Buenos Aires, Argentina

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Roberto Sandoval llevaba seis años como controlador de vuelo de la torre del Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini, mejor conocido como Aeropuerto Ezeiza, y a lo largo de ese periodo venía escuchado toda clase de noticias extrañas relacionadas con llegadas o salidas de naves que oficialmente no existían, misiones encubiertas y arribos de medianoche de los cuales no debían quedar registros, ni siquiera en la memoria del controlador a cargo. Era parte del contrato de confiabilidad: si te ordenan que eso nunca ocurrió, en verdad jamás sucedió. Quizá por eso Roberto Sandoval miró la pantalla del radar y esbozó una pequeña sonrisa para sí mismo. Sabía que más temprano que tarde iba a tener que aprobar un vuelo fantasma. La señal apareció repentina en el monitor, primero a un punto sobre la velocidad del sonido y luego, a medida que se acercaba a la capital federal de Argentina, fue disminuyendo su aceleración mientras lograba colarse entre las rutas de navegación de la terminal. Vuela como una nave militar, pensó, pero no lo es. Buscó con la mirada sobre el horizonte tratando de identificar algún punto con luces, pero no descubrió nada.

—¿Tenés un fantasma? —le preguntó Amparo, la muchacha sentada en la pantalla continua, que había notado la agitación de su compañero.

—Uno muy rápido.

Contessi, otro de los operadores de turno, se acercó a mirar.

—Tiene el eco de un F-16; ¿seguro que no es militar?

—No lo es —respondió la voz de Esteban Muzzi, tercer comisario de Ezeiza, oficial civil de la Fuerza Aérea Argentina, quien acababa de asomarse a la torre de control—. Y vos sabés el protocolo en estos casos. —Miró a Sandoval—. ¿Es tu primera vez, cierto?

El controlador respondió afirmativamente con un movimiento de cabeza, luego volvió a la pantalla, verificó que la nave estuviera en la ruta de aproximación correcta y abrió la comunicación.

—Torre Ezeiza a nave no identificada —insistió el controlador en el español más neutro que fue capaz de pronunciar—, torre Ezeiza a nave no identificada. Nave no identificada identifíquese, —insistió, antes de repetir la frase completa en inglés.

No hubo respuesta. Esteban Muzzi cotejó las pantallas, luego a su subalterno y cogió el intercomunicador.

—Permitíme, Sandoval, acá entro yo —y abrió el contacto, hablando en inglés—: Ezeiza a nave no identificada, tome la pista 11/29. El controlador a cargo continuará con el resto de las instrucciones de arribo, mantenga abierto este canal.

—Roger —respondió una voz monocorde, apenas distinguida entre la estática.

—Hecho —indicó Muzzi a Sandoval—. Conducí la nave a la 11/29 y luego, cuando esté en tierra, que la guíen a la terminal de carga de Aerolíneas Argentinas, la que usa la Fuerza Aérea. Cuando el proceso acabe, pasá por mi oficina, vamos a ir a dar la bienvenida oficial. Te ganaste el derecho de conocer a tu fantasma.

—Procedo, señor —sonrió el controlador.

Esteban Muzzi respondió arqueando sus cejas y luego indicó al resto de los presentes en la torre que a partir de ese momento todos debían olvidar los últimos siete minutos. «Solo es un 737 de Aerolíneas en un vuelo institucional privado, que así sea registrado», ordenó antes de dejar el piso. Los presentes asintieron y volvieron a sus pantallas. Había un vuelo comercial proveniente de Frankfurt que desviar.

Diez minutos después Roberto Sandoval y Enrique Muzzi conducían una pick-up Ford Ranger con los colores oficiales de la operadora Aeropuertos Argentinos 2000 a lo largo de la loza principal de Ezeiza rumbo al área de carga donde habían ordenado que se detuviera la nave recién llegada. El hangar ya estaba cuidadosamente cerrado y custodiado por uniformados de la Fuerza Aérea Argentina, todos armados con fusiles automáticos. Sandoval, que conducía el vehículo, lo estacionó junto a la bodega, entre dos todoterrenos militares, y tras apagar el motor acompañó a su jefe en dirección a la terminal de carga.

