Doce minutos antes de medianoche, el capitán Anatoli Sherkovic, encaramado a diez metros de altura en la carlinga que compartía con otros cuatro tripulantes: copiloto, navegante y dos controladores de carga, todos nacidos en Ucrania entre 1979 y 1986, detuvo las veinticuatro ruedas del An-124 en el extremo de la pista 14L de Madrid-Barajas y pidió permiso para despegar. Desde la torre, y sin mediar pregunta alguna, no tardaron en darle la autorización. Apenas la luz del tablero pasó a amarillo, Sherkovic le ordenó a su copiloto encender las luces de despegue, luego quitó los frenos y usando su mano derecha junto a la izquierda de su compañero inyectó combustible a las cuatro poderosas turbinas Ivchenko Progress D-18T que colgaban de a dos de cada ala de la titánica aeronave. Lo primero fue un silbido profundo y luego el resoplido de empuje que fue moviendo la mole de casi cuatrocientas toneladas de peso hasta los trescientos sesenta kilómetros por hora necesarios para que las alas alcanzaran la sustentación precisa para levantar la máquina voladora de transporte más grande del mundo. Es verdad que su hermano de diseño, el Antonov An-225, lo superaba en tamaño y peso, pero el 225 no pasó de la etapa de prototipo y solo se construyó uno, mientras que alrededor de cincuenta An-124 llevaban, quizás en ese mismo instante, cargas pesadas de un lugar a otro del planeta Tierra.
En un inglés lento y arrastrado, Sherkovic nos informó que habíamos despegado sin problemas y que pronto alcanzaríamos velocidad y altura crucero estimándose el arribo a Montevideo para dentro de nueve horas. Nos pidió que no hiciéramos uso ni de teléfonos móviles ni de aparatos con sistema wi-fi, no porque pudieran interferir los sistemas del carguero, sino para evitar cualquier rastreo de ruta o identidad a través del satélite o alguna aeronave drone que anduviese revoloteando cerca.
—Suficiente —exclamó Princess y se quitó el cinturón de seguridad. Luego se levantó de su asiento y se ubicó junto al mío. Al otro lado del pequeño pasillo, Juliana nos miró de reojo, luego buscó un par de anteojeras y se cubrió con ellas para intentar dormir. Nos dio las buenas noches y agregó que mañana nos veíamos en Uruguay. Le devolví sus buenos deseos, Princess sumó un escuálido «OK».
—¿No vas a dormir aún? —me preguntó en voz baja.
—No creo que pueda dormir, esto es demasiado incómodo.
—Si necesitas ayuda, ando con un buen cargamento de pastillas.
Princess estaba de un inusual buen humor, considerando lo irritable que se encontraba cuando llegamos a Barajas por aquello que ella llamaba sin sutileza «estar desangrándose».
—¿Ya te sientes bien?
—Mejor, que es distinto a estar bien —suspiró—. ¿Quieres saber lo que me quitó el mal rato?
—Me gustaría.
Arqueó sus cejas, luego buscó su bolso deportivo y escarbó en el interior. Tomó sus tres libretas y las ordenó encima de sus piernas, luego me mostró lo que la tenía tan feliz.
—¡¿Qué mierda es esto?! —exclamé al ver lo que la asistente de Dan Barrow ponía sobre mi brazo derecho.
—Una Heckler & Kosh USP semiautomática de nueve milímetros con un cargador de ocho balas, el arma reglamentaria de las tres ramas militares de España, en realidad, de casi todos los países miembros de la OTAN. Y calma, está con seguro.
—Me da lo mismo lo del seguro. Y sé lo que es, la pregunta es de dónde la sacaste.
—El baño de la nave se encuentra en la parte posterior del fuselaje, junto adonde amontonan los pertrechos. Aproveché un descuido de la teniente Iglesias y me moví rápido. De pequeña era bastante buena tomando cosas ajenas, pero después las regresaba porque no podía dormir. No creo que este sea el caso. Hay cientos de estas allá atrás, nadie va a echar de menos una pistola y tres cargadores. Te dije que necesitaba un arma y que si tú no me la conseguías yo vería la manera de hacerlo. Me pasa a menudo que cuando deseo algo termino atrayéndolo a mí. Es mover energía, la regla de tres, eso que ahora llaman «ley de la atracción», pero que en realidad es una cuestión pagana de tiempos precristianos, pero de seguro ya lo sabes.
—Por favor, guarda esa pistola.
—Vale, no seas tan escandaloso, no va a pasar nada. Es solo para defendernos. ¿Es hermosa, verdad? Me gusta que las armas sean tan bellas. Desde las balas hasta un misil, desde un tanque hasta un buque de guerra, una hermosura maquinal perfecta. Todos los diseños rusos de posguerra o de la Alemania nazi eran perfectos. En verdad no hay creación humana más linda que un arma. Si jamás ocupo esta pistola —la mostró por una última vez antes de guardarla—, voy a conservarla como un objeto de colección. Pensé en tomar una para ti —me miró—, pero imaginé que te ibas a poner así.
—¿Así como?
—Gritón como una niña de siete años, pero me da lo mismo, porque me siento bien. ¿Te molesta que no sigamos esta conversación?
—Adelante, haz lo que quieras.
—No te he pedido permiso.
Después cogió un lápiz de tinta azul, abrió una de sus libretas y me dijo que iba a dibujar un rato. Yo cerré los ojos y traté de dormir; me resultó.