28
Princess Valiant llamó a mi habitación a la una y media pasada la medianoche. Tras una rápida cena (de la que Princess no participó) en una posada propiedad de unas amigas de Juliana, conseguimos alojamiento en un hostal que también pertenecía a las mujeres: un agradable edificio de cuatro plantas ubicado a pocos pasos del Alcázar y Museo de Toledo. Tanto la viuda de Salvo-Otazo como Bayó coincidieron en que era un lugar seguro y que en sus instalaciones llamaríamos menos la atención a que si pernoctábamos en casa del autor de Los reyes satánicos. La asistente de Barrow estuvo de acuerdo con la opción, aunque sus razones estaban bastante lejos de las esgrimidas por la escritora argentina. Más de las que yo mismo atiné imaginar. El resto del plan era simple: al día siguiente partiríamos a Madrid para reunirnos en Barajas con el supuesto avión capaz de dar la vuelta al mundo sin escalas del que tanto fanfarroneó el primo de Javier durante nuestra larga charla en la biblioteca.
—¿Qué sucede? —pregunté al descubrir a Princess en la puerta de mi dormitorio. Estaba descalza y sin tacones era bastante más baja. Vestía una camiseta blanca, con la portada del disco London Calling de The Clash, muy larga y ancha, que la cubría entera, como si fuera un vestido corto de verano.
—¿Puedo pasar?
Sin esperar respuesta ya estaba dentro de la habitación. Cerré sin seguro y la seguí con la mirada, ella se sentó al borde de la cama.
—¿Te desperté? —preguntó.
—Estaba leyendo —mentí, indicándole unas revistas que había sobre la mesa de noche—. ¿Qué sucede? —volví a preguntar.
—Ven —me invitó a sentarme a su lado. Lo hice.
—¿Qué ocurre? —insistí.
—Hace cuatro semanas que no tengo sexo. —Entreabrió su boca, enseñándome sus dientes grises y separados.
—Y yo hace cuatro años.
—Quiero que me lo metas.
Sin tiempo para pensar en una respuesta la tuve encima, con las rodillas flectadas sobre mis muslos. Acomodó sus manos encima de mis hombros y me empujó sobre la cama, luego comenzó a desvestirme con ansiedad nerviosa.
—Tranquila —le pedí.
—Déjame. —Jadeó, mientras se quitaba la camiseta.
Giré sobre mi cuerpo y la puse abajo, ella se contrarió. Intente acercar mi boca a su cuello, pero me apartó con rabia. Insistí conduciendo mis manos hacia su sujetador pero no alcancé a poner un dedo sobre sus pechos.
—No me gusta que me toquen, ni que me agarren las tetas, no son juguetes. Tampoco que me las miren. —Me detuvo en seco, luego me apartó y se sentó sobre las almohadas.
Fui hacia el otro lado de la cama.
—¡¿Qué?! —vociferó aún molesta.
—Que no te gusta nada: que no te hablen, que te hablen; que no te toquen ni te acaricien, ni siquiera me dejas besarte. Vienes a mi habitación a medianoche, me pides que te haga el amor y… no sé.
—No vine a pedirte que me hicieras el amor, cursi. ¡Nadie puede decir hacer el amor, menos un escritor! —chilló—. Quiero que me lo metas, sentir tu pene dentro mío, eso. Nada de besos, los detesto; el olor a la saliva, la baba, ¡asco! Ni cariños, ni amor, no soy un gato; si estoy aquí es porque quiero que me penetres. Simple, tu pene en mi vagina y que sepas moverte, uno más uno es igual a dos, ¿right?
Bajó de la cama y caminó alrededor de esta en dirección a mi lado del colchón. De pie y sin mirarme se quitó el calzón: llevaba el sexo depilado casi por completo, dibujado como una pequeña rayita abierta en forma de V.
—¿Entonces, vas a metérmelo?
Sonreí. Desvestida era preciosa: delgada y larga, como dibujo de colegiala de cómic japonés. Tenía ganas de tocarla y lengüetearla entera, pero si el trato era otro estaba dispuesto a jugar con sus reglas. Me quité los bóxer y le dije que viniera conmigo.
—Una cosa más, quiero correrme y, si no lo hago, voy a enojarme mucho, ¿puedes hacerte cargo de eso?
