Lima, Perú

26 octubre, 1842

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Lo primero que hizo Lorencito Carpio fue guardar los ojos del Huacho en la bolsa de cuero que había traído consigo desde el Eleonora Hawthorne. Enseguida limpió la sangre que escurría por la hoja del puñal, usando para ello un extremo de la propia mortaja franciscana que cubría al muerto. Luego, volviendo a su sigilo habitual, abandonó veloz la sala donde su expatrón era velado. Antes de que el gallo de la casa cantara por primera vez, el muchacho ya estaba fuera de la mansión, caminando con la cabeza gacha hacia la plaza donde esperaba conseguir transporte hacia el Callao. Nadie podía imaginar que en menos de doce horas, él y los ojos robados al hijo del virrey estarían partiendo hacia el sur en un viaje sin retorno y cuyos motivos vendrían a saberse muchas décadas después de la propia muerte del mocito. Y mientras esa madeja comenzaba a desenredarse, el cuerpo de Bernardo O’Higgins era enterrado en un panteón limeño con dos monedas de plata cubriendo los ojos negros y podridos de un puerco, vestido con el linaje de un religioso, burla final a la casta que de niño disfrutó humillándolo una vez tras otra. Sus manos huesudas y frías aferradas a una espada falsa, hecha de hierro barato y liviano, lo suficiente para transitar a la otra vida como un pálido reflejo de la mentira que el anciano, que alguna vez cruzara los Andes como parte de un ritual mágico y ancestral, había sido. El engaño llamado Bernardo O’Higgins, la falsa victoria que sostuvo a un país por más de doscientos años, la trampa final y más dolorosa para un continente entero, la clave para acabar con una fe absoluta. Hispanoamérica pensó que saltarse quinientos años de historia no era gran cosa, olvidó que en las sumas y restas que dan vida a una cultura nada es gratuito, menos cuando esa aritmética se escribe con sangre. Y Bernardo O’Higgins Riquelme redactó su vida entera con demasiada sangre.