Washington D. C.

32

A las diecinueve con once minutos de la tarde una llamada entrante hizo vibrar el teléfono de Ginebra Leverance. La agente, encargada entre otras obligaciones de las relaciones entre el FBI y sus símiles internacionales como Scotland Yard o Interpol, giró sobre la silla de su escritorio, ubicado en un privado en el ala oeste del quinto piso del edificio central de la Federal en el 935 de avenida Pennsylvania, y tomó el aparato, verificando sobre la pantalla que el número entrante viniera con identificador encriptado. Ojeó que nadie indeseable anduviera cerca y respondió la llamada mientras con el pulgar derecho presionaba la tecla «enter» para echar a correr un software de hielo que evitara escuchas de terceros o pinchazos a través de la ahora también llamada nación virtual. La voz de su interlocutor se escuchaba clara a pesar de la distancia y el océano que las separaban.

—¿Salieron de España? —preguntó Leverance.

—Hace unos minutos, en un vuelo de carga con destino a Uruguay. Es un carguero ruso Antonov que pasará por aduana como transporte de material logístico de construcción cuando en verdad lleva pertrechos y hombres arrendados a las fuerzas armadas paraguayas por sus problemas fronterizos con Bolivia.

—Eso significa que tengo ocho o nueve horas.

—Con suerte un poco más. El paso de Uruguay a Argentina puede demorarlos.

—Gracias…

—¿Necesita que…?

—No, por ahora nada, solo que siga mirando y me mantenga alerta.

Ginebra colgó la llamada y de inmediato quitó los programas de encriptación y seguridad. Revisó los papeles y documentos desparramados sobre el escritorio y luego se levantó en dirección a la salida del privado. Mientras caminaba por el pasillo se acomodó la falda entubada y estiró su blusa para verse impecable. Se quitó los anteojos de lectura y los colgó del borde de su escote. Luego apresuró el paso hacia el despacho de su superior. Saludó a la recepcionista y sin preguntar si el jefe estaba o no, llamó a la puerta con tres golpes rápido.

—Adelante —respondieron desde el interior de la oficina más grande del quinto piso del edificio.

Ginebra Leverance ingresó y se quedó de pie, firme como una estatua, junto a la puerta del privado.

—Asiento —le ofrecieron.

—Prefiero acá —respondió ella, mirando directo a los ojos a su interlocutor. Tragó un poco de saliva y luego dijo—: Acabo de confirmar que Bane Barrow fue asesinado, al igual que Javier Salvo-Otazo —mintió— y tengo al asesino —continuó mintiendo.

—¿Está segura? —respondió su jefe, un tipo alto, caucásico, de poco cabello y pequeños ojos que parecían montados sobre las arrugas que atravesaban su rostro por encima de las mejillas. Tenía 64 años y de no ser por el desastre en que se había convertido su matrimonio, lo único que estaría deseando era que corriera rápido su último año de servicio para retirarse a algún lugar muy alejado de la capital de la nación. Pero las cosas no eran simples para un hombre que se había pasado la vida caminando por el lado menos simple de la vida. El infierno de administrar un tercio del organigrama del FBI era más calmo que pasar veinticuatro horas contemplando el rostro de una mujer demasiado enojada y demasiado cansada de seguir pasando la vida junto a él.

—Como que lo estoy viendo a los ojos señor —contestó Leverance.

—¿Y qué espera, agente?

—En este instante va volando hacia Argentina, podríamos coordinar con la Interpol de Buenos Aires pero…

—Pero qué…

Ginebra Leverance Jackson no respondió.

—¿Qué necesita?

—Un grupo táctico y el avión más rápido que tengamos a nuestro servicio, señor. Eso y no más de tres días.