—Creo.
—No me interesa que lo creas, sino que lo hagas. Odio los potenciales, ¡por qué la gente promedio los usa tanto! —Respiró—. Mira, tengo el clítoris pequeño y si te dejo a cargo, vas a estar como una hora tratando de correrme; yo me voy a aburrir y no sucederá nada, pero conozco mi cuerpo, se qué y cómo hacerlo, así que si no deseas enrabiarme, haz lo que te pida. —Asentí, si decía algo me iba a largar a reír—. Entonces, primero yo abajo, métemela con fuerza, como si fuera tu primera vez.
—Es mi primera vez contigo —le dije mientras ella se acomodaba sobre la almohada y abría sus piernas alrededor de mis caderas.
—Tu primera vez de la vida, quiero decir. Ahora entra y quédate callado.
—¿Te vas a callar tú?
—Si lo haces bien, sí —respondió, mientras yo daba la primera embestida en su interior.
Ella gritó, jadeó un par de veces y enseguida apretó los dientes emitiendo un sonido constante, como vibratorio. Su cuerpo entero se estremeció, como si cada centímetro de su piel cobrara vida propia e intentara arrancar de las sábanas. Y por primera vez la vi sonreír de verdad, por gusto, sin sorna o burla; también tomar un color cálido y ligeramente rosado que tiñó esa palidez nublada, tan británica suya. Su aliento gris, a tabaco y humo no era agradable, pero no estaba en posición de quejarme.
—Entra despacio primero, dos veces y luego fuerte. —Fue dándome instrucciones, que seguí sin alegar—. Eso, fuerte, más fuerte. ¡Qué bien se siente, qué bien es todo…! Trata de no acercar tus manos a mi piel por favor…
Aparté mis palmas lo más que pude de sus hombros y me afirmé en el borde de la cama, concentrando mi fuerza solo en la entrepierna.
—Me gusta esto… —murmuraba ella. Luego sin mediar palabra me empujó fuera; respiró hondo, entrecortado, rápido y luego añadió—. Ahora tú abajo y no hagas nada, ni siquiera te muevas, déjame todo a mí. —Era como la séptima vez que me daba la misma indicación.
Me giré sobre la cama y permanecí quieto, ella montó hasta acomodarse sobre mi entrepierna. El cabello se le había humedecido con el sudor y su respiración era rítmica y constante, como si siguiera el más aritmético de los patrones.
—Yo —me detuvo.
Agarró con su mano derecha mi pene erecto y mojado y lo llevó dentro suyo, apretando los labios de su sexo alrededor del mío. Estuvo un rato en silencio y quieta, como si meditara. Cerró los ojos, tragó aire y agregó: «Córrete cuando yo te diga y puedes irte dentro si quieres, no soy fértil en estas fechas».
Inició sus movimientos, primero de arriba hacia abajo, luego describiendo círculos, acompañando cada uno de estos con gemidos cortos. A veces se acariciaba el cuello, se enredaba el cabello con una mano y por un instante la vi apretarse los pechos por encima del sujetador. Bajo estos, los pezones grandes e hinchados luchaban por escapar de la tela blanca y elástica que los cubría.
Princess comenzó a aumentar la velocidad de sus movimientos, intensificando el subir y bajar con un arrastre lento y horizontal. Se sentía húmeda, mojada, casi licuada por dentro, extremadamente acogedora, femenina en cada poro de su carne, deliciosa en su interior. Se sabía, se conocía, tenía completo dominio de cada rincón de sus cavidades, era ella la que llevaba el peso de la relación, era ella la que en el fondo estaba tirando consigo misma.
—¡¡¡Ahora!!!! —gritó.
—Espera. —Apreté mis dientes.
—¡¡¡Córrete ahora!!! —aulló con más fuerza.
Relajé mis músculos y me dejé llevar, un espasmo ligero y luego el relajo exquisito e indescriptible de soltar todo lo que llevaba dentro. El quejido imposible de sostener, el desahogo completo y luego la calma.
Princess quitó mi pene de su interior, me dio las gracias, se levantó, tomó su calzón y fue al baño.
No dije nada.
