca torre art decó de cien metros de altura y veinte pisos, que algunas noches iluminaba el puerto con un faro que rotaba desde lo más alto de la construcción, o si se prefiere desde el mismo paraíso. Y el infierno, por supuesto, tenía nombre propio: Confitería Barolo.
Entrar a Argentina fue fácil; Bayó tenía razón. El Antonov aterrizó la madrugada de anteayer en Montevideo, previo a seguir su viaje a Asunción. Bajamos con inmunidad militar y diplomática, Uruguay no nos hizo problema. Hacia las dos de la tarde estábamos arriba de un buquebús comercial surcando la superficie del Río de la Plata hacia la capital del tango y las milanesas. Una llamada a través de un teléfono público y Juliana se consiguió el departamento de un tío suyo. Aseguró que ahí íbamos a estar seguros, libre de curiosos, preguntones y de su propia familia. «Ellos son mi problema, ustedes no se involucren en ese negocio», nos indicó mientras repartía las habitaciones del piso, emplazado en la Recoleta, por Pueyrredón, prácticamente en frente del cementerio que ha hecho famoso al barrio alrededor del planeta. Ella se quedó con el dormitorio principal, Princess se acomodó en el más pequeño, de servicio, y yo hice lo propio en un sofá desplegable de la sala. No hablamos mucho; Juliana y Princess no se tragaban y yo no tenía ánimos de ser embajador de relaciones femeninas.
Leí diarios, me puse al día con el acontecer del mundo y comí algo rápido. Princess solo dibujó en silencio, mientras que Juliana se fue a la cama temprano y aunque dijo que iba a dormir, la escuché ver televisión hasta casi de madrugada: comedias de situaciones estadounidenses y teleseries con acento argentino.
Ayer temprano llamé a Frank Sánchez desde un teléfono público; Sánchez se estaba quedando en mi casa en Zuma Key y no tenía muchas novedades: telefoneaban todos los días, había autos «extraños, de esos sedanes de colores primarios, conducidos por parejas que evidentemente no son amantes», me informó, que se paseaban por los alrededores e incluso se estacionaban enfrente. «Y obviamente en un par de días voy a tener que tirar este celular, es el tercero que boto desde que te convertiste en fugitivo. Hay que hablar de subirme el sueldo», me pidió. Le respondí que sí, que lo que quisiera, luego le di el número de cuenta de Juliana para que hiciera un depósito de dinero. Él me aconsejó comprar un par de teléfonos de pago en el mercado negro, que igual me iban a encontrar, pero podría ganar tiempo. «Voy a conseguirme un par de nombres de personas que conocen gente en Buenos Aires, vuelve a llamarme en dos horas», me dijo. Llamé en tres, él cumplió. Por la tarde, Juliana retiró efectivo de tres cajeros automáticos y me pasó la mitad, que convertimos a moneda local en una agencia de turismo que funcionaba las veces de caja de cambio no oficial. Mientras tanto Juliana, a través de la filial local de su editorial, consiguió el número de Andrés Leguizamón. Lo llamé en la noche, me confirmó que por supuesto se acordaba de mí, también que le parecía raro que estuviera en Buenos Aires. Le dije que la situación era complicada, que le iba a contar todo y que necesitaba su ayuda. «Entonces», me devolvió, «imagino que esta llamada quizás está siendo rastreada. Me gusta eso, es como estar dentro de uno de nuestros libros. Te espero mañana, a eso de las diez donde el infierno se antepone al cielo. Nos vemos». Y sin agregar más cortó la llamada.
«Donde el infierno se antepone al cielo», les repetí a Juliana y a Princess en voz alta con una sonrisa. Solo podía ser un lugar: el Palacio Barolo.
—¿Y Andrés? —preguntó Juliana.
—Tranquila, aún faltan veinte minutos para las diez. Ya va a venir —le contesté, mientras el mesero nos traía el pedido y otra vez trataba de hacer contacto visual con Princess, que no se había despegado de su libreta en la que dibujaba detalles del lugar y tomaba nota de todo cuanto hablábamos con la mujer de Javier Salvo-Otazo.
—Quizá vio que no estabas solo y escapó —comentó en un inglés arrastrado con mucha separación entre una y otra palabra.
—Andrés no es así —le respondió Juliana—, es un pibe muy amable y empático, va a acercarse y nos va a saludar, luego se llevará a Elías a algún lugar privado para profundizar en el tema.
—Ese escritor los conoce a ustedes dos —le respondió la exasistente de Bane Barrow—, no a mí. Mira como me visto, no soy fiable.
—Pero eres atractiva y a Andrés le gustan mucho las pibas muy jóvenes y muy llamativas, como a todos los escritores. —Me miró.
—Excepto a Bane —respondió Princess Valiant, mientras dibujaba todo el diálogo en formato cómic. Garabateó a Juliana con el aspecto de la bruja mala del oeste de Oz. A mí me dibujó con rasgos cuadrados, como si fuera un robot. Para su «autorretrato» usó palotes bajo una cabeza redonda, como una cereza.
—Esperemos un rato, si pasado las diez no aparece, lo voy a ir a buscar.
—Quizá te equivocaste de infierno —comentó Princess.
—Imposible, este es el infierno de Buenos Aires.
—¿Y dónde está el diablo?
—Quizás es el mesero.
