Lima, Perú

26 octubre, 1842

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En la casona ya todo estaba dispuesto para el entierro de don Bernardo. Misiá Rosa despachó a las lloronas durante la tarde y al día siguiente temprano un par de sacerdotes y dos delegados del consulado de Chile vendrían para llevar al muerto a un panteón que la familia había adquirido con ayuda de conocidos y vecinos. El deseo del viejo de ser expatriado a su país natal no tuvo ecos y ninguna de las cartas que tanto el muerto como su hermana habían remitido meses antes, regresaron con respuestas alentadoras. La mayoría ni siquiera había vuelto, frustración que misiá Rosa disimulaba con un optimismo de drama barato y frases hechas acerca de la voluntad de los hombres contra la voluntad de Dios.

Lorencito Carpio, el muchacho al cual llamaban Magallanes, ya había juntado sus pocas pertenencias en un morral. Vestimenta, ropa de cama y algunos cuadernos y libros que el patrón le había heredado. Si todo salía según lo previsto, a primeras horas del alba estaría camino de regreso al Callao donde lo esperaba la extraña mujer y su barco ballenero. El mocito jamás había navegado y aunque no tenía seguridad de que iba a hacerlo, la sola idea de mudarse a un navío le provocaba un sentimiento de libertad como jamás había experimentado. El anciano pelirrojo se lo había dicho, el mar convertía a los niños en hombres de verdad y Magallanes siempre lo había creído, al igual que cada palabra que su muerto amigo y maestro le había inculcado desde que lo recogió de entre los callejones del puerto hacía cada vez más años. Y estaba la dama de la mirada extraña, de las frases alargadas y el acento lejano; esa recámara al fondo de la nave con nombre de dama inglesa y la misión.

Magallanes ya era un hombre libre pero sabía muy bien el costo de serlo. Metió su mano derecha bajo el colchón y cogió la pequeña alforja con los ojos de cerdo y el puñal que le habían entregado en el puerto. Levantó la vista hacia el techo de la habitación y dejó el catre; pensó en que si le quedara un poco de fe se habría persignado. Abrió la puerta del cuartucho y tras cruzar la cocina y la despensa se asomó al corredor de la vieja mansión limeña que la familia. O’Higgins Riquelme había hecho suya en 1834.

Cada año viviendo en la casona, cada caminata nocturna junto a don Bernardo, cada consejo de que memorizara rincones, esquinas, contara el número de pasos y aprendiera a interpretar los cambios de aire y temperatura le habían enseñado a Lorencito Carpio el arte de moverse por la enorme estancia de la ciudad real durante la noche sin requerir de lámpara de gas o palmatorias con velas viejas. Descalzo, era capaz de desplazarse con el sigilo de un gato, no llamar la atención y usar la invisibilidad de la casa para proyectar la suya propia. Ni siquiera las almas en pena que algunos criados juraban escuchar por los pasillos durante las frías madrugadas iban a sorprenderlo. Además no creía en fantasmas, el Huacho le había inculcado que estos no existían, que eran solo recuerdos o deudas personales que se aparecían en los sueños.

La luz de la luna creciente se filtró pálida a través de las ramas de los molles que ornamentaban el patio interior de la mansión. El muchacho corrió tras estos e hizo callar a uno de los gatos de la cocinera cuando el felino levantó las orejas al sentirlo pasar, atento acaso por si dejaba restos de comida. Brincó entre los pequeños arbustos y supo llegar a la puerta corredera que separaba el salón principal del resto de la mansión, lugar donde su difunto señor esperaba dentro de un cajón de madera bellamente lacado y repleto de detalles como las rosas talladas por artesanos chinos marcadas en las cuatro esquinas del féretro a modo de puntos cardinales, guías necesarias para el trayecto a la otra vida.

Temblando de nervios, el muchacho se acercó al ataúd. Sentía que su corazón latía tan fuerte que pronto iba a escapar de su pecho, o peor aún, que ese ritmo matemático iba a terminar despertando a la patrona o a alguno de los negros de la servidumbre. Tragó saliva y, por segunda vez en los dos más recientes días de su vida, intentó con los trucos que don Bernardo le enseñó para distraer el miedo. Apretó los dedos de los pies y tensó la espalda, el esfuerzo funcionaba pero la percusión cardiaca no bajaba su volumen. Llevó sus manos temblorosas a la tapa del cajón y la abrió con sigilo.

Los ojos de Magallanes recorrieron lento el cuerpo sin vida de quien había sido su amo y señor. La falsa espada cruzada sobre el pecho, las vestimentas de fraile franciscano, el rosario apretado en su puño derecho, la rosa roja para evitar que se levantara de entre los muertos y esa extrema palidez, pintada en azul por los rayos de luna que se filtraban a través del vidrio de la puerta corredera. Las pecas de vejez de las manos, los huesos remarcados. El temor de Magallanes se hizo pena y así, con los ojos llorosos, quitó el velo de seda con el cual habían cubierto el rostro del Huacho.

El pelirrojo parecía estar solo durmiendo. El cabello corto y canoso, con los pocos mechones desordenados sobre la frente, las arrugas, los pómulos caídos y esa cicatriz pequeña bajo el lóbulo de la oreja izquierda de la cual jamás había hablado. Los labios recogidos, con un rubor cada vez más traslúcido y las cejas espesas, ancianas, otorgando un carácter imposible de definir a una mirada protegida por dos monedas de plata; la ofrenda para el barquero, otro de los rituales que el viejo le había ordenado a su hermana.

Magallanes sentía que los dedos iban a escapar de su mano a medida que quitaba las monedas que tapaban los ojos del fallecido. Aceleró voluntario el ritmo de su respiración y recordó las palabras de la misteriosa dama que había conocido la madrugada anterior. Era una tarea sencilla, solo se necesitaba un puñal bien afilado, como el que llevaba amarrado al cinto. Aún no entendía qué era lo sencillo de la tarea.

Apretó su mano derecha alrededor del mango del cuchillo y acercó la hoja reluciente al espacio del ojo derecho. La levantó un poco, cerró los ojos y clavó.

El segundo corte fue más fácil.