Escuché como echaba a correr el agua del grifo, luego se sentaba en el inodoro por unos minutos; antes de tirar de la cadena, otra vez el agua del grifo, entreacto que aproveché para volverme a ponerme los bóxer y la camiseta, además de regresar desde ese lugar remoto donde te transporta un orgasmo.
—No iba a dejar que te tiraras a la frígida de la viuda de tu amigo —me dijo al regresar del baño—, porque te la tiraste hace años, eso es obvio.
—Antes de que se casara con Javier.
—Por eso es tan histérica contigo. Si hubieses querido te la habrías montado esta noche. Es la típica mujer promedio, empática desde lo más básico, de las que creen que manteniendo distancia seducen. Un mueble me importa más que esa clase de personas.
—Yo soy de esa clase de personas.
—Sí, pero te concedo que eres honesto y frontal, eso te acerca un poco a mi esquina.
Regresó a la cama y se sentó a mi lado.
—Entonces puedo concluir que follaste conmigo para que no lo hiciera con Juliana.
—No, tuve sexo contigo porque lo necesitaba. Para mí es como comer, beber, orinar, una necesidad de mi cuerpo, si no lo hago cada tres semanas me enfermo y no te gustaría verme enferma, soy insoportable.
—¿Más aún?
—No puedes imaginar cuánto.
—¿Puedo decirte algo?
—Estamos en un país libre.
—Pensé que eras lesbiana o bisexual.
—Qué básico eres, Elías Miele. ¿Qué edad tienes, quince? Porque me visto raro y me maquillo como muñeca voy a ser lesbiana o bisexual. No. No me gustan las mujeres, a pesar de que me he acostado con varias; tampoco me gustan mucho los hombres, lo que me gusta es el pene, sea de quien sea. ¿Se entiende?
—Supongo.
—Y no, no soy puta, porque no cobro. Perra sí, porque me gusta y me gusta harto. ¿Estamos?
—Estamos.
—¡¡¡¿Queeé?!!!
—Nada, que eres divertida sin serlo.
—No, soy distinta y honesta y eso es lo que te parece divertido, lo que es muy distinto. —Botó aire con fuerza y luego me miró—: ¿Y entonces cuándo nos vamos?
Sonreí, Princess Valiant amaba jugar a ser la caja de sorpresas perfecta. La mayoría de las veces le resultaba, pero en otras sus reacciones eran tan evidentes que leer su mente era tan sencillo como sumar dos más dos.
—Yo no voy a volar a Argentina con la viuda de Salvo-Otazo —recalcó.
—Perfecto, entonces te quedas.
—¡Eres idiota, Miele! —Su tono de voz se hizo chillón—. No te das cuenta de lo raro que es todo esto. La emboscada que ella y sus amigos prepararon, el tal Bayó que justo tiene un avión que puede volar a cualquier parte y lo ofrece así como así, la insistencia de la viuda en ir con nosotros. ¿No eres tan bueno con los números y los códigos secretos? Deberías juntar las letras, acá son puras vocales.
—¿Y crees que no lo he hecho, que no he visto ese y otros factores? Tengo claro que vine a Toledo por La cuarta carabela y si debo vender mi alma al diablo para conseguir el manuscrito, lo haré. Las pistas apuntan a Buenos Aires y no tenemos otra forma de llegar allá que en el avión que ofreció el amigo de Juliana.
—Primo de su marido muerto —precisó la inglesa.
—Lo que sea; en este punto de nuestra historia da lo mismo, no es importante, solo es un medio. Y si te tranquiliza, tengo muy claro que tanto él como Juliana no nos han contado todo. Pero entre salir huyendo o enfrentarlos, prefiero la tercera alternativa, seguirles el juego, hacerles creer que confío en ellos, pero siempre cuidándome la espalda. Y tu espalda con la mía.
—Confías en mí, entonces.
—Más de lo que crees, Princess Valiant —mentí, era lo mínimo tras el orgasmo que me había dado.
Ella volvió a sonreír, por segunda vez desde el rincón de lo sincero.
—Deberíamos hacerlo de nuevo —dijo enseguida, luego comenzó a desvestirme, tan ansiosa como cuando entró a mi dormitorio—. Otra cosa: hay que conseguir un arma, nunca se sabe cuándo vas a necesitarla y yo sé disparar muy bien. Ahora quiero que me lo metas por atrás, apúrate que estoy hirviendo.