—No tiene cara de diablo. —Lo miró—. En realidad no tiene cara de nada. Entonces este edificio es el cielo y el infierno.
—Y el purgatorio. Mario Palanti, el arquitecto, lo diseñó en 1919 para el señor Barolo, un magnate textil, y fue el primer rascacielos de Latinoamérica. Palanti era un obseso por el Dante y diseñó esta torre basada en La divina comedia. No es casual que mida exactos cien metros de alto ni que tenga veintidós pisos construidos; cien son los cantos de La divina comedia y veintidós los versos en que el poema épico está dividido. El Palacio Barolo está estructurado en forma de círculos, porque círculos son los que conforman la ruta del infierno al paraíso, pasando por el purgatorio, en la ascensión de Virgilio junto al poeta de Florencia.
—¿Entonces el edificio se divide en tres? —preguntó Princess, en esta ocasión dibujando la forma de la torre, copiando una de las fotografías del rascacielos que colgaban de una de las paredes de la confitería.
—Exacto. Infierno acá, purgatorio en la estructura central y cielo en los pisos superiores, excepto la cúpula que es imagen del empíreo, es decir, el lugar donde habita Dios y los nueve coros angelicales, los cuales inspiran el sobrerrelieve que decora el círculo más elevado del palacio. Tal era la fijación de Palanti con la simbología de Dante, que en lo superior de la cúpula, es decir en el empíreo, instaló un faro como imagen del ojo del creador bajo la idea de que este iluminara Buenos Aires, en el sentido real y metafórico de la palabra iluminación: dar luz a las mentes de los habitantes de la metrópolis. Y sobre el faro, una veleta que representa la constelación de la Cruz del Sur, ya que estas estrellas representarían la entrada al cielo. No solo eso, el eje mismo del edificio se alinea con esta conjunción estelar desde los primeros días de junio hasta el solsticio de invierno. Otra conexión con las ideas prometeicas y luciferinas de las logias que dieron forma e identidad a esta parte del mundo.
—¿Era masón?
—Miembro de la Fede Santa, logia supuestamente heredera de la orden de los templarios de la cual el propio Dante formó parte. Además era un reconocido admirador de Benito Mussolini y del fascismo italiano y, aunque suene contradictorio, un muy fiel católico. Su idea era construir tres rascacielos idénticos, que a su vez funcionaran como la trinidad divina, pero solo logró levantar dos. Este y la torre hermana, el Palacio Salvo, ubicado justo en línea recta en el centro de Montevideo, siguiendo la guía de la Cruz del Sur superpuesta al cinturón de Orión.
—Como las pirámides de Gizeh —comentó Juliana.
—Y las iglesias góticas francesas —completó Princess.
—Esas siguen la constelación de Virgo —trató de corregir Juliana, aunque no debió hacerlo.
—Todas imitan a Virgo, pero además las tres primeras catedrales que llevaron el nombre de Notre Dame: la de Chartes, la de Reims y la más conocida de todas, la de París, espejean al cinturón de Orión, también conocido como las Tres Marías. ¿Me equivoco? —me miró.
No fue necesario responder, Juliana contestó con una mueca al jaque mate de la mejor alumna de Bane Barrow.
—¿Y el tercer edificio? —preguntó enseguida Princess.
—Iba a ser levantado en Córdova, pero no hubo financiamiento…
—Quisieron trasladar la tumba del Dante a este edificio —interrumpió Juliana.
—Cierto, Barolo y Paranti tenían la idea de instalar el mausoleo definitivo para el poeta en la cúpula. Delirio que tuvo bastante adeptos y estuvo cerca de concretarse a finales de 1938, pero pocos meses después estalló la Segunda Guerra Mundial y, bueno, es bastante obvio lo que pasó. La atención del mundo y de los gobiernos argentino e italiano se apartaron bastante del posible traslado del cadáver de un poeta renacentista.
—Las diez con nueve minutos —cortó la conversación Juliana mirando su reloj.
—Espérenme acá —les indiqué—; voy a recorrer la galería del primer piso, el infierno completo, a ver si encuentro a Andrés. Si aparece —miré a la viuda de Salvo-Otazo—, dile que me espere.
—No lo vas a encontrar —auguró Princess.
—¿Por qué no iba a encontrarlo?
—Porque este no es el infierno que te indicó el escritor. Después de la historia que acabas de contar, sé que tengo la razón, como es usual —me miró a los ojos por primera vez desde que llegamos a la Cafetería Barolo.
—Explícate.
—Las palabras de Leguizamón fueron «donde el infierno se antepone al cielo», ¿verdad?
—Sí.
—Pues Dante nunca habla de cielo, sino de paraíso. Además usó la palabra «antepone», que no significa donde se inicia un viaje, como es la idea tras La divina comedia. «Antepone» es literalmente lo que tapa, lo que eclipsa, y este infierno no eclipsa al cielo.
—¿Te he dicho que eres un genio?
—No es necesario, lo sé —me contestó.
—Ustedes regresen al departamento, nos encontramos a media tarde allá —les indiqué a la viuda y a la exasistente.
—¿Vos a dónde vas? —interrogó Juliana.
—Princess tiene razón, me equivoqué de infierno. Pero solo por algunas cuadras.
—¡Voy con vos! —saltó Juliana, ante la mirada recelosa de Princess.
—No, ustedes hagan lo que acabo de decirles. —Salí de la confitería.