—¡¿Qué es esta cosa?! —exclamó Sandoval al ingresar al edificio en forma de bóveda y enfrentarse al impresionante aparato que tenía enfrente: una estructura delgada similar a una flecha con tres motores en la parte posterior, dos bajo el ala delta principal y un tercero injerto bajo el plano horizontal de cola, similar a como lo llevaban reactores Jumbo del tipo DC-10 y L-1011. Seis ventanillas con forma de lenteja a ambos lados del fuselaje y una escotilla de pilotaje que simulaba una placa traslúcida pegada sobre el morro, similar a una cuña. Los colores y distinciones no era distintos de otras aeronaves civiles, pero el largo era notoriamente mayor. Mientras una nave ejecutiva de su tipo, como un Lear Jet, rara vez excedía los quince metros de punta a cola, el avión que los dos argentinos tenían ante ellos se estiraba fácil hasta los cuarenta. Pero lejos lo que más llamaba la atención era las alas. Dos pequeñas y móviles bajo la línea de ventanillas en la parte anterior del fuselaje y un par delta que sostenía el peso entero de la máquina como si fuera una enorme mantarraya. Pero al contrario que otros planos similares, como los usados en el legendario Concorde, estos acababan en sendos alerones verticales, similares pero más pequeños que el timón posterior, dándole al avión una silueta aerodinámica, de triple cola, configuración no solo inusual en aviones de su tipo, sino en aeronaves en general. Cada uno de los turbofans que impulsaban la máquina terminaban en las distinguibles formas facetadas de posquemadores y solo una clase de naves usaba ese sistema de impulso: las capaces de superar la barrera del sonido.

—¿Mach 1? —preguntó Sandoval.

—Mach 2,5 —respondió Muzzi, indicando que el avión hacia el cual se acercaban volaba a dos veces y medio sobre el límite supersónico, marca alcanzada por aviones de combate como el F-15 o el ultramoderno y secreto F-22.

—¿Qué avión es este, señor? —insistió el operador.

—Un Sukhoi-Gulfstream S-21, unión de esfuerzos rusos con norteamericanos. Vuelan desde hace cinco años para clientes con recursos capaces de pagarlos u organizaciones de gobierno que necesitan llegar muy rápido de un lado del mundo al otro. Ahora son una rareza, en diez años serán el común de la aviación ejecutiva. Ahí está el mercado del transporte supersónico, no en las aerolíneas comerciales.

—¿Y acá tenemos a un millonario árabe —Sandoval fue sarcástico— o a una poderosa organización gubernamental súpersecreta?

—Súper secreta no —contestó su jefe, mientras le señalaba a la atractiva mujer afroamericana que se había asomado a la puerta del avión.

La agente especial del FBI Ginebra Leverance fue la primera en respirar aire argentino. Le hizo un gesto a sus compañeros para que aguardaran un momento y mientras descendía revisó a quienes la rodeaban: un grupo de uniformados con el emblema del país ríoplatense en sus hombros y un par de civiles, uno con evidente aspecto de superior y otro que observaba la situación confundido, sin entender demasiado qué ocurría dentro del hangar. Se ajustó la falda y saltó con agilidad, a pesar de los tacones, desde el último peldaño de la escalera retráctil desplegada bajo la puerta del supersónico. Luego caminó hacia Muzzi y Sandoval.

Wel, wel-come to Argentina —tartamudeó Ernesto en su pésimo inglés.

—Descuide, entiendo y hablo bien su idioma —dijo despacio la mujer, para hacerse entender de mejor modo.

—Bienvenida entonces a Buenos Aires —repitió el tercer comisario del aeropuerto.

—Agente del FBI Ginebra Leverance —se presentó ella, enseñando su identificación—; mi equipo y yo les agradecemos por mantener la reserva de nuestra llegada. Ahora, si pudiera ponernos en contacto con la jefatura de la Policía Federal de la ciudad, ellos saben de nuestro arribo.

—Por supuesto, yo me encargo del enlace. Veré que preparen un helicóptero. Si le parece…

—No se preocupe —interrumpió Leverance— aguardaremos en el avión, estamos cómodos en la nave.

—Como guste.

La mujer no respondió, hizo un gesto con la cabeza y regresó al interior del fuselaje del Sukhoi-Gulfstream.

—Brava la mina —comentó Ernesto Muzzi en voz baja.

—Y magnífica… ¡Qué pedazo de hembra! —adjetivó Sandoval.

—Dejá de babear y comunicáte con los federales. Deciles que los del FBI ya están aquí y que despachen un helicóptero desde el centro. Y uno de buen tamaño, para diez plazas o más. Aquí hay algo grande y es mejor procurar que todo corra sin contratiempos.